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Día de Padre Sol, vigésimo tercero del mes de Nion

Domingo, 11 de marzo

Después de casi un día entero en el aire encajado a presión en un pasillo con alas al que llamaban avión, por fin llegábamos a nuestro destino. La aeronave cortaba el cielo de un tajo recto y dejaba tras de sí una cicatriz blanca infinita. Senderos o atajos que los ángeles aprovecharían, imagino.

Mi última crisis de amnesia había tenido como consecuencia inmediata la presencia de Nagorno a mi lado, dormitando la mayor parte del viaje, cuando no recolectando con dedicación de viticultor los números de teléfono del multicultural elenco de azafatas —«las claves de acceso al paraíso», me confió—, así que yo aproveché para hojear una pequeña guía de conversación que mi padre me hizo comprar.

—Domino el español perfectamente —me quejé.

—Pero no los giros y las fórmulas de cortesía actuales. No tengo ni idea de en qué siglo se ha quedado tu cerebro. Léete la guía y observa también las interacciones de la gente a tu alrededor. Aprende de tu hermano, tienes que estar actualizado para cuando llegues a Santander.

Finalmente, a punto de bajar a tierra, reconocí la luz tamizada por las nubes que se me hizo familiar, la línea quebrada del mar castigando la roca, los perfiles aserrados de los montes de mi infancia.

Nos llevaron a una sala diáfana que me recordó a una catedral sin acabar, y allí fue donde nos quedamos a esperar la llegada de nuestro equipaje cuando, a lo lejos, vi un rostro que me resultó familiar.

—¿Conoces a ese bellezón? —le pregunté a Nagorno señalando a la chica que, ocupada con su propia maleta, no nos había visto.

—¿Te refieres a la de la coz en la frente?

Asentí.

—Es Adriana Alameda, trabaja en el museo. Respétamela, es mi próxima conquista.

—Claro —me apresuré a contestar—, no soy ese tipo de hermano.

—Lo sé, solo quería advertirte.

La vi alejarse con el rabillo del ojo mientras caminaba junto a Jairo por el pasillo de la salida buscando entre las caras de los que esperaban alguna que recordase de inmediato.

—¿Te habría reconocido de no ir con mi hermano? —le había preguntado a mi padre.

—Por supuesto, será como mirarte al espejo dentro de veinte milenios.

Y así fue, no hizo falta que Héctor me hiciera ninguna señal: lo recordaba exactamente igual, aunque con barba.

Mi padre nos dio un abrazo contenido a ambos, con el alivio dibujado en su rostro. Jairo se despidió de nosotros y dijo que se marchaba en su propio coche, aunque yo sospeché que iría a hacerse el encontradizo con la tal Adriana. Mientras tanto, mi padre y yo nos quedamos poniéndonos al día durante un buen rato. Entonces vi de nuevo a la chica que se acercaba a nosotros. Por lo visto, Jairo no había logrado retenerla demasiado tiempo.

Cuando llegó a nuestro lado, se acercó hasta nuestros rostros y nos besó a ambos las mejillas. Sus besos de mujer me supieron a gloria. Luego se me quedó mirando fijamente sin ningún tipo de disimulo.

—¿Te has dejado perilla? Se te ve… diferente —me dijo sorprendida.

—Adriana, debes disculparnos —intervino Héctor, tirando de mi brazo con disimulo—, pero Iago está muy cansado después de un viaje de veinticuatro horas, y me temo que el jetlag le ha afectado más de la cuenta en esta ocasión. Si nos disculpas, voy a llevarlo a su casa para que descanse un poco.

Pero yo me zafé de mi padre. La chica me traía recuerdos de un pasado muy inmediato, pero no era capaz de encontrar un tema de conversación en común. Recurrí a lo que había leído en la guía de conversación:

—¿Y tu madre cómo va?

Ella puso una cara indescriptible, y después contestó:

—Sigue igual de muerta, gracias.

Me mordí el labio inferior sin poder evitarlo y me apresuré a disculparme:

—Lo siento, no lo recordaba. Lo último que quería era molestarte, espero que me creas.

Pero ella tenía cara de haber pasado página y de estar concentrada escrutándome. En ese momento, apareció un hombre de mediana edad con un poblado mostacho, y Héctor me dio la espalda para saludarle:

—Señor director, ¿qué le trae por aquí?

Era evidente que estaba evitando que el tal director entablase conversación conmigo, pero Adriana fue más rápida y aprovechó la ocasión para acercarse a mí, y bajando la voz, me susurró:

—Iago, a ti te pasa algo, ¿se puede saber qué tienes?

—Estoy un poco aturdido, de verdad. Se me pasará en cuanto duerma.

—¿Seguro que solo es eso?

—Seguro.

Se apartó un poco para observarme, mientras cruzaba los brazos por delante del pecho.

—Dime una cosa, ¿los neandertales hablaban?

Intenté recordar lo leído en las revistas del avión, pero los neandertales no aparecían demasiado en sus páginas.

—Bueno, no se sabe, ¿verdad? —dije, encogiéndome de hombros.

Esbozó una amplia sonrisa y me miró con cara de victoria:

—Ya.

Para entonces Héctor había conseguido quitarse de encima a quien quiera que fuese, así que despidió a Adriana con buenas palabras y me montó en su coche.

—¿Qué pasa con Adriana?-quise saber.

—¿A qué te refieres? —me miró extrañado.

—Algo pasa con ella, ¿sabes si hemos compartido lecho?

—No, que yo sepa, aunque puede que ocurra en el futuro. Verás, Adriana llegó de Madrid hace un par de meses. La contratamos porque tiene un currículum impresionante para su edad, pero sobre todo porque tiene una red de contactos en yacimientos nacionales y europeos que nos interesa mucho. Lo cierto que es pasáis muchas horas trabajando juntos. Aunque tú acostumbras a evitar los líos con compañeras del trabajo. De todos modos, tampoco eres un santo. Si alguien te interesa, eres consecuente y punto.

—¿Qué hay de ella, está casada, tiene algún hombre? —pregunté mientras miraba por la ventanilla con la ansiedad de un resucitado. Saborear de nuevo aquel paisaje de montes, pinos y nubes bajas estaba acelerando mi recuperación.

—Novio. Se dice novio, o pareja, o compañero —me aclaró—. No, que yo sepa. Tiene amigos, como Salva, de Edad Antigua, y Elisa, que fue quien nos la recomendó. Pero creo que la persona a quien tiene más cerca en el museo es a ti.

No le hablé de la advertencia de Jairo, preferí guardármela de momento. En lugar de eso, le pedí que me hablara de los últimos meses en el museo, me urgía recuperar aquella parte en concreto. Según él me iba relatando, iba encajando piezas sueltas hasta que me pude hacer una idea general.

—De todos modos, no puedes volver aún a trabajar. Puedes echar por tierra todo el trabajo de cuatro años. Te llevaré a tu casa, y quiero que allí te pongas al día y no aparezcas por el museo. Espero que en unos días puedas estar listo del todo.

Asentí, aunque sabía que luego iba a hacer lo que yo creyera más conveniente.

—Respecto a Adriana, yo la evitaría estos primeros días, es demasiado perspicaz y puede notar que estás raro —calló pero había más, así que le hice un gesto para que siguiera explicándose—. Verás, hay personas que, no se sabe por qué, nos inspiran sentimientos. Adriana siempre me ha resultado una persona muy especial. No sé si lo has notado, pero si estuviéramos en Monte Castillo hace diez mil años, te habría dicho de ella que tiene un tótem muy poderoso. Puede que ahora estas palabras no te dicen nada, pero te pido que las retengas en la memoria. No es una mujer de usar y tirar. No suelo meterme en tu vida sentimental, pero no me gustaría que saliera herida de esto. Tú vas a desaparecer en unos pocos años, y ella se va a quedar atrás.

Se concentró en la carretera mientras el coche atravesaba una cordillera de naves industriales. Yo sabía que seguía dándole vueltas al asunto, pero esperé a que él hablara de nuevo.

—En cierto modo Adriana me recuerda al mito de Atalanta, ¿tu memoria ha llegado ya a la antigua Grecia? —le miré no muy convencido—. Atalanta era la hija no deseada del rey de Arcadia. Cuando fue abandonada en la ladera de una montaña, una osa la amamantó hasta que unos cazadores se la llevaron y la criaron. Ella a su vez se convirtió en una experta cazadora, pero se hizo famosa por los muchos inconvenientes que ponía a la hora de casarse. Todo aquel que quisiera ser su esposo debía ganarle en una carrera, y en el caso de que perdiese, pagaba con su vida. A pesar del riesgo, siempre tuvo pretendientes que lo intentaron, aunque ellos tenían que correr desnudos, mientras que ella iba completamente vestida, o en el caso de Adriana, protegida por su coraza, ya te darás cuenta cuando la trates. El caso es que apareció Melanio y pidió ayuda a la diosa Afrodita. Ella colocó tres manzanas de oro a lo largo del recorrido. Atalanta no pudo vencer su curiosidad y se paró tres veces a recogerlas. Así fue como Melanio ganó la carrera, y a Atalanta como esposa. Pero cegado por la pasión, olvidó consumar su unión en un lugar sagrado, tal y como le había prometido a Afrodita, así que Melanio y Atalanta fueron convertidos en leones.

Me mantuve en silencio porque aún no tenía muy claro aquel asunto. Preferí concentrarme en la ciudad que emergía frente a nosotros. Mi padre comprendió y no insistió más.

Cuando entré en mi piso me quité instintivamente los zapatos: el suelo tenía una especie de hierba artificial —«moqueta», dijo Héctor—. Pero era del mismo color que la del bosque, aunque no poseía su humedad ni su frescor. De todos modos, era un regalo para los pies.

Los muebles eran de madera blanca. Teñida, supuse, la naturaleza no tenía ese color, excepto la corteza de los abedules, pero el abedul siempre resultó demasiado blando como para tallarlo. Era curioso que los conocimientos que no había olvidado eran los que tenían que ver con mi primer hábitat. Aun así, la blancura del piso tuvo un efecto sedante sobre mi ánimo. Me imaginé que en su día lo elegiría por ese motivo, pero me resultaba un poco impersonal. Apenas había detalles que revelasen nada de mí, o de Iago del Castillo, y reconozco que quedé un poco decepcionado. Cuando Héctor me dejó por fin solo y deshice mis maletas, encontré un cuaderno en un bolsillo lateral en el que no había reparado. Lo hojeé, parecían unas crónicas escritas de mi puño y letra. Cogí un bolígrafo y escribí la primera frase que se me ocurrió. Sí, era mi grafía.

«Hoy hace cuatro años que volvimos…». Era reciente, lo había escrito apenas unos días antes. Me senté sobre el primer mueble que encontré y seguí leyendo: «… Pongamos que me ama. Pongamos que lo que intuyo en sus ojos, esa tormenta de arena, camina de la mano de lo que a mí también me consume, ¿le daré unos años preciosos para luego destrozarle el resto de su vida?».

Hablaba de Adriana, tenía que ser la misma que vi en el aeropuerto. Lo sabía: algo poderoso fluía entre nosotros. Me esforcé en recordar. Habíamos coincidido en varias celebraciones, con mucho bullicio alrededor. Recordé que hubo un paseo nocturno, y que los universitarios le daban lametones con la mirada a nuestro paso. Recordé también una visita a la cueva de mi infancia. Con ella. Llegué a la conclusión de que estábamos a punto de iniciar algo inevitable. Mal momento para tener un apagón.

Me levanté y me puse a curiosear por la estancia principal, las paredes estaban forradas de armarios blancos, sin tiradores que estorbasen. Se me ocurrió empujar una de las láminas de madera, y tras un clic emergió el tesoro: miles de libros de todas las épocas y temáticas, mapas antiguos con rutas olvidadas, una exhaustiva colección de todos los clásicos tantas y tantas veces releídos.

El buen Homero, o Joseph Carthapilus, como Borges lo llamó después en su cuento «El inmortal». Los nueve libros de la Historia de Heródoto, siempre obsesionado en contrastar las fuentes, preguntando en cada pueblo, en cada tribu, por todas las versiones de cada batalla. Ab excessu divi Augustiy de Tácito, antes de ser erróneamente bautizado como los Annales, con sus frías descripciones de esos a quienes los romanos llamaban bárbaros. Las ilustraciones originales a tamaño real de la Historia Natural de Plinio, treinta y siete tomos con sus fetos monstruosos y sus clasificaciones de plantas, anticipándose casi dos milenios a Linneo. La edición de 1751 de la Enciclopedia de Diderot, a quien ayudé antes de que los jesuitas iniciaran su ofensiva contra la obra. Las cartas obsesivas que Gustave Flaubert me enviaba mientras sacaba punta a su Bovary… Después de un par de horas absorbido por la lectura, sentí la urgencia del hambre y me dirigí a la cocina y allí me sacié. Por suerte, la nevera estaba llena de frutas que sabían a fruta, no esos extraños alimentos que me dieron en el avión.

Me tumbé en mi cama, y poco más tarde el móvil me sobresaltó. Miré la pantalla y pude leer el nombre de Adriana. Al principio la ignoré.

Recordé las advertencias de Héctor.

No era seguro.

Pero el móvil volvió a sonar, y era ella otra vez.

Héctor no entendería.

—¿Podemos vernos? —me dijo.

—Claro, elige tú el sitio —¿qué podía decirle si no?, aquel arte era sutil, y aún no lo dominaba. No quería estropearlo de nuevo.

—¿Te importa si voy a tu casa? Vivo cerca.

—No, supongo que no me importa.

¿Era correcto que viniera a mi casa, comprometía aquello a algo? Ella captó mis dudas.

—¿Supones?

—Quiero decir… no, no me importa. Te espero.

—Bien, dime el portal y el piso.

—Nos vemos junto al Palacete del Embarcadero, si quieres. Debo hacer un recado antes —dije mirando por la ventana. No me acordaba de aquellos datos, así que tuve que improvisar.

Poco después nos encontramos frente a mi casa. Me volvió a dar dos besos de lavanda en las mejillas. Era una costumbre deliciosa. Me había duchado y afeitado. El Iago que emergió parecía algo más joven que Wistan Zeidan, aunque no sabía muy bien qué hacer con mi pelo.

—Te has quitado esa horrible perilla —dijo aliviada.

—Vamos, crucemos la calle —la invité con un gesto.

Subimos a mi piso y cuando abrí la puerta, y ella soltó un «guau». Me imaginé que era una manera de expresar que le gustaba. La observé mientras cruzaba el umbral, con unas botas altas, un vestido suelto que no le tapaba las rodillas y un fular inexplicablemente largo. Pensé que podía asegurar que era lo más bello que había entrado en mi casa, pese a la amnesia. Las florecillas de su vestido le quedaban muy bien a mi moqueta.

—¿Puedo descalzarme?

—Claro, de hecho, lo prefiero. Puse este suelo para pisarlo.

Se quitó las curiosas botas y le indiqué que podía sentarse en el sofá. Yo preferí permanecer de pie. No estaba seguro de cómo debía comportarme.

—Tú dirás para qué has llamado —le dije.

—Pensé que estarías durmiendo por lo del jetlag.

—Estoy desvelado, no he podido dormir. Vamos, Adriana, déjate de rodeos.

—Está bien —dijo recostándose—. Es que esta mañana te he visto muy raro. Quería saber si estabas bien.

—Me sentía un poco confundido, disculpa si he sido grosero con lo de tu madre.

—Olvídalo —dijo restándole importancia—, no he venido por eso. Es que hoy no pareces Iago.

—¿Por qué lo dices exactamente?

—Iago no actúa así.

—¿Y cómo actúa Iago?

—El Iago que conocía hasta la semana pasada era un tío muy seguro de sí mismo. A ti se te ve dudar con cada pregunta. El Iago que conocía tenía un ordenador por cabeza y conocía todas las respuestas. Cuando hablábamos, acostumbrabas a analizar cada una de mis frases, buscando todas las implicaciones y los matices. Pensabas rápido, tenías las ideas claras, y hablabas con tal aplomo que nadie te cuestionaba. Te llamaban «la Iagopedia».

—¿La Iagopedia? —repetí sin comprender.

—Es una manera de decir que tu nivel de conocimientos era insultante.

Pues yo me siento como un niño pequeño.

—Parece que me conocías mucho —dije, paseando la vista más allá del mirador.

Se quedó pensando aquello y algo se nubló en su rostro.

—No, no en realidad. Apenas hemos trabajado un par de meses juntos, y no sabíamos nada el uno del otro aparte de lo referente al museo.

—Pues es una pena —se me escapó, ¿era adecuado aquel nivel de intimidad?

—Tal vez yo también tenga la culpa, no me gusta mezclar el trabajo con las amistades ni otras historias.

Se levantó del sofá y empezó a deambular por el piso, yo le seguí con la mirada.

—Iago, una vez me contaste que tenías un problema a la hora de dormir, que a veces te despertabas confundido. Vi las maquetas que hacías a modo de terapia, como esa —me señaló el médico haciendo una incisión en el costado de un paciente.

Lasmaquetas, recordé de repente. En casa de mi hermano había más maquetas. Tenía que recuperarlas. Vi que ella me miraba de reojo y volví a prestarle toda mi atención.

—¿Es eso lo que te ha pasado ahora, verdad? —preguntó con cautela—. Por mucho que Héctor lo intente ocultar, lo que tienes no es un jetlag.

Para qué negarlo, pensé. Y si alguna vez le mencioné lo de las maquetas, era porque en el pasado confié en ella, al menos para contarle aquella parte de la historia.

—Tú lo has dicho todo. Sí, es cierto. Estoy intentando recordar mi día a día, pero aún tengo muchas lagunas. Creo que esta vez ha sido más intenso.

—¿Te está tratando algún médico?

—Aún no he llegado a esa parte, pero supongo que mi hermano me pondrá al día al respecto. Gracias de todos modos por preocuparte.

Había vacilado hasta entonces acerca de si debía preguntárselo, pero no le vi ningún peligro a abordar la duda que tanto me carcomía:

—¿Adriana, qué pasa con Jairo?

—¿Jairo? —pude ver que la sorpresa en su rostro era verdadera—, ¿qué pasa con él?

—Dímelo tú.

—Ahora sí que estoy perdida.

—¿No teníais algo? —insistí.

—Sí, un eterno intercambio de regalos por su parte y de educados rechazos por la mía, ¿por qué?

—Me dio a entender que estabais a punto de iniciar algo.

—¡La madre de Dios, pues sí que juega duro tu hermano! A ver, para que te quede claro antes y después de que recobres la memoria: la historia iba contigo y conmigo, no con él y conmigo. Nunca lo fue. Ni por asomo.

—Te creo, tranquila. Lo que me lleva a la siguiente pregunta: ¿tú y yo hemos sido amantes?

Bajó la cabeza con una sonrisa y la sacudió a ambos lados, como riéndose de un chiste privado.

—¿Qué? —no entendí su gesto.

—Que es curioso que me lo preguntes, porque la semana pasada yo te hice la misma pregunta.

—¿Y no lo recordabas?

—No, salimos a cenar con otros compañeros de trabajo y digamos que el vino no me sentó muy bien. A la mañana siguiente, desperté en mi cama con tu bufanda alrededor del cuello.

—¿Te embriagaste?

Me miró como yo habría mirado a un cíclope.

—Realmente tú no eres Iago —murmuró.

—No creo entonces que pasara nada, no acostumbro a aprovecharme. Aunque creo que sí recuerdo dejándote en tu cama.

—¿Subiste a mi piso?

—Creo que sí, recuerdo unas espigas de lavanda sobre tu mesilla.

—¡Serás mentiroso! —me dijo enfadada—, lo negaste cuando te lo pregunté.

—Mis razones tendría —dije, encogiéndome de hombros.

—¿Ves?, eso sí lo diría Iago.

—Dame tiempo para volver a ser el que era —respondí.

—No sé si quiero —dijo ella para sí misma, apartando la mirada hacia el ventanal. Luego se dirigió a la entrada y se puso las botas:

—Veo que estás bien, así que imagino que te veré en unos días por el museo.

Tenemos varias reuniones para el montaje de la Sala de Interpretación, pero ya me encargo yo. Tú procura recuperarte.

—Adriana —la llamé antes de que cerrase la puerta.

—¿Qué? —dijo mirando por encima de su hombro, sin girar el cuerpo.

—Te pido un poco de discreción.

—Descuida, no soporto los cotilleos.

Y se fue.

No sabía bien qué le había molestado, pero según había ido hablando con ella, me fueron llegando más y más momentos compartidos. Recordé el primer día en la Sala de Prehistoria, recordé su disfraz de hetaira porque desde aquella noche se había convertido en la favorita de mis fantasías, y que en la gruta del Monte Castillo tuve que contenerme con todas mis fuerzas para no hacer una barbaridad.

Pero también había ido recordando el porqué de mis mentiras con ella, mis secretos, los motivos reales de la puesta en marcha del museo, y aquello me llevaba a la última noche, y todo el preciado material que absorbí hasta quedar exhausto. Kyra no debía leer el informe que me pasó Pilkington. Aquella noche yo había hilvanado mi propia teoría acerca de los telómeros y mi familia. Me abalancé sobre el maletín, comprendiendo que si Kyra venía en ese mismo momento estaba perdido. Tendría que inventar alguna excusa rápida, y ella siempre estaba al acecho de mis mentiras.

Vaya con Iago, pensé al descubrir que había dos versiones del informe de la Corporación Kronon. Uno era el original en papel. El otro, que yo había escrito en el portátil mi última noche de lucidez, borraba todo lo que pudiera llevar a Kyra a buen puerto y lo sustituía por callejones sin salida. Fui a la cocina con el taco de folios y los quemé en el fregadero. Finalmente, después de limpiar todo rastro, me permití dormir.