Día de Madre Luna, décimo del mes de Nion
Lunes, 27 de febrero
Adriana había llegado algo más tarde de las ocho, calzada con botas de montaña y vaqueros, igual que yo. El día había salido brumoso, y las nubes bajas amenazaban con obsequiarnos con un calabobos persistente. Habíamos quedado para ir a las cuevas del Monte Castillo y ver el Centro de Interpretación para recoger ideas.
Cuando la vi aparecer, con una cola de caballo que se apresuró a soltar en cuanto entró en mi despacho, sonreí pensando en lo lejos que quedaban aquellos sobrios trajes de pantalón y chaqueta de los primeros días. Adriana se había ido adaptando en unas pocas semanas a los códigos de vestir del MAC, mucho más informales, por lo que pude suponer, que los de su anterior trabajo. La Adriana que había emergido últimamente tenía cierta predilección por las camisetas blancas de tirantes, esas que llevan los obreros de la construcción, aunque sobre sus hombros producían un efecto turbador. Medio MAC estaba en celo los días que tenía a bien ponérselas en el trabajo, yo el primero, debo reconocer. Me constaba que no era el único que se estaba volviendo adicto a sus andares y a todo movimiento que su cuerpo provocaba alrededor.
La camiseta que gastaba aquel día llevaba una cita impresa de Walt Whitman:
¿Que yo me contradigo?
Pues bien, sí, me contradigo.
Qué grande, Adriana, pensé con una sonrisa.
Al salir del edificio Adriana se puso el jersey que rodeaba su cintura y mi libido se tomó por fin un respiro. Montamos en mi coche y conduje mientras ella miraba distraída los bosques que aún nos separaban de Puente Viesgo. Los días grises Adriana me regalaba unos ojos algo más oscuros que de costumbre, aunque parecía que su humor se había contagiado también del ambiente sombrío del día.
—¿Va todo bien, Adriana? —le pregunté. Llevaba un rato mirándola de reojo, un tanto preocupado. Adriana no había dicho ni una palabra desde que llegó al museo.
—Sí, descuida —contestó mecánicamente.
—Vamos, ¿qué ocurre?
Por fin giró la cabeza y noté que se estaba peleando con cada palabra antes de hablar.
—Es solo que… me siento un poco incómoda por lo de la cena.
—No entiendo por qué; fue divertido.
—No me refiero al show de la grafología. No volvería a hacerlo, pero no es lo que me preocupa.
—¿De qué se trata, entonces?
—Lo que me preocupa en realidad es que no recuerdo si subiste a mi piso o te quedaste en el portal.
Por fin nos estábamos acercando a algo parecido a la sinceridad.
—No pensé que hubieras bebido tanto.
—Yo tampoco, la verdad. Hacía tiempo que un vino no me sentaba tan mal. Pero el caso es que no lo tengo claro, ¿podrías sacarme de dudas de una vez, por favor?
—¿Te das cuenta de que si nos hubiéramos liado aquella noche lo que acabas de preguntar sería muy humillante para mí? —le señalé.
—¿Eso quiere decir que no ocurrió?
Nada, Adriana no recordaba nada. Por mí perfecto.
—Te ayudé a abrir la cerradura del portal, pero luego dejé que subieras sola a tu piso. Dime que no te golpeaste con la esquina de algún mueble ni nada parecido.
—Descuida, creo que no. Entonces, ¿no pasó nada, uhm… inapropiado entre nosotros?
—¡Por Dios, Adriana! Pareces una señorita del siglo XIX.
—¿Entonces cómo me explicas que me despertase con tu bufanda al cuello? —dijo, sacándola de su bolso.
Allí estaba: el viejo truco de la prenda olvidada. Lo cierto es que se la dejé con toda la intención del mundo. Siempre ha sido una excelente manera de seguir estando presente cuando uno no está. Sonreí para mí pensando que, después de todo, tendría que darle las gracias al maestro Jairo.
—¿Llevabas solo la bufanda cuando te despertaste?
—¿Disculpa?
—Que si estabas vestida o desnuda.
—Estaba vestida sobre la colcha sin deshacer.
—¿Lo ves?, entonces no subí —fui tan categórico que prefirió no preguntar—. Respecto a la bufanda, te la dejé cuando nos paramos bajo una farola para que me leyeras la mano. Llovía y tú te estabas mojando, así que te la puse sobre la cabeza. ¿Eso era lo que te preocupaba?
—Me preocupa por si tiene repercusiones en el trabajo —dijo en tono sombrío—. Y no me refiero ahora a los chismorreos, sino a las repercusiones en nuestras carreras. Mira, hasta ahora he ido de aquí para allá, pero regresé a Santander con intención de quedarme. No sé si entiendes a lo que me refiero. Vosotros tenéis un proyecto estable aquí que probablemente os va a durar toda la vida; en cierto modo, os envidio. Tienes a tus hermanos, estás en familia, en tu tierra. Estoy empezando a añorar un poco de estabilidad, tal vez por eso esté más pendiente de no dar pasos en falso y hacerlo todo bien.
—Eso puedo entenderlo, de verdad que puedo. Pero volviendo a tus preocupaciones, la gente va a hablar de todos modos, y tú y yo vamos a tener que pasar mucho tiempo juntos, sobre todo los próximos meses, así que será mejor que pasemos de ellos desde el principio.
Me miró con el semblante más aliviado y por fin sonrió.
—Creo que tienes razón. De todos modos, ya he averiguado lo que quería saber.
Estábamos llegando ya a Puente Viesgo cuando vimos aparecer la silueta cónica de la montaña. Monte Castillo dominaba todo el valle de Toranzo, por eso había sido el punto de oteo de las manadas de ciervos en tiempos de mi padre. Cuando yo nací, las estepas nevadas y los vientos helados habían dejado paso a los bosques, así que la mayor parte del año vivíamos en campamentos itinerantes. Pese a ello, la cueva del Castillo seguía siendo un refugio en los inviernos duros, un santuario donde los Primeros Padres aún nos hablaban y un referente al que volver.
Conduje por la cuesta del monte hasta el aparcamiento mientras Adriana me contaba que su abuelo había sido el conserje de la caseta que se instaló en la entrada de la cueva, allá por los años ochenta, cuando las excavaciones se reanudaron.
—¿Sois de por aquí? —pregunté interesado.
—Sí, desde la cima se ve la casona familiar. Ahora que mi abuelo ya no está, viven allí mis tíos.
—¿Tu familia es de aquí mismo? —insistí.
—Sí, de Puente Viesgo, de toda la vida —dijo, ignorando la importancia que tenía para mí—. De pequeña subía en verano todos los días para estar un rato con él. Veía pasar a los arqueólogos y me acercaba a ellos para ver si me enteraba de algo. En el pueblo siempre habían llamado al monte «la ciudad de los trogloditas», así que se montó una buena cuando continuaron los hallazgos —me contó mientras llegábamos al Centro de Interpretación.
Tú, una niña y yo, excavando bajo la identidad de un becario suizo. Por lo visto, no es la primera vez que estamos cerca, Adriana.
Por aquel tiempo, el MAC no había nacido ni siquiera como proyecto, pero mi padre y yo intentábamos estar cerca de todo yacimiento que contuviera algo que nos perteneció en el pasado, y más aún si se trataba de Monte Castillo. Íbamos por libre con acreditaciones falsas de cualquier Universidad, recuperábamos lo que era nuestro, y desaparecíamos de nuevo, igual que habíamos hecho en 1910, cuando se excavó la cueva por primera vez.
Caminamos en silencio hasta llegar a la carpa blanca que protegía la puerta, aunque nos paramos en la pequeña explanada de hierba frente a la entrada. Junto a nosotros, la escultura de un bifaz de dos metros daba la bienvenida a los visitantes.
—Ahí lo tienes —dijo Adriana—: El homenaje a la navaja suiza.
Me miró y se rio ante mi desconcierto.
—Es solo que lo veo como la herramienta multiusos de la Prehistoria: piénsalo. Lo mismo servía para cortar, que para raspar, perforar, golpear…
—Machacar los filetes de carne para que no estuviesen tan duros… —continué yo.
—¿Tú crees?
—Y yo qué sé, solo estaba especulando —en realidad siempre la llevaba al terreno de lo difícilmente demostrable. Estaba empeñado en ampliar su rígida visión del pasado. Me molestaba que fuera tan inflexible, y esa sensación era una absoluta novedad para mí.
¿Qué más te da lo que piense, Urko? ¿Qué más te da?
Pero lo cierto es que sentí cierta expectación cuando atravesamos el umbral y entré con ella al lugar donde pasé mi primera infancia.
Saludé al personal de seguridad y accedimos al recinto. En el interior de la cueva la temperatura era siempre constante, diecisiete grados, y la humedad rozaba el noventa por cien. Así era desde que yo nací: en la cueva del Castillo sabías a lo que atenerte. Los lunes estaba siempre cerrado, pero en su momento Héctor consiguió un permiso para acceder a la cueva fuera de los horarios del público. A nuestra izquierda, dieciocho metros de excavación dejaban al descubierto las entrañas de lo que fue mi hogar. Cruzamos el vestíbulo, ignorándolo, y nos dirigimos hacia la entrada de la cueva, cerrada por una puerta de metal.
Diez mil años antes, exactamente en el mismo lugar que ahora pisábamos, mi clan dormía cada noche de nevada sobre hojas robadas al bosque y helechos secados al calor del fuego para aislarnos de la humedad, engañando al frío con mantas de piel de corzo.
Deberíamos habernos parado en el Centro de Interpretación, comentar la disposición de las vitrinas centrales que exponían las réplicas del bastón de mando y del omóplato con el grabado de la cierva, discutir acerca de la conveniencia de los paneles informativos con sus esquemas de la orografía del terreno y hablar, en resumen, de todo lo que habíamos ido a concretar aquella mañana.
Deberíamos, aunque no fue así, ni mucho menos. Porque la cueva nos llamó a ambos y no tuvimos la necesidad de decir nada mientras bajamos por las escaleras de piedra que el hombre moderno había tallado décadas antes para hacer más fácil el acceso a las galerías interiores.
Lo primero que vimos, a la derecha de la Gran Sala, fue el panel de las manos. Hacía veintiocho milenios que el clan de mi padre dejó impresas las siluetas de una veintena de manos en negativo. Cuando algo es antiguo y permanece se tiende a sacralizar. Se gana el respeto. A nadie le estaba permitido tocar los dibujos de las paredes cuando yo nací, las mirábamos con el mismo fervor religioso de los fieles cuando visitan Covadonga o Fátima. Pero nosotros teníamos la suerte de que mi padre, por aquel entonces Lür, sí que estuvo cuando se pintaron. Él, fingiendo que se lo había contado su madre, y a esta la madre de su madre, nos trasmitió el significado. La mayoría eran ceremonias de pertenencia al clan y a la cueva.
Una noche, Lür nos contó la historia de cómo un hombre y una mujer unieron sus manos a la roca en una ceremonia frente a aquellas mismas paredes. No era frecuente en su tiempo, pero a veces decidían que no querían compartir su manta con nadie más. Entonces el hombre sabio del clan ponía sus manos juntas sobre la piedra y soplaba el ocre rojo sobre ellas. «Ahora Madre Roca sabe de vuestro vínculo: sed dignos de ella». Y a partir de ese momento, nunca dejarían de llevar su mano derecha pintada de rojo para que todo el clan recordase que solo a ellos se pertenecían.
Recuerdo que aquel día Lehena me miraba de reojo mientras mi padre hablaba, y yo le respondí con determinación en mi mirada. Nos habíamos decidido, sería aquella noche. Esperamos unas cuantas horas hasta que el clan entero durmió. Alguien hacía guardia en la entrada de la cueva, pero nos daba la espalda y conseguimos arrastrarnos hacia las entrañas de la cueva sin que nadie despertase. Bajamos a tientas por la pendiente resbaladiza hasta llegar a aquella misma pared. Ambos éramos todavía unos chiquillos y Madre Luna no había vertido sobre ella su primera sangre ni sobre mi cara lampiña había crecido aún el manto de pelo de los cazadores. Pero aquellos cambios eran inminentes, Lehena y yo lo intuíamos, y tal vez por eso apurábamos nuestros últimos días de juegos. Y apoyados sobre aquellas mismas paredes habían llegado también los primeros roces y así aprendimos lo que provocaba gemidos en el otro, y los intentábamos acallar en vano cubriendo con besos la boca amada.
Aquella noche repetimos las palabras sagradas con los ojos cerrados, y nuestras manos adolescentes quedaron selladas solo para nosotros. Aquella noche penetré en su carne por primera vez, y así sería, solo con ella, hasta que varias estaciones más tarde murió al darme nuestra primera hija, Eder.
—¿Estás ahí? —la voz de Adriana atravesó ciento tres siglos y reverberó en mi cerebro.
—Sí, sigo aquí. Dame tiempo, a mí también me impresiona —susurré.
Adriana calló, comprendiendo.
Y entonces me di cuenta de que el espectáculo no se hallaba esta vez frente a mí, sino a mi lado.
Adriana.
Adriana miraba, extasiada y silente, la pared de roca, y pude ver que también ejercía su influjo sobre ella. Varias veces la angostura de los pasillos obligó a nuestras manos a rozarse. Varias veces, en contra de mi voluntad, me dejé llevar por el juego de mantener unas décimas de segundo más el roce. Tanteando, comprobando su reacción con una enrevesada curiosidad. Ella, sin aspavientos, sutil, sin mostrar incomodidad, apartaba la suya.
¿Se puede saber qué estás haciendo, Urko?, me reprendí. Este no es el juego al que quieres jugar. No, no lo era, al menos conscientemente. Porque, ¿cuáles podían ser los posibles horizontes? El rechazo era la más humillante y probable de las posibilidades, pero a la vez la más llevadera por la práctica de siglos. En cambio, convertir aquella emergente química que fluía entre nosotros en una simple aventura, en un flirteo, al margen de dañar nuestros prestigios en el museo, tenía tantas posibilidades de acabar bien como de terminar en desastre y volver incómoda nuestra recién estrenada rutina laboral. Una rutina que se estaba convirtiendo en lo mejor del día. En un anhelo, en un «ojalá hoy fuera lunes de nuevo».
¿Pero te estás escuchando?
Sin duda era la cueva y lo que despertaba en mí. Y el presentimiento de que tal vez Adriana pudiera acercarse a comprender lo que viví allí. Me volví hacia ella, y habría lamido la cicatriz de su frente si hubiera estado seguro de que no me iba a rechazar.
Dame una razón, Adriana, dame un solo motivo por el que no deba hacerte el amor aquí mismo, sobre este lecho de roca.
—¿Qué pasa? —me preguntó.
—Nada, vamos.
Adriana reanudó la marcha en silencio y me dejé guiar por ella hasta que se paró pocos metros más adelante.
—Ahí lo tienes: mi quebradero de cabeza particular —dijo, señalando los dibujos de los cuadriláteros.
—¿Los tectiformes, qué te pasa con ellos?
Frente a nosotros teníamos diez rectángulos rojos con divisiones internas y líneas diagonales cruzadas que rellenaban cada compartimento. A su lado, cuatro filas tortuosas de puntos se elevaban hasta el techo. Demasiado abstracto para una mente moderna.
—Llevo desde que era una niña haciendo cábalas. He valorado todas las interpretaciones, créeme: desde las que afirman que son banderas, las que sostienen que aquí empezaron las matemáticas, o las que creen que son representaciones de las imágenes que veían los chamanes al tomar alucinógenos: ninguna se sostiene. Pensé incluso dedicar mi tesis a este panel.
—¿Y por qué no lo hiciste?
Sería tan fácil desvelártelo, Adriana. Lo encontrarías tan lógico…
—Porque sabía que, aunque me pasase cuatro años de mi vida elaborando una teoría, no podría tener la certeza de que fuese la correcta.
Sentí cómo los hombros me pesaban un poco más por la culpabilidad, pero el sentido común se impuso de nuevo y callé. Esta vez fui yo quien comenzó a caminar, apenas sin darme cuenta, cruzando la galería de los discos, hacia el final de la cueva. Allí, casi perdida, casi escondida, la figura amarilla de un mamut seguía empeñada en no borrarse de la piel porosa de la cueva.
Una noche, Lür comenzó otra de sus historias con las mismas palabras de siempre:
«Escuchad atentos, porque es cierto lo que voy a contaros: dicen que hubo en esta tierra un tiempo frío en que grandes bestias pastaban sin molestarse por la presencia de los cazadores, así de numerosas eran. Imaginad un jabalí del tamaño de un árbol. Imaginad que sus colmillos crecen y engordan como el tronco de un castaño viejo. Aquellas bestias huyeron un día hacia la Gran Cresta porque necesitaban la nieve y los hielos como nosotros necesitamos el fuego y la carne. Quedaron pocos, y esos pocos fueron cazados hasta que dejaron de verse y dejaron de poblar las pesadillas de nuestros Primeros Padres. Y habrían sido olvidados, de no ser porque uno de ellos quedó aquí, para siempre, para recordarnos que un día existieron y que pueden volver».
—¿Por qué hemos venido hasta aquí? —quiso saber Adriana.
—No lo sé, me gusta mirarlo.
Y es con un regusto amargo, créeme. Si supieras lo que este simple dibujo marcó mi destino y el de mi padre… Si supieras las consecuencias que todavía he de soportar por pasarme la infancia escuchando leyendas de este animal…
Y aun así, era hipnótico. Siempre volvía a él. Tal vez fuera cierto que, al pintarlo, alguna magia unió el destino de mi padre y de su linaje a aquellos trazos. Quién sabe qué pasaría si la ciencia del siglo XXI los clonaba, tal y como amenazaba más de un laboratorio, y volvían a la vida. Algo malo para mi familia, sin duda.
Cuando me cansé de mirar el mamut, nos volvimos en silencio hacia el Centro de Interpretación. Era hora de empezar a trabajar. ¿Qué habría pensado todo el plantel de museo si nos hubieran visto aquella mañana? Sonreí al imaginarlos en el BACus haciendo sus cábalas en torno a nosotros dos.
Pero no era tan sencillo. Todavía tenía muchas cosas que conocer de Adriana. Aunque, para ser sincero, bajo mi habitual desinterés por las mujeres de finales del siglo XX, comenzaba a crecer cierta curiosidad por conocer más y más de aquella chica.
Por ejemplo, me intrigaba saber si vivía sola o con alguien más en aquel piso desangelado.
O quién era el tipo con el que le vi subir aquella noche. Una relación ocasional o un novio estable. Alguien que la amaba o alguien que le daba mala vida.
O si era ella la adolescente montada a caballo de la foto enmarcada de su mesilla.
O si realmente no recordaba que subimos los tres pisos por las escaleras a trompicones, desinhibidos como críos, riéndonos de nada, tapándonos la boca el uno al otro para no despertar a los vecinos y que llegamos a su puerta exhaustos, respirando pesadamente por el esfuerzo, con las caras risueñas a pocos centímetros la una de la otra.
O que tuve que cargar con ella al entrar en su piso porque trastabillaba demasiado y la dejé en la cama hasta que cerró los ojos con aquella sonrisa que luego se coló en el tórrido sueño que tuve en mi casa aquella interminable noche.
Pero había algo que no dejaba de rondarme la cabeza y no sabía por qué. Adriana tenía un juego de ajedrez con la partida recién empezada. Apenas unos pocos movimientos que me estaban volviendo loco, porque por más que intentase distintas combinaciones, jamás llegaba a reproducir lo que vi: los alfiles y la dama negra amenazando al rey blanco. No era una partida convencional, ninguna apertura podía dar lugar a aquella inaudita posición.
Entonces el estómago me dio un bote.
Era el modo de jugar de Jairo, y eso abría una posibilidad inquietante. ¿Qué grado de intimidad compartía con ella? ¿Cómo, cuándo y por qué mi hermano le había enseñado su maquiavélica forma de jugar?