Viernes, 9 de marzo
Eran las dos de la mañana cuando pedí mi último botellín de agua en el Moby Dick. En el local tocaba un grupo de rock de los noventa de difícil pronunciación, pero accedí a ir porque mi amiga Clara se había puesto nostálgica y le apetecía soltarse la melena cuando se animó a quedar conmigo sin su marido.
Le había llamado un par de días antes, apenas decidí tomar un vuelo a Madrid para investigar el posible rastro de Héctor y Kyra en la Universidad Complutense. Iago había aparecido el lunes con su agenda en la mano, cambiando fechas de reuniones con la excusa de que se iba por unos días a un congreso de Antropología en la Universidad de Berkeley, en California. Busqué el congreso en Internet, verifiqué que era cierto todo lo que me decía, que las fechas cuadraban y que era posible que estuviera diciendo la verdad, pero yo no dejaba de pensar que en realidad se iba a San Francisco a investigar la Corporación Kronon, tal y como escuché desde el túnel de mi despacho. Entonces comprendí que no quería seguir trabajando así, desconfiando de todo lo que a partir de entonces viniera de la Santísima Trinidad.
En cuanto las prisas de Iago desaparecieron por la puerta con todo él detrás, me presenté en el despacho de Héctor y le pedí un par de días para ir a Madrid, con la excusa de que aún tenía asuntos por resolver que quedaron pendientes con mi precipitado traslado. Reservé en el NH de Cuzco, aunque no quise avisar a mi padre de mi visita a la capital. Aún no me sentía preparada para lidiar con él y el apéndice que suponía su nueva familia para mí. También quería reposar el incómodo asunto de la nota de suicidio de mi madre. Se me había atragantado y no acababa de digerirlo del todo.
Es decir, una huida en toda regla.
Una vez aterricé en Barajas, dediqué el jueves a buscar datos en la secretaría de la Facultad de Ciencias de la Universidad Complutense. Hubo algún hallazgo, aunque ninguno concluyente. Así que, quemando mi último cartucho, llamé a la que fuera mi mentora durante la carrera, Mercedes Poveda, para ir a visitarle a su chalecito en la sierra el sábado por la mañana. Mercedes tenía casi noventa años, pero su cerebro conservaba una envidiable lucidez. Pensé que tal vez ella me pudiera dar alguna pista de los docentes que trabajaron en los años setenta.
Y con esa incertidumbre de no saber si mi escapada iba a resultar fructífera o tan solo una pérdida de tiempo, había quedado con Clara en el mismo pub junto a la Castellana donde tantos días entre semana habíamos matado nuestras frustraciones laborales el año anterior.
Clara y yo habíamos sido las benjaminas del Museo Arqueológico Nacional. Tenía dos años más que yo, y mucho más sentido común, algo que sin duda me ayudó durante el año de esclavitud que pasé bajo el yugo de Federico Santos. También había sido ella quien me había presentado a Rubén, mi exnovio, durante una cena en su ático de la Gran Vía con todos los compañeros del bufete laboralista que su marido dirigía. Clara era una de las pocas amistades que se había mantenido equidistante después de que yo lo dejase con Rubén, así que era una excepción que merecía la pena conservar.
El garito en cuestión estaba decorado al estilo marinero, como si bajando las escaleras una se teletransportara al interior de un viejo velero, con el imprescindible timón, la mandíbula de tiburón, los cuadros de nudos y demás imaginería naval.
En cuanto entré en las tripas de madera del Moby Dick, reconocí entre todas las cabezas la de una morena sonriente que me esperaba con una cerveza en la mano. Seguía llevando la melena con el pelo mucho más largo por delante y casi rapado en la nuca, como si por alguna extraña condición genética le creciera así, en diagonal. Me relajé porque por primera vez en bastantes meses, me sentí como una persona normal que queda con una amiga sin más pretensiones que la de pasar un rato agradable.
—Creo que me alegro de que no haya venido tu marido, todavía debe de odiarme por cortar con Rubén —le dije a modo de saludo, chillando más de la cuenta para ser escuchada.
Clara me dio un par de besos y nos apalancamos en los taburetes de la barra.
—Se le pasó en cuanto tu exnovio volvió a centrarse en el trabajo y dejó de perder todos los juicios que le asignaba.
—Me alegro, por ambos —le aclaré.
—Deja de sentirte culpable, no voy a ser yo quien te diga que te equivocaste al dejarle.
—Pues es un alivio estar sentada junto a la única que no lo hizo, créeme. De todos modos, dejemos de hablar de todo aquello; he pasado página.
—Y por cierto, veo que no has perdido tu sex-appeal —me interrumpió con voz de alcahueta.
—¿Por qué lo dices?
—Por ese de los ojos azules que no ha dejado de mirarte desde que entramos. No te gires, que viene hacia aquí.
Obedecí y le ignoré. Las dos horas siguientes las gastamos en ponernos al día a voz en grito mientras la banda infumable nos castigaba los oídos. Cuando advertí que Clara llevaba un rato mirando con disimulo el reloj, decidí darle cancha al moreno que se había acomodado a espaldas de mi amiga, esperando a que le diese permiso con la mirada para desplegar sus maneras de francotirador. Aguardó con paciencia a que me despidiera de Clara y su sonrisa cómplice, aunque luego no esperó ni diez segundos en ocupar su trono vacío.
—¿Tú vienes mucho por aquí, verdad?, tu cara me suena —me dijo, dirigiéndose directamente a mí.
—Sí, todos los viernes a estas horas —mentí.
—Ya decía yo —mintió él.
Lo observé con interés bajo las pesadas luces del bar. Un poco chulo, un poco más bajo…
¿Más bajo que quién, Dana?, me reprendí. Bueno, en todo caso, me sirve.
Nuestras miradas podrían traducirse en un «¿serás tú quien me salve la noche?».
Una hora después estábamos jadeando sobre la moqueta azul de mi habitación en el NH. Cuando acabamos, entró en la ducha mientras yo me escurrí bajo las sábanas como una lagartija.
—Ha sido una experiencia nueva —gritó a través de la cortina de plástico.
—No me digas —le contesté incrédula.
—Lo digo en serio, nunca antes lo había hecho a distancia —contestó, gastando una ironía que por lo visto era marca de la casa.
—Pensaba que te había gustado —me defendí.
—No, si técnicamente ha estado bien —dijo, entrando de nuevo en la habitación con una escueta toalla tapando lo imprescindible.
Levanté la ceja.
—De acuerdo, ha estado muy bien.
—Entonces, ¿cuál es la queja? —le ametrallé con la mirada.
—Que todo este rato he estado solo, ¿dónde estabas, tía?
En una cueva mirando los tectiformes, a cuatrocientos kilómetros de aquí, pensé en contestarle.
Por una vez no me aparté el pelo de la cara y dejé escapar un suspiro cuando vi que aquello no había forma de arreglarlo.
—A ver, Elías…
—Eloy —me corrigió.
—Eso, Eloy. Mira, creo que será mejor que te vayas, mañana tengo que tomar un vuelo muy temprano, y…
Era mentira, pero cualquier excusa era válida a esas horas de la madrugada, y mi cerebro funcionaba con el piloto automático.
—Son las cinco de la mañana y hace un frío ahí fuera que me da pereza solo de pensarlo —dijo sentándose junto a mí en la cama—. Vamos a dormir un par de horitas y mañana te prometo que no me pongo pesado.
Le miré por última vez. Tal vez en otra situación, tal vez en otra vida, tal vez… pero no. Meter a mi error de metro noventa en la cama y quedarme dormida a su lado se me hizo demasiado cuesta arriba.
—Verás, es que solo tengo una regla y es esa de «nada de quedarse a dormir» —le dije sin darle opción a responder.
Tenía más de una regla, en realidad: no retar a mi jefe a las primeras de cambio, no beber en las cenas de trabajo, no hacer el ridículo leyendo la letra a los compañeros, y sobre todo, no obsesionarme con mi superior inmediato… En fin, todas las que me he ido saltando sistemáticamente desde que conocí a tu doble.
—Vale, vale. Lo he pillado —dijo poniéndose los pantalones y dándome la espalda en un último arrebato de dignidad —, una mujer con normas. Venga, tía, hasta otra.
Y cerró la puerta tras de sí antes de escuchar mi «hasta otra».