Día de Marte, vigésimo quinto del mes de Nion
Martes, 13 de marzo
Días más tarde me acerqué al chalet de Jairo. Quería ver todas mis maquetas; en sus detalles había dejado las huellas de otras existencias que solo yo podía interpretar. Eran como un disco duro externo, una memoria que dejaba espacio en mi cerebro y a la que podía acudir en situaciones como aquella.
Bajé las escaleras y encontré a mi hermano en su taller, cincelando pequeñas piezas de oro para engarzarlas en un collar idéntico al que su madre solía llevar. En aquel espacio Jairo trabajaba sus piezas más preciadas. No las maquetas de guerra, sino obras de orfebrería y esculturas de distintos materiales: bronce, barro, a veces mármol. Algunas estaban cubiertas por telas, Jairo era un perfeccionista y no dejaba verlas nunca hasta estar acabadas. Pasé por delante de ellas, ignorándolas.
—¿Has recordado ya nuestros primeros años juntos? —preguntó sin mirarme, concentrado en darle la curvatura perfecta al lomo de un puma que devoraba un águila.
¿Qué papel íbamos a interpretar ahora cada uno de nosotros?, ¿puma o águila?
—Recuerdo que eras un bastardo y que tuvo que llegar Lür a poner su simiente porque tu padre putativo era tan estéril como luego has resultado ser tú.
No me dejó acabar la frase, porque su mano cerrada como una garra me aplastó la tráquea.
—Dejemos claros algunos puntos, Urko…
Le agarré por la entrepierna y la retorcí con fuerza hasta que me soltó la garganta.
—Dejemos claros algunos otros, Nagorno —apreté con más firmeza aún—. Esto por incitar a beber a un exalcohólico amnésico, fue un acto irresponsable para un longevo como tú. Podría habernos sacado del armario de la peor manera posible.
Vi que iba a desplomarse, pero aún tenía algo pendiente que aclarar, así que pegué un último tirón, el que más dolió.
—Y esto por mentirme acerca de Adriana Alameda.
—Lo he hecho para protegerte —pudo susurrar.
—¿Protegerme a mí?, ¿de qué, si puede saberse?
—Ya sabes, de las mariposas en el estómago y de las noches en vela. ¿Cuánto le queda de vida, setenta años, a lo sumo? No quiero más viudos depresivos en la familia, con Lyra ya tenemos suficiente.
—No, no es eso. Hay algo más.
Lo sopesó por un segundo y para mi sorpresa, optó por sincerarse.
—Tú eres el motor de la investigación. Te necesito centrado. Haz el favor de no enamorarte como un vulgar efímero, ¿quieres?
—Eso, hermano, es una decisión que no te compete en absoluto. Vuelve a las estepas a torturar a todo bicho viviente, si es que lo necesitas, pero si buscas guerra conmigo, guerra es lo que vas a encontrar. ¿Queda claro?
—Queda… claro —balbuceó con la voz estrangulada.
Le solté y le di la espalda, mientras abandonaba su taller en dirección a la sala de las maquetas.
—De todos modos, no entiendo cómo te preocupas tanto por unos testículos que tan escaso fruto han dado.
Con Nagorno siempre era necesario marcarle el terreno, no fuera a creer que podía hacerme de nuevo la vida imposible.
—¡Ah! —le grité al salir—, y gracias, hermano, por ir a rescatarme a San Francisco. Fue un detalle que tardaré tiempo en olvidar. Aunque lo hicieras por proteger tu dichosa investigación.
Qué equivocado estaba.
En todo.
Quién iba a decirme que, bajo el paño delicado de la mejor seda, el busto de barro de una muchacha con una cicatriz que le surcaba la frente y una ceja había escuchado toda nuestra conversación. Si alguien me lo hubiera contado entonces, mil veces lo habría negado, incrédulo, y mil veces habría errado.
Mientras me alejaba por los pasillos de mármol del chalet, escuché el solitario eco de mis pasos. Y entonces, después de tanto tiempo, escuché también la voz odiada de una mujer que me reclamaba, insistente.