39

Día de Marte, vigésimo cuarto del mes de Vath

Martes, 5 de junio

En mis anteriores visitas a Copenhague acostumbraba a visitar el Instituto de Estudios para la Progeria y entrevistarme con Flemming en su despacho. El edificio estaba situado en el sureste de la capital, en un lugar conocido como el «Silicon Valley» de la medicina. Compañías farmacéuticas como Colzymes, Gencop o Advantycs, donde el mismo Flemming desempeñaba un cargo ejecutivo, se habían instalado en aquel tranquilo paraje, atrayendo a los científicos más destacados de la región.

Una región a la que me había acostumbrado a volver desde que mi madre intentó junto a nosotros desandar los pasos de su clan y hacer el viaje de vuelta al lugar originario desde donde su pueblo había partido. Imposible saber el lugar exacto en aquellos tiempos, sin más referencias que el paisaje y la limitada memoria de mi madre.

Mucho tiempo después, al abrigo de las últimas teorías geológicas acerca de los cambios en la última glaciación de Würm, mi padre y yo habíamos ido acotando la zona, hasta estar medianamente seguros de que mi madre provenía de aquellas mismas tierras que ahora su hijo observaba desde el aire, haciendo el viaje que a ella le costó tantos años en apenas tres horas y diez minutos.

Llegué puntual a la dirección que Flemming me había dado: «Dirígete hacia el pueblo de Jyllinge, está a 50 km del aeropuerto de Kastrup. Pregunta por el número 23 de Strandvejen, la carretera de la playa».

El taxi que tomé cuando bajé del avión me dejó frente a una recoleta casa de madera rojo cereza, esquinas blancas y el tejado de pizarra negro a dos aguas que competía con otras casitas similares por su pequeño espacio frente a la costa. Los colores puros de aquellas viviendas y el verde arbolado a sus espaldas harían pensar a cualquiera que estaba mirando el paisaje a través de un filtro.

Pero no había trampa ni artificio. Sería el aire limpio, sería la fresca mañana danesa, sería que yo necesitaba despejarme de los nubarrones grises de Santander. No lo sé. Me sentó bien el cambio de aires, aquel lugar era tranquilo, solitario y apartado de todo, como el estado de ánimo que andaba yo buscando en los últimos tiempos.

Después de tener que darle más coronas de las esperadas al taxista, me dirigí a la entrada, pero apenas entré en el jardín, mis pies se hundieron en el barro. El césped estaba completamente enfangado. Miré con fastidio mis zapatos, que se habían quedado cubiertos de lodo. Entonces levanté la vista y me di cuenta de que el jardín parecía bombardeado por bloques de hielo a medio descongelar. Alcancé por fin la puerta y pulsé el timbre, esperando soltarle un gruñido a Flemming. Era la primera vez que nos veíamos en su casa, y no en el Instituto de la Progeria. Estaba seguro de que el cambio de ubicación tenía que ver con su llamada. Cuando abrió la puerta, en lugar de encontrar a un rechoncho científico danés con su mata de rizos rubios desafiando la ley de la gravedad, me encontré con ella: nariz picuda, ojos grandes sin cejas, cráneo abultado. Era una adolescente con progeria. Iba vestida con un anorak acolchado y llevaba un soplete en la mano.

—Flemming Petersen me ha citado aquí a las doce, ¿está él en casa? —le pregunté en danés.

—Papá acaba de llamar del trabajo, me ha pedido que te diga que vendrá en media hora, que se ha retrasado un poquito, y que si puedes esperar, por favor —contestó de corrido, como si estuviera acostumbrada a hacer de secretaria de los asuntos de su padre y se hubiera aprendido el mensaje de memoria.

—Bien, entonces espero —dije, aceptando su invitación a pasar al interior.

—¿Puedes ayudarme mientras tanto? —preguntó con su voz chillona a la vez que me guiaba por un pasillo de tablones de madera blanca. La decoración era sencilla, casi naïf, y se notaba una preocupante ausencia de toque femenino. ¿Tenía Flemming esposa? Tampoco lo sabía, hasta entonces nuestras conversaciones se habían limitado a temas médicos.

—Claro, ¿de qué se trata? —contesté con toda la naturalidad de la que fui capaz. Todavía estaba encajando el hecho de que Flemming tuviese una hija con progeria, jamás me había hecho mención del asunto.

—Necesito que alguien con más masa muscular que yo trasporte unos bloques de hielo de mi estudio al jardín.

—¿Para qué los usas?

—Esculturas.

—¿Esculturas?

Empujó una pesada puerta metálica y se puso unos guantes para entrar en la habitación, que debía de estar a varios grados bajo cero. Me dio la espalda y se puso a trabajar con un serrucho sobre un bloque semitallado, hasta que pude adivinar que iba adquiriendo la forma de la escultura más famosa de su país: DenLilleHavfrue.

«La pequeña señora del mar».

—¿Te gustan las sirenas? —le pregunté.

—Me gusta cualquier personaje mitológico que no envejezca —contestó sin mirarme, mientras las esquirlas de hielo caían bajo la presión de sus gestos certeros a una velocidad asombrosa.

Entonces observé a mi alrededor con más detenimiento, y me di cuenta de que estábamos rodeados de otras figuras a tamaño natural, todas transparentes, todas tan pulidas y lisas que no pude evitar la tentación de acercarme a una de ellas y quedarme mirando a la altura de sus ojos.

—¿Y estos quiénes son?

—Ashaverus, el judío errante —dijo señalando la figura de un viejo encorvado con una larga barba y una retorcida vara. Había sido tallado en ademán de dirigirse con determinación hacia algún sitio, y precisamente ese gesto decidido que había quedado congelado en el hielo le hacía parecer aún más patético—. Imagino que conoces la leyenda: fue condenado a vagar eternamente por La Tierra sin detenerse, y allá por donde pasa va dejando desgracias.

Touché, pequeña, pensé.

—Se le conocen más nombres: Catáfilo, Larry el Caminante, Samar, Ausero, Michob-Ader, Joseph Cartaphilus…

—Por supuesto que se le conocen más nombres —interrumpí una lista que conocía demasiado bien—, todo inmortal se merece un extenso catálogo de nombres, ¿no crees?

—¿Te interesa el tema de los inmortales? —preguntó, buscando mi complicidad.

—No demasiado, la verdad —dije encogiéndome de hombros—. Pero continúa, así estamos entretenidos hasta que venga tu padre.

—Ma Gu, la famosa inmortal china que se esconde en las montañas —prosiguió, apuntando con el serrucho hacia una joven de largas uñas y rasgos asiáticos.

—¿Y quién es él? —pregunté señalándolo. Era un hombre calvo, alto y de complexión atlética. Como única vestimenta llevaba una falda de tablillas y unas sandalias. Todas de hielo.

—Es Gilgamesh, rey de Babilonia hace 5.000 años, vivía en la ciudad amurallada de Uruk y se obsesionó con la búsqueda de la inmortalidad. Mi papá me llevó al Museo Británico a ver las tablillas que se escribieron de su historia. Me dijo que «La epopeya de Gilgamesh» es el poema más antiguo que se conserva.

—Creo que me suena de algo, sí —murmuré, sin poder evitar sonreír para mis adentros.

Nos volvemos a ver, viejo sabio, tan lejos de tu maldita ciudad en medio del desierto. Has tenido larga vida, al fin y al cabo. El mundo aún te recuerda.

—¿Y qué haces con tus inmortales cuando no tienen sitio y empiezan a molestarse los unos a los otros? —quise saber, al percatarme del poco espacio que quedaba en aquella cámara frigorífica.

—Los saco al jardín y veo cómo se deshielan.

—Eso suena a venganza —le indiqué.

—Freud ya no se lleva —se limitó a contestarme.

Disimulé una sonrisa. Tenía el cerebro rápido de su padre.

—¿Y tú no deberías estar ahora mismo en el instituto? —pregunté, imponiéndome un cambio de tercio.

—No, mi padre se ha encargado siempre de darme la educación en casa. Además, ¿para qué debería pasarme el tiempo estudiando matemáticas y geografía, si ya estoy fuera de plazo?

—No entiendo —le dije, aunque sabía perfectamente a qué se refería.

—La edad media para morir cuando se tiene mi enfermedad es de trece años, y yo hace dos años que estoy fuera de plazo. Ahora mismo tengo el récord de longevidad, así que, dime, ¿por qué debería estudiar?

—Deberías estar haciendo lo que más te guste hacer, pero no desprecies los libros solo porque las estadísticas digan que se te ha acabado el tiempo.

—¿Y tú quién eres para darme consejos?

—Nadie, simplemente me has preguntado.

—Claro, para ti la vida es fácil. Piensas que vas a tener ese físico para el resto de tus días, pero ya verás cuando te empiecen a salir las arrugas.

—Tengo mucha curiosidad, créeme —murmuré.

Por suerte nos interrumpió el quejido de la puerta abriéndose a nuestras espaldas. Un hombrecillo entró frotándose las manos, con los mofletes enrojecidos por el frío de la habitación.

—¡Isaac, dame un abrazo!, siento haberme entretenido tanto.

—No te preocupes —dije dejándome abrazar, su energía era limpia como todo en aquel lugar.

—Ya has conocido a mi hija, ¿a que es una artista?

—Sin duda.

—Ahora que estáis los dos, ¿podéis llevaros a Gilgamesh de aquí? Ya no me cabe —nos interrumpió la niña.

Nos despedimos de ella después de transportar el bloque de hielo hasta el exterior de la casa y dejé que Flemming me guiase por el estrecho pasillo hasta que entramos en lo que debería haber sido el garaje. Eché un rápido vistazo a mi alrededor y me di cuenta de que era un laboratorio casero, aunque estaba mejor equipado que el de Kyra. Había material recién estrenado de última generación. Pese a que estábamos solos, bajó la voz y se inclinó hacia mí, como si temiese que alguien nos escuchara.

—Mira esta preciosidad —dijo, ofreciéndome el ocular de un imponente microscopio.

La imagen era ciertamente hermosa. Como si fuera un cielo estrellado de verano, vi cromosomas azules con puntos fluorescentes en sus extremos.

—Lo que ves brillar son mis telómeros. He forzado la apertura de doble hélice del ADN y gracias a una molécula fluorescente los he destacado. Mira ahora las células de mi hija.

Los puntos eran mucho menos brillantes, como si las estrellas estuviesen mucho más lejos.

—¡Lo tenemos, Isaac!, ¡lo tenemos! He cultivado una muestra de los tejidos de mi hija en el laboratorio y la he comparado con una mía. Si extrapolas la intensidad de la fluorescencia con la longitud telomérica, las conclusiones son claras: sus telómeros son mucho más cortos que los míos. Su edad biológica es mayor que la mía, y eso que ya no soy un crío.

Me tapé la boca con el puño. Cuando pude hablar, me limité a decir:

—Estoy impresionado.

Pero mi amigo estaba más emocionado incluso que yo:

—Tenías tazón, si pudiésemos invertir esa tendencia, y reparar sus telómeros, tendríamos la cura de la progeria, y sería posible actuar en cuanto tuviéramos un diagnóstico precoz.

—Para, para —le obligué, haciéndole un gesto con la mano—. Vamos a ir por pasos. Lo primero es comprobar más casos para poder generalizar la teoría. En segundo lugar, no podemos jugar con la telomerasa así por así, tenemos que empezar a nivel celular. Hay un largo camino hasta que lleguemos a los individuos.

—¿Individuos? —me gritó—. ¿Con individuos te refieres a mi hija? No tengo tiempo para iniciar todo ese proceso, Rebekka tiene ya quince años.

—Hablando de Rebekka, ¿por qué no me dijiste que tenías una hija con progeria? Y ya que estamos con las preguntas, ¿desde cuándo investigas por tu cuenta en un laboratorio casero, no te basta con los medios del Instituto?

—En el Instituto todo va tan lento que habría necesitado varios años de propuestas, permisos y presupuestos para conseguir lo que te estoy enseñando, y el hecho de que todos allí sepan que soy padre de una niña enferma paradójicamente no ayuda. Dicen que tengo demasiada prisa por ver resultados, que no soy objetivo, que me salto los plazos… Cada día que pasa estoy más aislado y me siento más ninguneado. He tenido que desviar algunos fondos, digamos que de manera no muy transparente, para conseguir el material que estás viendo. No voy a mentirte, Isaac, estamos solos en esto.

Fingí que necesitaba unos minutos para digerir la nueva situación, pero el hecho es que a mí también me favorecía que mi amigo se saliera de los canales oficiales.

—De acuerdo, cuenta conmigo para esto. Pero no puedes lanzarte así, sin más, jugando con la telomerasa…

—Rebekka ha tenido ya dos accidentes coronarios —me interrumpió—. La semana pasada estuvimos en el cardiólogo, y no fue demasiado optimista.

—No tiene por qué ocurrir próximamente —intenté persuadirle—, ha habido algún caso que llegó a los cuarenta y cinco años.

—Eso fue hace décadas, y fue una rarísima excepción. Estoy cansado de ir a funerales de niños que no han cumplido los diez años. Tú no tienes ni idea de lo que es eso.

—Yo también he perdido a una hija, no lo olvides —era mentira, no había perdido a una hija. Había perdido a tantas que debería haber dejado de contar hacía muchos siglos.

—Pues deja que yo haga lo que pueda por la mía.

Asentí en silencio y dejé que Flemming me desgranara paso a paso su descubrimiento, mientras afuera, en el jardín, el más famoso rey de Uruk se fundía lentamente bajo el sol del mediodía.