16

Día de Saturno, primero del mes de Nion

Sábado, 18 de febrero

La mañana retozaba serena frente al Cantábrico, libre ya del jolgorio de la noche anterior. Mi padre y yo vagueábamos sentados sobre los aparatosos sillones en el porche del chalet de Jairo, siguiendo con ojos adormilados el rumor del oleaje que moría en la pequeña cala de Somo. Por fin escuché el motor del Big Bastard y las voces de mi hermano y de Kyra. No sé en qué lengua hablaban, no me molesté en traducir.

Kyra sonrió un poco cuando nos vio a Héctor y a mí, aún vestidos con nuestros disfraces de época.

—Siglo XVIII, qué recuerdos me trae… No debería haberme perdido el Carnaval.

—Tómatelo como un indicador de que trabajas demasiado —le señalé. Ella ignoró mi respuesta.

Mi padre se levantó para darle la bienvenida.

—¿Cómo te ha tratado Inglaterra, hija? —dijo acercándose a ella, aunque no habría hecho falta la pregunta. Nada que hubiera hallado en Manchester le había dado algo de calor a su mirada.

—Todavía no sé si he encontrado lo que estábamos buscando, aún debo repasar mis notas y aclarar un poco mis ideas —respondió, aceptando mi invitación de sentarse entre nosotros dos.

Mientras tanto, Jairo le había pedido a Patricio que nos sirviera un pequeño refrigerio, así que todos esperamos a que entrara de nuevo en el edificio para proseguir con nuestra charla.

—Como ya os anuncié hace unas semanas, estamos empezando a tantear nuevas líneas de investigación. En los años que llevamos en Santander nos hemos centrado únicamente en la hipótesis de los antioxidantes y en vista de que vamos a acabar ya con ella, ha llegado el momento de plantearse otras teorías. Iago ha hecho ya algún viaje, pero de momento ha vuelto con las manos vacías, por eso he creído conveniente echarle una mano y ayudarle con sus búsquedas.

—Pues yo no veo la urgencia en que empieces a viajar tú también —intervine.

—Dime algo que no sepa.

La frase de Kyra me cortó como una daga. Jairo a su vez masculló algo ininteligible mientras apuraba su copa y se apoyaba en una columna mirando fijamente al mar. Aun así no me di por aludido.

—Lo digo —continué— porque todavía no tenemos resultados concluyentes con respecto a los antioxidantes. Es mejor que te sigas centrando en tu laboratorio y me dejes los viajes para mí. Sigo pensando que vamos por buen camino.

No era así, desde luego, pero tenía que mantener el tipo como fuera.

—Dime, hermano, ¿habría algún motivo de peso por el que no quisieras llevar a término nuestra búsqueda del gen longevo? —preguntó Jairo sin mirarme.

—Guárdate la paranoia para los tiempos turbulentos, Nagorno. Hago lo que puedo, ¿me ves acaso descansar? Es solo que pienso que deberíamos esperar a sacar las conclusiones de los antioxidantes, tal y como estaba previsto. Nos llevará aún unos meses, pero esos son los plazos cuando te pones a investigar. ¿Para qué tirar por la borda cuatro años de investigación y dejarlo a medias? No podemos ir dando tumbos. Tan solo estoy intentando ser metódico.

—Y yo estoy esperando a que pongas todas tus neuronas en esto. Tú eres el genio de la familia. Si hay alguien que puede resolver este acertijo en tiempo récord ese eres tú.

—Confías demasiado en mi cerebro.

—Oh, vamos. No necesitas ser modesto delante de nosotros. Tengo la sensación de que si estuvieses comprometido con la familia al cien por cien, estaríamos viendo más avances. Me exaspera que no lleguen los resultados. Cada día me levanto deseando que mi hermano mayor me dé una buena noticia, necesito que nos deslumbres con uno de tus golpes de genialidad.

—No te haces una idea de la ingente tarea que tenemos entre manos. Quisiera que lo entendieras, de verdad que quisiera. Es tu ignorancia supina la que te hace hablar. Esto no es para mañana. No es un deseo de buenas noches. Asúmelo.

Me giré también hacia Kyra:

—Vosotros dos, tenéis que dejar de comportaos como unos críos impacientes. La primera regla de un longevo es aprender a contemporizar. Todo tiene su momento adecuado, ni antes, ni después. Debéis sacar partido del tiempo que se os ha regalado. No pienso dejar que estropeéis nada solo porque os hayan entrado las prisas por cambiar pañales.

Mi hermano murmuró algo no muy convencido y se acercó a nuestra mesa para servirse algo más de whisky. Después volvió a su columna para quedarse mirando fijamente la bruma matutina.

—Has reunido a la familia para ponernos al día de tu viaje. Adelante, hija. Te escuchamos —le animó Héctor.

—Hace una semana contacté con una investigadora de la Universidad de Manchester, la doctora Sinclair. Me hice pasar por una periodista de una nueva publicación de Genética, así que como es lógico no se ha mojado demasiado. De todos modos, creo que tengo suficiente como para descartar esa hipótesis de trabajo. Veréis: su equipo, como tantos otros en el mundo, está llevando a cabo un estudio con una sustancia llamada resveratrol. Por si os suena de algo, está presente en algunos vegetales como cacahuetes, moras, arándanos…, aunque es particularmente abundante en el vino tinto. En Manchester han conseguido prolongar la vida de levaduras, gusanos, y otros organismos pequeños. Los ratones también viven un treinta por ciento más cuando se les suministra altas dosis de resveratrol. Falta por ver su efecto en humanos, pero lo cierto es que ahora mismo es como el santo grial de la investigación sobre el antienvejecimiento. Hay toda una carrera desatada para comercializarlo en cápsulas y convertirlo en el nuevo elixir de la Eterna Juventud.

—Dónde he oído yo eso antes —me susurró Héctor entre dientes, y nos miramos de reojo sin poder disimular una sonrisa.

—¿Debería invertir en viñedos? —preguntó Jairo.

—Pues mira, tal vez. La doctora Sinclair está trabajando con uva garnacha y monastrell. Pero centrándonos en lo que nos interesa, lo cierto es que no veo la manera en que nuestro organismo tenga esa sustancia —dijo Kyra.

Jairo se giró hacia mí y alzó su vaso de whisky.

—Salvo en el caso de Iago, claro. Él ha ingerido reservas por los cuatro. ¿Significa eso que vivirás más milenios que cualquiera de nosotros?

—Significa que tú vivirás menos si sigues por ese camino, escita —le corté y me volví hacia Kyra—. ¿Hay algo más que quieras compartir con nosotros?

—Sí, existe otra línea que quiero investigar: la de los telómeros. Pero de momento no sé cómo obtener más información.

—De acuerdo, habla. Somos todo oídos —le animó Jairo.

—Se trata de la Corporación Kronon, una empresa de Biotecnología de San Francisco. Aunque son muy crípticos en cuanto a la naturaleza de sus investigaciones y de momento solo sé lo que aparece en la web de esa empresa y en un par de estudios contrastados. Pero lo cierto es que los medios están haciendo mucho ruido. Han salido a la palestra con titulares del tipo: «Ha sido descubierta la Enzima de la Inmortalidad».

—Demasiado bonito —dijo Héctor—. Lo que sea que nos haga longevos no vendrá en las portadas de los periódicos.

—Yo también creo que están buscando publicidad, y de hecho en Estados Unidos la están consiguiendo, porque han patentado sus descubrimientos y han entrado en bolsa. Parece que es una maniobra publicitaria, pero no estaría mal investigar un poco más.

Jairo se sentó en una butaca frente a nosotros.

—Bien, ¿alguien me explica qué es eso de los telómeros?

¿Dónde ha quedado el griego que te enseñó tu madre?, pensé.

Telos, final. Meros, parte.

Pero no dije nada, Jairo no permitía que nadie nombrara a su madre. Habría sido un acto suicida.

—Verás, en los extremos de cada cromosoma hay una sustancia, el telómero, que… —comenzó Kyra.

—¿Puedes hablar en algún idioma que yo conozca? —le interrumpió Jairo, impaciente.

—Realmente tienes un cerebro obtuso para las ciencias —dijo Kyra, ignorando el gesto obsceno que Jairo le dedicó.

—Fingiré que no he escuchado lo de «obtuso», peregrina.

Kyra se tensó como una vara de avellano, la manera en que Jairo lo pronunciaba equivalía a un insulto. Kyra, o más bien Lyra, había recorrido sola todos los caminos de Europa durante el Medievo. Nadie más que ella sabía por todo lo que tuvo que pasar con su diminuto cuerpo de mujer. «Peregrina se fue, ramera volvió», decía un adagio alemán de aquella época que Nagorno se encargaba de recordare cada vez que discutían.

Héctor intervino pidiendo calma a ambos y tras un eterno momento de tensión, Kyra volvió a centrarse.

—Digamos que es similar al tubo de plástico que rodea el extremo del cordón de las zapatillas —dije yo, echándole un cable—. Cada vez que una célula se divide, el telómero se acorta, hasta que no queda nada. A eso se le llama el límite de Hayflick: cincuenta divisiones celulares. Después, la célula comienza a envejecer. Es como encender la mecha de un explosivo, si prefieres un símil que te resulte más cercano. Kyra, eso ya se investigó en los años sesenta, y fue una de las primeras teorías que descartamos, ¿por qué vuelves ahora a ella?

—Ya solo por el alboroto que están haciendo deberíamos echarle un ojo —dijo encogiéndose de hombros.

—Bien, seguid investigando entonces —apremió Jairo, apoltronándose en el sofá.

—Eso es lo que hacemos precisamente, en ese tiempo de ocio que tú sí disfrutas —le señalé.

—Aun así, me parece que te centras demasiado en tus exposiciones —me espetó mi hermano—. Puedes jugar a los museos, si es lo que te place, pero no olvides los motivos de nuestra pequeña obra de teatro. Tengo la impresión de que olvidas fácilmente cuál es nuestra prioridad.

—Si controlases mejor tus furores genitales y hubieras respetado a mi anterior conservadora de Prehistoria, no habría tenido la sobrecarga de trabajo que tuve el año pasado, así que no me presiones ahora. Si lo que quieres es tener pequeños Nagornos correteando entre tus piernas para «antes de ayer», te sugiero lo siguiente: te matriculas en Biología en cualquier universidad privada que soporte tus extravagancias, te especializas en Genética, y acudes a todos los congresos de Medicina Regenerativa que se ofertan por el ancho mundo.

Jairo se levantó de un salto y apretó los nudillos hasta que se quedaron blancos.

—¿Demasiado esfuerzo, Nagorno, demasiada disciplina para ti?, ¿te dignarás a convivir con los efímeros que tanto desprecias durante los años que dure tu formación?

Yo también me levanté y me quedé frente a él, estirándome todo lo que pude para acrecentar la diferencia entre nuestras estaturas. Aquel gesto siempre le había molestado, nunca superó el metro setenta. Después de mantenerme la mirada durante un rato, se giró hacia la playa. No contestó.

—Eso pensaba yo —le dije a su espalda—. Creo que es mejor que sigas dejando que la plebe nos ocupemos del trabajo laborioso y tú te limites a poner los billetes para que todo siga su camino.

—De acuerdo, tortolitos —intervino Kyra—. Dejad descansar vuestra testosterona por un rato y volvamos a centrarnos en la investigación.

—Lo que me preocupa —dijo finalmente Jairo, sentándose de nuevo aunque sin apartar su mirada de la mía— es que os paséis años dando palos de ciego y que llegue el momento de cambiar de lugar y de identidad. Después tendremos que buscar otra tapadera para instalar el laboratorio en otro sitio. Además, los contactos que habéis conseguido en el ámbito científico no servirán de nada. Es más, serán contraproducentes. Tendréis que evitarlos e intentar que no os encuentren en la próxima identidad. Así que tendréis que daros prisa. Llevamos en Santander ya cuatro años, ¿cuánto tiempo nos queda antes de que la gente murmure que ninguno de nosotros envejecemos?, ¿seis años más? En fin, lo dicho. Apurad vuestro tiempo y exprimid vuestro ingenio.

Luego se levantó y se abotonó la americana.

—Padre, hoy teníamos un buggy alquilado en Pedreña a las once de la mañana, ¿vamos?

—Lo había olvidado, hijo —dijo Héctor con voz culpable—. Lo cierto es que Iago y yo nos íbamos de caza esta mañana, se han visto varios jabalíes en la zona de Saja, y la temporada está a punto de acabar.

—Déjalo —contestó, mientras se dirigía de nuevo a su descapotable—. Kyra, monta: te dejo en tu casa antes de ir al golf.

—Jairo, hijo, espera —le rogó Héctor inútilmente.

Pero Jairo no se molestó en despedirse, y Kyra le siguió con un gesto cansado.

—Debería haber ido —se lamentó mi padre.

—Eso es cierto, deberías. Ahora no nos conviene fomentar ningún conflicto entre nosotros cuatro, no sea que a Kyra y a Jairo les dé por investigar a nuestras espaldas.

—Entonces supongo que me toca jugar esa maldita partida de golf con Jairo —suspiró—. Voy a cambiarme y a por la bolsa de los palos.

Sonreí al pensar en lo que le aburría aquel plan. Mi padre odiaba el golf como pocas cosas en esta vida. Le parecía una actividad demasiado pausada y no soportaba los tiempos muertos. Algo bastante curioso para un hombre que había dispuesto de más tiempo que ningún otro Homosapiens.

Se despidió de mí con un susurro y quedé a solas, paseando por la cala con mis recuerdos y un traje de dos siglos cuyas costuras rígidas ya me empezaban a agobiar. Me senté sobre un tronco roto que había traído la marea. Me agaché y le arañé un puñado de arena a la playa.

El viento me golpeaba molesto en el rostro. Nagorno siempre elegía emplazamientos ventosos para vivir, seguramente le recordaban a la estepa donde nació y creció. Solo yo sabía lo que me molestaban los lugares de viento eterno. Pasé décadas con aquel murmullo molesto castigándome los oídos día y noche, sin poder escapar de él. Una vez más, noté que mi mal humor crecía y no hice nada por evitarlo.

Cerré los ojos y escuché lo que la brisa tenía que traerme.