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Día de Madre Luna, vigésimo tercero del mes de Vath

Lunes, 4 de junio

—Dime, Flemming. Te escucho —le apremié una vez me encontré solo en mi despacho.

—No podemos hablar de esto por teléfono, Isaac —me contestó con voz emocionada—. Es demasiado importante. Necesito que vengas cuanto antes.

—¿Tan pronto? —no esperaba que llamase, desde luego que no.

—Ha sido sencillo, una vez que me indicaste el camino correcto.

Se me alteró el pulso cuando escuché sus palabras. No me apetecía viajar otra vez, pero en seguida comprendí que iba a ser necesario hacerlo y además, con el menor ruido posible.

—Escucha, mañana voy a tomar el primer vuelo a Copenhague. No me adelantes nada.

—Isaac, no sé cómo te lo voy a agradecer.

—Ya encontrarás la manera. No te preocupes por eso ahora, viejo amigo —le dije soltando una carcajada y colgué. Por un momento, la llamada de Flemming me había cambiado el humor de perros que arrastraba desde hacía varios días. Desde que… en fin, qué más daba.

Me metí en Internet y reservé el billete, después abrí la puerta contigua a la mía, la del despacho de mi padre y lo encontré leyendo el libro que le regaló Baltasar Gracián. Solía recurrir a él cuando estaba preocupado. No alzó la vista cuando entré.

—Vámonos, Héctor. Tenemos que hablar de un par de cosas.

—¿Es urgente? —me preguntó fingiendo que estaba concentrado en la lectura.

—¡Ya!

Quince minutos después, llegábamos con mi coche a la punta de Somocueva. Desde allí se divisaba toda la línea de la costa y podíamos ver a distancia si alguien se acercaba. Por suerte era un día entre semana y sabíamos que íbamos a estar solos. Fuimos serpenteando ladera abajo en silencio por el sendero que llevaba a la playa.

—No deberías haberle dado el bisonte —le reproché en cuanto llegamos a la arena, al tiempo que cogía algunos cantos rodados y los lanzaba con furia al mar.

—¿Estás molesto? —preguntó.

—Bastante.

Ni te lo imaginas.

—Ahora vas a darme el sermón de que no veo las cosas a tu manera —añadí—, pero te has metido en algo que me incumbe solo a mí, y ayer te pedí que no lo hicieras.

—Desde el momento en que le hablaste de todos nosotros dejó de incumbirte solo a ti —replicó con gesto serio.

—¿Y qué querías que hiciera? Adriana no es una campesina analfabeta que se contenta con cualquier explicación.

—Hemos estado a punto de ser descubiertos en varias ocasiones, y siempre hemos salido del paso. Dime, hijo, si hubiera sido cualquier otra persona del museo, ¿le habrías revelado nuestro secreto?

Me encogí de hombros.

Naluvara —dije en mi lengua madre, sin darme cuenta.

—Sí, sí que lo sabes.

Tú siempre dando en el clavo, tuve que reconocer. Como retórico, mi padre siempre me ganó.

—No te estoy echando en cara que se lo hayas contado a Adriana —continuó en un tono más conciliador—, lo que intento evitar es que la situación se nos vaya de las manos. No se lo has puesto fácil, no has tenido en cuenta su carácter ni sus circunstancias, solo tu anhelo de que te crea sin más. No lo has hecho bien, hijo.

—Ni tú tampoco. Lo del bisonte no ha servido de nada, ese tipo de pruebas no va a hacer que nos crea —dije para mí, sacudiendo la cabeza.

—Iago —dijo deteniendo el paso—, hoy ha venido a presentar su dimisión.

—¿Qué? —exclamé. Eso no lo esperaba.

—Le he dado el bisonte para retenerla.

—Una manzana de oro —pensé en voz alta. Mi padre asintió.

—De momento está resultando. No podemos arriesgarnos a que se vaya ahora, con todo lo que le has contado y sin tiempo para asumirlo. Dejaríamos de tener noticias de ella, pero siempre tendríamos la duda de si nos sigue investigando.

—Aunque así lo hiciera, Adriana no nos sacaría del armario. Es de fiar.

—Yo también creo que tiene buen fondo, pero las obsesiones son peligrosas. No podemos dejar un cabo suelto de ese calibre. Sé que mi amuleto es una prueba circunstancial, y no espero que eso haga que nos crea, pero sí que confío en que empiece a resquebrajar un poco sus cimientos de científica ortodoxa. El resto tendrás que hacerlo tú. Debes darle tiempo.

—Tiempo —repetí, mascando la maldita palabra—, aquí todo es cuestión de tiempo. Si no fuera por el tiempo, estaríamos juntos desde el principio.

—Te equivocas —me interrumpió—, gracias al tiempo has tenido la posibilidad de conocerla. Os separan 10.000 años y gracias a tu mutación o lo que sea que nos haga longevos, los has sobrevivido para poder conocerla. El tiempo ha jugado a tu favor, no en tu contra. Si no fuera por el tiempo, tú serías para ella el esqueleto número 7 de Monte Castillo, y Adriana examinaría tu cráneo con guantes de látex. Ese sería el máximo contacto al que podríais aspirar. Así que no maldigas al tiempo, porque somos sus hijos más privilegiados.

Mi padre en estado puro. Cualquiera le contradecía cuando se ponía filosófico. Así que opté por no discutir y dejé que su tranquila compañía calmara mis ánimos. Fuimos dando un paseo hasta el final de la playa, disfrutando de aquel día soleado que anunciaba un verano templado, pero el mediodía se acercaba, y otros asuntos pedían paso con urgencia.

—Dejemos ese tema de momento —dije por fin—. Tengo que ponerte al día antes de tomar un avión mañana para Copenhague.

—¿Qué se te ha perdido en Copenhague?

—Verás, hay algo que no te he contado hasta ahora del material que conseguí en la Corporación Kronon. En cuanto pude estudiarlo, empecé a elaborar una teoría. No quise que Kyra llegase a las mismas conclusiones que yo, así que el material que le pasé estaba bastante censurado. Tengo la impresión de que en los telómeros puede estar la explicación a nuestra mutación, pero no quería arriesgarme a empezar a investigar a ciegas en el laboratorio del museo, así que pensé en una manera de tantear mi teoría.

—Continúa, hasta ahora te sigo.

—Hace años, cuando inicié mi ronda de contactos científicos para poner en marcha las investigaciones y conseguir material para el laboratorio contacté con Flemming, del Instituto de Estudios para la Progeria en Copenhague. Siempre he pensado que la progeria es la alteración opuesta a la nuestra. Niños con síntomas prematuros de envejecimiento, con una esperanza de vida de trece años, y apariencia física de noventa. Pensé que sus investigaciones podrían darnos alguna pista, y me presenté con la identidad de un padre adinerado que perdió a su hija con siete años por la enfermedad e investiga por su cuenta. Desde entonces hemos tenido frecuentes contactos. Hablé con él en cuanto volví de San Francisco. Le expliqué mi teoría de los telómeros y él se puso enseguida a investigarlo. Acaba de llamarme y me ha pedido que vaya cuanto antes, creo que ha encontrado algo importante.

Habíamos llegado al final de la playa hacía un buen rato y nos habíamos sentado sobre unas rocas secas.

—Explícame primero tu teoría.

—Verás, lo que encontré en la Corporación Kronon fue algo que habíamos pasado por alto hasta ahora. Sospecho que la longitud de los telómeros es un indicador de la verdadera edad biológica: un niño con progeria los tendrá cortos como un anciano, y nosotros, los longevos, como alguien de treinta y tantos. Si él es capaz de demostrar mis sospechas, puede iniciar una línea de investigación que le lleve a aplicar telomerasa y reparar las células en cuanto se diagnostique la enfermedad.

—De todos modos —dije con cierta cautela—, aún no sabemos si mi teoría es cierta, y si fuera así, me resulta demasiado sencilla. Sospecho que aún se me escapa algo, no debemos dar nada por hecho hasta que Flemming me explique lo que ha encontrado, ¿de acuerdo?

—Bien —dijo mi padre—, entonces deberías tomar ese avión cuanto antes. Tenemos que buscar alguna excusa para que te ausentes del MAC durante un par de días, aunque me da cierto miedo que vuelvas a viajar solo. ¿Y si vuelve a ocurrirte lo de San Francisco?

—Ya he tomado mis medidas. Llevo instrucciones en mi cartera y en el móvil. Te diré exactamente dónde me alojo y cuáles serán todos mis pasos. Por tu parte, me llamarás cada tres horas. En caso de que me vuelva a ocurrir, tomas el primer vuelo y vienes a buscarme, ya no estoy al otro lado del Atlántico. Por cierto: vienes tú, no Jairo.

Asintió con un gesto, aunque había una idea que nublaba su rostro.

—Dime de una vez qué te preocupa —le pedí.

—¿Qué haremos con Kyra y Jairo si tu teoría es cierta?

—Lo mismo que pensábamos hacer en Florida con Ponce de León si hubiéramos encontrado la fuente de la eterna juventud. Destruir las pruebas y asegurarnos de que jamás vuelven a plantearse esa posibilidad. De momento pienso tener a Kyra ocupada bastantes años con todas las nuevas líneas de investigación que se me ocurran.

—Parches, hijo, son parches. Unos años, unas décadas, son un retraso ridículo para los de nuestra naturaleza. Si realmente la respuesta son los telómeros, acabará acercándose a la verdad.

—Pues más nos vale que ni la huela. Estamos yendo detrás de todas las modas científicas del siglo XXI. Luego pasarán y Kyra se centrará en las que vengan después. Imagínate que la causa de nuestra longevidad hubiera sido realmente el jade, el cinabrio o la hematita, como se decía en China hace tres milenios. Si lo hubiéramos descubierto entonces y nos hubiéramos callado, Kyra ahora mismo ni lo hubiera tenido en cuenta. Tengo la esperanza de que eso sea precisamente lo que ocurra con el asunto de los telómeros, y ella siga buscando en nuestros genes los más variados elementos externos que, por supuesto, no tenemos.

—Ojalá tengas razón.

Ojalá, padre, porque de lo contrario, nos vamos a enterar de lo que es un acto irreversible.

Volví al MAC al mediodía, aún tenía algo pendiente que comprobar antes de irme a Dinamarca. En cuanto me aseguré de que el coche de Dana ya no estaba en el aparcamiento, subí a su despacho y abrí el armario. Despejé los libros que cubrían el falso fondo y empujé.

Tal y como ella me había contado, de allí mismo partía un túnel que se perdía en la oscuridad. Me adentré en él y bajé todo lo que pude, hasta quedar a la altura del laboratorio de Kyra. Más allá de ese punto, estaba demasiado negro como para ver nada. Supuse que el libro que perdió Dana estaba varios metros más abajo, y que el túnel habría sido cerrado en su momento. Y sin embargo, decidí ocultar el detalle a mi familia, sobre todo a Jairo. Con él acostumbraba siempre a guardarme un as en la manga.

Si mi hermano no nos había contado que en el edificio que él mismo construyó y restauró había un túnel secreto, tenía que haber algún oscuro motivo detrás.