XVII

7598 d.a., Escitia

700 a.C., actual Ucrania

Deduje que estaba en un lugar cerrado por la penumbra que me rodeaba. A mi lado, un hombre de mentón exagerado y nariz chata se inclinaba hacia mí con rostro preocupado.

—Por fin despiertas, heleno —dijo. Su acento sonaba como si mascase piedras, pero me alegré de que pudiéramos entendernos.

Miré a mi alrededor rápidamente y vi que estaba en una especie de tienda circular con paredes hechas de juncos y barro. La luz se filtraba a través de rendijas irregulares y se podía vez parte del exterior. No había muebles en la estancia, tan solo unas pieles viejas esparcidas en el suelo, que imaginé harían las veces de camastros. Por suerte, reconocí nuestros jergones. Intenté incorporarme apoyándome en los codos, pero al moverme, todas las contusiones me mortificaron de nuevo y desistí.

Él se acercó todavía más, pero cuando abrí los párpados se retiró asustado.

—¡¿Qué les ocurre a tus ojos?! —gritó—, ¿están enfermos?

—¿Mis ojos? —repetí. Probé a enfocar a varias distancias y no encontré ninguna dificultad—. Creo que mis ojos están bien. ¿Qué ves en ellos, pues?

—Están de un extraño color, son azules.

Era eso.

—Nací así —expliqué por enésima vez—. Todos en el pueblo de mi madre los tenían como yo. Supongo que por estos parajes aún no se han visto estos ojos.

—Desde luego que no —dijo, acercándose con precaución—. Eres exótico, ahora entiendo por qué te han dejado con vida.

—¿Y tú quién eres? —le pregunté.

—Mi nombre en Póntico, de la tribu de los argipeos. Vivía sin demasiadas preocupaciones con los míos más allá del río Tyras. Mi pueblo es tranquilo, y somos considerados sagrados para el resto de las tribus vecinas. Puede que nunca hayas visto a uno de los míos, porque no tenemos costumbre de viajar. Todos allí somos calvos de nacimiento, también nuestras mujeres, y numerosos son los que vienen a nosotros en busca de un sabio consejo o de una vida sosegada, como mi padre, heleno como tú, hasta que mi madre y los suyos lo acogieron, por eso domino tu idioma. Yo únicamente había conocido ese modo de vida, hasta que unos escitas arrasaron con todo lo que conocí. A mí me perdonaron la vida precisamente porque la mujer del caudillo quería que le enseñara tu lengua.

—Necesito que hagas algo por mí. ¿Podrías traerme esa bolsa?

El hombre me obedeció y fue vaciando el contenido. Cuando sacó el aloe le pedí que me lo acercase, pero hizo caso omiso y me lo empezó a aplicar él mismo en la cabeza.

—Una herida muy fea —comentó—, y tu compañero no ha corrido mejor suerte.

—¿Has visto a mi hermano? —pregunté, expectante.

—Han capturado a otro heleno, imagino que es tu hermano, porque tú estabas inconsciente e intentó reanimarte. Lo trajeron hace un rato y estaba bastante dolorido. Me contó que le habían aplicado un emplasto, y le habían arrancado el vello de todo el cuerpo. Poco después, Olbia lo reclamó. No sé nada de él ni de su destino.

—¿Olbia, la mujer que dirige este ejército de tullidos y ancianos?

—Es la que está al mando ahora. Su esposo, Kelermes, es el caudillo de esta tribu. Se fue hace apenas un par de meses hacia el oeste con todos los hombres sanos; siempre están de trifulcas con los maságetas. Esta tribu era nómada, pero cuando los hombres marchan, suelen acampar junto a la ribera de algún río y esperan su regreso el tiempo que haga falta, a veces años.

—¿Tú también eres prisionero?

Me miró como quien mira a un niño, y sacudió la cabeza con calma.

—¿Eso es lo que crees, que somos prisioneros? No, amigo. Somos esclavos, y lo más probable es que os vendan en el mercado de la carne de Borístenes en cuanto os recuperéis de vuestras heridas, a no ser que le aportéis algo útil a Olbia.

Lo último que necesitaba era devanarme los sesos buscando el modo de no ser vendido, pero no sabía cuál había sido la suerte de mi padre, ni sabía si mi destino en Borístenes podría mejorar o empeorar al cambiar de manos.

—Háblame de estos escitas. No de las leyendas, háblame de lo que has visto y de lo que has vivido con ellos.

—Los escitas que te apresaron pertenecen a las familias nobles, a las élites guerreras. Solo ellos montan a caballo desde antes incluso de empezar a caminar. Pero su pasión por estos animales les da muy mala vida: son los más estériles de los hombres, creo que por el traqueteo que ha de soportar su entrepierna. Y la mayoría de ellos tienen el mal de las mujeres, pero no solo una vez al mes, sino que lo sufren de manera permanente.

—¿Cómo es posible? Jamás vi nada parecido.

—Sangran de sus partes, puedes comprobarlo por ti mismo —dijo, indicándome que me asomara por una de las rendijas.

Me estiré cuanto pude y observé el campamento. Reconocí a alguno de los viejos que me ataron. Uno de ellos caminaba entre las tiendas, y al fijarme en la mancha de su pantalón, pude ver que Póntico decía la verdad.

—¿Qué hay acerca de su fama de sanguinarios? ¿Todo lo que cuentan es cierto?

—Olvida lo que cuentan, la realidad es mucho peor. Suelen utilizar el cráneo de sus enemigos como copas para brindar con vino sin aguar. Sierran la tapa de los sesos y la envían a cubrir de una lámina de oro. Caminando dos jornadas hacia el este existe un taller especializado en dorar cráneos humanos. Están fascinados con los orfebres helenos, aunque ellos no se andan a la zaga, he visto piezas de oro bellísimas. Pero combinan su amor por el arte con el salvajismo más primitivo. Suelen arrancar el cuero cabelludo de sus enemigos, hacen un corte de oreja a oreja —dijo, recorriendo mi nuca con el dedo—, así. Con el trozo de piel que obtienen, a modo de servilletas, las amasan ellos mismos entre sus manos hasta darles la consistencia que buscan, y luego las van colgando de las crines de los caballos. Solo así pueden reclamar su parte del botín ante su caudillo. Algunos desollan el cuerpo completo de…

—Es suficiente, Póntico. Ya me he hecho una idea.

En ese mismo momento, mi padre entró en la tienda, y se abalanzó ansioso sobre mí.

—Hermano, ¿estás bien? —me preguntó.

—Algo magullado, pero pronto sanaré. ¿Qué hay de ti?, déjame verte.

Iba desnudo, y llevaba la piel enrojecida, sin un solo pelo, aparte del que crecía en su cabeza.

—Pareces un salmón —le dije—, ¿así es como torturan los escitas?

—En realidad me estaban preparando para Olbia, es… una mujer muy refinada, tiene gustos sofisticados. Creí que sería una bárbara, pero debo reconocer que estoy sorprendido. Tiene una curiosidad infatigable hacia todo lo que venga de nuestras colonias, y…

—¿Pero qué ha ocurrido? —le interrumpí, cada vez más impaciente—, ¿qué te ha dicho?

—¿Qué me ha dicho? Lo cierto es que al entrar solo me ha dicho una palabra: satisfáceme.

Acabáramos, pensé, poniendo los ojos en blanco.

—Tu hermano acaba de encontrar su utilidad —intervino Póntico, con su práctica visión del mundo. Luego se dirigió a mí, preocupado—. Espero que puedas dar con la tuya pronto.

—Tal vez a mí también me reclame —pensé en voz alta.

—Lo dudo. Si así fuera, no habría permitido que te dejasen en un estado tan lamentable. Me temo que ha pensado destinos distintos para los dos.

—Héktor, ¿crees que volverá a reclamarte? —le pregunté.

—Esa es su intención, ha dicho que descanse y esté preparado para esta noche.

—Entonces tienes que ayudarme, dime: ¿tiene ella alguna herida íntima?

—¡Iasón, eres incorregible!, mira tu estado y en lo único que piensas es en que comparta detalles morbosos contigo.

—¡No es eso! Estoy intentando que no me vendan en un mercado de esclavos. Dado que tú te vas a quedar aquí, intentemos al menos que no nos separen. Y ahora contesta a mi pregunta.

—Sí —admitió a regañadientes—, tiene las posaderas muy magulladas, imagino que será del caballo.

—Así lo creo. Este es mi plan: esta noche llévale un poco de aloe. Solo un poco, explícale que yo puedo curar sus heridas y aliviar el dolor crónico que padecen ella y todos sus jinetes. Si no se fía, aplícaselo a la herida de alguna esclava, para que se convenza. Dile que tu hermano puede cultivar esta extraña planta en sus tierras, pero necesitaría de mi cuidado experto para crecer.

—¿Ese es tu plan? —preguntó Póntico con voz incrédula—, ¿curar las nalgas de los escitas?

—Lo que sea, odio no ser dueño de mi destino. Necesitamos ganar algo de tiempo para conocer esta tribu y escaparnos.

—¿Escaparte, en la estepa, donde no hay lugar alguno para esconderse? ¿No has visto sus flechas? Las de metal tienen tres aletas y son tan rápidas que nadie las ve cuando las disparan desde sus caballos al galope. Ningún esclavo ha conseguido escapar.

—Entonces tendré que idear un buen plan.

Verás, amigo, mi padre y yo no envejecemos y no podremos permanecer aquí eternamente sin que nos descubran. ¿Qué pasará cuando los escitas se den cuenta de nuestra naturaleza?, quise decirle.

Mi padre asintió en silencio. Supuse que, al igual que yo, estaba digiriendo nuestra nueva situación.