Día de Mercurio, cuarto del mes de Fearn
Miércoles, 21 de marzo
Era una tarde entre semana cuando Kyra se había presentado en mi piso con un: «Hola, soy tu hermana y te preocupas demasiado por mí, pero no te fíes del todo; yo te hice esa cicatriz que adorna tu mano desde hace dos mil años».
Yo le había sonreído pese a que una leve sensación de incomodidad me trajo retales del sueño de Boudicca. Si hubiera sido un hombre aprensivo o supersticioso habría visto en aquel erizar de vello una advertencia, una señal. Por suerte no era el caso y expulsé el pensamiento como quien da una patada descuidada a un chucho molesto.
—Necesito un abrazo, Lyra.
Ella se me acercó, desprendiéndose del disfraz de mujer hostil que siempre la acompañaba.
—¿Tan duro fue? —preguntó, encajando su mejilla en mi pecho.
—Se está muy solo, ahí afuera y sin memoria.
Le acaricié el pelo y el tiempo se detuvo en sus mechones rubios.
—Subamos a la buhardilla —le dije al cabo de un rato—. Estaba haciendo jabón para distraerme.
La última planta de mi bloque se mantenía diáfana y apenas tenía muebles, así que la solía usar como taller para todo. Tenía suficiente con el tercer piso para mí solo, de hecho la primera planta y la segunda estaban cerradas simplemente para evitar tener vecinos. Yo mismo había mandado construir todo el inmueble en 1883, pocas semanas después de la nevada que paralizó la ciudad. Fue entonces cuando me instalé de nuevo en Santander al frente de la naviera Astro. El Paseo de Pereda era por aquellos tiempos donde vivían los comerciantes y todo aquel que tuviera un negocio rentable había instalado sus almacenes en los bajos de la calle con orgullo mimético. En realidad mantuve la propiedad por las vistas a la bahía, incluso cuando mi identidad dejó de ser útil y me esfumé. Medio siglo después, la finca soportó estoicamente los envites de las olas de diez metros y las ráfagas de viento que trajeron el incendio que destruyó el resto de la ciudad. Fue entonces cuando me empeñé en conservarla, usando sucesivamente las identidades de mi padre y hermanos como herederos.
Así hacíamos con nuestras propiedades, la única manera de mantener cuatro patrimonios como los nuestros a lo largo de los milenios. La reciente idea de unificar nuestros negocios bajo las siglas de la T.O.F., un holding intercontinental, había simplificado mucho los interminables trámites que periódicamente teníamos que resolver para heredarnos los unos a los otros. Aunque, siendo sinceros, ¿quién de nosotros cuatro no se había guardado negocios y propiedades para sí mismo? Los años y las desgracias nos habían hecho precavidos y recelosos: éramos cuatro gatos escaldados.
—¿Entonces mereció la pena el viaje? —preguntó Kyra mientras descargaba el saco de lavanda. Se sacudió el polvillo morado de la espalda y fue sacando las espigas y poniéndolas sobre mi vieja mesa de nogal.
—Quiero que lo estudies bien —le dije pasándole un pendrive del MAC con el informe censurado—, porque creo que lo de la Corporación Kronon puede llegar a ser algo importante. Al principio yo también desconfié de ellos, con tanto bombo de la Enzima de la Inmortalidad. Era como lo de la fuente de la Eterna Juventud. Tú no viviste aquella locura que les entró a los conquistadores cuando desembarcamos en Perú, pero te juro que era una especie de obsesión nacional. No solo Pizarro persiguió la dichosa fuente, eso es lo que ha quedado en las crónicas. También Ponce de León lo intentó con dos mil hombres, siguiendo la ruta del Orinoco. Creyeron que la fuente estaba junto al nacimiento del río, y solo encontramos mosquitos. Zancudos, los llamábamos.
—Te estás yendo del tema… —me recordó, molesta. A Kyra nunca le gustó escuchar nuestras batallitas, le hacían sentirse vieja.
—Perdona, es que hay recuerdos que estoy dejando pasar y otros que estoy bloqueando, es una difícil labor de selección.
—Precisamente por eso no te estoy insistiendo demasiado esta semana. Me siento un poco culpable por lo que te pasó en San Francisco, puede que te estemos apretando más de la cuenta. Así que aprovecha el receso hasta que la obsesiva de tu hermana vuelva a la carga.
—Me siento bastante recuperado, Kyra, de verdad. Pero te agradezco el gesto. En unos días volveré a ayudarte con las conclusiones de los antioxidantes, ¿de acuerdo?
Me miró complacida.
—Hermanito, ¿quién te ha visto y quién te ve? Parece que ahora eres tú quien tiene la prisa aquí. ¿No tendrá nada que ver con esto Adriana Alameda, verdad?
—¿Tú también, Brutus? —dije, torciendo el gesto—. Héctor me vino con sus consejos antes de que pudiera siquiera recordar lo que tenía con ella.
Por no mencionar lo de Jairo.
—¿Y qué tenías, si puede saberse?
—Me da la impresión de que nada —me encogí de hombros.
—Esa tía es un alma vieja, va a su rollo. Es como si no necesitara aliarse con ninguno de los grupos de presión del MAC.
—Exactamente como tú, ¿verdad?
—No seas tan perspicaz, y dale vueltas que se va a quedar sólido con la cuchara dentro.
—¿Me vas a enseñar tú a hacer jabón?
—Los hombres y sus medallitas —dijo una vez más, desgastando la frase—. En fin, volviendo a Adriana, quiero preguntarte algo.
—Tú dirás.
—¿Sabe algo de lo nuestro?
La cuchara se quedó clavada en una vertical imposible.
—¿Cómo va a saber nada? —pregunté, atónito.
—Me refiero a si tú le has dicho algo.
—¿De nuestra familia? —le miré alucinado—. No, desde luego que no.
—Entiéndeme, no te estoy criticando si lo has hecho, estarías en tu derecho siempre que ella fuera discreta.
—Kyra, por favor, te estoy diciendo que no le he dicho nada, ni tengo la menor intención de hacerlo, ni a ella ni a nadie. Sabes que no lo he compartido nunca.
—No como yo —suspiró—, ya lo sé, y no me arrepiento.
—Espero que no hayas querido decir eso —le contesté con crudeza—, espero que hayas querido decir que te arrepientes de haberte enamorado como una cría de aquel maldito feriante que quiso vender nuestro secreto.
—No empieces, Nagorno ya se lo hizo pagar.
—Sí, pero el mundo estuvo cerca de saber de nuestra existencia —bufé con la cuchara en la mano—. No ocurrirá por mi culpa, te lo aseguro. Y ahora deja de dar rodeos y dime por qué crees que Adriana sabe algo.
—Verás, hace un par de semanas Adriana se presentó en mi despacho. No me preguntó nada importante, eran más bien excusas. Mientras hablaba con ella, tenía la impresión de que examinaba la habitación con el rabillo del ojo, como si buscara algo, pero sin saber qué esperar. Solo fue una sensación, pero lo que me alarmó fue el modo en que me estudiaba a mí, mi cara, mi rostro, mis gestos… Era una mirada extraña, Iago. Tú ya me entiendes.
—Uff…, estás más paranoica de lo que pensaba. Respecto a lo de Adriana, no sé qué decirte. Es imposible que sospeche algo, aunque ha cambiado mucho desde que volví de San Francisco.
—Explícate —me animó, sacando el jabón aún líquido de la cazuela y distribuyéndolo en los moldes rectangulares.
—Me vio en el aeropuerto, cuando aún no me había reubicado, y se dio perfecta cuenta de mi amnesia, pese a que Héctor hizo todo lo posible por evitarlo. Lo cierto es que si había algún tipo de cercanía antes del viaje, eso se ha perdido, aunque no acabo de entender el porqué.
—No lo sé, pero su visita de control al laboratorio fue antes del viaje, en todo caso.
Intenté encontrarle una explicación a ese dato, pero no pude.
—Yo qué sé, Kyra. Yo qué sé. Dudo que sospeche nada de lo nuestro. Llevamos en Santander cuatro años, y dime, ¿has notado algún tipo de recelo, alguna «mirada extraña» por parte del personal del museo en este tiempo? No, nadie tiene ni la más remota idea de lo que se cuece debajo.
—No hasta el día que Adriana bajó al laboratorio con esa cara de susto —insistió, aunque yo no quise seguir con el tema.
Me incomodaba.
Una vez que dejamos enfriar las pastillas, bajamos a mi apartamento y matamos aquella tarde apacible ganduleando sobre el sofá, charlando de otros tiempos, de esos que siempre se recuerdan como mejores. Era uno de los pocos momentos en los que Kyra abandonaba su rictus de dolor, cuando estábamos a solas, sin mi padre y sin Jairo. Era un deber que me imponía y que intentaba cumplir con precisión de relojero suizo: proporcionarle paréntesis como aquel para que siguiera pensando que la vida todavía podía valer la pena.
La vi marcharse al anochecer, dejándome el piso impregnado del olor morado de los jabones. Me tumbé sobre el hueco que había dejado a mi lado y mi mirada se quedó desgastando el techo durante un buen rato.