Día de Venus, vigésimo del mes de Vath
Viernes, 1 de junio
Nunca antes había intentado sintetizar los veintiocho mil años de historia de mi familia, ¿cuál sería la mejor manera, improvisar un inventario?
Tal vez algo épico, del tipo: «He sido ladrón y asesino, esclavo y señor, amante y esposo, a veces leal y a veces infiel. He curado y he cercenado vidas, pero nunca he susurrado al oído de reyes, ni he dirigido imperios en la sombra. Si alguna vez partí a la batalla, no fue para liderar ejércitos, sino para luchar en segunda línea, discreción obliga. Uno de mis nombres aparece en el Santoral, curiosamente como mártir, sin haber muerto nunca, ni haber sido martirizado en nombre de ningún Dios. Pero sí que he sido torturado por otros motivos, más veces de las que mi memoria ha podido aceptar.
»Dejé de recordar todos los idiomas cuando llevaba aprendidos un centenar. Ahora solo puedo hablar en dieciséis lenguas vivas. Las muertas me las traen a veces los sueños. He tenido cuatrocientos cuatro hijos, muchos de ellos con mis ojos. A todos ellos abandoné antes de que cumplieran los diez años, si no murieron antes, por eso evito a las mujeres de mirada azul clara, no vayan a llevar mi sangre. Es tabú para mí, no espero que lo entiendas.
»Solo tuve un hijo longevo, que murió sin cumplir los 800 años. He tenido unas mil identidades, una por cada diez años. Nunca he estado más de una década con una mujer, y he enviudado docenas de veces, ciento cuarenta y ocho, para ser exactos. Aunque también me he separado unas cuantas, no creas. No soy inmune a los estragos del desamor.
»He estudiado cincuenta y tres carreras universitarias, la primera en Salamanca, en 1504, cuando solo existían Humanidades. He sido rector en cuatro ocasiones. Profesor unas quince. Nunca de Historia, no soporto las incorrecciones de las versiones oficiales…».
No, Dana preferiría un relato cronológico, iba más acorde con su estructurada visión del mundo. Debería fechar nuestros nacimientos, constreñir nuestras infancias en los artificiales y simplistas períodos históricos que ella había estudiado. Así que, sin más preámbulos, comencé a hablar.
—Empezaré por mi padre, creo que es lo más lógico: Héctor nació en el vestíbulo de la cueva de Monte Castillo, a comienzos del Gravetiense —tuve que ignorar la cara que puso Dana para poder continuar—. La fecha la hemos tenido que deducir por objetos datados que ya estaban en la cueva cuando nació, ya que no podemos hacer ninguna datación sobre nosotros mismos. Soportó los rigores de la glaciación de Würm, su clan era seminómada, y seguían a la macrofauna según las estaciones. Por suerte no tengo que explicarte los detalles, porque te haces una composición de lugar.
»Tenían contacto con otros clanes, y sí, coincidió con los neandertales, aunque en aquellos momentos eran otro clan más, tan diferentes los unos de los otros como cuando viajó hacia el sur y encontró otros hombres de distintas estaturas y distintos colores de piel. Todo lo que ahora se sospecha de los neandertales —que eran pelirrojos, si tocaban o no la flauta, si hablaban—, todo eso Héctor debe fingir que no lo sabe, al igual que hacemos los miembros de mi familia todos y cada uno de los días de nuestra vida.
»Cuando Héctor nació, los bebés tenían madres, pero el concepto de familia mononuclear aún no estaba establecido. Todavía no se pensaba que hubiese una relación directa entre el sexo y lo que ocurría diez ciclos lunares después. Digo esto porque Héctor sabe quién fue su madre, pero su padre pudo ser cualquiera de los cazadores del clan, o también de otros clanes, ya que los intercambios eran frecuentes, sobre todo cuando todos los clanes de la zona se reunían en los solsticios en Altamira, a este lado de los Pirineos, o en la cueva de Lascaux, si las nieves les dejaban cruzar al otro lado.
»Bastante tiempo después de que Héctor se convirtiera en un cazador adulto, empezó a darse cuenta de que sus compañeros de juego iban muriendo, o los menos, iban envejeciendo. Perdían los dientes, el pelo, se arrugaban, igual que a sus compañeras se les retiraba la sangre menstrual, y dejaban de tener hijos. Él, en cambio, seguía siendo necesario para el clan en las partidas de caza, no perdía vigor ni puntería, ni se iba encorvando. Para su clan era un motivo de orgullo. Los chamanes se iban sucediendo, pero Lür, su primer nombre, que significa «apegado a la tierra», o simplemente «tierra», había aprendido a ser tan sabio como ellos, a base de observar una y otra vez la naturaleza humana. Acabó siendo el líder natural, el que decidía y mediaba en las situaciones difíciles. Pero llegó un momento en que en el clan no quedó nadie con quien él hubiese compartido su niñez ni su juventud, ni siquiera la vejez que a todos llegó y a él no. Las nuevas generaciones desconfiaban de él, ningún cazador tenía esperanzas de ser el jefe del clan mientras Lür siguiese sin envejecer. Él mismo abandonó Monte Castillo cuando a su alrededor solo encontró miradas aviesas y las mujeres se negaban a dejarle entrar bajo su manta de pieles por las noches.
Tomé aliento y seguí, el sol de la mañana derretía el perfil de Peña Cabarga y lo tomé como un punto de anclaje.
Tú sabes que es verdad lo que cuento, tú has estado siempre ahí, dominando los ciclos y nos has visto deambular por los milenios.
—Mi padre encontró nuevos clanes en los alrededores —continué—, cuando era fácil y frecuente abandonar el propio si uno no se sentía a gusto. Lür tomó por costumbre mudarse antes de dar explicaciones acerca de su naturaleza. Viajó hacia el sur, hacia un clima más benigno, buscando siempre más gente que no envejeciera, pero nunca encontró a nadie como él. Solía dejar pasar varias generaciones antes de volver al mismo lugar. Para medir el tiempo trascurrido, se guiaba por el grosor de los árboles que más destacaban en cada paisaje, o se dejaba crecer una larguísima barba, o hacía muescas en su lanza en cada solsticio que superaba. Lo único estable que se mantenía en su vida era el Monte Castillo. Siempre fue fácil encontrarlo, era una montaña cónica junto a un río, a una jornada del mar. Eso no ha cambiado.
»Lo que sí cambió, hace unos diez mil años, fue el clima, y con él los animales. La línea de la costa y su Europa de nevadas y glaciares se convirtió en todo un continente de bosques. Comenzaba el Mesolítico. Cuando conoció al clan de mi madre, Lür había vuelto a Monte Castillo por enésima vez, y se había unido a un clan de concheros de la costa. El día que los vio llegar, gentes de lo que hoy es el norte de Europa, altísimos ellos y ellas, con sus ojos azules, creyó que algún espíritu del mar los había poseído.
»Mi madre encabezaba el grupo, y fue con la primera con quien se comunicó. Llevaban varios años trasladándose, desde lo que creemos que hoy es Dinamarca, porque en un periodo de tiempo escaso, menos de una generación, todos los clanes costeros del norte vieron como el deshielo se comía sus poblados junto al mar. Algunos se instalaron tierra adentro. Ellos, en cambio, habían seguido la línea de la costa, bajando por la actual Francia hasta que llegaron a encontrarse con mi padre. Según sus creencias, no tenían que dejar nunca de mirar al mar, ya que perderían el vínculo que mantenían con el agua y sus ojos dejarían de ser azules, que era su signo de identidad como clan. Mi madre llevaba prácticamente desde que era niña caminando. Intercambiaban bienes por el camino, algunos se iban quedando con los clanes que encontraban, y otros más se les unían en su travesía. El padre de mi madre les había guiado, pero había muerto de viejo por el camino, se había sentado de espaldas al clan una mañana y había dejado que continuaran sin él, como era la costumbre.
»Como podrás imaginarte, yo nací poco después de su primer encuentro en la playa. Aunque ocurrió algo inusual, nací después de doce ciclos lunares, no diez, como era lo normal. Sé que ahora decís que un embarazo dura nueve meses, pero es más exacto decir que son cuarenta semanas, diez meses lunares. Sé lo que me vas a preguntar: que si hace diez mil años sabíamos contar. Contábamos de veinte en veinte, igual que hacían ocho milenios después los mayas, y quién sabe desde hace cuánto nuestros vecinos en su idioma primitivo, el antiguo euskera. Cada dedo de la mano y del pie tenía nombre propio, supongo que fueron los primeros números. Más allá de veinte, eran «muchos».
Seguí hablando pese a su silencio, me obligué a continuar. Ella estaba cumpliendo con su parte, por muy duro que fuera, debía continuar.
—Tuve dos hermanos, pero ambos murieron siendo casi bebés y yo apenas los recuerdo. Parte del clan de mi madre se quedó en estas tierras, pues el clan de Lür los acogió, y nacieron más niños y niñas con los ojos azules. Según cuenta mi padre, cuando llegó el momento del parto, mi madre bajó a la playa y se colocó de manera que lo primero que vi fue el mar, tal y como era costumbre en su clan. Así fue como heredé el color de sus ojos. Me llamaron Urko, «el que viene del agua», una maravillosa coincidencia con tu nombre, a mi entender —murmuré, aunque no me atreví ni a mirarla de reojo mientras lo decía.
»Crecí entre el bosque, los acantilados, y la cueva de Monte Castillo. Mi padre se mantuvo con nosotros hasta que mi madre comenzó a padecer los problemas de la edad. Lür jamás nos dijo nada de su verdadera naturaleza, aunque yo me había dado cuenta por pequeños detalles de que su vigor era inusual, porque nadie compartía más tiempo que nosotros, padre e hijo. Siempre congeniamos, siempre ha sido fácil la convivencia con él.
»Ahora pienso que apuró demasiado el tiempo por quedarse con nosotros. Yo tenía casi veinte años, era un joven ya maduro, un cazador experimentado, y posiblemente el próximo líder cuando mi padre faltase. Mi sangre reunía la de los dos clanes y mis decisiones eran ya respetadas. Mi primera esposa había fallecido durante el parto, pero me regaló nuestra primera hija, Eder, que murió poco después, durante su primera dentición.
»Un día, después del primer deshielo, salí a cazar con los hombres de nuestro clan. Lür se había adelantado varias jornadas siguiendo la pista de un oso, pero en aquella ocasión no volvió, y encontraron sus ropas ensangrentadas en el bosque. Parecía que el oso le había atacado, pero no encontramos ni rastro de su cuerpo. Cuando digo oso, me refiero a un Ursusspeleaus, un oso de la cavernas. Solían medir unos tres metros, tú lo sabes. Pero una cosa es recomponer el esqueleto que has extraído en un yacimiento, y otra verlo frente a ti, de pie y enfurecido. Tres metros, Adriana. Si te encontraba solo, no tenías nada que hacer.
»Enterramos sus pertenencias, como era la costumbre, pero ni mi madre ni yo nos quedamos conformes. Decidimos seguir la pista del oso hasta encontrar algún resto suyo. La sorpresa fue cuando, después de varios días de viaje que nos alejaron del campamento, encontramos los restos del oso, pero no los de Lür. Era mi padre quien había matado al oso, y no al revés. Así que continuamos buscándole. Lür me había enseñado a ser buen rastreador, aunque él no se descuidó al ocultar sus huellas. Seguimos el camino que marca la Vía Láctea en la oscuridad, siempre hacia el oeste, por senderos llenos de grabados en las rocas, laberintos, ofrendas de chamanes y petroglifos. Después de un ciclo lunar, con mi madre exhausta, lo encontramos cerca del cabo del fin del mundo, lo que hoy llamáis Fisterra. Aquella vez fue la primera que recorrí el primitivo Camino de Santiago. Lür se había unido a otro clan, su apariencia era distinta. Se había rasurado la barba, que en nuestro clan era un símbolo de fuerza, y llevaba el pelo recogido en un moño ridículo. Al principio pensamos que era su espíritu, pero acabó hablando con nosotros. Supongo que fue el amor que sentía por nosotros el que le impulsó a contar la verdad por primera vez en su vida: “Me he ido porque no puedo envejecer. Si queréis venir conmigo, tendremos que mudarnos después de varias estaciones, y tendréis que ocultar lo que soy”. Mi madre se enfadó con él. Le llamó cobarde, mentiroso, loco. Creyó que mi padre se había cansado de ella y simplemente la quería abandonar.
»No sé lo que pasó entre ellos, ni cómo la convenció. Sé que hablaron durante muchas noches, mientras yo tomaba también mi decisión. La decisión de creer a un hombre franco que nunca me había mentido, que me había enseñado a leer en los rostros las dudas y los engaños, y jamás vi en el suyo nada más que una verdad inexplicable. Tal vez por entonces fue más fácil que ahora. Convivíamos a diario con lo sobrenatural. El fuego era sobrenatural, una fiebre era sobrenatural, un eclipse era sobrenatural, un hombre siempre joven era sobrenatural.
El cuenco de frutos secos que le había ofrecido estaba vacío, lo cogí en un gesto mecánico y seguí hablando mientras iba a la cocina a reponerlo. Dana guardaba silencio y me retiró la mirada cuando crucé delante de ella.
Sigue, Urko, acaba con esto.
—Así que nos fuimos moviendo por todo el norte, viviendo los tres juntos, a veces solos, a veces unidos a otros clanes y yo a otras mujeres, pero siempre acabábamos yéndonos. Pasaron los años y mi madre, cada vez más impedida, acabó muriendo, pese a su fortaleza y nuestros cuidados. Mi padre y yo seguimos nuestro camino, y los años que siguieron confirmaron lo que ya sospechábamos: que yo tampoco envejecía. Nos fuimos adaptando a los tiempos, pese a que yo me resistía a abandonar el modo de vida de cazador. El Neolítico llegó tarde a nuestras tierras, yo ya tenía 5.000 años cuando los bosques comenzaron a talarse y la tierra a ararse, y con todos esos cambios, las pequeñas fronteras donde cada uno construía su casa y excluía de su paso a los demás.
»Lür y yo nos fuimos hacia el este, buscando todavía otros pueblos que mantuvieran nuestra forma de vida. Como sabes, estábamos completamente equivocados. Todo lo que nos encontramos en el Próximo Oriente fueron pueblos de agricultores y ganaderos. Poco después, las primeras ciudades. Estuviste un verano tragando polvo en el yacimiento de Çatal Üyük, sabes de lo que te hablo.
Pero no, no hubo complicidad entre colegas, Dana no recogió el guante. Era como hablarle a una estatua de sal.
—Fue entonces —dije sentándome en la repisa del ventanal— cuando comenzamos a oír ciertas leyendas que cambiaron el rumbo de nuestra pequeña familia. ¿Recuerdas el mamut pintado al final de la Galería de los Puntos, en la cueva de Monte Castillo? Crecí escuchando las historias que mi padre contaba acerca de ese animal mítico. Cuando yo nací, hacía varios milenios que habían desaparecido de estas tierras. Se retiraron cuando el clima cambió, pero en tiempos de Lür era frecuente encontrarlos pastando en manadas. Lo que aún no sabéis es que no solo su tamaño lo hacía legendario, también su longevidad. Sus primos enanos, los elefantes actuales, pueden vivir hasta noventa años, pero Lür cuenta que a veces el mismo animal era visto durante varias generaciones, lo cual es factible, ten en cuenta que lo normal para su clan era vivir menos de treinta años. Reconozco que aquellas leyendas me tenían embrujado, creía que tal vez si encontrábamos alguno, daríamos con los motivos de nuestra inexplicable capacidad de no envejecer. Puede que ahora no lo entiendas, pero me crié en un mundo donde los animales eran omnipresentes. La comida, la caza, las plegarias de los chamanes: todo tenía que ver con algún animal. Y milenios después, allá por donde íbamos, aún se hablaba de monstruos peludos con colmillos como piernas de gigantes, que vivían muy al norte, allá donde tiempo después, Heródoto ubicó a la tribu de “los que duermen un semestre”. El viejo griego no estaba equivocado, hablaba de Siberia y me imagino que se refería a los interminables meses que dura allí la noche polar.
»Así que decidimos emprender un viaje hacia el norte para buscarlos. Estábamos ya en la Edad de Bronce y teníamos todo el tiempo del mundo. Rodearíamos el Mar Negro, atravesando las tierras de los tracios y los escitas, llegaríamos al Volga y continuaríamos más allá del territorio de los saurómatas y los hiperbóreos. No fue así, ni mucho menos.
»En Escitia caímos prisioneros y fuimos obligados a permanecer allí como esclavos durante veinte años, poniendo por primera vez en peligro nuestro secreto. No es mi intención abundar en detalles de aquella época. Te diré únicamente que mi medio hermano Jairo nació allí, también después de doce meses lunares, y que creció con el nombre de Nagorno creyéndose hijo de un matrimonio de la aristocracia escita. Aquello ocurrió hace 2.700 años, en el territorio que hoy es Ucrania. Hace pocos años, se publicó que una población de mamuts había sobrevivido en la Isla de Wrangel, al norte de Siberia, hasta hace 3.500 años. Las leyendas eran ciertas, aunque llegamos con casi un milenio de retraso. En fin, el anacronismo más doloroso de mi vida. Una vez que Nagorno fue consciente también de su naturaleza, los tres atravesamos aquellas tierras heladas, pero cansados de no encontrar nada, volvimos hacia el sur.
»Por aquel entonces, gran parte de Europa estaba salpicada de multitud de tribus celtas. Mi padre volvió a tener una hija que no envejecía, Boudicca, y cuando ella tenía ya varios siglos nos asentamos en la costa sureste de las Islas Británicas. Mi hermana Boudicca es la única de nosotros que aparece en las crónicas de su tiempo y en los libros de historia actuales. Casio Dión, o Tácito en sus Annales, hablaron con bastante acierto de ella. Boudicca nos mantuvo unidos como nunca hemos vuelto a estarlo. Era la más joven de nosotros, pero era una mujer que daba mucha importancia a la familia, y fue la figura maternal que todos habíamos perdido. También por aquella época encontramos a Kyra. Nació en el seno de la cultura de La Tène, en plena Edad del Hierro, en la antigua Galia. Su primer nombre fue Lyra, por la marca de nacimiento que ya conoces, pero su gestación duró nueve meses lunares. Fue una niña débil y pequeña al nacer. Por lo visto, entre los nuestros también hay nacimientos prematuros. Héctor, al igual que yo he hecho tantas veces, abandonó aquel hogar antes de que nadie sospechara nada anormal. A veces nos llegaban historias de una mujer con señales en el rostro que la hacían maldita, en ocasiones hablaban de Dyra, otras de Eyra, a veces Nyra. Necesitamos algunos años y muchos sobornos hasta que la encontré en Lugdunum, dedicándose a malvivir y ocultándose aprovechando las rutas comerciales. Con bastante esfuerzo pude convencerla para que se uniera a la familia. Por primera vez convivimos los cinco con cierta estabilidad.
»Pero Boudicca murió pocas décadas después, en el año 60 de vuestra era. Aquel fue un punto de inflexión para nosotros, hasta entonces no sabíamos si éramos o no inmortales, simplemente sabíamos que no envejecíamos a partir de los treinta años. Desde entonces sabemos que somos simplemente longevos, y no es que estemos congelados en el tiempo, mi padre ha envejecido algo durante mis 10.310 años de vida. Y creo que yo mismo también. De hecho, parezco algo mayor que Nagorno y Lyra. Ellos son jóvenes todavía, comparados con nosotros, no tienen ni 3.000 años. Tengo la teoría de que, a partir de los treinta años, envejecemos un año cada dos milenios.
Me atreví a mirarla de reojo. Dana mantenía su promesa de no interrumpirme, aunque desearía no haberle obligado a cumplirla. Desearía que me hubiese cosido a preguntas, que levantara el dedo como una alumna aplicada buscando ampliar la información. Pero eso no era, en absoluto, lo que estaba ocurriendo en mi salón.
Vamos, Urko, ya casi está. Termina con esto, ¿por qué parar ahora?
Sí, por qué parar, si ya no había remedio.
—Antes de que me preguntes por la investigación, debo ponerte en antecedentes de lo que ocurrió hace unos años. Lyra estaba felizmente casada, pero un accidente de coche acabó con aquella situación. Para ella fue como un punto y aparte, tuvimos miedo de que se suicidara, perdió la ganas de vivir y la tuvimos que vigilar muy de cerca. Fue entonces cuando Nagorno entró en la ecuación.
»Verás, él es estéril, como muchos de los escitas, tal vez debido a que pasó su primera juventud a lomos de un caballo. El caso es que durante 2.700 años nunca tuvo hijos, pero cuando comenzaron las técnicas de reproducción asistida, se abrió ante él esa posibilidad. Cuando ocurrió la desgracia de Lyra, nos planteó encontrar la causa de nuestra longevidad para luego seleccionar solo los embriones que lleven el gen y tener únicamente hijos longevos. Ninguno de los dos quería pasar por el trauma de tener hijos y verlos morir.
»Mi padre y yo tuvimos claro desde el principio que no queríamos buscar el gen longevo. Tanto él como yo hemos tenido hijos efímeros —disculpa el epíteto, es de Nagorno: así os llama— e hijos longevos. Los dos hemos sufrido la muerte de un hijo longevo, y sabemos el dolor que se lleva con él. Que tenga nuestro gen no asegura que no vaya a morir por los avatares de la fortuna, simplemente implica que no va a envejecer, pero supongo que Lyra y Nagorno tienen la ilusa esperanza de que sus hijos longevos vivirán milenios y podrán tener su propia familia. Pero también sabíamos que encontrarían la manera de hacerlo sin nosotros, así que fingimos que también estábamos de acuerdo con la investigación.
»Nagorno maquinó un plan perfecto, acondicionó de nuevo su casa de indiano, la convirtió en un museo y nos puso a mi padre y a mí al frente. Sabía que no rechazaríamos estar unos años en Santander, y la arqueología era un caramelo para nosotros, así que empezamos la gran farsa. Yo había estudiado ya Biología, y solo tuve que especializarme en Genética, pero Lyra tuvo que hacer la carrera, por eso se incorporó en el MAC más tarde y no se hizo pasar por nuestra hermana.
»Normalmente nuestras identidades van por libre, o de dos en dos, como mucho de tres en tres. Si siempre fingiésemos ser cuatro hermanos, sería más fácil seguir nuestra pista. Sí, la paranoia viene de serie cuando eres un longevo.
»Respecto a la investigación, lo único que hago es torpedear todas las teorías que nos puedan llevar a buen puerto, aunque no sé cuánto tiempo voy a poder seguir haciéndolo. Dentro de pocas décadas, será mucho más fácil y Lyra no necesitará mi ayuda. Estamos intentando ganar tiempo para que cambie de opinión, pero me temo que es tiempo perdido.
Ya estaba, había acabado por fin.
Pude ver, con claridad meridiana, que Dana ya no me miraba con los ojos de antes: la había perdido. La admiración, la atracción, la fascinación incluso… Todos aquellos matices en su mirada se fueron apagando según yo recorría los milenios con mi relato.
¿Y ahora qué, Dana?
¿No querías la verdad?
¿Y ahora qué?