Viernes, 1 de junio
Cuando por fin Iago dejó de hablar, el sol acababa de esconderse al otro lado de la bahía, dejando a su paso jirones de nubes cada vez más oscuras. Yo seguía sentada en su sofá blanco, cubierta con la piel de un animal que no supe identificar. Abrazaba mis rodillas preocupada por no soltar el portátil de mi regazo. Él continuaba paseando descalzo sobre la moqueta verde de su salón, mirando siempre hacia los ventanales, como si indicándome la dirección del mundo exterior alguna fuerza de la naturaleza fuera a venir a corroborar su historia. Sabía que me tocaba decir algo, pero por una vez, las palabras no vinieron. En su lugar, el enfado, la decepción y la rabia se habían ido apilando como piedras pesadas en mi cabeza.
Otra parte de mí intentaba hilvanar alguna explicación para justificar aquel enorme sinsentido. Descarté que se tratara de una simple broma, una majadería entre compañeros, una inocentada entre colegas. Podía percibir en su rostro la gravedad del asunto. Traté de imaginar los motivos por los que alguien podía haberse sacado de la manga aquella ridícula cortina de humo. Tenía que estar relacionado necesariamente con lo que escuché en el túnel. Algo que a toda costa me tenía que ocultar. Tal vez protegerse él, o protegerme de que conociera la verdad. Tal vez había alguien más detrás: gobierno, lobby, industria farmacéutica, capital privado, espionaje industrial… lo que fuera. Yo estaba fuera y Iago quería que siguiera estándolo.
De acuerdo.
Idea captada.
Lo que me resultaba humillante era que tuviera que inventarse semejante mentira para mantenerme alejada de la verdad. Había maneras más sencillas. Lo habría entendido.
Pero lo cierto es que en aquellos momentos, por encima de cualquier otro sentimiento, me sentía insultada. Como experta en arqueología, también como eventual pareja de una noche, o lo que fuera que hubiésemos sido.
—¿Y bien? —me apremió.
—¿Y bien, qué? —contesté de malhumor.
—Que ahora te toca hablar a ti. Di lo que sea, por favor. Me va a dar algo.
Y dale. Le miré con tal coraje que se me aplastaron los empastes.
—Estás enfadada —susurró, abatido. No era una pregunta.
—Oye, ahora soy yo la que te va a pedir una sola cosa. No me gustaría que me vieras enojada y estás a un segundo de hacerlo, así que no quiero oír ni una palabra más de esa absurda historia de los inmortales.
—Longevos —me corrigió.
—¡No sigas haciendo eso! —le grité sin poder contenerme.
—¿Hacer qué?
—Eso que estás haciendo: seguir insistiendo en tu historia, estirar la mentira.
—¡Oh…, no quieras verme estirando una mentira, créeme! —soltó casi sin pensarlo.
Hubo algo en el tono en que lo dijo que me erizó el vello de la nuca, porque lo sentí verdadero, y por primera vez me planteé si conocía realmente a Iago o hasta entonces había tratado solo con un magnífico disfraz.
—Mira, Iago —dije por fin—. No diré nada de lo que escuché. No pensaba hacerlo. Y punto. Lo que me acabas de contar ha tenido muy mal gusto —respiré hondo para calmarme. Nunca resultaba—. Estoy agotada, decepcionada, frustrada y mil cosas más. No me acompañes al portal.
Lo solté todo y me levanté con el portátil en ristre sin esperar su reacción. Pero entonces fue él quien estalló.
—¿Me crees capaz de inventarme todo lo que te he contado? —dijo fuera de sí—, ¿todo? ¿Con qué sentido, si no fuera cierto? ¿Tienes idea de todo lo que me estoy exponiendo?, ¿tienes idea de las pocas personas a las que les hemos contado lo nuestro alguna vez?
Se mordió los nudillos en un gesto de desesperación.
—Me imagino que quieres pruebas, ¿verdad? —me espetó, volviéndose hacia mí.
Me callé. Me negaba a seguirle el juego.
—¿Quieres pruebas? —me repitió gritando.
—¿Las tienes? —le respondí, procurando sonar todo lo escéptica que pude, mientras volvía a sentarme en el sofá.
De acuerdo. Juguemos, pensé, cambiando de opinión.
—Tenemos objetos que hemos ido conservando con el paso de los milenios por distintos motivos. Podríamos dejártelos para que los analizaras, pero, ¿de qué serviría?, ¿te convencería?
Lo pensé por un momento. Nos miramos y por una vez, estuvimos de acuerdo. Negué en silencio con la cabeza.
—Aun así no me creerías, ¿verdad? —dijo en tono sombrío—. Pensarías que los hemos conseguido en yacimientos o en el mercado negro, o que tuvimos suerte en algún anticuario. Nada puede probarte que son nuestros.
—Es cierto, no necesito un despliegue de reliquias. Seguiría sin creerte —tuve que admitir.
—Dame una muestra de vuestra saliva, las enviaré a analizar —se me ocurrió—. Cuando trabajé en El Sidrón, en el Proyecto Genoma Neandertal, tuve contacto con el equipo de genetistas. Yo no trabajaba directamente con ellos, sino en el yacimiento, extrayendo los huesos, pero en las reuniones poníamos en común los resultados. Ya sabes de lo que te hablo. Quiero decirte con esto que no soy una experta en Genética, pero sé que existen varios laboratorios en el mundo que están dando un servicio de búsqueda de ancestros y de las rutas migratorias de cada familia. Envías tu muestra en un kit que te hacen llegar a casa y puedes ver las migraciones de todos tus antepasados. ¿Quieres demostrarme tu historia? Deja entonces que envíe una muestra de vosotros cuatro. Sería interesante, ¿verdad? Si no me he perdido a lo largo de tu enrevesada historia familiar, los resultados nos dirían que los padres de Héctor llegaron al norte de España hace como mínimo 28.000 años, que tu línea materna era originaria de Dinamarca hace unos 10.000 años, que la de Jairo proviene de la estepa rusa de hace 2.700 años, y que la de Kyra se quedó hace 2.500 años en Francia. Si veo esas conclusiones, te creeré.
—Mira, Adriana, estoy improvisando. No tenía ni idea de que estabas tan cerca de la verdad. No podemos darte ninguna muestra de nuestro ADN para que la lleves a analizar. Conozco esas empresas, existen dos en Estados Unidos: Codeandme y Genetics, y una en Islandia: YourCodex.
¿Las conoce?, pensé extrañada. Debería haberlo tomado como una prueba de que no era un profano, de que sabía de lo que estaba hablando, pero había otros mil motivos para explicar que supiera de ellas. Yo también las conocía y no me las daba de inmortal.
—Sé cómo trabajan —continuó—, y no podemos arriesgarnos. En primer lugar, porque esos resultados llamarían demasiado la atención, sobre todos los más antiguos. 28.000 años sin moverse de Cantabria son muchos milenios, y no es usual que alguien no tenga ni un solo ancestro que provenga de otro lugar en todo ese tiempo. Así es como lo interpretarían. En segundo lugar, porque son laboratorios que actúan como bases de datos genéticas. Nuestros ADNs quedarían almacenados allí para otros estudios. Mira, Kyra y yo no tenemos ni idea de las sorpresas que esconde nuestro ADN. Estamos solos en nuestra investigación, somos unos principiantes sin apenas medios, y a mí me interesa que sea así. Pero un laboratorio como es debido puede encontrar incongruentes nuestros resultados. Jamás nos enteraríamos si se ponen a investigarnos. No podemos vivir con esa incertidumbre.
—Eso ha sonado muy, pero que muy paranoico —le hice ver.
—No podemos exponernos, Adriana —dijo con lentitud.
—No les diremos que es vuestro. Cambiaremos vuestras identidades —dije tensando un poco más las cuerdas.
—¡Se sabrá! —me gritó de nuevo—. ¡Se acabará sabiendo! Llamarán demasiado la atención.
Bueno, pensé, esto ha dado otro giro interesante.
—Si lo que dices es cierto, puedo conseguir cualquier muestra de saliva sin vuestro consentimiento. Una huella en un vaso de Kyra, uno de esos cuencos de frutos secos que tanto le gustan a Héctor… Sabes que puedo hacerlo —le desafié.
—¿Lo harías? —se plantó frente a mí, escrutándome.
—¿Quieres que te crea o no? —le seguí retando.
De acuerdo.
Fin del partido.
Casi pude ver cómo se cortaba un hilo entre nosotros. Algo débil que nunca llegó a ser.
Iago acababa de renunciar a mí.
Se dirigió a la puerta de su apartamento y la dejó abierta para que yo saliera.
Intenté mantenerle la mirada. Imposible. Se le habían helado los ojos.
Dolían.
Raspaban.
Ya no eran navegables.
Me quedé allí de pie, atorada, incapaz de avanzar entre los cascotes de hielo. Por primera vez desde que lo conocí, sentí que me miraba un anciano. Era duro, severo, y estaba seco por dentro.
Cuando traspasé el umbral en silencio con mi portátil a cuestas, descolocada y agarrotada por la tensión, me habló como se le habla a un enemigo:
—No… tienes… mi… permiso —arrastró las palabras para que dolieran.
Y dolieron. Golpearon desde dentro durante el resto de la noche, que pasé deambulando a trompicones por las callejuelas de Puertochico.
Cuando llegué a casa, me dejé caer sobre la cama, y por fin el sueño vino a traerme un poco de anestesia.