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Viernes, 18 de mayo

Noche de los Museos

Eran casi las cuatro de la madrugada, y los visitantes del MAC se apiñaban somnolientos en la puerta de salida, defendiéndose de codazos mal disimulados y sacando las llaves del coche como si ese gesto nimio les fuese a dejar antes en sus camas. Mientras, los de seguridad revisaban todas las salas y los empleados habíamos ido recogiendo después de la larga jornada. Llevábamos trabajando desde las ocho de la mañana, así que muchos se habían ido marchando cuando dejaron de ser imprescindibles. Héctor y compañía habían saturado el programa de actos lúdicos para acercar a los santanderinos a su pequeño reino. Las cinco áreas del MAC nos habíamos puesto de tiros largos para estar a la altura. Competíamos con la Neocueva de Altamira, a tan solo veinte kilómetros de nuestro museo, que proponía pasar la noche observando los bisontes bajo la luz de las lámparas de tuétano.

Yo había recurrido a mi agenda y había cerrado una conferencia de Evolución Humana con los Codirectores de Atapuerca, estrellas mediáticas indiscutibles del panorama patrio. Había pasado con nota mi primer examen en el MAC. La Santísima Trinidad no parecía demasiado interesada en traer piezas del Paleolítico Inferior y Medio al museo, pero Atapuerca era el cielo para todo arqueólogo al sur de los Pirineos, allí donde ibas a excavar después de muerto si habías sido bueno en esta vida, y nadie en sus cabales le habría hecho ascos a una colaboración con ellos. Después de hacer de Cicerón y llevármelos a la consabida mariscada en Puertochico, los había escoltado hasta el Hotel Sardinero con promesas de futuras sinergias. Misión cumplida.

Horas más tarde encontré a Iago en la Sala de Prehistoria, con las luces generales de la habitación apagadas, absorto frente a la urna del centro de la estancia. La débil luz que iluminaba la pieza subía en cuña hacia su cara y le daba una apariencia teatral.

Me acerqué a él y yo también le presté toda mi atención al molar de Monte Castillo.

—¿Te das cuenta de que es la última vez que lo exponemos aquí, en el MAC? —me dijo sin girarse, como si me hubiera olido. Noté un deje triste en su voz.

Aquella muela era una de las piezas que había que devolver al Museo de Prehistoria de Santander. En su día fue un hallazgo poco frecuente: un molar humano, encontrado en un escondrijo junto con dieciocho puntas talladas de igual forma, y un arpón decorado, todos en asta de ciervo. Obermaier lo había encontrado en las excavaciones a principios del siglo XX. El nivel correspondía al Magdaleniense Superior, hacía unos 11.000 años, pero lo cierto es que nadie había enviado aquella pieza dentaria a datación.

—¿Por qué no está puesta la placa con las fechas? ¿Fue un olvido al montar la sala? —pregunté.

—No, simplemente no podemos estar seguros de su datación exacta —dijo, encogiéndose de hombros.

—Pero las puntas sí que pasaron el Carbono 14, y la fecha se conoce, ¿no crees que fuera de la misma época?, según en nivel…

—Según en nivel corresponden a hace 11.000 años, lo sé —me cortó, dejando entrever cierta impaciencia—, pero el escondrijo de Monte Castillo es demasiado atípico como para aventurar ninguna conclusión.

—Es cierto, pero creo que la teoría de que un cazador escondió todo aquel arsenal por el motivo que fuera es bastante plausible. Si tu teoría es que esa muela pertenece a otra época posterior, supondría que la existencia y ubicación de ese escondrijo fue trasmitido a lo largo de muchas generaciones. No tiene mucho sentido, en mi opinión es más bien obra de una sola persona, y el molar, aunque no haya sido datado, pertenece a la misma época.

Calló educadamente mientras yo hablaba, en ese gesto tan suyo de estudiarlo todo, aunque aquella noche se le veía de un humor diferente.

—No quiero empezar una de nuestras discusiones a estas horas, Adriana. Estoy cansado, llevo todo el día enseñando a hacer fuego a escolares.

Tú y tu manía de no delegar, le estuve a punto de decir. Pero tenía razón, yo tampoco quería discutir.

—Vamos a ir recogiendo. Ha sido un día muy largo —me indicó con la cabeza.

Nos encaminamos hacia la puerta de la sala, cuando Iago, como solía hacer a menudo con sus modales de caballero del siglo XIX, me pasó la mano por la cintura adelantándome para que yo saliera antes que él. Pero esta vez no evité el roce, no huí, no lo repelí. Me mantuve quieta con él a mi espalda, y puse mi mano sobre su mano que seguía sujetándome la cintura. Pude notar su desconcierto y quise verle la cara. Me giré lentamente, quedándome frente a él a pocos centímetros. Ninguno de los dos decíamos nada, pero su rosto mostraba un inmenso interrogante, al tiempo que, en lugar de retirar su mano de mi cintura, acercó la palma de la otra mano a mi cara, y la puso suave, pero firme, sobre mi barbilla y mi mejilla.

Esto es un regalo, pensé. Porque por una vez, me pude quedar anclada en sus ojos, perderme sin prisas en aquel iris único. Notar el calor cercano de su cuerpo de atlante y no alejarme de él. Sin preguntas, sin retos, sin explicaciones.

Iago, por su parte, comprendió y aceptó. Abrió la boca para decir algo, pero le puse el dedo sobre los labios para impedir que hablara.

—Mejor no digas nada —le susurré.

—Que sea aquí y de esta manera, pues —contestó como si estuviera tomando una decisión, más para sí mismo que para compartirla conmigo.

Volvió a tomar mi cara entre sus manos firmes, y degusté por fin la boca amarga y la saliva que me ofrecía. En un impulso, me empujó contra la pared negra de la sala, junto al expositor de los arpones azilienses de la entrada. Cien siglos de historia pudieron ver cómo apoyó las palmas sobre la pared, creando una pequeña trampa de la que yo no quise salir. Llevó las yemas de los dedos a las raíces de mi pelo, acercó la nariz e inspiró, como si mi olor fuera lo único importante en aquellos momentos. Luego lamió la cicatriz de mi frente con la punta de la lengua. Aguanté la respiración como pude. Era un roce delicioso.

—Larguémonos de aquí —me susurró al oído.

Montamos en su coche y condujo en silencio por el camino de vuelta a Santander. La oscuridad absoluta de la noche regalaba cierta libertad, ya que no nos veíamos las caras bajo los arcos de eucaliptos, que se veían negros sin la luz de la mañana. Iago conducía solo con la mano izquierda, mientras que con la derecha no soltaba la mía, y si la necesitaba para cambiar de marchas, yo la ponía sobre ella. Era como si ninguno de los dos quisiera perder un segundo de contacto físico entre nosotros, como si fuéramos conscientes de que cada segundo estaba contado, que era un número finito, y que no había que desperdiciarlo.

Aparcó en la calle trasera a su casa, y la recorrimos de la mano, pasando junto a algunos locales donde la gente todavía continuaba de marcha. Estacionado en la acera vi un pequeño deportivo rojo, y por el rabillo del ojo percibí un mínimo gesto de fastidio en la cara de Iago. Seguimos avanzando cuando vimos cómo cuatro figuras que salían de Las Hijas de Florencio se detuvieron a nuestro lado. La más pequeña de todas ellas, Jairo del Castillo, le impidió el paso a su hermano escoltado por tres tías impresionantes que me sacaban la cabeza. Las tres vestían ropa de calidad, con los logos de strass luciendo sobre las camisetas excesivamente apretadas. Todas ellas llevaban el pelo teñido de rubio platino con largas extensiones y estaban maquilladas según la estética de las actrices porno. Calculé que entre las tres sumaban unas treinta operaciones de cirugía. Aun así, el resultado era intimidante.

—Qué ven mis ojos —sonrió Jairo de oreja a oreja—, la Prehistoria del MAC al completo.

—Jairo, habría estado bien que te hubieras pasado por el museo esta noche a colaborar —contestó Iago sin soltarme la mano.

—¡Oh!, estás sobrevalorando mi presencia. Por lo que veo no soy imprescindible. Es evidente que os habéis apañado muy bien sin mí. De todos modos, Iago, no deberías llevarte el trabajo a casa. Qué dirá el museo de tu reputación. Por cierto, Adriana, no imaginaba que tu concepto de «hacer las cosas bien» incluía a mi hermano.

—Sabes que no voy a darte ninguna explicación, ¿verdad? —me limité a contestar.

Él apretó la mandíbula.

Iago iba a contestarle cuando una de las chicas se le acercó ronroneando y le puso la mano sobre el pecho. Miré de reojo las uñas de purpurina apoyadas sobre la camisa azul de lino de Iago. El contraste era insultante.

—¿Por qué no te unes a la fiesta, guapo?, estábamos a punto de irnos al chalet de tu amigo.

Sentí una patada por dentro del estómago. Sí; eran simple y llanamente celos. La mano firme de Iago entre mis dedos evitó que le arrancase la cabeza de un bocado. Iago puso su brazo sobre mi hombro, y con la mano retiró sin prisas un mechón detrás de mi oreja. La valkiria se revolvió incómoda ante aquel sencillo gesto de Iago, pero su garra no soltó a la presa.

—Creo que mi hermano puede arreglárselas muy bien sin mi presencia —le contestó Iago mirando fijamente a Jairo.

Hizo una pequeña inclinación de cabeza a modo de despedida, sin mirarlas siquiera y dijo:

—Señoras.

Pero Jairo, por lo visto, no estaba dispuesto a desaprovechar la oportunidad.

—No es mala idea, ¿por qué no os unís Adriana y tú a nuestra pequeña fiesta?

—Creo que paso —le contesté tan fríamente como pude.

—Insisto —dijo con voz sedosa.

—Yo también insisto en que paso —le corté.

—Como queráis —suspiró resignado.

Se despidieron de nosotros y seguimos en silencio nuestro camino hacia el portal de Iago.

—¿Con tres? —le pregunté cuando los pedimos de vista.

—El tres es un número sagrado en algunas culturas, y por desgracia para mí, su número favorito —suspiró, como si no le hiciera gracia dar explicaciones acerca de su hermano—. Jairo es un hombre apegado a las costumbres, todos los viernes suele… uhm…, bueno, ya lo has visto.

No entendí bien del todo aquello de los números, pero a Iago esa noche se le perdonaba todo, incluidas sus incongruencias.

—¿Y de dónde las saca?

—No quieras saberlo.

—Entiendo.

—Siento que hayas tenido que presenciar esta escena —dijo por fin, en tono sombrío.

—No te disculpes, no eres responsable del comportamiento de tu hermano.

—¿Dónde he oído eso yo antes? —contestó, como si la pregunta doliera.

Cruzamos el último paso de cebra y enfilamos hacia el Paseo de Pereda. Había poca gente por su calle a aquellas horas de la madrugada, algún fantasma, algún perro insomne arrastrando a su dueño. Tan solo las farolas nos escoltaban con sus luces, como si hubieran recibido el encargo de dejarnos en casa sanos y salvos.

—¿Siempre os habéis llevado mal? —me atreví por fin a preguntarle.

—Desde el día que nació, créeme —se quedó con la mirada perdida hacia la línea del mar, que a aquellas horas se veía azul oscuro bajo los perfiles rotundos de Somo. Me pasó el brazo por el hombro de nuevo, acercándome más aún a su cuerpo, y yo hice lo propio alrededor de su cintura. Al poco rato nuestros pasos se sincronizaron y caminamos muy juntos. Si tuviera que quedarme con alguna sensación de aquella noche, sería ese paseo sin duda.

—De hecho —continuó—, desde el mismo día de su concepción Jairo ya trajo un conflicto importante a mi familia. Mira, Jairo es el peor hermano que a uno le puede tocar en suerte, pero me ha socorrido varias veces de apuros importantes. Tengo un par de deudas de sangre contraídas con él. En lo que respecta al resto de mi familia, también con ellos se comporta como un enfermizo bipolar. Aunque no es complicado saber qué etapa vendrá en cada momento. Jairo es el mejor paraguas cuando necesitas ayuda, y es el más molesto de los enemigos cuando todo te va bien.

Se mesó el pelo con calma, y alzó la barbilla hacia el cielo con los ojos cerrados, como si quisiera expulsar algún recuerdo desagradable y luego se giró hacia mí.

—De todos modos, si te parece, dejemos de hablar de Jairo. No me gustaría que manchara el recuerdo de esta noche.

—Por mí perfecto —le dije aliviada.

Llegamos a su piso, casi con prisas, mirando con recelo el cielo negro y viendo que la noche ya se nos escapaba, que teníamos pocas horas antes de que el día nos trajese otra vuelta de tuerca en nuestra particular historia.

Y por fin, después de cruzar el umbral de su apartamento, me sujetó por las caderas y me subió hacia él, mientras yo rodeaba su cintura con las piernas, y aquel extraño animal al que le sobraban extremidades se dejó caer sobre el sofá, que nos acogió cálido como una madre.

Le toqué entonces la cara como acostumbran los ciegos. Me estaba despidiendo de él al mismo tiempo que mis dedos le descubrían. Memoricé el volumen exacto de sus cejas, el tabique irregular de su nariz, como si cientos de golpes la hubiesen desviado y puesto de nuevo en su sitio una y otra vez. Después pasé mi mejilla a lo largo de la mandíbula interminable.

Iago respiraba profundo, casi solemne, apenado, como si me leyera el pensamiento, como si supiera que yo me estaba jurando que aquella sería la única vez.

Imitando su gesto en el museo, metí la nariz entre su pelo, algo más corto desde que había vuelto de su viaje. Me quedé allí, respirando a través de aquella pradera oscura de lavanda.

Estudié la textura de sus mechones con mis dedos. Un poco grueso, con cuerpo, con esas ondas que enmarcaban el rostro amado, que terminaban sin forma en la parte posterior de la cabeza para después cubrir su nuca rotunda de varón. La acaricié también. La memoricé, rocé con mis labios secos los volúmenes del cuello.

Iago, mientras tanto, se dejaba hacer. Había entendido mi juego y no tenía prisa, parecía cómodo ante mi metódica inspección.

Despacio.

Muy despacio.

Hay veces que el amor ha de rodarse a cámara lenta.

Llegué a los hombros después de desabrocharle la camisa. Eran como yo ya había intuido tantas veces. Unos músculos trabajados, poderosos y a la vez esbeltos. Elegantes.

No era un cuerpo de grandes volúmenes, sino más bien atlético, de formas largas y duras bajo aquella piel algo marchita para sus treinta y cinco años.

Era velludo, con rizos que trazaban remolinos alrededor de su pecho y subían hasta la base de la nuez poblando toda la piel a su paso. Perfecto, pensé para mí.

Le peiné el torso con la palma de la mano. Podría ser un buen sitio para dormir. Apoyar mi cabeza sobre su pecho. Cerrar los ojos y quedar dormida sin preocuparme en qué cambiaría la mañana siguiente.

No sería aquella noche. Eso no sucedería.

Aquel era mi último intento de arrancármelo de la cabeza. Tal vez una idea absurda y contradictoria. La última bala en la recámara del olvido. Así que seguí actuando como si mi plan suicida fuera a resultar. Continué bajando hacia su ombligo como si no hubiera prisa, como si el pulso del planeta pudiera detenerse por una vez a esperar a dos amantes que se entregaban al abrigo de las primeras luces del alba.

Me quedé entre sus piernas mientras mi boca se hermanaba con sus gemidos. Finalmente Iago lanzó un gruñido animal, completamente fuera de sí. Me sujetó las sienes con fuerza olvidando toda delicadeza y sus hombros parecieron crecer por momentos mientras yo disfrutaba cada segundo de aquella poderosa visión.

Nos quedamos abrazados en silencio, no sabría decir durante cuánto tiempo. Lo cierto es que perdí la noción. Cuando salió de su sopor, Iago hizo el ademán de desabrocharme el botón de los pantalones, pero le retiré la mano. Pensé por un momento en sus dedos largos entre mis piernas y me estremecí. Frente a aquello ya no habría amnesia posible.

—No hace falta —le dije—, debo irme.

Pero él se acercó a mi oído y susurró con una voz que nunca antes le había escuchado:

—Vamos, amor, ¿no me darás un minuto de toda tu vida?

Fueron aquellas cuatro letras, «amor», tan desgastadas, que para mí hacía tiempo que ya no eran nada, las que se llevaron por delante mis defensas, porque en sus labios sonaron verdaderas, trayéndome una realidad para la que no estaba preparada.

Asentí en silencio, intentando que no notase mi desconcierto, mientras caían mis botas de caña alta y los vaqueros desaparecieron con suavidad y firmeza. Mojó sus dedos en mi boca e hizo filigranas de saliva entre mis muslos hasta que me giró sobre la espalda y noté su peso sobre mí, marcando sin ninguna prisa su ritmo experto hasta que estuve preparada. Entonces apretó su mejilla contra mi mejilla y me susurró con aquella voz recién descubierta:

—Puedes gritar, no hay vecinos en este bloque.

Y grité su nombre, una y otra vez, sin poder detenerme ni censurarme, mientras Iago me regalaba de nuevo sus gemidos al oído.

Permanecimos tumbados de espaldas con la mirada fija en el techo de su salón, con los cuerpos aletargados por el placer, las cabezas embotadas y los dedos entrelazados con fuerza, como si las manos se resistieran a perder ese último contacto, ajenas a nuestra voluntad.

—Gracias por cederme algo de tu tiempo —susurró con la respiración entrecortada.

Pero el momento ya había pasado y mi disciplina tomó el control. Me prohibí quedarme dormida junto a Iago. Ahora el sonido de su nombre tenía un matiz añadido, y me pregunté si sería capaz de volver a pronunciarlo frente a él ocultando lo que para mí implicaba.

—Ahora sí que debo irme, espero que lo entiendas —dije poniéndome a buscar mi ropa entre el desorden—. Es muy tarde.

Iago miró con una sonrisa perezosa hacia el ventanal, donde ya asomaba un sol frío de primavera.

—Es muy temprano, querrás decir. Pero marcha, si es lo que deseas. ¿Quieres que nos veamos este fin de semana?

Le miré, y él a mí en silencio, esperando mi respuesta, mientras me arreglaba los pantalones y la camiseta.

—Esto… Iago. Será mejor que nos veamos solo en el MAC. Entre nosotros no ha ocurrido nada, ¿de acuerdo? —le dije por fin, peleándome con las palabras para que salieran de mi boca.

Asintió y su cara no dejó trasmitir ninguna emoción.

—Claro, como quieras.

—Hasta el lunes, entonces —le contesté, sin girarme, mientras me dirigía a la puerta.

Siempre he sido un desastre ocultando mis emociones.