7598 d.a., Escitia
700 a.C., actual Ucrania
Era extraño que Olbia me llamase, de hecho, era inusual incluso que me dirigiera la palabra, así que encaminé mis pasos un poco tenso hacia su tienda, escoltado como siempre por dos ancianos escitas que no se alejaban de mí ni para orinar. Apoyaban su vejez en el hombro del otro, como si fueran en verdad siameses, y gastaban un humor de mil demonios.
Era la primera vez que se me permitía entrar, y de un rápido vistazo mis pupilas registraron una lujosa estancia circular, abigarrada de tapices rojos, negros y amarillos que colgaban vistiendo las paredes. El suelo estaba cubierto de alfombras donde ciervos, grifos y otros animales se contorsionaban sobre sí mismos, formando relieves de esparto.
—Me has llamado, ama —dije agachando la cabeza, evitando encontrarme con su mirada.
—Podéis dejarnos solos —les ordenó a los viejos—. Pero no os vayáis demasiado lejos. Esperad al esclavo en la entrada.
Vigiló que desaparecieran y nos quedamos en la penumbra que nos ofrecían las pequeñas lámparas de aceite apostadas en distintos rincones del habitáculo. Entonces se acercó a mí y me observó con interés, como si fuese la primera vez que me veía.
—Durante estos meses he podido apreciar tu destreza al tratar nuestras dolencias, esclavo. Por eso voy a confiarte a ti mi preñez y la suerte del hijo que me va a nacer. Estoy encinta desde hace poco tiempo, y quiero que cuando mi esposo vuelva se encuentre con un primogénito fuerte y sano. Estarás presente en el momento del parto, y si algo me ocurre a mí o a la criatura, tanto tu hermano como tú seréis enterrados a nuestro lado. Puedes irte.
Tardé un par de segundos en reaccionar, pero luego me apresuré a abandonar aquella maldita tienda. Una vez que mis escoltas me dejaron solo, me fui en busca de Héktor. Lo encontré en la orilla del río junto a Póntico. Calentaban unas piedras dentro de un trípode de pieles. Era la manera que tenían los escitas de asearse. Echaban semillas de cáñamo a las piedras calientes, y se impregnaban del humo que se desprendía. El cáñamo les ponía de excelente humor y les gustaba gritar y reírse a carcajadas mientras nosotros cuidábamos de que el humo no perdiera fuerza. El cáñamo también alteraba nuestros sentidos, pero los esclavos debíamos guardar el silencio y la compostura, por lo que era una de las tareas que todos rehuíamos hacer.
—¿Estaba preñada, Héktor? —le espeté.
—¿Qué? —preguntó sin comprender.
—Que si Olbia estaba preñada la primera vez que dormiste con ella —le exigí. Mi padre tenía por aquel entonces 25.000 años, si alguien conocía bien la anatomía femenina y sus sutiles cambios, ese era él.
—No, no lo creo —me confirmó, sin necesidad de pensárselo demasiado.
—¿Entonces el hijo que espera es tuyo?
—Si no ha visto a más esclavos, creo que sí.
—Eres el único —intervino Póntico, que había fingido hasta entonces estar concentrado en encontrar los cantos rodados adecuados—. Olbia nunca ha reclamado a ningún varón más que a ti. Y por el falo de Zeus que el niño es tuyo, y no de Kelermes. El viejo no ha sido capaz de engendrarle un hijo a pesar de los años que Olbia lleva empeñada en darle un primogénito.
—¿Y a qué esperabas para decírmelo, maldita sea? —la pregunta se la llevó una ráfaga de viento que avivó las ascuas del trípode. Mi padre calló porque sabía que ninguna respuesta me calmaría.
Pasaron casi diez ciclos lunares, Olbia apenas podía caminar por el peso de su barriga y se pasaba el día montando sobre su yegua. No me hacía caso acerca de los peligros que el trote podía acarrear a su criatura, y su mal humor iba en aumento con cada jornada que el niño se hacía esperar. No era la única expectante, notaba a Héktor pendiente de su futuro hijo, mientras que mi nerviosismo estaba logrando desquiciar incluso a Póntico y su legendaria paciencia. Su embarazo estaba siendo inusualmente largo, igual que había sido el mío, según me contó mi padre.
Podía asumir la existencia de un bastardo de mi padre durante treinta o cuarenta años. Luego, la muerte se lo llevaría y el recuerdo de nuestra etapa en Escitia se perdería. Pero la otra opción que se perfilaba, la de otro miembro en nuestra pequeña familia de inmortales, me resultaba insoportable. No de aquella mujer que nos había arrebatado la libertad, nuestras fortunas y nuestra dignidad. No de aquella tribu odiada de bebedores de cráneos.
El día del parto llegó por fin. Extraje a la criatura que se agarraba como una hiedra a las entrañas de su madre y le vacié la boca de mucosidades para que pudiese respirar. Lo acerqué a la luz para estudiarlo con atención. Tenía una espesa mata de cabello negro, brillante de fluidos, los ojos oscuros como las alas de un cuervo y la mandíbula angulosa que imitaba el perfil inconfundible de su madre. Comprobé su sexo y se lo acerqué a Olbia:
—Aquí tienes a tu varón escita.
Olbia mandó llamar a Sirgis, el escita cojo que conocí el día que fuimos apresados. Póntico me había contado que aquel guerrero había sido el fiel hermano de Kelermes hasta que perdió una pierna en una incursión contra los sármatas del norte. Desde entonces, sus intenciones de suceder a Kelermes ante su falta de descendencia se habían desvanecido. Si permanecía leal a Olbia era porque esperaba que algún día alguno de sus retoños fuera el caudillo de la tribu. El nacimiento del hijo de Olbia había segado definitivamente esa esperanza.
—¿Qué quiere mi señora?
—Este es Nagorno, mi primogénito. Será el sucesor de Kelermes, y quiero que toda la tribu festeje este nacimiento. Sacrifica veinte caballos, los mejores, incluido el tuyo, y riega de vino a los hombres hasta el amanecer. Prepara a las esclavas y que todos queden complacidos.
Yo escuchaba la conversación mientras limpiaba el cuerpo del recién nacido, intentando mantenerme ajeno, pero era evidente que el escita, nervioso, estaba tratando de buscar las palabras adecuadas.
—Señora —dijo con miedo en la voz—, ¿Kelermes sabe que esperabais un hijo antes de partir? Han pasado ya muchas estaciones desde que se fue.
—¿Estás intentando sugerir que este hijo no es de Kelermes? —gritó ella, fuera de sí, tendida sobre sus pieles y aún abierta por el parto.
El escita me miró de reojo y bajó la cabeza.
—No, señora, yo jamás diría eso. Prepararemos una fiesta que honre debidamente a vuestro primogénito —dijo, rumiando otras palabras que Olbia no llegó a escuchar.
A la mañana siguiente, encontré a Héktor lanzando piedras al río con una rabia poco usual en él.
—¿Se puede saber qué te ocurre? —dije, sujetándole por el brazo. Los siameses habían echado mano de sus akinakes, en un gesto simétrico, y estaban a punto de acercarse a nosotros, pero Héktor recapacitó y bajó la mano, dejando caer el pedrusco.
—Anoche hablé con Olbia, le pedí que me dejara encargarme de la educación del niño.
—¿Ha accedido?
—Me ha prohibido que me acerque a Nagorno, también que le hable o me dirija a él de algún modo, a no ser que él mismo me dé alguna orden. Voy a ser el esclavo de mi propio hijo —murmuró, como si no pudiera creer sus propias palabras—. Por cierto, la prohibición también la ha hecho extensiva a ti.
—Descuida, me mantendré todo lo alejado que pueda —dije, sentándome junto al río—. De hecho, deberíamos dejar de perder el tiempo y pensar en algún plan para huir de aquí. Me estoy volviendo loco intentando que mis semillas de aloe germinen en esta tierra baldía, pero necesitan calor y poca humedad, precisamente lo que aquí no encuentran. Está por ver si lo conseguiré. Dime, Héktor, ¿crees que Olbia no me venderá cuando se me acabe todo el aloe que traje?
—Necesito algo más de tiempo, tal vez Olbia cambie de opinión. No ha dejado de reclamarme ni una noche desde que llegamos, y creo que no dejará de hacerlo una vez se recupere del parto.
—¿Me estás escuchando, Héktor?
Pero mi padre no me escuchaba, sino que prestaba toda su atención al llanto del niño que se oía desde la tienda de Olbia. Frustrado, me aparté de su lado y recuerdo que me negué a hablarle durante varias semanas.