Viernes, 24 de febrero
Estaba preparándome para la cena de trabajo cuando escuché el telefonillo. Abrí la puerta y me encontré con el mismo mensajero que me había traído la invitación de Jairo, mirándome con cara de circunstancias. Me entregó un paquete idéntico al anterior, y lo abrí allí mismo. La lámina de oro con la yegua cayó a mis pies, y la ignoré una vez más. La tarjeta, de nuevo con la elegante letra en cursiva de Jairo, tenía un mensaje algo diferente esta vez:
Jamás devuelvas una obra de arte,
con el tiempo siempre aumenta su valor.
J.C.
Volví a meter la chapa en el paquete y se lo devolví al mensajero. Esta vez lo envié con un mensaje mío en el reverso de la tarjeta:
Gracias de nuevo, Jairo.
Soy muy consciente del valor de tu regalo,
por eso insisto en que no puedo aceptarlo.
A.A.A.
Diez minutos después, volvió a sonar el timbre del portal y me pregunté si podía empezar a considerarlo acoso laboral. Pero no, no eran ni Jairo del Castillo ni sus chapitas de oro. Era mi primo Marcos. Le abrí la puerta con la extrañeza pintada en la cara.
—No me montes una escena, ¿vale? —dijo, con una expresión que no me gustó nada.
—¿Por qué debería hacerlo?
Me tendió un viejo papel dentro de una bolsa transparente. Una hoja arrancada de una agenda.
—¿Qué es esto, Marcos?
—La nota de suicidio de tu madre.
Aquellas palabras, todas juntas en la misma frase, me vaciaron las venas de sangre.
—¿De qué demonios estás hablando?
—La tenía el abuelo, se la dieron cuando cerraron el caso. Fue con tu padre a la comisaría, aunque él no la quiso conservar, pero el abuelo se la quedó.
—¿Cerraron el caso?
—En realidad no investigaron, porque no había nada que investigar. La policía se limitó a dejar constancia de lo que ocurrió. Tu madre se suicidó y dejó esta nota para ti. Te lo ocultamos porque en aquella época estabas demasiado descentrada. Tu familia estaba fuera de control, tú no hacías más que discutir en casa, tu padre se iba a trasladar a Madrid y dejaros solas en Santander porque tu madre se negaba a seguirlo…
—¿Perdona?
—Se iban a separar, Dana.
Suspiró.
—Tal vez sea demasiado para un día.
—No me trates como si fuera de mantequilla.
Odio esas cosas que tienen las familias. Los secretos, los «no se lo cuentes» en cadena, las promesas de silencio que se rompen sin un criterio sano. Aunque mi solución —la de no tener familia—, tampoco era perfecta, lo reconozco. Corres el riesgo de que te ocurra lo que a mí: que seas la última en enterarte de todo.
Miré la nota, un «Lo siento, hija,» manuscrito de mi madre, escrito con prisas y de mala manera.
—Yo la encontré cuando el abuelo murió y nos trasladamos a su casa a vivir, estaba entre sus papeles. La guardé para dártelo algún día.
—¿Entonces tú ya lo sabías?
—Sí.
—¿Desde el principio?
—Sí.
Le miré en silencio y le arranqué el papel de la mano.
—¿Puedes irte? Voy a llegar tarde a una cena.
—Dana, escucha, yo…
—Me has pedido que no te monte una escena y te estoy haciendo caso. Buenas noches, Marcos.
Marcos pegó el portazo de rigor y yo me quedé sola, mirando la nota: «Lo siento, hija,».
Mi madre, la verborreica; mi madre, la de «tienes que verbalizar tus sentimientos»; mi madre, que le daba a todo más vueltas que a una tortilla, se despidió con un escueto «Lo siento, hija,». No, aquello no sonaba mucho como mi madre.
Aunque tal vez era yo, que me negaba a admitir que aquel trozo de papel entrara en mi vida. Porque si lo hiciera, ¿dónde quedaban todas mis preguntas sin respuesta?
Debo admitir que la paleonoticia de que mis padres estaban a punto de separarse no me sorprendió demasiado. Lo sorprendente, de hecho, era que hubieran durado tanto, cuando nunca tuvieron nada que ver.
Mi padre llevaba toda la vida siendo representante de monturas de gafas en toda la zona del Cantábrico, y nunca había dormido demasiadas noches seguidas en casa. Muy pronto aprendí que en su profesión existían dos tipos bien diferenciados de comerciales: los del traje impecable que daban la mano con la presión exacta y cerraban las ventas con los clientes mientras fingían que se habían convertido en colegas; y los calvitos inseguros cuya corbata quedaba siempre un poco ladeada y se limpiaban las manos de sudor en su americana antes de saludar. Mi padre pertenecía a la segunda categoría.
Mi madre, en cambio, fue la gallina de los huevos de oro durante sus últimos años. Se posicionó como la psicóloga de cabecera de la alta sociedad santanderina, y gracias a aquellos años dorados, nos dejó el apartamento en primera línea de Laredo, del que apenas disfrutamos un par de veranos, y el despacho en pleno centro, además del piso que pagó casi a tocateja en la Plaza de Pombo, donde yo me acababa de trasladar.
Al año de morir mi madre, la empresa prescindió de mi padre, y él se sumió en una profunda depresión, o él se deprimió y luego lo echaron; no recuerdo el orden exacto de los acontecimientos. El subsidio de desempleo que cobraba y mi pensión como huérfana no nos llegaban para pagar las hipotecas pendientes, pero él no parecía interesado en afrontar la situación. Fue incapaz de levantarse de la cama en demasiados meses, mientras su hija de diecisiete años hacía lo que le venía en gana en cuanto salía por la puerta de casa. De todos modos, aquella etapa de comportarme como una inconsciente no duró mucho: en cuanto la orden de embargo llegó porque nadie en aquella santa casa abría el buzón y se preocupaba por los avisos del banco, me di cuenta de que yo tendría que tomar las riendas. Recuperé la agenda de mi madre y ofrecí el despacho a todos sus colegas. Por suerte, desde entonces casi siempre había estado alquilado. Lo mismo hice con el apartamento de Laredo, así que no volvimos a tener demasiadas preocupaciones económicas.
Poco después, mi padre se empeñó en trasladarnos a Madrid, argumentando que allí habría más oportunidades para alguien empeñado en no cambiar de profesión. «Madrid es El Dorado», repetía, y de hecho, se lo tomó literalmente. Consiguió representar una marca de monturas bañadas en oro de dieciocho quilates, un producto de lujo para el que yo no estaba muy segura de que él tuviese el perfil. Le seguí a regañadientes y me matriculé de Historia en la Universidad Complutense, aunque me independicé en cuanto pude, saliendo a buscar todas las excavaciones que me permitieran mantenerme por mí misma. Hasta el presente día.
Es curioso como ahora las piezas de mi vida encajaban sin aristas. Es lo que tiene poder acceder a toda la información censurada.
Arrastraba un humor de perros cuando desembarqué en la calle, rumbo al Machichaco. Una lluvia mansa hizo acto de presencia justo cuando torcía por la esquina de la calle Lealtad con Calderón de la Barca, a pocos portales del restaurante.
Me subí el cuello de la cazadora. Poco después, los paraguas rotos se apilaban en las papeleras como esculturas urbanas improvisadas, de esas que no dicen nada y dejan los presupuestos municipales tiritando.
Ya estaba a punto de entrar en el restaurante cuando sonó mi móvil.
—Hombre, papá. Precisamente ahora estaba pensando en ti.
—Ah, me alegro —dijo, algo aturdido—. Y, ¿cómo estás, hija? ¿Te va todo bien?
Para acabar de enterarme que llevas la mitad de mi vida mintiéndome, sí, lo llevo muy bien.
—Me va genial, ¿querías algo?
—No, solo saber cómo estas, y si has acabado ya la mudanza… —cuando no sabía qué decir, tenía la costumbre de divagar.
—Sí, ya no me quedan más cajas.
—¿Y te has dejado algo en Madrid?, quiero decir, ¿tienes que volver por aquí en breve?
—Pues no pensaba, la verdad. ¿Ocurre algo malo, necesitas que vaya?
—No, qué va, nada malo, por supuesto que no. Es solo que…
Vamos, dispara.
—Es solo que me gustaría que conocieras a mi amiga…, bueno… compañera, o…, ejem… más bien, novia.
Eso sí que era una sorpresa. Mi padre —el ermitaño— tenía vida social, qué digo, tenía vida sentimental. Lo cual suponía que tenía una madrastra. Bien.
—Ya, bueno. No tengo ningún problema en conocerla, pero el caso es que no pensaba acercarme a Madrid todavía. Cuando vaya podemos quedar los tres, si es eso lo que quieres.
Eso, tú sé elegante, Dana.
—Bueno, los cinco, en realidad. Marian tiene dos hijas gemelas, son muy majas, de verdad, pasamos los fines de semana juntos y nos encantan las mismas series de televisión. Tus hermanas te van a caer muy bien.
Acababa de pasar de no tener padre a tener madrastra y hermanastras. El lote completo. Aunque, ¿desde cuándo salía con esa Marian? Había estado un año entero en Madrid, viviendo a media hora de la casa de mi padre, y nunca habíamos pasado un solo día juntos. ¿Y ahora le entraban las prisas para que fuésemos la gran familia?
Mientras hablaba con mi padre fuera del Machichaco, resguardada de la fina lluvia bajo los alerones del callejón, pasó Iago con Salva, Paz y Chisca. Llevaba una americana con capucha y una bufanda protegiendo el cuello, pero caminaba cómodo, sin prisas, como si la lluvia no le molestase. Los cuatro me saludaron en el zaguán mientras se sacudían los paraguas y la ropa mojada. Miré a Iago de reojo cuando entraba en el local e intenté concentrarme de nuevo en mi padre y sus apremios. Pero era ya inútil, con su presencia se me había ido el santo al cielo. Así no había manera de mantener una conversación familiar delicada.
—Papá, ya hablaremos de eso en otro momento, ahora me están esperando mis compañeros para cenar.
—Como quieras, Adri —dijo de mala gana.
—Adriana —le corregí—. Esto…, papá…, me alegro mucho de lo de tu novia.
Y colgué.
Perfecto. La noche había empezado con toda su artillería pesada.
Después entré en el restaurante, donde todos habían llegado ya. Éramos casi veinte, entre conservadores de todas las áreas del museo y los becarios. Localicé a Elisa, que me había guardado un sitio junto a ella. Al otro lado de mi asiento estaba de nuevo Salva. Iago se había sentado frente a mí, en diagonal, como los alfiles de los que tanto sabía Jairo.
—¿Estás bien? —se interesó Elisa, inclinándose sobre mí—. Pareces distraída.
—Me acabo de enterar de que mi padre tiene novia —le susurré.
Entre otras tantas cosas de las que me he enterado esta bendita noche.
—Ah, Marian es muy maja.
—¿La conoces?
—Sí, tu padre y ella vinieron a Santander el verano pasado.
—¿Y cómo es que nadie me informó?
—Estarías en algún congreso, supongo.
Touché.
En un congreso en Les Eyzies, recordé.
No podía quejarme si la familia ya no contaba conmigo para sus reuniones: los últimos años siempre estaba fuera.
—Anda, pide algo, que están todos esperando —me dijo—. Si te parece lo hablamos luego, no vaya a pensar la gente que eres una antisocial.
Entonces me di cuenta de que teníamos gente alrededor.
—Tienes razón, necesito despejarme. ¿Tienen algún plato de mar y montaña? —pregunté girándome hacia el maître, que esperaba con cara de infinita paciencia a mi lado.
Entonces Salva, que había estado esperando para meter baza en la conversación, aprovechó para cambiar de tema:
—Y vosotras, ¿desde hace cuánto os conocéis?
—Desde que estudiamos Historia en la Complutense —le contestó—. Solíamos coincidir en el bar de la facultad.
Elisa no quería que la gente supiese que yo era la prima de su marido. Según ella, podían acusarla de poco profesional si sabían que me había recomendado por ser familia. Yo no compartía sus motivos, esperaba que la Santísima Trinidad me hubiese contratado por méritos propios, pero le seguí el juego. Varios de los que estaban en nuestro extremo de la mesa se inclinaron hacia nosotros para seguir nuestra conversación.
—El día que la conocí, Adriana estaba analizando la letra de unas amigas mías, así que me animé y escribí lo que ella me pidió. Lo acertó todo: me dijo que era muy sociable, que me concentraba mucho en mis estudios y que lo mismo me pasaría en el trabajo. Ahora no recuerdo qué más…, ¡ah, sí!, que era una persona a la que le gustaba expresar sus ideas…
—Se me había olvidado aquel detalle —dije, taladrando a Elisa con la mirada.
No estaba segura de si había sonado muy convincente, pero era cierto.
—No me digas que sabes grafología. Oye, pues dime qué opinas de mi letra —me animó Salva.
No me gustaba el giro que había dado la conversación. Sabía de sobra lo que me iba a tocar a continuación: analizar la letra de toda la mesa.
—Hace siglos de aquello, ya no me acuerdo de nada.
—Vengaaa…
—De verdad. Un tupido velo.
—Nada, nada: excusas. Quiero que leas mi firma —me dijo Paz mientras me dejaba una servilleta con dos rayajos en el plato aún impoluto.
Paz llevaba adelante el Área de la Edad Media. Tenía por melena una espesa mata de pelo blanco que me recordada a esas nubes de algodón que los niños compran en las romerías de los pueblos costeros en verano. El día que la conocí, llegó al MAC con sus botas de alta montaña y sus pantalones militares desgastados, y creí que venía directamente de algún yacimiento. Estuve buscando con la mirada la mochila y los cuadernos de campo, pero no los vi. Pronto comprendí que aquel era su atuendo habitual, al igual que sus maneras cariñosas de nonna italiana.
—Y la mía —se unió Cifuentes, de contabilidad.
—No seas muy dura con la mía —dijo Salva, mientas su servilleta garabateada se añadía al montoncito que había crecido en mi plato como una ensalada de papel. La de Iago fue la última en sumarse. Me la pasó con una mirada divertida y todos en la mesa guardaron silencio.
De acuerdo, pensé, arriba el telón.
Bebí un buen trago del vino que nos habían servido e ignoré unas cuantas servilletas deliberadamente, entre ellas las de Iago —aunque me habría gustado mucho ver cómo hacía su g—, y me centré en la de Salva.
—Lo primero que tienes que hacer es escribir sobre un papel normal, no en una servilleta —le indiqué.
Me saqué mi pequeño cuaderno del bolso y arranqué una hoja.
—Quiero que escribas algunas frases, aunque no tengan sentido, que contengan una t, una r doble, una i, una g y una d, por ejemplo.
Escribió algo rápido y me pasó el papel:
Cantabrum indoctum iuga ferre nostra.
El ignorante cántabro soporta mal nuestro yugo.
Horacio.
—Le obligué a Iago a labrarlo en la entrada de la Sala de Edad Antigua —explicó, con evidente orgullo.
Iago le guiñó el ojo.
—Su propuesta me pareció muy apropiada —dijo apurando su copa—. Ese Horacio debía de saber de lo que hablaba.
Me tomé algo de tiempo, aunque pensé, cuanto antes empecemos, antes acabaremos. Todo sea por socializar.
—Tienes una letra muy particular. A veces la inclinas hacia delante, otras veces escribes a noventa grados, incluso a veces hacia atrás. Eso significa que eres una persona muy emotiva, y que en ocasiones no controlas muy bien sus emociones. Algo caótico, tal vez.
—Eso no tiene mérito. Todo el mundo sabe que estoy como un cencerro.
Observé de reojo el resto de la mesa, que se pegaban codazos cómplices. Iba por buen camino.
—De todos modos, lo que predominan son las formas redondeadas. Eso nos indica que eres muy sociable, amigo de tus amigos. Y ahora vamos con las letras. La manera en que has escrito la d indica que eres una persona creyente, ¿no es así?
—Muy bien, estoy impresionado: tres de tres. Vamos, sigue —me animó.
—Por otro lado, has escrito la barra de la t bastante baja, y eso es de personas que no son demasiado dominantes. El punto de la i lo haces muy cerca de la misma letra, lo que indica que no eres una persona muy soñadora, más bien un tío práctico. Respecto a la g, es una letra que muestra cómo nos relacionamos sexualmente con otras personas. Tus ges no suben, se quedan pon el pie partido; eso es propio de personas sin demasiadas fantasías. El hecho de que no unas la g con la siguiente letra supone que ahora mismo no has intimado con nadie a ese nivel. Que no tienes pareja habitual, vamos.
—Vale, tía. Ahora es cuando me estás empezando a asustar.
Siempre ocurría lo mismo, el juego empezaba a incomodar cuando comenzabas a rascar.
—Eh, ¿puedes decir lo que lees en mi g? —preguntó Onofre desde el fondo de la mesa, con la voz achispada. Las botellas de vino colonizaban ya todo el mantel, y se empezaba a notar en el ambiente.
—Vamos por partes —le calmé, sonriendo—. Todavía me queda algún detalle curioso.
—¿Curioso? —repitió Salva, quitándose y poniéndose la gorra varias veces.
—Has acabado las citas con un punto, incluso la palabra «Horacio», cuando no es necesario ni normativo. Si alguien pone un punto donde no corresponde es porque quiere acabar con una situación; algo llamativo en este caso, porque tú mismo la has comenzado. No sé, tal vez indique que estás impaciente, o que quieres terminar esta cena o esta noche cuanto antes.
Frené porque intuí un brillo posesivo en la mirada de Chisca. No quería problemas de territorialidad.
Y menos con Chisca.
Y mucho menos por Salva.
Todotuyo, pensé.
Le devolví el papel a Salva con un gesto de complicidad:
—Toma, de recuerdo.
Todos sonrieron, yo también sonreí. Bebe un poco, me dije, la noche acabará pronto. Luego puedes llegar a casa y hacer pedazos esa foto familiar de la entrada, con tu primo, con tu padre, con tu abuelo, con toda esa gente de tu sangre que ha callado durante quince años.
«Lo siento, hija,».
Nada, mamá. Perdonada, qué vas a sentirlo. Por mí no te preocupes, si me las he apañado bien, de verdad. No lo sientas.
La mesa al completo me miraba expectante, esperando que eligiese la siguiente servilleta, mientras Salva se empeñaba en rellenarme la copa de vino peleón. Por suerte mi padre, después de treinta y dos años ejerciendo de hombre invisible, decidió cambiar de rol y ponerse insistente precisamente aquella noche, así que enseñé a todos mi móvil parpadeante a modo de prueba y me levanté de la mesa para alejarme del ruido de la sala.
—¿Qué quieres ahora, papá? Son casi las doce —le pregunté, entre intrigada y molesta—. ¿Ocurre algo?
—No, hija, qué va. Es que he estado pensando que, ya que ahora sabes lo de mi novia, podrías venir en Semana Santa y así pasábamos todos un par de días juntos.
—A ver, papá: ya te he dicho que no tenía la intención de ir a Madrid, y aquí en el museo nos ha surgido un imprevisto que me va a tener ocupada los próximos meses. Por cierto, tenía algo que preguntarte.
—Lo que sea, hija.
—¿Tú sabías algo de una caja fuerte que hay en el estudio de mamá?
—Pues no, no sabía que hubiese una. Sería de tu madre, pero no te preocupes por sus joyas. Están a buen recaudo en un banco de Santander.
Me lo temía. Todo un canto a la comunicación conyugal.
—No me preocupan las joyas, papá, No soy de llevar perlas ni a los bautizos. Y ahora te dejo, ya te dije que tenía una cena.
—Tú piénsate lo de Semana Santa, Adri —insistió.
—Adriana, papá: es Adriana —qué manía—. Ya hablaremos en otro momento.
Después de colgar volví a la mesa, y me encontré con que allí no quedaba nadie. Por lo visto, la llamada había durado más de lo que pensaba. Volví a la barra a preguntarle al camarero y me confirmó que ya estaba pagada la cuenta y que se habían ido, así que salí a la calle y solo pude distinguir una figura de espaldas en la oscuridad, con la capucha puesta. Se giró como si me hubiese oído salir, pese al rumor de la lluvia.
—Vamos —dijo Iago—, se han ido todos a La Habana.
Nos metimos por la callejuela sin luz a espaldas del restaurante y nos pusimos a caminar con la cabeza gacha y en silencio sobre la moqueta de piedras empapadas. El vino me había mareado algo más de la cuenta, pero intenté que no se me notara demasiado: lo mejor era concentrarse en pisar sin tropezar por los adoquines mojados.
—Gracias por esperarme —me disculpé—. Me había olvidado totalmente de la cena.
—No me des las gracias todavía porque pienso cobrarme el favor —dijo con una sonrisa traviesa—. ¿Te vas a dignar ahora a analizar mi letra?
—De eso nada, ya he cerrado el chiringuito por esta noche. Finito. Closed.
Me miró fingiendo estar decepcionado.
—Puedo leerte las líneas de la mano, si quieres —se me ocurrió, llevada por la euforia del maldito vino.
—¿Y qué otras mancias dominas: interpretas los intestinos de las cabras, lees en las cortezas de los abedules? —dijo burlándose.
Aun así me extendió la mano, y nos paramos bajo una farola. Iago se retiró la capucha, y no supe si lo hizo para que no me dirigiera a una sombra; o por un acto de condescendencia hacia el hecho de que yo no llevara paraguas. De todos modos daba igual: hacía un rato ya que no me daba cuenta de que yo iba con el pelo calado. Bajé la cabeza, incapaz de sostenerle la mirada, y me concentré en las tres líneas principales, siguiéndolas con la punta de mi dedo índice. Eran manos gastadas, manos con miles —porque eran miles— de minúsculas rayas que sembraban la palma de su mano.
Fascinante.
Me dejé llevar y recorrí aquella mano rozándola con mis dedos. Me pregunté qué efecto le podía estar causando aquello, ya que era el primer contacto físico que manteníamos más allá de las excusas de los saludos. Porque en aquellos momentos todo mi estómago, mi materia gris, la membrana que rodea el corazón, o donde quiera que se aloje el alma de una arqueóloga estaba concentrada en las yemas de mis dedos. Algo que los neurólogos llaman conciencia temporal me avisó de que tal vez llevaba demasiados minutos bajo la lluvia secuestrando la mano de Iago. La Adriana entrenada me obligó a concentrarme en lo poco que recordaba de la quiromancia.
Tienes manos de viejo, pensé.
—Tienes manos de viejo —dije.
Maldije de nuevo el vino: parecía el suero de la verdad.
De repente vi algo imposible. Le giré la mano, incrédula. No podía ser.
—¿Qué? —me preguntó intrigado.
—Que vas a tener una vida muy larga.
—Porque tú lo digas —dijo divertido.
Iago no dejaba de observarme con una sonrisa condescendiente. Parecía que a él no le había afectado el alcohol.
—No, en serio, mira: esta línea es la líneavitalis, la línea de la vida.
—¿Y qué le pasa a la mía?
—Verás, cuanto más larga sea, más años vivirá esa persona. Suele acabar en la base del monte de Venus, ¿ves? —le indiqué la almohadilla de carne bajo el pulgar—. Pero el caso es que la tuya no se corta aquí, sino que sigue y da la vuelta por todo el dorso de tu mano. En mi vida he visto una línea tan larga —le dije, desconcertada.
—Adriana, esta no es la línea de la vida. Ojalá, pero no: es la cicatriz que quedó cuando me hice un tajo que me dejó el pulgar colgando.
Exagerado, pensé.
—Y ahora, ¿me devuelves mi mano, por favor?
—Toda tuya —mascullé.
No seguí insistiendo con la lectura de manos, pero tenía unas líneas muy inusuales. La del trabajo se cortaba en pequeños segmentos, indicando que era una persona que cambiaba muchas veces, no ya solo de puesto de trabajo, sino incluso de vocación. Lo habitual era ver líneas continuas, o como mucho, alguna línea interrumpida en dos. ¿Cuántas veces puede alguien cambiar de carrera a lo largo de su vida? Pensaba que a Iago le gustaba lo que hacía, y me di cuenta de que apenas sabía nada de él.
Por otro lado, su línea de la fortuna hablaba de una suerte irregular, con muchos cambios en su economía. Nada estable en general. Tenía un monte de Venus abultado, lo cual sugería que era una persona muy sexual. Y así podría haber seguido toda la noche, salvo por el detalle de que yo misma no me creía ese cuento de la quiromancia.
Reanudamos nuestra marcha por las calles heladas, aunque sin apresurar el paso ninguno de los dos. Era como un paseo tranquilo por la playa, salvo que no había playa, ni hacía calor, y el sol no era ni siquiera un recuerdo. Levanté la cabeza mojada para verle, y vi que Iago me miraba en silencio con una expresión burlona.
—¿Qué? —le pregunté por fin.
—Así que sostienes que los neandertales no hablan, pero las letras y las líneas de las manos sí —sacudió la cabeza como cuando un padre piensa que su hijo pequeño no tiene remedio—. Vaya fichaje hemos hecho para el MAC.
—Ya sabía yo que te ibas a reír a mi costa —dije soltando un suspiro.
—No, si no me burlo, no creas. Es solo que me sorprende que como arqueóloga seas tan ortodoxa y en tu vida privada te dediques a estas aficiones tan curiosas.
—En primer lugar: no leo la letra; la analizo. Y en segundo lugar, no me lo tomo en serio. Además, la última vez que lo hice fue hace diez años, durante la carrera. La gente cambia.
—Ya, ¿dónde he oído eso yo antes?
Se estaba divirtiendo a mi costa, así que preferí explicarme.
—De acuerdo: te cuento —me miró de reojo, interesado—. La verdad es que lo que he hecho esta noche no me parece lo más científico del mundo. Y si Elisa no me hubiera puesto en el brete, jamás habría sacado yo el tema. Pero es cierto que hace unos años sí que lo hacía bastante.
—Sigue, te escucho —me animó, aunque miró al frente y se paró—. Espera, que estamos llegando ya a La Habana.
El local estaba cerrado, así que supusimos que la gente del MAC se habría ido a buscar otro sitio.
—Voy a llamar a Elisa, no pueden estar muy lejos —le dije, sacándome el móvil del bolsillo.
—Elisa se habrá ido ya a casa con su marido y sus hijos. Es casi la una —dijo, mirando su reloj—. Y el resto se habrá perdido por ahí o se habrá retirado.
Tenía razón. La noche no invitaba a seguir de marcha.
—Yo me voy entonces a mi casa; vivo en la Plaza de Pombo, junto a la librería Gil —le dije. No quería que se diese cuenta de que por mí podíamos seguir dando vueltas por Santander, por toda Cantabria, o hacer el Camino de Santiago aquella misma noche a su lado.
—Mi piso está en el Paseo de Pereda. Vamos, te acompaño, me pilla de camino. Además, me has dejado intrigado. Continúa con tu historia.
—En realidad no confío demasiado en la quiromancia. Respecto a la grafología, solo a grandes rasgos, como curiosidad. Mi madre, además de psicóloga, era perito caligráfico y colaboraba a veces con la policía y con los juzgados. Tenía en casa varios buenos manuales del tema, y ella misma me enseñó las nociones básicas. Pero debo decirte que una cosa es cotejar documentos, con escuadra y cartabón, y otra muy distinta aventurarse a describir el carácter de una persona solo con ver su letra. En eso soy más escéptica. Y aun así, lo reconozco: lo he utilizado, y muchas más veces de las que debiera.
Al igual que me pasó el primer día con Héctor y después con Jairo, estaba contándole a Iago mucho más de lo que me había propuesto. En aquellos momentos, de todos modos, achaqué mi verborrea a los efluvios del alcohol. Hasta entonces siempre había evitado beber en las cenas de trabajo.
Con razón.
—Lo de prestarme a analizar la letra —continué— es una manera de hacer que la gente me cuente cómo es. Simplemente observo los rasgos generales de alguien. Si es callado, diré que es tímido y que le gusta observar. Normalmente los dos rasgos van de la mano. Si por el contrario no calla, será sociable, abierto, tal vez impulsivo. He elegido a Salva porque llevaba una medalla de la Virgen del Carmen, así que era fácil deducir que es creyente y quedar bien con lo de la d. También es muy hablador, y eso facilita mucho que te cuente su vida sin que se dé cuenta. Como ves, Psicología de primero de carrera. Pero lo curioso es que todos se pican, y comienzan a hablar sin pudor de sus intimidades. Al final, siempre te han contado mucho más de lo que tú has deducido, pero se van pensando que has sido tú quien ha acertado, o la grafología, o las líneas de la mano. Resumiendo: que formaba parte de mi batería de recursos sociales durante mi etapa universitaria —suspiré, sin poder evitarlo—. No te imaginas lo humillante que resulta esta noche para mí.
Pero Iago se estaba muriendo de risa a mi lado.
—Y le haces escribir una d, serás tramposa —sonrió, meneando la cabeza.
—¡Hey, vamos! El trato era «yo me explico, tú dejas de reírte de mí» —me quejé, dándole un codazo.
—Vale, vale. Ya paro.
—Bien.
Caminamos un rato en silencio, hasta que él lo rompió de nuevo.
—No tienes por qué justificar tus aficiones no científicas. No hay nada vergonzoso en ello. De hecho, Héctor también es un gran aficionado a la grafología. Seguro que cuando se lo cuente se arrepiente de no haber venido a la cena para verte en acción.
—¿Desde cuándo habláis sobre mí de temas que no sean estrictamente profesionales?
—Vamos, Adriana, una mujer como tú sabe —dijo recalcando el «sabe»— que los hombres hablamos de tus facetas profesionales y de las que no son profesionales.
Callé a modo de respuesta y miré al frente, a las farolas que bizqueaban, intentando que no viera la sonrisa que se empeñaba en crecerme desde la comisura de mis labios.
Fuimos andando por el paseo, resguardándonos bajo los salientes de las balconadas señoriales de madera blanca. Cuando llegamos a la altura del Hotel Bahía dejó de llover. Al otro lado del paseo, el mar era una masa negra apenas vislumbrada en el horizonte. Cruzamos por la rotonda en línea recta, sin tener en cuenta los pasos de cebra. Casi no pasaban coches.
Me paré un momento a descansar bajo el Monumento al Incendio de Santander. Era una mole de granito blanco de seis metros de altura, con varias figuras de hombres y mujeres de tamaño mucho mayor que el real. Los santanderinos no solían hacer mucho caso a la escultura, pero yo siempre que pasaba por allí recordaba que un domingo de 1989, cuando lo inauguraron, mis padres me llevaron de la mano a ver el acto y me compraron un helado de Monerris por el camino.
Se lo conté a Iago, que sonreía plantado frente a mí y al monumento con las manos en los bolsillos.
—Es cierto —asintió—. Pasa toda Santander por delante y nadie lo ve.
Poco después llegamos a mi portal, donde un par de adolescentes se besaban apoyados en el portero automático, impidiéndonos el paso. Carraspeé, fingiendo una dignidad que estaba muy lejos de poseer en aquellos momentos, y Iago clavó sus ojos acuáticos en el suelo, reprimiendo una sonrisa. Los chavales se desincrustaron ante nuestra mirada paternalista sin ocultar su fastidio. Una vez despejado el horizonte, intenté la sencilla tarea de abrir la cerradura, pero el manojo de llaves había cobrado vida propia y jugaba al despiste entre mis manos torpes.
—¿Puedes arreglártelas sola? —preguntó Iago, preocupado.
—Sí, descuida. Solo tengo que encontrar la del portal.
—Anda, vamos —me dijo, cogiéndome las llaves y probándolas una a una hasta que acertó y la puerta se abrió.