XXVIII

Mes de Nion, 7798 d.a., Oppidum de Ensérune

500 a.C., actual Languedoc

Después de subir un largo repecho me senté a descansar frente al campo de lavanda. Hasta un rato después no me percaté de que tenía una presencia a mi espalda.

—¡Ah…!, eres Yennego. Por un momento te he confundido con tu hermano. Disculpa mi intromisión.

Miré a la diminuta mujer que se había detenido junto a mí con su cesto vacío, y la invité a sentarse a mi lado pese a que sentí una ligera incomodidad. Se abrazó a su manto de piel de oveja, pues el día estaba enfriando y dejó que su cuerpo se estremeciese cuando lo recorrió un escalofrío. Me pareció más frágil que nunca, como si un simple bufido del viento pudiera llevársela por delante, como una brizna más. Llevaba el pelo rubio recogido con una trenza sujeta en la nuca formando un ocho, como casi todas las mujeres galas de aquella época, pero se notaba que no esperaba encontrarse con nadie, porque encontré su atuendo un poco descuidado.

—No me molestas, Bryan —la tranquilicé—. Suelo subir aquí cuando termino con mis labores en el taller, este paisaje azul templa mis nervios.

—Yo estaba recogiendo algunas espigas cuando te he visto —se excusó, nerviosa. Quedó callada durante un momento, pero después hizo un gesto de determinación y se decidió—. Necesito que me digas algo.

Sabía perfectamente el motivo de su desasosiego, y aun así, seguí disimulando.

—¿De qué se trata?

—Ha pasado ya todo Nion, de hecho, el aliso está a punto de florecer. Terkinos nunca había tardado tanto en volver de sus negocios. ¿Has tenido alguna noticia suya?

—No —mentí—, yo también estoy algo inquieto. ¿Hacia dónde te dijo que se dirigía?

—A Massalia.

—Entonces debería haber regresado ya —me giré hacia ella fingiendo preocupación, y pronuncié la frase que tantas otras veces había repetido—. Deberías comenzar a asumir que tal vez le haya pasado algo malo y no vuelva. He escuchado que el comercio se está interrumpiendo en el sur, ya no se gana tanto y todo el mundo está nervioso. A la aldea llegan todos los días historias de reyertas y ajustes de cuentas entre comerciantes.

—¿Y ya está? —me gritó fuera de sí, tal vez porque lo esperaba—, ¿y eso es todo? ¿Debo considerarme viuda a partir de ahora?

—Tal vez deberías, sí.

¿Había alguna forma menos dolorosa de decirlo?, me pregunté. A mí también me quedaba poco tiempo. Llevaba casi una década en aquella aldea, y era tiempo de irse. No desaparecí con mi padre porque Nagorno vino a buscarnos, y yo aún no soportaba su presencia, así que decidí apurar un poco más mi tiempo y convine con mi padre que nos veíamos en un siglo celta —treinta años— en nuestra cueva, el día del solsticio de verano, la noche más corta del año. Así hacíamos desde siempre. Si alguno se demoraba, se quedaba viviendo por la zona y acudía todos los años por la misma fecha. Tarde o temprano, siempre acabábamos encontrándonos.

—También deberías bajar más a la aldea, no es bueno que una mujer viva tan apartada, ahora que no está tu esposo.

—En la aldea no me quieren, el hermano de mi padre se ha encargado de poner a todo el mundo en contra mía. Ahora que él es el druida nadie se atreve a contrariarlo.

—Algo he oído, sí —comenté distraído—. ¿Qué pasó exactamente cuando murió tu padre?

—Fue antes de su muerte, en realidad —dijo arrancando una espiga próxima—. De hecho, empezó con mi nacimiento. Mi padre necesitaba tener un hijo para perpetuar el oficio que mi familia ha ejercido desde hace varias generaciones, pero de todos mis hermanos yo fui la única que sobreviví al parto. El pobre necio me puso nombre de varón y me inició en todos los secretos como si yo fuera a continuar su legado. De hecho, tenía casi convencida a toda la aldea.

—Que una mujer dirija los ritos es excepcional, pero no imposible. Hablan de una druidesa muy respetada al norte, en la tribu de los leucos.

—Puede ser, pero no aquí. Durante sus funerales, mi tío se encargó de arengar a la aldea y se apropió de su bastón. Desde ese día nadie se atreve a cambiar las cosas. Yo he seguido viviendo en la cabaña de mi padre, allá en el monte.

Entonces se giró hacia mí y me escrutó durante un buen rato.

—¿Qué hay de ti, por qué no tomas esposa de una vez?

Me reí de buena gana.

—Ninguna mujer se me acerca con este pestazo a piel de vaca —por una vez, le fui sincero—, debí pensarlo antes de seguir el oficio de mi padre.

—Entonces somos dos apestados —concluyó ella.

—Eso parece.

Desde aquel día, Bryan me buscó cada tarde en el campo de lavanda, y fue entonces, al inicio del mes de Feam, cuando ocurrió. Bajamos a la orilla del río con la excusa de ayudarme a eliminar el hedor del cuero que se había agarrado a mi piel como una garrapata. Traía aceites que ella misma había preparado con lavanda y camomila. Lavó mi pelo con agua caliza, y lo peinó hacia atrás hasta lograr la consistencia de las crines de un caballo. Aquella costumbre celta había convertido mi pelo oscuro en una masa rojiza hacía mucho tiempo. También puso en orden mis bigotes con un pequeño peine de haya. Después dejé que le diese friegas a mi cuerpo desnudo hasta que el aroma dulzón de las flores sustituyó al de los pellejos de cerdo y vaca. En ese punto, mi cuerpo despertó después de tantos años sin recibir ni una sola caricia femenina. En ese punto, dejé que aquella pequeña mujer montara sobre mí porque, más allá de su soledad y su desolación, Bryan era dulce y me hacía bien su serena compañía. Sin embargo, un mordisco de culpabilidad me tenía pellizcada el alma.

—Bryan, no deberíamos repetir esto —le dije mientras me ponía los calzones de nuevo—, aún no sabemos qué ha sido de mi hermano…

—Me dijiste que debería considerarme viuda, y así lo he hecho —dijo ella, dándome la espalda mientras se ceñía el pesado faldón—. Sabes que entre los míos no es extraño que el hermano soltero del marido muerto se despose con la viuda. Debes encargarte de mí.

Apenas me quedan un par de años aquí antes de que empiecen a murmurar que no envejezco, ¿y luego qué? No te haré pasar por lo mismo otra vez.

—Sé de vuestras costumbres, pero créeme, no es una buena idea. Yo no sé si seguiré por mucho tiempo en esta aldea. El oficio de curtidor es duro y apenas me da para vivir, no podría criar a una familia. Estoy pensando en viajar hacia la costa, pero yo solo.

—Sin nada que te lastre, ya lo entiendo —susurró con el ceño fruncido.

—Ya sabes lo que les ocurre a las mujeres de los viajeros, además, tú te has criado aquí. Tu tío es un viejo decrépito y no tiene descendencia, tal vez cuando muera tengas por fin el lugar que te corresponde.

Miré al río, que bajaba furioso arrastrando ramas caídas de la última tormenta. Repetí la última frase como una jaculatoria:

—Es mejor que pensemos que esto nunca ha ocurrido, ¿de acuerdo?

Me giré hacia ella, pero se había ido ya, con su paso leve y silencioso, como si nunca hubiera yacido conmigo junto al lecho del río y todo hubiera sido la ensoñación de un solterón.

No la volví a ver hasta mitad del semestre claro, cuando la encontré saliendo de la empalizada de la aldea, con un pesado cesto cargado de telas que acababa de cambiar por quién sabe qué remedio de los suyos. No me hizo falta que se diera la vuelta para percatarme de su nueva situación. La cintura le había desaparecido, y su andar cansino me auguraba lo peor. Corrí tras ella por la cuesta mientras enfilaba hacia el bosque.

—¡Bryan, espera! —grité mientras la alcanzarla—, tenemos que hablar.

Ella hizo caso omiso de mis llamadas y no paró, así que tuve que desprenderme del rígido delantal de cuero y dejarlo en un ribazo del camino hasta quedar a la par con ella. Por un momento me mordí el labio cuando vi su rostro. Estaba hinchado, y todo en ella había crecido en volumen.

—¿De quién es el hijo que llevas? —quise saber.

—De tu hermano muerto, ya que, como bien dijiste, lo nuestro nunca ocurrió —dijo sin mirarme ni detenerse.

—No es el momento de ser orgullosa —dije sujetándola de un brazo—, dime, ¿hay alguna posibilidad de que fuera mío?

—La noche que tu hermano partió nos la pasamos gozando el uno del otro. Mi hijo es fruto del serbal. Estoy preñada desde Nion.

Aquello quemó como ácido.

—¿Estás segura? Lo que pasó en el río ocurrió poco después.

—¡Estoy segura! —me gritó, zafándose de mi brazo—. Mi mayor problema no es saber si mi hijo es de uno u otro. Veo la realidad con más claridad que tú.

—Explícate —le apremié.

—Mi hijo nacerá en pleno semestre sombrío, cuando las nieves hayan llegado para quedarse —dijo con voz cansina—, no sobreviviré a mis últimos meses de preñez. Me siento ya pesada y apenas puedo poner trampas para conejos, me estoy alimentando de bayas pero cada día estoy más débil. Aunque lograse llegar al día del alumbramiento, no creo que mi hijo y yo superemos un invierno solos en el bosque.

Tenía razón, en todas y cada una de sus palabras.

—Yo me quedaré contigo.

—No, ya me rechazaste una vez. No quiero ser tu esposa.

—No seré tu esposo, si no quieres, pero tu hijo lleva mi sangre, sea mío o de mi hermano. Estos meses me encargaré de que no te falte comida y cuando nazca, te ayudaré en todo lo necesario hasta que los dos no me necesitéis.

Bryan no dijo que sí, pero tampoco dijo que no, así que cogí el cesto con las telas y caminé junto a ella hasta que nos perdimos por el bosque. La observé en silencio de reojo, y creí notar cierto alivio en sus andares cansinos.

Los siguientes meses me acostumbré a acercarle el resultado de mis batidas varias veces por semana: pequeños raposos y tejones, algún jabalí si había suerte; nueces y miel para darle vigor a un cuerpo sobrepasado por las necesidades del niño que le crecía y que le anclaba cada día más a la cabaña del bosque. Poco a poco su humor fue mejorando, y en ocasiones permitía que me quedase a comer con ella.

—Este hijo restablecerá el linaje de mi padre —decía, más para ella que para mí—, aprenderá los días de buen y mal augurio y recitará los cánticos, tal y como han hecho mis antepasados.

Estuve presente cuando llegó el alumbramiento. Una diminuta criatura azul se escurrió entre sus piernas, y no necesité más que una mano para sujetarla y enseñársela a su madre.

—¿Es un varón? —aulló Bryan entre estertores—, déjame verlo.

—Es una niña, es muy… pequeña —dije desconcertado mientras se la acercaba. Había ayudado a nacer a miles de niños en mis siete milenios de vida, pero ninguna tan arrugada, tan transparente y tan frágil.

—Debes darle calor y amamantarla enseguida —le urgí, aunque ni yo mismo pensé que sobreviviría.

—¿Qué es esto? —chilló horrorizada sin tocarla—. Este no es el hijo que yo esperaba, no la quiero. Es demasiado parva y mira esta marca que tiene en la cara. No es un buen augurio.

—Bryan, he visto antes otros niños como ella, así de pequeños y que nacen antes de tiempo, sin estar hechos del todo. No es el caso de tu hija, y no sé por qué ha ocurrido, pero algunos sobreviven. Así que haz el favor de ponértela al pecho y dejar que beba de tu leche, yo voy a por más leña al bosque, esta hoguera no aguantará toda la noche y la niña necesita más calor.

Le coloqué la niña sobre su regazo y cogí la pequeña hacha que colgaba tras la puerta. Mis pisadas se perdieron entre la ventisca que castigaba al bosque aquella fría noche, primera del mes de Beth.

Cuando volví horas después cargado de leños y abarras, agotado por el esfuerzo, me encontré a Bryan sudando semiinconsciente.

—¿Dónde está la niña? —grité, buscando a mi alrededor.

Ella no contestó, hasta que vi en el suelo un bulto rodeado de paños que apenas se movía. La recogí y comprobé que aún respiraba, aunque le temblaba la mandíbula. Estaba muerta de frío. Corrí a calentarme las manos en la hoguera y le di friegas para que entrara en calor.

—¿Qué ha ocurrido, aún no le has dado de mamar? —le pregunté a su madre.

—No pienso alimentarla, es mejor que muera esta misma noche. No quiero criar a una niña tan débil. Déjala en el suelo y vete.

—También lleva mi sangre, no pienso abandonarla. Y debes darle un nombre rápido, tú mejor que nadie sabes lo que les ocurre a las almas de los que no tienen nombre.

—No había pensado ningún nombre de mujer, pónselo tú si te place.

La observé por un momento, tenía que decidirme rápido. Las marcas de su mejilla izquierda me recordaron a los dibujos que las estrellas trazaban en el firmamento. Muchas generaciones atrás, cuando estuve en la ciudad sumeria de Ur, en el país viejo entre dos ríos, un hombre sabio, Utnapistim, me enseñó a nombrarlas.

—Se llamará Lyra, entonces.

—Un nombre extraño para una niña que no vivirá —gruñó—. Me trae sin cuidado cómo la llames.

—¡Vamos, amamántala! —le urgí, descubriendo la manta de oveja que la tapaba.

Lo que vi me encogió las venas. Tenía los pechos rellenos de bultos informes como piedras, los toqué y aulló de dolor.

Mujer necia…, pensé desesperado.

—No puedes cortar así la leche, tu cuerpo se pondrá a hervir y morirás en pocas horas. Debo sacártela.

—¡Ni se te ocurra! —chilló.

Hice caso omiso y comencé a apretar hasta que por fin salió un líquido amarillento y graso. Puse a la niña junto a ella y le ayudé a agarrarse al pecho de su madre. Sin embargo, el bebé no tenía fuerzas ni para succionar. Bryan dejó de resistirse, de un momento a otro iba a perder la conciencia.

Me acerqué al manojo de hierbas que colgaba de los ganchos del techo de la cabaña y arranqué un poco de verbena. Lo arrojé a la cazuela de cobre con agua que hervía sobre el fuego y le hice beber la infusión a Bryan. Aquello bajaría la temperatura y la haría dormir durante unas horas. Después tomé a la niña, me abrí la camisa y la pegué a mi cuerpo. Cogí un retal de lana de oveja y le hice un nudo para amarrarla a mi pecho. Después me ceñí la capa y abandoné la cabaña.

—Siento el olor, Lyra —le susurré mientras bajaba a trompicones hacia la aldea.

Conocía al que hacía guardia aquella noche en la empalizada, trabajaba el metal junto a mi taller y precisamente iba a buscarlo a él. Le hice gestos con los brazos para que me abriera y bajara al suelo.

—¿Qué urgencias te traen a estas horas, Yennego?

—Tu mujer parió en Ostara, ¿verdad? —le pregunté, intentando recobrar el aliento.

—Sí, y mi hijo crece sano y fuerte —dijo con orgullo de padre galo.

—La hija de mi difunto hermano acaba de nacer, su madre no puede amamantarla. Necesito la leche de tu esposa. Te pagaré bien.

—¿Cuantas pieles? —preguntó rápido.

—Tres de cerdo.

—¿Tres de cerdo?, ¿por levantarla a estas horas? —dijo, levantando la ceja.

—Está bien, estoy acabando de preparar una de vaca. Os vendrá bien, y ahora, por favor, vayamos a alimentar a la niña.

Gervas asintió, conforme con la pequeña suma que le había caído del cielo, y le seguí hasta su hogar. Aquella noche la niña se alimentó, y así ocurrió durante meses. Mientras de día me mataba por curtir las pieles para pagar la leche, y por las noches cuidaba de la niña y de una madre que se negaba siquiera a tomarla en brazos.

El tiempo pasó demasiado rápido como para darme cuenta, el mismo día que Lyra comenzó a caminar sin apoyarse en ningún mueble, recibí en el taller una visita inesperada.

—¿Qué hacéis aquí? —dije al reconocerlos, pese a las capuchas de piel que ocultaban sus rostros.

—Venimos a por ti. Has de escapar con nosotros, hijo.

—¿Qué ha pasado?

—Hicimos un mal negocio en Massalia, una partida de ánforas con vino que prometimos y nunca llegó. Son cartaginenses, y quieren cobrarse la deuda. Ya sabes lo que eso significa —dijo Nagorno.

—Bien, huid pues. Nos veremos en un siglo, como acordamos. Yo aún tengo cosas pendientes aquí antes de irme.

—Por eso venimos. Nagorno escuchó que vendrían a por ti, alguien les dijo que mi hermano trabaja en esta aldea como artesano, creen que tendrás algo de valor para resarcirse de sus pérdidas.

—Pues no lo tengo, apenas me da para vivir. Pero no entiendo el problema, hemos enterrado piezas valiosas en el norte. Id, recuperadlas, y pagad. Para eso están.

—Sigues sin entenderlo —dijo Nagorno, mirando impaciente por la ventana—. Cuando decimos que vienen a por ti es que vienen ya. Casi hemos reventado los caballos por avisarte. Empaca tus pertenencias, nos vamos.

Ignoré al bastardo y me enfrenté a mi padre.

—Deberías saber que tienes una hija de tu esposa, Bryan. Apenas ha cumplido un año.

—¿Una hija, estás seguro? —la sorpresa le había cambiado el rostro—. ¿Y por qué no me dijo nada antes de partir en mi último viaje?

—Porque la engendrasteis la última noche, según ella.

—Ah, aquella fogosa noche… —recordó, mientras mi mandíbula se tensaba.

—¿Cuántos meses le duró la preñez? Ya sabes lo que quiero decir…

—Sé perfectamente lo que quieres saber, y fue un embarazo normal, diez ciclos lunares —o nueve, sifueramihija—. Ella no es como nosotros, si es eso lo único que te importa. Ella envejecerá y morirá, pero aun así es tu hija. Yo me he ocupado de tu viuda y de ella, han necesitado de mi ayuda para aguantar estos dos semestres sombríos.

Mi padre parecía consternado, pero pude ver que el apremio le podía más.

—En ese caso te lo agradezco, pero ya no puedes hacer más por ellas. Debemos irnos ya.

—Deja que me despida de la niña, o que recupere alguno de nuestros depósitos y les deje algo de valor para que su vida no sea tan dura —colgué mi delantal y fui a por mi capa —. Voy a por ella al bosque, te la traeré, así al menos la conocerás.

Padre me sujetó del brazo, impidiéndome salir.

—Déjalo —susurró—, vámonos.

—De acuerdo, esperadme detrás de la empalizada, junto al río. Voy a llevarme a la niña con nosotros, no me fío de que su madre la abandone o no la alimente.

—No hay tiempo —urgió Nagorno. Miré a mi padre y él asintió.

—¿Dime, padre, así tratas ahora a tu sangre, eso me enseñaste?

—Vamos, Yennego: dime que es la primera vez, dime que no vamos dejando viudas y huérfanos allá por donde vamos, ¿qué demonios te ha pasado? —me gritó fuera de sí.

—Vosotros y vuestros afectos —intervino Nagorno—. Somos semidioses, aunque tengamos esta vida miserable y no nos mostremos a los mortales. ¿Nos vamos ya?, están abriendo la empalizada, deben de ser los hombres de Fanan.

—¡Dile que se calle! —grité señalando a Nagorno con una barra de hierro—. No le soporto.

—Toma ya tu decisión, te esperamos en el río —dijo mi padre y desaparecieron.

Cogí el cesto con varias perdices y me despedí de ellos.

—Adelantaos, ahora voy.

Salté al taller de mi vecino y lo encontré concentrado en su monótono martilleo. Dio un respingo al verme.

—Gervas, escucha con atención, porque me va la vida en ello. Debo abandonar la aldea ahora mismo, pero antes voy a hacer un trato muy ventajoso contigo. Quiero que dentro de un mes, después del Samhain, vayas al roble seco que hay en la pared norte de la empalizada. Trepa a él y encontrarás un nido. No estará vacío, lo llenaré de torques de oro, de fíbulas de ámbar y de todo lo que encuentre que te convierta en el hombre más rico de la aldea. A cambio, has de prometerme que si Bryan abandona a su hija, la acogerás en tu casa y la criarás como si fuera tuya. Tu mujer también ha de tratarla bien, y jamás permitirás que tus hijos varones la martiricen, es muy pequeña, pero es despierta. Nadie debe saber de nuestro pequeño arreglo. Si Bryan siguiera con su hija, coge el tesoro igualmente, no vendré a reclamártelo, pero este primer invierno súbeles comida y asegúrate de que no mueran de hambre. Toma estas perdices, las esperan para hoy.

Busqué la conformidad en su mirada y escapé por la ventana sin mirar atrás.