Día de Saturno, sexto del mes de Vath
Sábado, 19 de mayo
La vi alejarse calle abajo de madrugada, soberbia como una reina que no tiene miedo de su caída. Huyendo de mí, o tal vez de ella misma, quién sabe.
Exhalé un poco de mi aliento caliente y dejé que formara espirales caprichosos en la helada matutina. Mis manos buscaron calor en los bolsillos de mi cazadora de cuero. Aquel tiempo era inusual en mayo, pero qué me iban a contar a mí del frío. Cuando por fin su figura desapareció detrás de la esquina de Lealtad con Calvo Sotelo, volví a casa con una media sonrisa instalada en la cara.
Llegué al rellano de la escalera, arrastrando mis pasos de puro agotamiento y abrí la puerta del tercer piso lentamente.
Todo estaba tal y como lo habíamos dejado. Los cojines esparcidos por la moqueta, las mantas desordenadas sobre el sofá. Noté de nuevo una erección al recordarla a mis pies. Me metí en la ducha y me masturbé con furia. Se me había hecho tarde. Marqué el móvil de mi padre.
—Voy para allá en cinco minutos.
—Por tu voz deduzco que no has dormido demasiado —dijo con sorna—. ¿Has tenido una noche movida?
—No seas cotilla. Ahora os veo —le dije y colgué.
Cuando llegué a casa de Héctor, encontré a Jairo en el salón, sentado en el sofá y esperando impaciente.
—Cuenta, hermano —disparó, sin darme siquiera tiempo a sentarme.
—No hay nada que contar —repliqué distraído.
—¡Vamos, hombre!, esta mañana me aburro. Quiero detalles —insistió irritado.
—¿Cómo te fue a ti con tan selecta compañía?
—Sosas, muy, muy sosas —bufó con cara de disgusto—. Lo que nos devuelve al punto de partida de esta conversación: cuenta, hermano.
Lo sopesé por un segundo.
—Estuvo bien —concedí.
—Ya era hora, pensaba que estabas perdiendo tus superpoderes. Y ahora los detalles, si no te importa —me exigió impaciente.
—Es buena con los juegos orales —estuve a punto de decir. Pero me callé, preferí guardármelo solo para mí. Después de milenios compartiendo bacanales, ritos de iniciación y de fecundidad, tríos y camas redondas, no había nada que no pudiese contar a mi familia. Y aun así, no quería exponer a Adriana a la codicia de mi hermano.
Mi padre y Kyra acababan de sumarse a la reunión. Se fueron acomodando por los sofás del salón fingiendo no prestar demasiada atención a nuestra conversación.
—¿Podemos empezar con lo nuestro? —interrumpió Kyra.
Siempretaneficaz, pensé aliviado.
—Por mí no hay problema. Ponnos al día de tus conclusiones con la Corporación Kronon —le animé.
—A eso iba. Mira, Iago, siento haberte enviado a hacer ese viaje, sobre todo por el penoso episodio de tu amnesia, pero me temo que nos hemos arriesgado para nada.
—¿No te ha convencido, hija? —intervino Héctor.
—No, he estudiado el informe que le dieron a Iago y no hay donde rascar. Mi opinión es que no debemos seguir por esa pista, supondría comenzar a buscar entre miles de genes el que provoque en concreto que la telomerasa esté activa. Y solo es una teoría. Así que esta es la agenda para los próximos meses: terminaremos las conclusiones de los antioxidantes como Dios manda y de momento voy a visitar un par de Laboratorios de Gerontología. Cuando estemos seguros de que Iago está recuperado del todo y no vuelva a tener ninguna crisis durante una buena temporada, volveremos a enviarle a espiar. Hay que reconocer que es único consiguiendo información confidencial. ¿Estamos todos de acuerdo?
Para mi sorpresa, los tres asintieron dócilmente, incluido Jairo. ¿Tan preocupante había sido mi amnesia?
—Si eso es todo, me gustaría ir hoy a jugar un poco al golf —intervino mi hermano, estirándose como un gato—. Padre, ¿vendrás hoy conmigo, o tienes algún jabalí que abatir?
—No, hijo, hoy voy contigo —Héctor me miró con resignación durante un segundo mientras le pasaba el brazo por el hombro y nos dejaban solos a Kyra y a mí.
—¿Estás molesto por lo de la Kronon? —me preguntó Kyra en cuanto se fueron.
—No, es solo que yo también pensé que era una buena pista —comenté distraído mirando por el ventanal a la playa de Los Peligros. La bruma matutina le daba la apariencia de una acuarela impresionista. Pura mística.
—Pero debo reconocer que tienes razón —continué, reprimiendo un bostezo—, era un poco disparatado.
Ella se acercó a mi lado del sofá y noté que me escrutaba.
—Oye, si no te importa, voy a irme a dormir —dije levantándome—, llevo casi treinta horas despierto.
—Claro, ¿quieres hablar de algo?
—No.
Por supuesto que no.
Arranqué el coche, que había dejado aparcado en la Cuesta de las Viudas, aunque no torcí en dirección al Paseo de Pereda. Estaba molido, pero sabía que no dormiría. Camino al museo, no podía dejar de pensar en Kyra.
Kyra había caído en mi trampa y nadie se había dado cuenta. Una teoría inquietante se había ido abriendo paso en mi cabeza las últimas semanas, desde que volví de San Francisco y recuperé mis conocimientos. Aunque, ¿cómo demostrarla?, ¿cómo investigar a espaldas de todos?
Una mentira dentro de una mentira.
Una tapadera dentro de otra tapadera.
Si quería investigar, debía dar mis primeros pasos lejos del laboratorio de Kyra. En realidad no quería encontrar el gen longevo —el LGV, como Kyra y yo lo llamábamos—, pero sí que necesitaba asegurarme de que la telomerasa no era la respuesta, porque si lo era, debía alejar a Kyra, y sobre todo a Jairo, de aquello.
Finalmente me decidí, saqué el móvil y le llamé:
—¿Flemming?, creo que tengo algo para ti.
Había echado a rodar la bola de acero. Ni siquiera yo imaginaba todas las piezas que caerían como consecuencia de aquella llamada.
Minutos después llegué de nuevo al MAC. Vi que apenas había coches en el aparcamiento y que el museo permanecía casi desierto después de toda la actividad nocturna.
El sol me molestaba, tenía los ojos destrozados debido a una vigilia tan prolongada. Busqué las gafas de sol en la guantera y aparqué. Bajé descalzo a la lengua de roca, tal vez con la remota esperanza de encontrarme con Adriana, pese a las pocas posibilidades que había de que aquello ocurriera. En realidad, necesitaba pensar, y en mi piso tendría demasiados recuerdos recientes como para tener la mente clara.
Además, aquel lugar tenía algo fuera del tiempo, sin más ruidos que los provocados por la marea, siempre yendo y viniendo, igual que Adriana. Intuía que habíamos empezado la fase de alejamiento, la anticipaba, y eso mismo me dolía. Me quedé un buen rato mirando la espuma y dejando la mente en blanco, pero tuve que levantarme para no acabar empapado.
Entonces lo descubrí. Había un objeto parcialmente escondido en un recodo de la cueva. Si era Adriana quien lo había dejado allí, había tenido que trepar hasta alcanzar aquella especie de ventanuco. Me acerqué para comprobarlo y pude ver que se trataba de un libro, el Trópico de Cáncer, de Miller. Lo había leído cuando se publicó por fin en América en los sesenta, después del proceso por inmoralidad que lo mantuvo censurado durante treinta años. Recuerdo que en Nueva York era un escándalo, y precisamente por eso las parejas progres leíamos pasajes de la novela en la cama.
Pasé las páginas de aquella reliquia, hasta que un papel doblado por la mitad se desprendió con el viento y salió volando hacia el mar. La perseguí hiriéndome las plantas de los pies, hasta que la cacé contra el suelo, aplastándola de un manotazo y dejándola arrugada.
Le di la vuelta y pude leer:
Att: MarcAlm74@yahoo.com
De: AAA@gmail.com
Hola, Marcos:
Por fin le hinqué el diente a tu Trópico de Cáncer: te debo una. Valió la pena. Te envío uno de los desvaríos que se me ocurrieron al leerlo.
Besos, muchos.
Dana
Y llega una noche en que todo ha acabado, cuando tantas mandíbulas se han cerrado sobre nosotros, que ya no tenemos fuerza para resistir, y la carne nos cuelga del cuerpo, como si todas las bocas la hubieran masticado.
Como si todos los cuerpos la hubieran usado, como si todas las conciencias nos hubieran juzgado, y quedamos a oscuras, privados hasta de nuestra sombra. Y a oscuras ahorcamos los recuerdos penosamente, uno a uno, y no llegan a morir nunca, se apoyan en la memoria de nuestros peores momentos y salen aprovechando nuestra decadencia. Maldito roce que quema, maldita mente que siempre piensa. Espejos que no mienten, dudas que atenazan, dictadores que torturan cada esperanza en la cama. El cruce de caminos se acerca y da vértigo, elegimos la vía que nos permite dormir, rechazamos la trampa que tienta. Piérdete en los ojos de quien engaña o encuéntrate en los de quien aún te ama. La duda de lo no vivido frente a la certeza de lo ya caduco. Aúna experiencias, el juego está controlado como quien extingue un fuego. Siente el calor, siente el frío. Apuesta pues por tu derrota.
Dana, así que firmaba como Dana. Aquella antigua diosa irlandesa a quien mi familia adoró una vez. Solíamos entregarle ofrendas en el mes del Aliso. Adriana había elegido su Nombre Verdadero, y yo lo había averiguado. Para cualquier hombre de mi clan aquello era un excelente regalo. Me guardé el papel en el bolsillo interior de la cazadora. Estaba arrugado y si lo devolvía al libro ella lo notaría, y equivalía a reconocer que había leído lo que ella había escrito y seguramente le haría sentirse demasiado expuesta. No había muchas posibilidades de que reaccionase bien. Era más seguro dejarlo estar. Que ella no supiera que yo sabía. Ojalá llegase algún día el tiempo dulce de las preguntas y las confesiones.
¿Quién era Marcos y cómo llegó a merecer sus besos y sus correos íntimos?, ¿su novio, su amigo, el tipo con el que entró en su portal…? Sin duda un confidente. No estaba celoso pues nada de ella me pertenecía, pero me atrajo la idea de optar yo también a guardar sus secretos.
¿Era acaso un engreído si pensaba que hablaba de mí? ¿Eran mis ojos de los que hablaba cuando decían que engañaba? ¿Era eso lo que le separaba de mí, las mentiras, los engaños? ¿Cómo podía haberse ella dado cuenta?
Lo había notado la noche anterior cuando me miró por fin a los ojos en la Sala de Prehistoria. Y estuve a punto de decirle que no. «No, Adriana, no así. No con esa mirada. No sin explicaciones». Pero, ¿y si no había otra oportunidad?, ¿y si no volvía a decidirse? Siempre he sido más amigo de cometer errores y luego arrepentirme que de pasarme la eternidad preguntándome cómo sabrían sus besos, a qué olería su pelo de madrugada, o cuál sería la presión exacta de sus abrazos.
Así que le dejé. Dejé que hiciera lo que había decidido hacer.
Tal vez pasar página de aquella manera.
Porque fue triste: sexo intenso, profundo, pero aun así triste. Ella había movido ficha, y era fácil anticipar sus movimientos, ahora dejaría pasar el tiempo. Las torres enrocarían y protegerían a su rey. Y por desgracia intuía que yo no podía hacer nada al respecto. La partida era suya. Ella decidía, movía ficha. Se lo había ganado.
Y aun así hubo días, durante aquellas semanas que siguieron a la Noche de los Museos, en los que me salté todo protocolo y mi mano le acariciaba la cabeza. No necesitaba nada más. Pasar mi mano por su pelo lacio cuando nos cruzábamos por los pasillos desiertos del museo, ajenos a las miradas siempre pendientes de nuestros actos. Luego me quedaba con el tacto de aquella melena que parecía deshacerle bajo mi mano.
Seda.
La más suave y exquisita seda.
No sabía lo que Dana pensaba de mi atrevimiento, nunca hablamos de aquello. A veces me imaginaba que ella retenía mi mano entre las suyas y descansaba su rostro en la mía.
Seda.
Había noches en las que solo deseaba llegar a mi lecho, en ese momento del día en el que nos desprendemos de las vestiduras y de las obligaciones, y cerraba los ojos y la veía a ella. Su cabeza entre mis manos, su cuerpo entre mis piernas, sus ojos valientes sosteniéndome la mirada. Y me recreaba en el recuerdo, y deseaba que el sueño me la trajera por más tiempo, al pasado reciente, a aquellos días no tan lejanos en los que aún no había ese muro invisible que ella había construido y no me dejaba flanquear.
Roca.
Roca impalpable pero firme.
¿Qué le separaba de mí? ¿Cómo despejar aquel arcano?