Día de Júpiter, vigésimo del mes de Nion
Jueves, 8 de marzo
«Hoy hace cuatro años que volvimos. Cuatro años con esta identidad con la que me siento tan a gusto. En una casa que me agrada, con un trabajo que adoro. Pese al lastre que supone Lyra, pese al cíclico conflicto que supone Nagorno. Porque sé que habrá conflicto. Habrá otra diáspora. Son dos bombas de relojería, las dos saltarán por los aires. Y no sé si la familia aguantará. Esta es la única parte de esta identidad que odio. Odio investigar en contra de mi especie. Odio mentir a Lyra y fingir que avanzamos, odio las miradas de Nagorno, porque sé que sospecha, que no se fía; me siento en observación.
Pero me da igual. No voy a servirle a mi hermano su capricho en bandeja. Sabía que algún día pasaría. Sus acciones, sus errores, nos arrastrarán a todos, y no me refiero ahora a la familia, me refiero a todo Homosapiens que pise este planeta.
Ricos y pobres, libres y esclavos, ahora traeremos una nueva división: longevos y efímeros, milenarios y centenarios.
Esa será la contribución de la T.O.F. al mundo: la división definitiva.
Volviendo a mí, nadie, ni siquiera mi padre, puede sospechar lo que ahora siento. El cambio que se ha producido de mis días, esa antigua apatía que arrastraba y que definitivamente ha quedado atrás. Me resisto a dejarme llevar, echo mano de mi disciplina para evitarlo. Y sé que renuncio a sentir, a vivir; y tal vez, si ella quisiera, a amar.
Pero, ¿en qué condiciones? No sé si podría engañarla, ocultarle quién soy en realidad, mentirla a diario y en todas las respuestas, y aun así, sentirme bien a su lado. Me torturo intentando anticipar qué ocurriría en el momento de irme: ¿aceptaría ella un abandono convencional, me creería, podría yo fingirlo? Pienso también, por primera vez en siglos, en los hijos comunes, ¿sería capaz de dejarla con ellos, permitir que todos me odien, mientras yo, bajo otro nombre, en la otra punta del planeta, sigo amándola y echándola de menos cada uno de los días hasta que, pasadas unas décadas, vuelva a investigar y visite su tumba? ¿Fingiré otra identidad con nuestros hijos, me convertiré en su compañero, su colega, su amigo?
Pongamos que me ama. Pongamos que lo que intuyo en sus ojos, esa tormenta de arena, camina de la mano de lo que a mí también me consume, ¿le daré unos años preciosos para luego destrozarle el resto de su vida?
Hay un veneno que se va infiltrando en mis pensamientos, una trampa seductora y prohibida: ¿y si se lo cuento?, ¿y si ella aceptara lo que soy?, ¿cuál sería el equilibrio de poder de una pareja así? No sé si sería posible la convivencia, el amor, el lastre del día a día bajo esas coordenadas, con esos parámetros. No sé si estoy preparado para amar de ese modo, por una vez, sin reservas, sin red, sin mentiras. ¿Cuántos siglos me quedan después para llorarla cuando muera? Y sería tan grande, tan hermoso, que ella fuera como yo… Caminar de la mano por el espacio y el tiempo, mientras todo pasa, y Adriana y yo permanecemos intactos».
La voz metálica del altavoz interrumpió mi escritura.
—Estimados pasajeros, el vuelo 754 con destino San Francisco está a punto de aterrizar. Les rogamos que coloquen las bandejas en posición vertical y mantengan abrochados sus cinturones de seguridad.
Cerré el cuaderno y lo metí en mi pequeño maletín. Me había puesto unas lentillas marrones antes de salir de Madrid por precaución, pero ahora tenía las córneas destrozadas. Veintitrés horas de vuelo me habían secado los ojos. Iba a tenerlos enrojecidos para mi entrevista con Pilkington y eso no era bueno. Ningún detalle debería llamar la atención. Nada en mi atuendo tenía que parecer falso. Llevaba una semana dejándome barba, desde que Kyra había trazado su plan para conseguir material de la Corporación Kronon. En el MAC lo habrían tomado como un descuido, un poco de sombra sobre la cara. Lo bastante como para luego afeitarme y dejarme una incipiente perilla. Las perillas cambian mucho la fisonomía en la cara de un hombre. Siempre despistan lo suficiente. También me había cortado un poco el pelo y lo había peinado con la raya a un lado, así me hacía parecer mucho más maduro. De vuelta al MAC, volvería a mi estilo informal. En un par de meses crecería de nuevo.
Lo de las lentillas cosméticas era un mal necesario. El iris azul tan inusual que mi madre me regaló tenía también el reverso de la moneda: todo el mundo lo recordaba. No era lo mejor para una visita destinada a conseguir material confidencial y salir corriendo. Además, llevar los ojos oscuros acrecentaba el parecido físico con mi padre, y en este caso era fundamental usar la baza del hijo del antiguo profesor. Días antes compré en la óptica unas Gucci de pasta negra sin graduación que me daban el aire de científico serio que necesitaba.
Dos horas después, tras tomar un taxi en el aeropuerto, llegué al edificio de la Corporación Kronon en Palo Largo. Mis maltrechas pupilas se intentaron adaptar en vano a la claridad de California, pero era pedirles demasiado, así que opté por replegarme dentro de la sombra del vehículo mientras se sucedían los barrios desvencijados, las palmeras compitiendo con los postes de la luz y los carteles anunciando el sueño americano en forma de hamburguesa. En cuanto llegamos a nuestro destino, el taxista indio recitó el precio del viaje, mascando una hierba infame bajo un mostacho en forma de pajarita.
Pagué con los billetes más pequeños y me dirigí hacia la recepción donde, después de identificarme, un tipo más alto que yo me hizo una señal para que esperara. Mientras se ponía en contacto con Pilkington, aproveché para controlar con el rabillo del ojo las cámaras de seguridad del amplio hall de diseño. Tres contando las dos laterales de la puerta principal, y una camuflada entre el logo sobre el mostrador de recepción. Perfecto: iban a tener todos mis perfiles. Para que luego alguien pensara que me había tomado demasiadas molestias disfrazándome.
El gigante de seguridad asintió y señaló el pasillo lateral que acababa en un ascensor. Me dirigí hacia donde me indicaba, aunque enseguida me di cuenta de que me escoltaba a menos de un metro. Por lo visto no se fiaban de mí. No intenté hacerme el simpático, hace tiempo que dejé de esforzarme en ese tipo de interacciones sociales tan forzadas y breves. Con suerte en un par de minutos tanto él como yo nos habríamos olvidado para siempre. Francisco Pilkington me recibió en el mismo laboratorio, no en su despacho, como yo esperaba. Era efectivamente un pelirrojo que parecía más escocés que español, aunque su pelo clareaba ya en las sienes.
—Mister Pilkington —dije, dándole un comedido apretón de manos—, pleased to meet you.
—Pleased to meet you. Pero hábleme en cristiano, hijo, ¿o acaso perdió sus raíces españolas?
—No, desde luego que no. Mis padres hablaron siempre español en mi casa, pese a que crecí en Londres.
Pilkington se me había quedado mirando fijamente a la cara.
—Es usted un calco de su padre, aunque no recordaba que él fuera tan alto. En fin, estas últimas generaciones nos están dejando en mal lugar: más altos, más listos, mejor preparados… —su mirada se perdió un momento por aquellos años—.Me acuerdo sobre todo a su madre, la doctora Zelaya. Era una magnífica docente, tal vez demasiado exigente, debo decir. Créame que tuve una auténtica crisis vocacional cuando tuvieron que abandonar Madrid de manera tan inesperada. Cuando vi su nombre en el correo que me envió, por un momento pensé que era su padre, pese al tiempo trascurrido. Luego me di cuenta de que él tendría ahora más de ochenta años. Siento mucho su desaparición, y también la de su madre.
Kyra me había puesto al día de su paso por la Complutense, pero no quería que siguiera abundando en detalles por si acaso no podía seguirlos.
—Siempre me emociona que recuerden con cariño a mis padres, para mí es un consuelo ahora que no están. Pero me gustaría ir al grano, si le parece.
—Oh, por supuesto. Disculpe mis divagaciones, se van haciendo cada vez más frecuentes según voy cumpliendo años. Ya le pasará, usted todavía tiene todo el tiempo del mundo.
Se enderezó la corbata que asomaba bajo la bata blanca y ese gesto pareció recordarle de pronto el motivo de mi visita:
—He de reconocer que estoy gratamente sorprendido de que su organización haya reparado en nosotros como candidatos a los premios Hooke.
—Bueno, yo no diría que ha sido una sorpresa. Su departamento de medios ha hecho una gran labor de marketing. Estará de acuerdo conmigo en que eso de la «Enzima de la Inmortalidad» llamó mucho la atención a la comunidad científica, y también a los accionistas cuando la Kronon salió a bolsa, para qué nos vamos a engañar.
—Veo que ha hecho los deberes.
—Es mi trabajo, doctor. Como ya le informé en los correos preliminares, mi labor consiste en hacer una primera selección para los premios.
—Es usted una especie de ojeador.
—Si así lo prefiere… —concedí—. Cada cuatro años debo presentar al jurado los diez trabajos de investigación que más puedan influir en el futuro próximo. Como sabe, los premios tienen cierta predilección por la Medicina, lo que convierte a su empresa en una de las favoritas, aunque debo insistirle en que esta visita es estrictamente confidencial. Mi labor es bastante delicada en ese sentido, ya que al jurado no le gusta la rumorología previa que acompaña a otros premios similares y que les restan fiabilidad.
—Entiendo —asintió.
—Mi tarea es la de realizar un cribado antes de presentar a los finalistas al jurado, así que, por así decirlo, los informes que me entregue son los que decidirán su futuro. Debo decirle que personalmente tengo algunos reparos en lo que respecta a su investigación, pero he decidido darles una oportunidad. Quisiera que me resolviera ciertas dudas que me han surgido con respecto a los telómeros.
Por suerte los prestigiosos premios Hooke tenían una página web arcaica con tantos agujeros en su seguridad, que no tardé ni dos horas en incluir mi nombre falso entre la plantilla del personal, con mi dirección de correo. Por lo visto no tenían ningún informático asignado al mantenimiento del sitio, porque nadie había reparado en el pequeño añadido, o al menos no lo habían eliminado. Cuando me puse en contacto con Pilkington le envié un enlace para darle credibilidad a mi correo. Mi padre, que era el que mejor falsificaba documentos de nosotros cuatro, había preparado una tarjeta con el logo y con todo el material corporativo que pudiera reforzar mi identidad. De momento todo iba bien, y no me importaba que en un par de días sonasen las alarmas y se descubriera mi pequeño acto de hackeo. Siempre que tuviera los informes de la Kronon conmigo, no tenía intención de volver a ser Wistan Zeidan de nuevo.
Pilkington me extendió un carpeta de vivos colores con el logo de la Corporación y un médico sonriente mirando las células revolotear a su alrededor. Tomé el informe, lo hojeé por encima y lo volví a cerrar, torciendo el gesto.
—Esta documentación está accesible para el gran público, creo que usted no es consciente de los parámetros de calidad que se exigen para optar al premio. No quiero que me entregue un trabajo de marketing. Necesito estudiar los procesos que les están llevando a manipular la telomerasa, la viabilidad de su aplicación en células tumorales, y todo lo que les ha llevado a anunciar a bombo y platillo que han descubierto la Enzima de la Inmortalidad. Mi trabajo y mi formación son las de un científico, doctor. Entiendo, por el material que me ha entregado, que la Corporación Kronon no tiene interés en postular a los premios Hooke.
Pilkington tardó unos segundos en reaccionar.
—No quisiera que lo entendiera así, no me malinterprete. Pero comprenda que se trata de información confidencial y que acabamos de conseguir la patente de la telomerasa. El espionaje industrial es un riesgo que no podemos permitirnos, dado el capital invertido, y menos ahora con nuestra salida a bolsa.
Cuidado, Urko.
—Soy consciente de todo ello, doctor Pilkington, créame —nada de Francisco—. No es la única empresa en el mercado y cada día me encuentro con trabas similares para hacer mi trabajo, aunque sinceramente, nunca me había topado con una resistencia tan pueril. Entienda usted que necesito asegurarme de que no voy a entregar humo al jurado, podrían prescindir de mí si fuera demasiado laxo en mis criterios de selección.
Me levanté del banco, abotonándome la chaqueta del traje, y le di la mano en señal de despedida.
—Mire, siento haberle hecho perder su tiempo. Aunque, para serle sincero, siento mucho más haber perdido el mío —rematé—. Y ahora, si me disculpa, tengo un avión que tomar en un par de horas.
Le di la espalda y me alejé. Pedí un taxi en recepción, aunque no me fui directo al aeropuerto. San Francisco me esperaba. Media hora después, me relajaba sentado en un banco soleado del parque Golden Gate, frente a la pagoda japonesa. Pese a mi fingido desaire, me había llevado la carpeta con el informe. No había sido una victoria pírrica. Contenía mucha información, bastante más de la que había esperado. Pero un longevo se va cargando de vicios y de malos hábitos a lo largo de su deambular por los siglos. Nunca pude resistirme a forzar las situaciones, poner a prueba y sentarme a esperar para comprobar hasta donde llega cada persona. Algo vibró en mi bolsillo y miré la pantalla: era Pilkington. Bien.
—¿Me he olvidado algo? —dije, fingiendo que seguía molesto.
—Mire, no puedo hablar mucho, ¿podemos encontrarnos antes de que tome ese avión? —me preguntó con una voz casi inaudible.
—Ahora mismo estoy en el taxi de camino al aeropuerto, ¿se puede saber qué quiere ahora?
Pilkington habló de nuevo entre susurros:
—No hemos empezado con buen pie, pero si pudiera hacerme el favor de parar ese taxi y esperarme en algún lugar público, se lo agradecería. Luego le explico.
Conté varios segundos como si me lo estuviera pensando y luego asentí:
—De acuerdo, voy a pedirle al taxista que se desvíe al parque Golden Gate, pero dese prisa, no quisiera perder el avión. Nos vemos delante de la pagoda.
Veinte minutos después apareció, mirando nervioso por encima de su hombro hasta que localizó mi banco y se acercó. Estábamos rodeados de arbustos que traían frescura en aquella sofocante mañana. No había ningún otro banco cerca, y las personas se desviaban hacia la pagoda siguiendo un sendero paralelo al nuestro. Desde allí dominaba cualquier vista y vería si cualquier extraño se acercaba a nosotros.
—Seré breve, ya que no tiene usted tiempo —me dijo en cuanto se sentó a mi lado—. Antes no podía hablar con libertad porque todo el edificio de la Corporación está vigilado. La dirección siempre ha sido muy quisquillosa con la seguridad. Mire, no voy a mentirle, estoy muy interesado en que nos tengan en cuenta para el premio Hooke. Como Director de Comunicación, supondría un logro muy importante para mi carrera, pero estoy atado de pies y manos en cuanto al material que puedo pasarle. ¿Hace calor, verdad? —dijo, secándose la frente con su pañuelo manoseado.
Asentí y le invité a seguir con un gesto de impaciencia.
—Verá, la Kronon funciona como un sistema de departamentos estancos: cada pequeño equipo de científicos se dedica a una parte del proceso, y todos firmamos una cláusula de confidencialidad bastante exigente. De esta forma nadie, excepto la dirección, está al tanto de la investigación en su totalidad. Además, cada pocos años se despide al personal, así que ningún investigador se queda lo suficiente como para acabar lo que ha empezado.
—Y sospecho que va a contarme que usted sí que tiene una idea global, ¿verdad?
—Sí, comencé a recabar material en cuanto me percaté de su modusoperandi. Pensé que me sería útil para chantajearles cuando llegue el momento de que me den la patada. No soy un santo, ¿pero quién lo es?
—No seré yo quien vaya a juzgarle. No se imagina todo lo que he visto en este trabajo, aunque sus miserias no me interesan. Como le he dicho, a mí me interesa tanto como a usted mantener un trabajo tan bien pagado como este, y cuando he abandonado el edificio, lo he hecho con la convicción de que no voy a presentar su candidatura al jurado. Si le soy sincero, ya venía con muchas dudas acerca de la viabilidad de sus investigaciones.
—No, en eso está muy equivocado —se apresuró a añadir—. Mire, el hallazgo de la telomerasa va a revolucionar la biotecnología en los próximos años, y no lo digo como un visionario, créame, sino como un científico con los pies en la tierra.
—Tome —me dijo sacando una gruesa carpeta de su americana arrugada de lino—. Aquí está una parte importante de los datos que necesita para que se dé cuenta de que la Kronon va en serio. Creo que después de echarles una ojeada volverá a estar interesado en nosotros.
Metí los papeles lo más rápido que pude en mi maletín, aunque seguí fingiendo un cierto fastidio:
—No le prometo nada, salvo que lo estudiaré.
—Gracias. No hace falta que le diga que esto no debe salir de aquí.
—Me hago cargo, Pilkington. Aunque quisiera que me aclarara un par de dudas, ahora que le veo más dispuesto a compartir conmigo los hallazgos de su trabajo.
—Lo que sea.
—No entiendo por qué se empeñan en mezclar sus investigaciones con lo de la Enzima de la Inmortalidad. No necesitan ese tipo de publicidad, les resta credibilidad.
—Su reticencia es completamente normal, pero cuando vea el material, tal vez se lleve una sorpresa. Nuestros esfuerzos en realidad están dirigidos a la lucha contra el cáncer, pero es cierto que hemos sido los primeros en conseguir que células humanas normales, es decir, mortales, se hayan convertido en inmortales gracias a la aplicación de la telomerasa: siguen dividiéndose una y otra vez en nuestro laboratorio. Nos hemos dado cuenta de que la enzima telomerasa repara el extremo de los cromosomas y hace que no se acorten. Hemos barrido el límite de Hayflick. Eso es un hecho, y lo verá en las pruebas que acabo de entregarle.
—Pero solo lo han conseguido a nivel celular, ¿para cuándo lo conseguirán en un organismo entero?
—Ahí está el problema, nos queda conseguirlo con tejidos, y después con órganos. De hecho con eso ya sería suficiente: si sustituimos un corazón dañado, o un pulmón por uno con la telomerasa activa, estamos haciendo que esa persona sea virtualmente inmortal. Sería como sustituir las piezas dañadas de un coche. Siempre tendríamos recambios.
—Pero están encontrando problemas en esa extrapolación, ¿verdad? —dije entre dientes sin dejar de mirar al frente.
—Demasiados, y no podemos seguir por esa línea de investigación, aún estamos en pañales. En cambio, la lucha contra las células cancerígenas sí que nos está dando resultados, y creemos que a corto plazo podremos comercializar kits caseros para que cada uno compruebe su nivel de telomerasa, y así detectar la presencia de un cáncer en el organismo. Verá, las células tumorales tienen la telomerasa activa, por eso son capaces de dividirse miles de veces, provocando lo que llamamos metástasis. Nuestros esfuerzos van dirigidos a bloquearla en los procesos cancerosos.
—Eso era lo que necesitaba saber —dije levantándome. Aún tenía que fingir que me urgía tomar un vuelo.
Pilkington se levantó también y nos despedimos. Cada uno se fue por su lado, y en cuanto le perdí de vista, tomé otro taxi. Conducir con un coche por el centro de San Francisco siempre fue una locura, y hacía décadas que no volvía, aunque mi intención no era la de ir al aeropuerto. Días antes había cambiado el vuelo relámpago que Jairo me había contratado por una reserva de dos noches en el Hotel Above Tide, en Sausalito. Me había ganado unos días de vacaciones.
Aquella noche, después de arrancarme las malditas lentillas que me habían torturado durante todo el día, pedí la cena en mi habitación. En cuanto acabé con la ensalada, me tumbé desnudo sobre la cama con el material de la Kronon: tenía un tesoro entre mis manos. ¿Cuánto habríamos tardado Kyra y yo en llegar al mismo nivel de aquellas investigaciones? Los dos solos era imposible, para mi tranquilidad y su desesperación.
Pasé varias horas estudiando, absorbiendo cantidades ingentes de nuevo material. Abrí mi portátil y gasté el resto de la noche elaborando mi propia versión de lo que se cocía en la Kronon. Finalmente, abrumado por la humedad y el bochorno, me metí en una tina gigante a modo de bañera que reinaba en medio de la habitación y desde la que se veía toda la vida de la bahía. Allí seguí releyendo el informe de Pilkington hasta que, exhausto y satisfecho, quedé dormido al amanecer, cuando un sol potente y naranja entró a través de las cortinas del amplio ventanal de mi suite.
En mi sueño, Boudicca sujetaba una placa de Petri en el laboratorio de Kyra. Llevaba puesta la capa con la que murió y la fíbula de oro en forma de ciervo que Nagorno les regaló a ella y a sus hijas. Arrastraba sus trenzas rojizas por el suelo, aunque el frío mármol del laboratorio no era como la hierba de Icenia y causaba un efecto inquietante. Entonces se alzó y nuestros ojos se pusieron a la misma altura, pero vi en ellos un temor que me inquietó.
—¿Estás bien, hermana? —le pregunté.
—No, y ninguno de vosotros estaréis bien tampoco. Dame tus manos, debo cortarlas. Alguien tiene que impedir lo que estás a punto de hacer.
Obedecí y sentí un dolor atroz a la altura de las muñecas. Escuché un grito inhumano que resultó salir de mi propia garganta y que fue incapaz de aplacar mi tormento. Caí al suelo del laboratorio como un fardo, aletargado y entumecido por la agonía.