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Lunes, 4 de junio

Bajé las escaleras hasta el Laboratorio de Restauración intentando no molestar el descanso de las viejas tablas de roble. El bisonte que ocultaba en mi chaqueta pesaba como si llevara uno de verdad. Tenía la sensación de que si me topaba con alguien repararía en aquel bulto y me pondría a tartamudear si me preguntaba por él. Por suerte Héctor tenía razón y no encontré a nadie cuando entré en la estancia. Cerré la puerta con llave y me abstuve de encender los interruptores. Después me limité a retirar la funda de plástico del microscopio y encenderlo en la penumbra. Cogí unos guantes de látex de mi talla que asomaban de la caja de cartón de la bancada, coloqué la pieza y giré el ocular hasta que enfoqué las marcas laterales. Si era una falsificación, desde luego el que la realizó era muy fino.

Llevaba un rato concentrada en mi nuevo juguete cuando escuché que la cerradura de la puerta se giraba. Eran Kyra y Iago, que en ese momento entraban distraídos y se me quedaron mirando como si hubieran visto al fantasma de Kennedy. Kyra se adelantó para mirar la pieza que tenía bajo el microscopio. Luego le lanzó una mirada interrogante a Iago, que aunque serio, mantuvo la calma y pareció comprender.

—¿Eso que tienes te lo ha dado Héctor? —me preguntó con la sorpresa pintada en la cara.

Le dije que sí con la cabeza tragando saliva, mientras miraba preocupada a Iago con el rabillo del ojo, que se había acercado a cerrar de nuevo con llave la puerta del laboratorio.

Kyra se giró hacia Iago con las manos en jarras.

—¿Se puede saber qué está pasando aquí y por qué soy la última en enterarme de todo? —le exigió.

—Pregúntale a Héctor por qué narices le ha dejado su amuleto, yo puedo responder solo por mis actos —contestó irritado.

—Pues empieza entonces por ponerme al día de tus actos.

Iago se acercó lentamente a una banqueta del laboratorio y se sentó sobre ella con las manos en los bolsillos. Era como si hubiera decidido tomarse todo aquello con una estudiada calma. Se remangó la camisa con más parsimonia de la que mi paciencia podía soportar.

—Adriana lo sabe todo, ya no tienes que disimular delante de ella nunca más. Nos escuchó hablando de la investigación hace varios meses y ha hecho sus propias averiguaciones. Por cierto, hay una foto de Héctor y tuya de los años setenta circulando por Internet. Ya me estoy ocupando yo, no es necesario que me des las gracias.

—De eso quería hablarte, Iago —les interrumpí—. No hace falta que te pregunte si has sido tú quien ha eliminado el mensaje y el archivo de la foto de mi correo.

—Tú lo has dicho, no hace falta —dijo encogiéndose de hombros.

—¿Me has hackeado la cuenta de correo? —repetí sin poder dar crédito a lo que eso suponía.

—Te lo pedí por las buenas y no quisiste. No me has dado otra opción.

Para mi sorpresa, Kyra resultó tener la misma flema inglesa que su supuesto hermano. Se tomó un par de minutos para procesar toda la información y luego se dirigió hacia mí como si fuéramos vecinas de toda la vida:

—Entonces supongo que estamos en esa fase en la que Héctor ha empezado a atiborrarte de pruebas, ¿verdad?

—Sí, más o menos —tuve que admitir.

—Y no debería haberse molestado. No me creyó ni una sola palabra —intervino Iago, sin dejar de mirar fijamente el bisonte.

—Claro que no te creyó, es una científica del siglo XXI, Iago. Sería anacrónico que te creyera sin más.

—Pues necesito que me crea a mí, no a la ciencia —murmuró Iago entre dientes, aunque le oí.

—¿Podéis dejar de hablar de mí como si no estuviera delante? —les interrumpí de nuevo.

Los dos me hicieron un gesto con la mano indicándome a la vez que me callara. Genial, como si aquello no fuera conmigo.

—¿Desde cuándo eres un idealista? —le preguntó Kyra, poniendo los ojos en blanco y mirando al techo—. Tú siempre has sido el más pragmático de la familia.

—Esto no tiene nada que ver —rugió Iago, mascando las palabras en un gesto contenido.

—¿Y con qué tiene que ver, si puede saberse?

—Tiene que ver con que, por primera vez en mi larguísima vida, encuentro a alguien que está en mi longitud de onda, alguien a quien quiero confiarle todo lo que he sido, todo lo que he hecho, todo lo que he vivido y ese alguien tiene un velo tan tupido delante de los ojos que se niega a ver quién soy en realidad.

¿Hablaba de mí? ¿Estaba Iago de verdad refiriéndose a mí? Intentaba seguir el hilo de la conversación que mantenían, pero me costaba entender todas las implicaciones, como cuando alguien mira un cuadro surrealista e intenta adivinar en qué demonios pensaba el pintor cuando dibujó elefantes con patas de insectos o relojes derretidos. Relojes derretidos. No había lógica en aquella escena.

—Ponte en su lugar. Es difícil, siempre lo ha sido —escuché que decía Kyra, al otro lado de mis pensamientos—. Dale pruebas, es la única manera. A Fénix, mi último marido —me aclaró—, necesité hablarle en todos los idiomas que recordaba para que me creyera. Y aun así le costó. Me dijo una frase al azar y me hizo repetirla mientras las apuntaba todas. Luego se fue a la biblioteca de la calle General Dávila, que por entonces acababan de inaugurar, para comprobar la traducción en todos los diccionarios disponibles. Recuerdo el día que vino a casa cuando por fin se convenció, traía la cara pálida del susto. Pero luego todo se fue haciendo más fácil para él, o al menos eso quise creer. Decidimos irnos de viaje por Europa. Para mí fue una liberación visitar el Museo de Londres y por fin poder contarle a alguien que no fuera mi familia lo que odiaba el miriñaque, o que el tabaco antes olía a la planta del tabaco, no a química como ahora. Pero recuerdo que a la vuelta hicimos noche en Francia y yo le seguía explicando: «Aquí en Lyon viví durante unos años, por entonces me llamaba Tyra. Esta calle se llama la rue du Griffon porque en 1353 había una posada que yo regenté con el grabado de un grifo». Días después descubrí que se había comprado un libro de la Historia Medieval de Lyon en una librería de viejo. El pobre estaba comprobando si era cierto todo lo que yo le había contado. Entonces me di cuenta de que, por mucho que él intentara creerme, siempre le resultaría difícil. El caso es que cada persona necesita encajar esto en su estructura mental a su manera, Iago.

—Ya ha tenido pruebas. Ha visto una foto vuestra de hace cuarenta años, ¿la ves convencida? —contestó Iago mientras se enderezaba en el taburete y se dirigía hacia mí.

—¿Te ha servido para creernos, Adriana? No, claro que no. Prefieres cualquier otra explicación retorcida antes que la verdad pura y simple. Héctor te ha prestado su amuleto, pero está perdiendo el tiempo contigo. Déjame adivinar lo que vas a hacer con él. Vas a analizarlo y te vas a centrar en determinar si es falso o no. Porque la pieza no te cuadra, porque de momento no se ha descubierto nada con esas características, ¿verdad? Y aunque te pasaras años estudiándola y llegaras a la conclusión de que es auténtica, aun así no creerías nuestra historia, porque es una prueba circunstancial. Como bien dijiste, que te enseñemos los objetos que hemos ido guardando nunca te probará nada.

—Hay una manera, y lo sabes —intervino Kyra.

—Kyra, no te metas —le cortó entre dientes.

—Pues mira: sí, me meto —dijo ella haciéndole caso omiso—. Déjale que le haga una datación de radiocarbono al esmalte de tu molar, cuando le devuelvan los resultados y compruebe que tiene 10.000 años, le das una placa dental tuya para que vea con sus propios ojos que esa pieza te perteneció. Asunto arreglado, y ya podéis ir a daros un revolcón, aunque seguro que encontráis alguna excusa para seguir discutiendo.

—Espera, espera —le dije a Kyra mientras me levantaba y me acercaba a ella—. ¿Te refieres al molar de Monte Castillo, el del escondrijo?

Me miró asintiendo como si fuese lo más obvio del mundo.

—Kyra, las puntas del escondrijo ya han sido datadas y corresponden a hace 11.000, además coinciden con la estratigrafía —le dije.

—Lo sé, te recuerdo que todas las piezas de este museo han pasado por mis manos, y estas en concreto también por las de Héctor, ya que fue él quien las talló. Mi padre solía esconder sus instrumentos de caza en aquel agujero de la cueva de Monte Castillo, para cuando tenía que volver. Siempre fue un buen escondite, ya que nadie de los sucesivos clanes que habitaron la cueva lo encontró en su momento. Pero la muela es posterior, Iago la perdió en una pelea después de haber ingerido un brebaje demasiado fermentado. Una buena borrachera prehistórica, para entendernos, ¿no es así?

Iago confirmó con la cabeza, mirando a Kyra como si fuera a colgarla del flexo que pendía de la bancada. Tuve la impresión de que estaba contando hasta diez.

—Héctor escondió también el molar, aunque el escondrijo ya estaba parcialmente tapado por los sedimentos de varios siglos, pero pudo acceder a él y esconder la pieza. Ya tendrás tiempo de conocer bien a mi padre, tiene el síndrome de Diógenes. Siempre está guardando cosas para luego pasarse los siglos pendiente de los escondites y de recuperarlos. En fin —suspiró—, todo el mundo tiene sus manías, me imagino.

Eché un vistazo a Iago, que seguía la conversación con expresión grave.

—Bonito farol, Kyra, pero no cuela. A Iago no le falta ninguna pieza dental —lo había visto cientos de veces cuando Iago se reía a carcajadas con la payasadas de Salva.

—¡Aaay, bendita inocencia! —dijo con expresión cansina mientras se acercaba a mí y me mostraba su dentadura como si estuviera en una competición equina. Al ver sus dientes tan de cerca, me di cuenta de que todas las piezas eran falsas, aunque era un buen trabajo de estética dental.

—No queda nada de nuestra dentadura original. Algunos dientes los hemos ido perdiendo por el camino debido a traumatismos y alguna infección. Pero el gran problema ha sido el desgaste. Después de milenios usando los dientes, los cuatro hemos sufrido sensibilidad dental y hemos necesitado mascar hierbas o emplastos para aletargar el dolor. Por eso todos llevamos implantes, es lo mejor que nos ha pasado en siglos. Créeme, estas pequeñas mejoras son las que hacen que la vida de un longevo merezca la pena.

Miré con cautela hacia Iago, y él también sonrió de manera exagerada para que pudiese comprobar que sus dientes bien alineados eran en realidad perfectas falsificaciones, aunque no me quise acercar más para comprobarlo.

—Hay un fallo en tu historia, Kyra. Si aún no habéis datado el molar, ¿cómo sabéis que Iago tiene 10.000 años?

—Vamos, Iago, cuéntaselo con tus palabras.

—No quiero darle más explicaciones —negó con la cabeza.

—Ahh… maldito orgullo. Está bien. Adriana, conoces el bastón de mando de la cueva del Castillo, ¿verdad?

—El que tiene un ciervo grabado en un lateral, sí.

—Fue un regalo que le hizo mi padre en no recuerdo qué ceremonia de machotes. Lo mandó labrar en el taller de la cueva de Ekain. Como sabrás, el bastón sí que está datado: hace 10310 ± 120

—Pulidor —intervino Iago.

—¿Perdona? —dije.

—Eso que a los arqueólogos os ha dado por llamar bastones de mando eran en realidad pulidores de lanzas. Preparábamos la madera y después la pasábamos por el agujero. Hasta un niño lo puede ver, pero un niño tiene imaginación, claro.

Eso era cierto; quiero decir, plausible. En esa cueva vasca se había encontrado un bastón de mando con un ciervo grabado casi exacto. Aunque, ¿talleres de útiles de hueso en la cornisa Cantábrica, en pleno Mesolítico? Era una teoría interesante, desde luego. Respecto a la utilidad del instrumento, lo cierto es que hacía tiempo que se daba por hecho que no eran bastones de mando, aunque nadie se había atrevido a lanzar ninguna teoría convincente. Hasta aquel día.

—Muy bien, Kyra. Ya has hecho tu parte, ¿podrías dejarnos ahora solos? —le dijo Iago con voz calmada, aunque en un tono severísimo.

Kyra apretó los labios en un gesto de impotencia y se quedó quieta delante de Iago un buen rato, como si estuvieran midiéndose las fuerzas. Era difícil decidir quién parecía más testarudo de los dos. Después dio un suspiro y se encaminó hacia la puerta del laboratorio. Al salir se volvió hacia Iago.

—Olvida tu orgullo y dale una prueba definitiva, hermano. No pienso soportar tu malhumor los próximos dos mil años.

Iago alzó la voz:

—Lyra…

—¿Qué? —dijo ella sin girarse.

—A Nagorno nada de esto, de momento. Es más seguro, ¿vale?

—A ver si superáis vuestros problemillas de comunicación algún siglo de estos —dijo con voz cansina—, empiezo a hartarme de estar siempre en medio.

—Confío en ti —era más una orden que una súplica, pero ella asintió y se fue.

Y allí nos quedamos Iago y yo con la pieza de marfil bajo el microscopio, esperando a que las pisadas de Kyra se perdieran entre los ruidos del museo. Después de pasear su mirada por el suelo durante un buen rato con los brazos cruzados, alzó la cabeza con calma y me dijo:

—Deja que compruebe una teoría, ¿vale? Vamos, Adriana, mírame a los ojos.

Yo le esquivé la mirada, fui incapaz.

—¿Ves? No puedes ni mirarme. Demostrado, Adriana, demostrado que no puedes creerme. Esto nos viene grande. Esto ha sido un error. No estás preparada para creerme, ni yo para soportar que no me creas.

—Lo que cuentas no es creíble —dije, sacando las fuerzas de donde no las tenía.

—Es creíble, si tuvieras voluntad de hacerlo. Sí que te concedo que es inverosímil. Mira, no voy a dejarte el molar para que lo envíes a datación. El viernes tuve que improvisar, y no sabía muy bien qué hacer para que me creyeras. Fue muy inocente por mi parte pensar que había alguna posibilidad de que eso ocurriera. Pensé que tal vez podría convencerte si te mostraba cómo fue mi vida en Monte Castillo hace diez milenios. Creí que te vencería la curiosidad, que una arqueóloga como tú no perdería la ocasión de resolver todas sus dudas al tener frente a ella a alguien nacido en la Prehistoria. Pero me equivoqué.

Se mesó el pelo en un gesto que me supo a desesperación.

—Me equivoqué, sí. Tal vez en un futuro mi familia y yo nos podamos mostrar tal y como somos frente al mundo. Ese día la gente sabia vendrá y querrá saber. Querrá que les contemos nuestro paso por el mundo y nosotros lo haremos, si eso aporta algo de luz. Pero ese día puede ocurrir dentro de quince años, dentro de dos mil años, o dentro de setenta mil. No sé cuándo será, pero ese día yo no voy a estar a tu alcance. Lo estoy ahora, te lo estoy ofreciendo, y tú lo estás despreciando.

No le dije nada, ¿qué podía decirle? Estaba frente a un desconocido, el anciano que me echó de su casa.

—Mira, no hay una hoja de ruta para este conflicto, Adriana. Hasta que encontremos una solución, vamos a intentar seguir trabajando con la mayor normalidad posible —continuó, volviendo a aquel tono neutro que había empezado a odiar—, ¿crees que podrás?

—Sí, claro —mentí.

—Entonces no volveremos a hablar de esto —dijo levantándose y dirigiéndose hacia la puerta—. Aunque, me siento tentado a… ¿Sabes?, te lo voy a contar. No es una prueba, es solo que me da pena que te pases la vida devanándote los sesos por aquel asunto… Eran alineamientos de caza.

—¿Perdona?

—Los tectiformes, los signos pintados en la cueva del Castillo. En tiempos de mi padre se hacían corredores de varios kilómetros con alineamientos de piedras con formas humanas, a veces con grandes figuras de nieve. Los miembros del clan que no eran cazadores asustaban a las manadas y las iban conduciendo hasta los corrales. Allí se mataban, también se excavaban trampas al final del corredor, son las cuadrículas y las redes que ves dentro de los rectángulos. Normalmente se dejaban allí a los animales atrapados y los cazadores los iban matando según la necesidad. Y no me digas que es un alarde de imaginación, en la cultura inuit se sigue haciendo.

—¿Y las líneas de puntos junto a los signos?

La pregunta había salido de mi boca a traición, sin mi permiso para seguirle el juego.

—«Los hombres y sus medallitas», como dice Kyra. En eso de la competitividad no hemos cambiado mucho.

—Medallitas —repetí.

—Sí, medallitas. Los clanes solían tener tres o cuatro cazadores destacados, además del líder. Los machos beta de la manada. Después de cobrarse cada pieza iban a la cueva y se les permitía dejar la marca de su pulgar impregnada en ocre. Así, cada uno iba formando una línea según iba cazando. Era un recuento para ver quién era el mejor.

Me encantó aquella explicación, me encantó imaginar por un momento que lo que contaba ocurrió así en realidad. Alineamientos, corrales, redes. Era genial, brillante. Incluso posible…

En ese preciso momento sonó el móvil de Iago, la melodía del «Blues del pescador» de los Waterboys. Él respondió, bajando la voz. Tal vez por eso no identifiqué en qué idioma hablaba. Sonaba parecido al alemán, pero no pude entender ni una palabra. Parecía importante, porque apartó el móvil por un momento y se dirigió a mí sin colgar:

—Olvidé decirte que mañana a las ocho vienen a colocar los displays de la pared.

—Nos vemos en la puerta de Sala de Prehistoria entonces —asentí.

—Que tengas un buen día —dijo al marcharse sin mirarme a la cara, mientras volvía a atender a su interlocutor.

—Lo mismo digo —le contesté, pero ya no era necesario. La indiferencia de Iago se había ido, con él detrás.

Me quedé mirando la puerta cerrada durante un buen rato, sujetando la pieza con la mano enfundada en el guante de látex. Si eran espías para una empresa o militares, desde luego estaban bien entrenados para ese tipo de situaciones.

Aunque, para ser sincera, ni yo misma me creía ya mis teorías alternativas. Había algo muy auténtico en todas sus reacciones. En la de Héctor, en la de Kyra, y sobre todo en las de Iago. Una coherencia interna muy difícil de mantener. No podían estar siguiendo esa farsa y continuar queriendo trabajar conmigo. Héctor habría aceptado mi renuncia. ¿Para qué darme aquella pieza inverosímil?

Volví a ponerla bajo el micro y subí los aumentos, la superficie estaba mucho más pulida que otras piezas de aquel periodo, porque, tal y como Héctor me había dicho, todo parecía indicar que fue tallada en el Gravetiense. Era una figura naturalista, con el bisonte bien proporcionado, pero el dibujo del hombre barbudo sobre el lomo era inaudito, chocante. Representaba un juego, una ironía, una enseñanza. Una dualidad. Por suerte el material parecía hueso, así que soportaría una datación de Carbono 14. Aunque más allá de su importancia, podía haber cientos de razones para explicar que Héctor la tuviera en su bolsillo, incluso para explicar que no quisiera exponerla, pese a que hacerlo significara lanzar al MAC al olimpo de los museos europeos.

Pero Iago estaba en lo cierto, para qué engañarnos. La historia de los longevos se me quedaba grande. Pensar en que Iago tuviera 10.310 años le convertía… ¿en qué, en un viejo con eterna apariencia de joven, o en un joven eterno de diez milenios? Por desgracia, lo ocurrido junto a él los últimos seis meses parecían ya lejanos, pasado remoto, algo irrecuperable, y era muy consciente de esa realidad. Iago, una vez más, había dado en el clavo: ¿podría seguir trabajando en el MAC en esas condiciones? La vieja Dana hacía tiempo que habría echado a correr. Sería seguro y menos conflictivo, pero no tendría sentido. Dondequiera que fuese, me llevaría mis recuerdos conmigo, y todo lo ocurrido se enquistaría para siempre. Se convertiría en una obsesión, como los motivos de la muerte de mi madre. No habría manera de engañarme, siempre querría saber la verdad.

Pero lo cierto es que la pocas hipótesis que se me habían ocurrido tenían demasiados puntos débiles, siempre quedaba alguna cuestión importante sin esclarecer. En cambio, la explicación que me ofrecían Iago y compañía tenía la genialidad de que partiendo de una premisa simple, aunque absurda: «No podemos envejecer», aclaraba todas y cada una de mis preguntas sin respuesta.

Iba a respetar a Iago, no iba a hacerle juego sucio. Me tentaba enviar a datar el molar, pero sin su placa dental, seguiría sin probarme nada. Respecto a conseguir y enviar sus muestras orgánicas a algún laboratorio, no me sentía capaz. ¿Les pondría en un supuesto riesgo a cambio de salir de dudas? Sería cortar la baraja. No, no lo haría. Tendría que aprender a vivir con la incertidumbre.

Lo intuí una vez, escondida en un túnel a pocos metros sobre mi cabeza, y había visto confirmadas mis sospechas: fuera cual fuera su secreto, era consciente de que estaba jugando una partida con gigantes.

Así que apagué la luz del microscopio, dejé el laboratorio como lo había encontrado y volví al despacho de Héctor para devolverle la pieza.

—¿Quieres hablar? —me preguntó con cara de preocupación cuando se la entregué.

—No, jefe. Ahora no.

Del despacho de Héctor salió una autómata, bajó las escaleras mecánicamente y se pasó la mañana diseñando paneles.