Miércoles, 21 de marzo
Eran las nueve de la mañana cuando Javier Sanz llegó puntual al despacho de Iago con su carpeta y sus gafitas de interiorista.
—Creo que vamos a batir el récord con vosotros. No han pasado ni dos meses desde que nos contratasteis y casi tenemos perfilado el proyecto. Aunque, Iago —dijo volviéndose hacia él—, por más que llames a mi socio tres veces al día, los plazos van a seguir siendo los mismos.
—Eso lo tengo claro —contestó Iago, dándole una palmadita en la espalda—, pero así me aseguro de que no vamos a sufrir un retraso porque el expositor del bastón de mando mida un metro de altura, y no metro veinte.
—Vale, vale, captada la ironía —Javier alzó las manos como diciendo «haya paz»—, no habíamos caído en que los niños no pueden ver a esa altura.
—Pues os dedicáis a esto, es curioso —remató Iago—. Bien, empecemos si os parece.
Javier desplegó sobre la mesa las tres propuestas para la Sala de Interpretación. Me concentré en lo que, según mi criterio, resultaba imprescindible: el panel de los aborígenes y otras tribus, que los grupos de los maniquíes estuvieran bien repartidos por la sala, las piezas claves en el centro de la estancia, y las pantallas táctiles al final. Como siempre, Iago y yo nos enzarzamos en un largo intercambio de opiniones mientras Javier miraba distraído las paredes del despacho. Cinco horas después, ya nos habíamos decidido y habíamos cerrado el presupuesto y las fechas del montaje. Todo debería estar listo para finales de noviembre.
Acompañamos a Javier a la salida del MAC y nos quedamos solos en la puerta, sin saber muy bien qué decir, como dos adolescentes sin recursos. Iago se llevó las manos al bolsillo y echando mano de su proverbial aplomo, rompió el fuego:
—Puedes volver a casa. Por hoy ya ha sido suficiente.
—Tal vez sea mejor, estoy un poco espesa después de tanta cifra.
De todos modos, miré alrededor y no me apeteció volver directamente a Santander. Por una vez, el cielo estaba despejado y el sol calentaba algo más que lo habitual.
—Ok. Nos vemos mañana —le dije, y abandoné el edificio.
Como ya era costumbre, me acerqué al matorral de lavanda para arrancar unas espigas y olerlas. Me estaba quitando los zapatos de tacón para bajar a la lengua de roca, cuando vi a Iago acercarse hasta donde yo estaba. Aquella mañana llevaba una camiseta con una inmensa cabeza de zorro ártico serigrafiada que le ocupaba todo el torso. Los ojos del animal, exactamente del mismo azul glaciar que el dueño de la prenda, producían un efecto mareante que me habían impedido concentrarme durante toda la reunión.
—Así que eres tú la que está esquilmando mi planta de lavanda —me dijo, fingiendo enfadarse.
—Pensé que era silvestre.
—Ninguna lavanda silvestre crecería con esta humedad y este viento. Creo que por fin, esta variedad va a sobrevivir todo el invierno —dijo mientras arrancaba un tallo por la base.
Le dediqué una mirada interrogatoria.
—Digamos que se me da bien la jardinería extrema —dijo a modo de explicación.
—¿Y por qué la cultivas exactamente, si te trae tantos quebraderos de cabeza?
Me miró durante unos segundos más de la cuenta, sopesando si era digna de una respuesta sincera.
—La verdad es que esa pregunta es demasiado personal, pero te la contesto a cambio de que me cuentes qué demonios hacen tus zapatos escondidos bajo mi arbusto de lavanda.
—Me parece un trato justo.
Se sentó sobre la hierba y me invitó a sentarme a su lado, sobre un césped que estaba casi tibio. Le miré esperando una respuesta.
—Verás, desde hace un tiempo tengo la piel un poco reactiva. No soporto algunos de los productos químicos que últimamente están en todos los jabones y geles, así que me los fabrico yo mismo. Ya sabes: sosa cáustica y aceite. No es muy complicado. Les añado lavanda porque tiene propiedades calmantes, como sabrás, además de que me encanta el olor. También por ese motivo suelo vestir con ropa de fibras naturales como algodón y lino, y evitar bastantes tintes.
—¿Y te pasa con sábanas, toallas…? Para ti será un infierno salir de casa.
—No soy un niño burbuja, puedo soportarlo, pero lo hago preventivamente. Tanta química me agrede.
—Bueno, siempre puedes volver a la Prehistoria —comenté distraída.
—¿Cómo dices?
—Me refiero a que puedes probar con el ocre, tal vez una tintura mineral no te irrite.
—No pienso llevar pantalones decorados con óxido de hierro —dijo apartando el pensamiento con la mano—. Todo tiene su momento.
—Pues has elegido un mal siglo para nacer —le dije.
—No creas, ahora tengo opciones. Peor habría sido en el XIX, cuando se generalizaron las anilinas. He leído que resultaban bastante tóxicas y que muchísima gente sufrió graves problemas dermatológicos. Pero no sigamos hablando de mí, yo ya te he respondido. ¿Qué hay de ti?, ¿me vas a desvelar el misterio de la arqueóloga descalza?
—Lo cierto es que no pensaba compartir mi hallazgo con nadie porque se está convirtiendo en un rito diario para mí, así que te ruego que esto quede entre nosotros —le miré de reojo y él asintió con la cabeza.
—Adelante, me encantan los rituales de exterior —me animó expectante.
Me levanté y me dirigí al extremo del acantilado.
—¿Tienes vértigo? —le pregunté.
—Sí; cuando se trata de escalar la cara sur del Nanga Parbat. No; si hablamos de subir a la Torre Eiffel o a Chichen Itza. ¿En qué rango nos movemos?
—Unos veinte metros de desnivel —calculé.
—Bien, eso entra en la segunda categoría —aceptó.
—Entonces sígueme —le animé con la mano, dirigiéndome hacia el atajo de piedra desde donde me había acostumbrado a comenzar mis descensos.
Iago me miró no muy convencido y se quedó de pie junto a la lavanda con los brazos cruzados.
—Adriana, te agradezco la oferta, de verdad. Pero no me apetece lanzarme al agua en pleno marzo. No por nada en particular, créeme…
—No vas a tener que lanzarte al agua —le interrumpí con un poco de impaciencia—. La aventura no va de eso.
—El barranco acaba ahí —me señaló como si yo no lo viera.
—Eso parece desde donde tú estás, ¿quieres hacer el favor de seguirme de una vez?
—De acuerdo, lo he captado —dijo levantando las manos como si se rindiera—. No más reticencias. Te sigo.
Se acercó intrigado, mientras yo descendía sujetándome con las manos a los pedruscos que sobresalían. En unos segundos lo noté a mi lado bajando por la roca. Cuando llegué por fin a la lengua de roca, dio un salto de varios metros y cayó de pie colocándose a mi lado sin aspavientos. Se quedó mirando el espectáculo que tenía frente a él y dejó escapar un silbido de admiración.
Su gesto me regaló una de las mejores visiones de mis últimos treinta y dos años: la esfera completa de sus corneas, emergiendo entre los párpados abiertos por el asombro. El sol azulado de su iris amaneciendo para mí. Registré y almacené con cuidado la escena para recrearme en ella más tarde.
—Mira que he pasado veces por allí arriba, y nunca había reparado en que aquí abajo había una gruta —murmuró.
Se adentró en la cueva que quedaba a nuestras espaldas, y salió al cabo de unos minutos mientras yo me sentaba fuera.
—Ahí dentro no hay nada —dijo—, pero el paisaje que se ve desde aquí es…
—Sí, impresionante.
—No, no es solo eso —dijo negando con la cabeza—: Es una balsa en el tiempo.
—¿Una qué?
—Una balsa en el tiempo. Este paisaje, miremos hacia donde miremos, está libre de civilización —me explicó, acercándose al límite donde las olas lamían la suela de sus impecables zapatos de ante marrón—. Daría igual que estuviéramos en el Paleolítico, en el Medievo, o en plena Revolución Industrial, no se ve la huella del hombre por ningún sitio. No tenemos elementos para ubicar la época.
—Salvo nuestra presencia —tuve que decir.
—No, si estuviéramos desnudos —comentó mirando hacia el poniente.
Si aquellas palabras las hubiera pronunciado cualquier otro tío habría encontrado un matiz de picardía en el tono de su voz, pero no fue esa la intención con la que Iago lo dijo y precisamente fue eso lo que me molestó. Peor aún, me molestó que me molestase.
Tal vez él lo notó, porque me aguantó la mirada y yo le negué la mía.
—Perdona que insista —le dije lo primero que se me ocurrió para atajar aquel momento incómodo—, pero te agradecería que no se lo enseñases a nadie más. Me he acostumbrado a bajar aquí, y si empieza a venir gente no va a ser lo mismo.
—Descuida, yo tampoco quiero que pierda la magia.
Solía bajar todas las semanas, llevarme algún libro y quedarme un rato leyendo al mediodía, aunque no había vuelto desde el viaje a Madrid, desde «antes» de todo el cambio. Iago se sentó a mi lado y se quedó mirando al mar. Cambié varias veces de postura, intentando limitarme a disfrutar como las otras veces. Pero ya no podía, él no dejaba de observarme en silencio y eso me incomodaba.
—Adriana, ¿está todo bien?
—Sí, ¿por qué lo dices?
—No sé, últimamente te veo más seria, menos comunicativa.
—Lo siento si hoy no he dado el cien por cien, no volverá a pasar más.
—No estoy hablando de trabajo.
Ya lo sé, no solo tú ibas a saber echar balones fuera, ¿no?
—Me refiero a que te veo más distante conmigo. ¿Tiene algo que ver con que me vieras amnésico?
—No, creo que tiene que ver con la presión que tenemos encima por lo de la Sala de Prehistoria, y entiéndeme, no es una queja. De hecho me encanta este ritmo de trabajo. Es solo que no todos los días se puede rendir al mismo nivel.
Me había quedado bastante creíble, así que seguí fingiendo mi papel de empleada correcta.
—Por cierto, no te he preguntado por aquel asunto, aunque veo que has recuperado todas tus facultades.
—Creo que me viste en el peor momento, en unas horas volví a recordar mi día a día.
—Me alegro, ¿has visto ya a tu médico?
—Le puse al corriente, sí.
—¿Es de Santander?
—No, es un neurólogo de una clínica de Barcelona, trata casos como el mío.
—Espero que no me trates de entrometida, pero, ¿qué tipo de amnesia sufres? Me refiero a si es primaria o es el síntoma de alguna enfermedad.
¿Se me notó que me había sumergido el fin de semana en los manuales de Psicopatología de mi madre, buscando respuestas?
—No está asociada a ninguna enfermedad, tranquila —se apresuró a aclarar—. De todos modos, gracias por preocuparte por mí. Lo cierto es que nunca antes había tenido una crisis tan larga como la que viste, solo me ha ocurrido media docena de veces antes. Hasta ahora la pauta habitual era la que te comenté: un poco de confusión al despertarme. Simplemente no sé dónde estoy durante un buen rato. Por eso una actividad manual como las maquetas me ayuda a centrarme de nuevo y la confusión se me acaba pasando.
—¿Y solo te ocurre a ti, o tus hermanos tienen también esos episodios?
—No, ni Héctor ni Jairo. Mis padres tampoco, que sepamos. No es hereditario, si es lo que preguntas. El neurólogo dice que probablemente solo sea estrés.
—¿Pero no llevas ningún tratamiento?
—No, el doctor no lo ve necesario —se encogió de hombros mirando al frente—. Son crisis esporádicas y es lo que hay.
Se volvió hacia mí sonriendo.
—Pero gracias de nuevo.
Aun así insistió:
—¿Seguro que no te preocupa nada más, Adriana?
Negué con la cabeza y me quedé mirando al mar en silencio.
¿Y qué te contesto Iago, que ya no sé qué pensar, que no sé si eres de fiar o no, que no sé el alcance de lo que ocultáis tú y tu familia, ni si lo que escondes es circunstancial o te define?
¿Qué quieres oír, Iago, que aborrezco esta sensación de no saber si lo que estoy haciendo con mi vida es un acierto y tú eres cómplice?, ¿si todo mi trabajo aquí, mi traslado, mi carrera, mi día a día es parte de una farsa y yo soy un títere más para vosotros?
¿Qué te digo, Iago, que os escuché escondida en un túnel, que os he investigado y no encajan las piezas, que estoy pensando en salir corriendo una vez más, pero no tengo ganas ni fuerzas para empezar otra vez de nuevo? ¿Que has frustrado esta vida nueva que me gustaba hasta el día de la escucha?
No; mejor te cuento que he intentado arrancarme de la cabeza tu imagen con sucedáneos, que no ha resultado, que te odio porque antes hacía lo que me venía en gana y no soporto que tengas ese poder sobre mis actos.
¿Entenderás si te digo que el día a día es un ejercicio de contención? Por no rozarte en la Sala de Prehistoria, por desviarme de tus ojos y no quedarme estancada en ellos, por no respirar cuando estás muy cerca porque ese olor tuyo que solo es tuyo se cuela sin pedir permiso y es gasolina que dentro quema.
Necesito pasar página, superar esto, estar por encima de esta atracción. Porque solo es eso: una atracción. Por tu carisma, por tus ojos de ciencia ficción, por esa presencia que ya me alteró el primer día.
Pero tengo recursos. Recursos para no dejarme llevar, recursos para no ponerme al límite cada día. Esto se está enquistando y tengo que pasar página. Y no, Iago, no pretendas que confíe. Ya no me fío de ti, así que deja de interrogarme mientras me mientes.
Ninguno de los dos nos percatamos de la presencia que, desde hacía un buen rato, nos observaba con interés desde lo alto.