15

Viernes de Carnaval, 17 de febrero

Apenas veinte minutos después, y siguiendo las indicaciones de Héctor, conducía hacia el chalet de Jairo. Llevaba puesto un vestido naranja de gasa, ceñido a la cintura, que arrastraba al andar. Me había calzado unas sandalias de tiras hasta medio muslo que apenas había usado por falta de ocasión. En la cabeza, un complicado recogido que imité como buenamente pude de un libro titulado Monografía del traje de 1880, que compré en una librería de viejo junto a la Plaza de Oriente en Madrid. Me puse unos aretes de oro en las orejas y me apresuré a salir para no llegar la última.

Fue fácil encontrar la casa en cuestión. En cuanto dejé Pedreña y enfilé hacia las playas de Somo, pude distinguir una hilera de coches avanzando en procesión, como hormigas nocturnas bajo las luces de las farolas, que iban señalando el camino hasta un moderno chalet de piedra, madera y grandes ventanales.

El porche del chalet era un espacio abierto, limitado por unas columnas y sembrado de confortables sofás de exterior orientados hacia una pequeña cala donde el viento soplaba tanto como en el MAC. Allí sentada encontré a parte de la plantilla, charlando animadamente: soldados franceses, príncipes florentinos y damas del siglo XVIII. Yo opté por ponerme en la larga cola que se había formado delante de la entrada. En el vestíbulo, un joven vestido con una túnica romana se encargaba de dar la bienvenida y de pedir el móvil a cada uno para después meterlo en pequeñas bolsas etiquetadas.

—¿Por qué está confiscando Jairo los móviles? —le pregunté a Chisca, en cuanto la reconocí sin su rímel habitual. Iba vestida de campesina medieval, y la cara lavada le favorecía mucho.

—No se pueden sacar fotos dentro de la casa. Está plagada de obras de arte —me explicó, girándose hacia mí—. Por cierto: no es Jairo, es Patricio. Y no hagas chistes fáciles con el nombre y el disfraz, creo que los he escuchado todos esta noche. Además, para tu información, Patricio es su…, uhm… llamémosle su asistente personal —añadió divertida.

—No seas tan diplomática —intervino Marta, la secretaria de Iago, con un vestido psicodélico años sesenta—, en realidad es su criado.

—Más bien su esclavo —dijo un espartano a mis espaldas, en tono jocoso.

Estaban en lo cierto, no era Jairo, pese a que tenía su misma estatura y el pelo negro también peinado hacia atrás.

El esclavo en cuestión se inclinó teatralmente ante nosotros como si no hubiera escuchado nada:

—Sed bienvenidos a esta casa.

Pues sí que se toma en serio su papel, pensé.

Entonces me fijé que en la puerta, a modo de aldaba, una chapa de bronce representaba un ciervo. Todo él estaba retorcido sobre sí mismo, en un bucle imposible. Recordé el detalle del reloj de bolsillo de Jairo, y me di cuenta de que ambos adornos pertenecían al mismo estilo. Hice de nuevo un esfuerzo mental por identificar aquel arte, pero enseguida me distraje de mi empeño, porque cuando por fin traspasé el umbral tuve que reprimir un silbido de admiración.

La residencia de Jairo era, literalmente, otro museo. Para empezar, el suelo y las paredes del amplio vestíbulo eran de un mármol dorado, brillante y pulido, como nunca antes había visto. Luego estaban las estatuas, no las clásicas imitaciones de estatuas griegas y romanas. Me acerqué a una pequeña vitrina para admirar una reproducción de bronce de Artemisa, con un ciervo a su lado. ¿Aquella pieza no era la que formó todo el revuelo al ser subastada en Sotheby? Los arqueólogos nos oponíamos a que material de alto valor arqueológico siguiese en manos del mercado privado. Pero entonces, ¿era la pieza verdadera, o todo aquello era un circo de falsificaciones? En esas estaba cuando un aliento calentó mi nuca:

—Llevaba mucho tiempo sin ver algo tan hermoso.

—Vaya, gracias —respondí.

Era Jairo del Castillo, por supuesto. Vestía también de romano, pero por la calidad de la tela, no tuve ninguna duda de que su disfraz era de alguien acomodado. Salva me explicó más tarde que Jairo llevaba la túnica palmata, propia de los generales victoriosos, y sobre ella, una toga picta. Las dos prendas eran de seda púrpura, bordada con hilo de oro.

—¿Sabes?, en la antigua Grecia solo una hetaira se habría puesto un vestido de color azafrán como el tuyo.

—¿Me estás comparando con una prostituta?

—No era mi intención ofenderte, créeme.

—Vale. Pero reconoce que no ha sido una frase muy afortunada.

—No sé lo que me pasa contigo —dijo encogiéndose de hombros—. No acostumbro a ser tan torpe con las damas.

—Eso ha sonado muy, pero que muy soberbio.

Hizo un barrido con la barbilla alrededor de la estancia, señalando a otras mujeres.

—Pregunta… ellas te dirán.

Y tenía razón, no era soberbia lo que destilaban sus palabras, sino más bien conciencia situacional.

Por suerte nos interrumpió Iago, que iba vestido con una casaca y unos calzones anaranjados y verdes a rayas.

—Jairo, te está buscando Patricio. Creo que es hora de empezar el banquete —le dirigió una mirada severísima a su hermano, y este se fue mascullando algo en latín que no llegué a entender.

—¿Qué ha dicho?-le pregunté.

—Nada que pueda reproducir aquí.

—Ya, perfecto.

Una vez que Jairo se marchó y nos quedamos solos, aprovechamos para escanearnos los dos de arriba a abajo, con la excusa de admirar los disfraces. Me puso cara de «interesante elección de disfraz», pero por suerte, no lo dijo.

—No empieces tú también con lo del color del vestido, por favor —me adelanté. Si Jairo estaba tan puesto en la indumentaria de la antigua Grecia, no me cabía ninguna duda de que Iago también lo estaría—. Estoy a punto de tirarlo a la basura.

—Por mí no lo hagas —dijo apurando la copa que tenía en la mano—, estás bellísima. Y además vamos a juego, podríamos pasar por pareja.

—Claro, con varios milenios de diferencia.

—Qué más da —sonrió—, me encantan los anacronismos.

Vaya, solo por oír esto ha merecido la pena venir, pensé.

—¿De dónde has sacado tú este disfraz? —dije acercándome para admirar los bordados de hilo de oro de la solapa. Solo entonces me di cuenta de que había zonas que estaban más desgastadas que otras. Achiné los ojos.

—¡No es un disfraz!

—No —me confirmó con aire travieso—, pero baja la voz. Una familia anónima nos donó varios trajes, algunos tan antiguos como este. Kyra del Castro ha estado restaurándolos y a su debido tiempo los incluiremos en la colección, pero Héctor y yo no hemos podido evitar usarlos hoy.

—¿Me estás diciendo que llevas puesto un traje que tiene dos siglos? —lo reconozco, cuando me sorprenden de esa manera me vuelvo un poco lenta y tiendo a ser redundante.

—Doscientos cincuenta y dos años, en realidad —me aclaró riéndose. Era evidente que la situación le divertía.

Tan solo en dos ocasiones antes había visto ropa auténtica del siglo XVIII. La primera, en el Museo del Traje de Madrid; la otra, en el Victoria and Albert de Londres. Siempre me llamó la atención que las tallas eran de personas bastante pequeñas para nuestros cánones actuales. Sobre todo los zapatos: era como si todo el mundo gastase una 33. Alguna vez habían llegado a mis manos estadísticas con las tallas medias de los individuos en distintas épocas de la historia, y pude comprobar que mis observaciones no andaban muy desencaminadas. Contemplé sus magníficos zapatos verdes, de medio tacón y con una hebilla dorada con los bordados haciendo juego con la solapa. Calculé que calzaba una talla 45.

—Has tenido mucha suerte al encontrar un traje de tu tamaño —alcé la cabeza y le sonreí—: No pensé que hubiera gigantones como tú hace unos siglos.

—No creas, el mismo Giacomo Casanova medía más de metro ochenta —alegó con aire distraído—. ¿Qué pasa? —se defendió al ver la cara que le ponía—. No me mires así, me leí sus memorias.

Vaya con la Iagopedia, pensé.

En ese preciso momento, Patricio nos interrumpió, invitándonos con sus modales sedosos a pasar al salón donde iba a tener lugar el banquete. Iago se despidió de mí alzando su copa y se dirigió hacia el interior saludando al resto de la plantilla.

Ninguno de los asistentes estábamos preparados para lo que íbamos a presenciar. Lo primero que vimos fue que el espacio había sido distribuido por una veintena de mesas de poca altura. En cambio, no había ninguna silla en todo el recinto. En su lugar nos esperaban tres divanes alrededor de cada mesa en los que cabían sendas personas tumbadas en hileras —triclinium, nos explicaron—, tal y como nos enseñaron las camareras, que por cierto iban vestidas con túnicas blancas. Parecían auténticas esclavas romanas, si es que alguien puede imaginarse a las chicas de la mansión Playboy vestidas como hace dos mil años. Desde luego, Jairo se había tomado muchas molestias en la caracterización.

Yo me acomodé, obediente, apoyando mi peso sobre el codo, entre Salva, y Elisa, que llevaba un vestido de corte imperio.

—Es igualito a un retrato de Josefina Bonaparte —me susurró con evidente orgullo. No hizo mención alguna a nuestra tarde de compras ni a su bronca con mi primo. Yo tampoco. Para qué.

Cuando todos estuvimos tumbados sobre un costado, Jairo, que presidía la sala desde la misma mesa de Héctor y Iago, hizo un ademán solemne a Patricio, indicándole que el banquete podía empezar. Y vaya si empezó. En primer lugar, una lluvia de pétalos blancos y amarillos cayó sobre nosotros durante varios minutos hasta dejar un manto que cubrió las patas de las mesas y los divanes.

—Vainilla —exclamó Elisa, atrapando uno de ellos—. Esto es afrodisíaco.

—No, mujer, eso es la canela —le corrigió Salva mientras aspiraba—. La vainilla es para abrirnos las papilas gustativas.

Distraída por aquel espectáculo de colores y olores exóticos, no me había percatado de que Salva estaba conmocionado.

—Es que lleva cuatro años esperando que le toque su área —me explicó Elisa—. Cada año, la Santísima Trinidad nos invita a la fiesta de Carnavales y dedica la cena a una época diferente. Han representado un banquete medieval, una cena vikinga, una fiesta en Versalles… En fin, que este año Salva esperaba que tocase el banquete romano y ha acertado.

—¿Y por qué demonios vas disfrazado de guerrero cántabro? —quise saber.

—Por llevar la contraria, lo llevo en la sangre —se limitó a decir, guiñándome el ojo.

Lo cierto es que, viéndolo recostado dignamente sobre el diván con su espesa capa de lana —me dijo que se llamaba sago— y su daga, era fácil retroceder ochenta generaciones y hacerse una idea de que el abuelo de su abuelo también presentó resistencia cuando Roma se empeñó en conquistar aquellos montes.

Entonces llegaron las criadas romanas arrastrando unos carros que llevaban un ciervo asado sobre la bandeja. Cuando abrieron el ciervo, que sabía un poco picante, encontramos que estaba relleno de un cerdo, que tenía un regusto dulce. Cuando abrieron el cerdo, dentro había un pavo con una salsa amarga, y así sucesivamente fuimos encontrando un conejo y un pichón, con sus correspondientes acompañamientos que iban excitando las distintas zonas del paladar, hasta llegar a un huevo dorado que contenía huevas de caviar. A esas alturas, nadie dudó que el caviar fuera iraní o ruso.

—Creo que voy a reventar-dijo Salva, y tuve que darle la razón.

Al igual que mis compañeros, me sentía llena y algo mareada por el bombardeo de sabores y el olor persistente de la vainilla. Algunos asistentes habían ido abandonando la sala después de dar buena cuenta de los postres de harina bañados en miel, las pasas, las uvas, y las nueces de Pecán. Entre ellos Elisa, que había desaparecido hacía bastante rato con una excusa peregrina que no entendí muy bien.

Yo necesitaba también un poco de aire fresco, así que me levanté y curioseé un poco por las estancias que estaban abiertas. Entonces vi que mucha gente estaba bajando por las escaleras al piso inferior y les seguí. Entré en una especie de plataforma flotante que acababa en una barandilla, desde la que se intuía una inmensa habitación a oscuras, varios metros por debajo de la balconada. Jairo estaba apoyado en el pretil, de espaldas a la estancia. Cuando todos hubimos bajado, Jairo se giró y con un gesto teatral, como si fuera un director de orquesta, ordenó a Patricio que encendiera las luces de las paredes. Una a una fueron iluminando la sala hasta llegar al final, mostrando el tesoro que guardaba: maquetas de guerra.

Un murmullo recorrió el grupo de curiosos, que no esperamos ninguna invitación de Jairo para bajar por una escalera lateral y lanzarnos sobre las maquetas para observarlas de cerca. Cada una de ellas medía cerca de dos metros cuadrados: reproducían la orografía del terreno y multitud de diminutos soldados. Daba la impresión de que plasmaban escenas concretas de batallas de distintas épocas.

—¿Esto es el asedio a Numancia? —preguntó Onofre, el conservador jefe del Área de Edad Moderna, que iba vestido con un uniforme de oficial de las tropas napoleónicas.

Onofre era el que más se parecía a mis antiguos compañeros del Museo Nacional. Tanto su físico como su comportamiento estaban más cerca de un contable o un auditor de cuentas que de un arqueólogo. En su área, que abarcaba desde el siglo XV hasta el XVIII, era tan poco imaginativo como eficaz. Nuestra relación de momento funcionaba bajo las coordenadas de una educada indiferencia.

—No, es la destrucción del poblado celtíbero de La Hoya, en la actual Rioja Alavesa —contestó Jairo, complacido por la admiración que nos causaba su hobby.

—¿Esto es la Guerra Civil? —le pregunté al reconocer las camisas de los soldados.

—Sí, el ejército nacional lleva varias semanas en la Ciudad Universitaria de Madrid, junto al río Manzanares. Desde la trinchera los soldados disparan durante una hora al día sobre el bando republicano. Como ves, es ridículo: la trinchera enemiga está apenas a unos metros. Podían matarse con facilidad en cualquier momento, pero obedecen órdenes y esperan. El mayor enemigo es el hambre. Cada noche, los soldados se turnan para arrastrarse sobre las piedras heladas del Manzanares para traer las provisiones desde la otra orilla. Luego han de aguantar varios días con las ropas empapadas: durante aquel asalto mueren más hombres por neumonía que por herida de bala.

—¿Eso que están cocinando al fuego es una rata? —quise saber.

—Sí —respondió lacónicamente—, aquel día hubo suerte.

Ya lo había conseguido de nuevo: Jairo tenía a la audiencia entregada. Un poco hastiada, miré alrededor. La sala era inmensa, y desde abajo parecía que la sucesión de maquetas de guerra no tenía fin. Cuánto tiempo libre tienen algunos, pensé.

Pero Jairo aprovechó que estaba sola para acercarse a mí.

—Creo que antes ha habido una pequeña confusión entre nosotros —dijo clavándome sus ojos oscuros de ave rapaz.

—¿Eso es una disculpa?

—No, en realidad. Siento que me hayas malinterpretado, pero te aseguro que no tenía la intención de ofenderte. Compararte con una hetaira no entra dentro de mi catálogo de insultos. Verás, para mí las hetairas eran mujeres independientes, sofisticadas, y recibían educación en un mundo donde no era habitual que una fémina formase parte de los simposios, ni que sus opiniones y creencias fueran tomadas en cuenta por los hombres. Por supuesto que eran conocidas por sus talentos físicos, pero…

—Jairo, me ha quedado claro —le interrumpí.

—¿Podemos, entonces, comenzar de nuevo?

Qué remedio, eres mi jefe.

—Por supuesto, no soy rencorosa.

—Y ahora que se ha abierto un horizonte de confianza entre nosotros, quisiera que me sacaras de una pequeña duda, ¿fue un caballo quien te dio una coz en la frente?

Al menos tenía agallas; normalmente nadie me preguntaba por la cicatriz. Intentaban no mirarla, y con el tiempo, dejaban de verla, tal y como me ocurrió a mí.

—Una yegua, en realidad.

—Supongo que la odiaste cuando te lo hizo —murmuró.

—Cuando me lo hizo, me tiró al suelo. Pero me dio la coz por accidente. Los caballos no patean a nadie, son demasiado nobles.

—Lo sé —dijo con voz ronca.

—Yo quedé inconsciente y mi primo, que montaba a mi lado, me llevó al hospital. Desperté aquella noche, estaba sola y tuve mucho tiempo para pensar —le aclaré, girándome para que no me viera la cara.

Lo cierto es que no vino nadie de mi familia. Marcos estaba furioso conmigo por haber forzado al animal, así que, en cuanto me cosieron la herida y se aseguró de que estaba bien, volvió a su casa y no dijo nada a mis tíos ni a mi abuelo. Tampoco llamó a mi padre, que dormía en algún hotel barato de carretera, poco antes de que lo despidieran.

—No, no la odié —continué—. Aquella yegua siempre se portó bien conmigo, pero yo no puedo decir lo mismo. Solía montarla los fines de semana. Yo tenía casi dieciocho años, estaba enfadada con el mundo entero y me había convertido en alguien que hacía daño a todo el que se me acercaba, incluido a aquel animal. La espoleaba al límite de sus fuerzas, y ella siempre respondía, hasta el día que me tiró.

—Ya, supongo que no has vuelto a montar nunca más —dijo torciendo el gesto.

Él adoraba los caballos. Lo había notado por los bustos que jalonaban las esquinas de su casa, por aquel pañuelo de estribos de Hermès que era la única prenda que le había visto repetir, por la desaprobación de su mirada mientras le contaba mi historia. No le culpé.

—Te equivocas. Volví a montarla. Muchas veces, de hecho. Al principio se mostraba muy nerviosa, no quería ni verme. Así que empecé con lo básico. Mi primo hacía prácticas en el centro hípico y me permitió retirar la paja sucia de su establo, después aprendí a cepillarla. Tardó un par de meses, pero finalmente me volvió a aceptar.

—Vaya, no creí que…

—¿Que quisiera verla de nuevo? Aquella coz fue mi punto de inflexión. No me gusta ocultar mi cicatriz, porque me recuerda a la persona que no quiero volver a ser —me callé porque ya había hablado demasiado.

No sé qué me pasaba con los hermanos del Castillo, debían de tener entre sus abuelos a algún confesor, porque siempre acababa contando de mí misma más de lo que me gustaría.

—¿De qué raza era?

—Era una yegua española —recordé.

—¿Capa?

—Torda.

A esas alturas de la conversación, Jairo ya se había enroscado a mi cintura como un ofidio.

—Escucha, tienes que dejar de hacer eso —le paré.

—¿Hacer qué? —su tono casi sonó inocente. Casi.

—Intentar darle a todas nuestras conversaciones un toque de seducción. Jairo, tienes que dejar de esforzarte conmigo. El numerito del ajedrez, lo de tu bólido, tus puestas en escena… y todo esto que te adorna —dije, mirando alrededor—. No lo necesitas para atraer a nadie. Tú ya eres interesante. Aunque por otro lado, me acabáis de contratar y quiero hacer las cosas bien, ¿de acuerdo?

Era mi manera de decir que yo no era impresionable. Qué va. A mí un par de inusuales ojos azules y una mente sobresaliente me bastaban para dejarme insomne durante semanas. Limitaciones que tiene una.

Volviendo a Jairo, por primera vez vi algo de verdad en su rostro. Primero, estupor. Luego, un gesto parecido a una mínima rendición.

—De acuerdo —dijo, encogiéndose de hombros. Aunque sonó como un «lo intentaré, pero no prometo nada».

¿Lo había neutralizado? Ya veríamos. A los tíos como él era mejor frenarlos de entrada. Dejarlos en cueros y esperar que hubiese algo más que humo bien envuelto detrás de la fachada.

—Y me parece que tienes que irte a atender a tus admiradores —rematé.

Le sonreí señalando a Onofre y sus becarios.

—Creo que quieren saber el número exacto de bajas que hubo en Waterloo.

Me di la vuelta sin esperar a ver su reacción, y seguí deambulando entre puentes derrumbados y árboles quemados hasta que una luz llamó mi atención. En una esquina de la estancia, una puerta blanca, del mismo color que las paredes, estaba semiabierta. Me acerqué hasta ella y me asomé dentro.

Madre de Dios, se me escapó, y esta vez sí que era fascinación.

Un pequeño cuarto guardaba también maquetas, pero eran más pequeñas y no tenían nada que ver con las anteriores. Allí no había rastro de batallas, eran más bien escenas cotidianas de distintas épocas. Las figuras eran mucho mayores y estaban trabajadas con un nivel de detalle que me obligó a acercar la nariz hasta casi tocarlas. Desde luego, Jairo era un artista. No estaban ordenadas como las de la sala exterior, y el conjunto resultaba tan anacrónico como aquella noche en sí misma. Convivía el siglo XV con el IV, Neolítico con Edad de Bronce, Ilustración con Edad Media.

Me acerqué a la que tenía más cerca, donde un par de hombres de aspecto rudo trabajaban la quilla de un barco. El moreno estaba agachado sobre un cubo de madera lleno de brea. El rubio era más corpulento y alto, si cabe. Sostenía un instrumento en forma de T que apoyaba sobre el pecho mientras extraía tablas de un tronco de madera. Llevaba una barba trenzada y sus espesas cejas rubias eran casi blancas. Deduje por la indumentaria que eran vikingos. Estaban calafateando un drakkar.

Me paseé por la estancia hasta que una maqueta me llamó la atención: varias personas rodeando a una parturienta, que pujaba con el rostro tenso, los ojos cerrados con fuerza y los puños agarrados a dos piedras que sobresalían labradas en el suelo. La joven estaba en cuchillas, desnuda, pero sobre el cuerpo serpenteaban dibujos de ocre rojo. Llevaba pulseras hechas de pequeños dientes de zorro y un collar de caracoles marinos.

Littorina obtusata. Mesolítico, resolví. Siempre fui buena a la hora de calcular la edad de las piezas antiguas. En los yacimientos me gané el sobrenombre de «C14», Carbono 14, recordé con una sonrisa.

Su tocado era curioso: llevaba el pelo rapado en las sienes, y una larga coleta recogida sobre la nuca. Pero más curioso aún era que varios de los individuos que la rodeaban —una anciana, dos niños y dos hombres—, llevaban peinados similares, no idénticos, pero se podía deducir que formaban parte de la misma etnia y del mismo clan. Entre las piernas de la mujer, un cesto trenzado parecía destinado a recoger al bebé o a la placenta. Quién sabe. Los niños tenían a sus pies varios cuencos de madera, con distintos líquidos en su interior. Era como si aquel sitio fuera un lugar destinado a dar a luz, y que todos los miembros de aquel clan formaran parte activa del alumbramiento. Detrás de la mujer había un hombre, aunque a diferencia del resto, no tenía rostro. Quien quiera que hubiese esculpido aquella figura —¿podía ser Jairo capaz?—, había trabajado el resto de los detalles. Pelo negro y largo peinado igual que la mujer, pantalones cosidos a los costados, una línea serpenteante de ocre pintada desde el hombro hasta las muñecas.

El hombre sin rostro apretaba su antebrazo con fuerza bajo el pecho de la parturienta.

La maniobra de Kristeller, recordé.

Elisa me la había explicado durante los interminables relatos de sus tres partos. Cuando el bebé viene en una postura complicada, la matrona pone todo su peso en el antebrazo y aprieta hacia abajo para expulsar al niño. Eso era exactamente lo que estaba haciendo el cazador. Me acerqué aún más, olvidándome del mundo exterior, de mi disfraz inapropiado, de la vainilla mareante y de la Guerra Civil. Me había compensado acudir a la fiesta aquella noche. Allí, delante de mis narices, tenía un fragmento de Prehistoria. Sin poder evitarlo, metí el dedo en el diminuto cuenco de madera y me lo llevé a la boca.

—Es miel de brezo —me confirmó una voz a mis espaldas.

Me di la vuelta y encontré a Iago-Giacomo apoyado en la pared, sonriente como siempre.

—¿Llevas mucho tiempo ahí? —quise saber.

—El suficiente —contestó mientras se acercaba—. Se supone que no deberías estar viendo esto.

Entonces empezaron a cuadrarme las cosas.

—Las maquetas son tuyas.

—Sí, nada de guerras —alejó el pensamiento con una mano—: Prefiero trabajar en escenas más apacibles.

Volví a clavar mis ojos en el parto prehistórico:

—¿Es así como te imaginas que ocurría?

Asintió.

Tiene sentido, pensé. La miel es un alimento energético y era una buena opción si el parto se anunciaba largo. También tenía sentido que colaborara toda la tribu, pequeños y mayores: sería importante que todos supieran qué hacer en un caso de emergencia.

—Eres muy bueno especulando.

—Gracias —aceptó con modestia—, me alegra que no me acuses de fantasioso.

—Espero que hayas olvidado lo del otro día, no fue el mejor de los comienzos.

—Pero fue sincero —discrepó—. Y en todo caso, nos ahorra mucho tiempo saber tu manera de pensar.

—Cierto —tuve que admitir—. Cambiando de tema, ¿por qué no expones las maquetas en el museo?

—No, no —hizo el gesto de «aparta de mí ese cáliz»—, para mí son un desahogo, bueno, más bien una terapia. Son algo estrictamente personal. Las construyo en mi casa, y cuando las acabo, las voy trayendo aquí porque Jairo tiene mucho más espacio que yo. Además, una vez que las termino, no quiero tenerlas pululando por mi piso.

—¿Una terapia, has dicho? ¿Qué pasa, que estás estresado por el trabajo, o algo así?

—Qué va —me guiñó el ojo—, no es eso. Y si lo fuera, no lo admitiría delante de ti. Acabamos de contratarte, no tengo ganas de que salgas corriendo.

Calló un momento, sopesando si darme esa confianza, y luego, por suerte, continuó:

—Verás, tengo problemas con el sueño…

—¿Insomnio?

—No, no es insomnio —tenía la mirada perdida más allá de la pared y todo él estaba muy lejos de aquella habitación—. Es que a veces me despierto desorientado y necesito centrarme un poco para empezar el día como una persona normal. Lo de las maquetas es una afición de Jairo, pero él me propuso que yo también las construyese para tener la mente ocupada en algo nada más despertarme. Y resultó, o al menos, de momento está resultando, aunque yo prefiero escenas que me remitan a cierta paz.

—Como esta —murmuré.

Un monje con hábitos marrones y una larga soga al cuello dibujaba las intrincadas iniciales de un enorme libro, sujetando una pluma con la mano derecha y una especie de raspador con la izquierda.

—Son las glosas del Monasterio de San Millán de la Cogolla, ya sabes, durante un tiempo se dijo que en el Códice Emilianense fue donde se escribió el castellano por primera vez, en el siglo XI. Aunque en realidad eran anotaciones en lengua romance, euskera medieval y latín. Por lo visto el monje copista era, como mínimo, bilingüe —me aclaró. Le animé a que siguiera. Me gustaba cómo se explicaba—. Ese libro tiene unas cincuenta páginas, de gran tamaño, como ves. Cada una de ellas está realizada con la piel de un ternero no nato, así que imagínate la cantidad de vacas que necesitó ese libro.

Observé con detenimiento al copista. Llevaba una barba larguísima, pero las facciones estaban ocultas bajo la capucha. Me pregunté si aquella figura tampoco tendría rostro, pero no me atreví a retirarle la capucha delante de Iago. Entonces tuve una corazonada y miré la veintena de maquetas, buscando un denominador común. Bingo.

Todas ellas tenían la figura de un hombre sin rasgos faciales. Abrí la boca para preguntarle, pero algo en su postura incómoda me persuadió de que, por una vez, mantuviera la boca cerrada.

Basta de preguntas, me obligué. La noche ya había tenido su dosis de emociones.

Aunque todavía quedaba alguna más. Una hora después, mientras caminaba a tientas bajo la tenue iluminación de las luces a ras del césped del aparcamiento exterior, dos figuras junto a mi Clío me dieron un buen susto. Reconocí a Jairo por la larga toga morada. La chica que estaba delante de él era una de las camareras. La más espectacular, en realidad. Yo me quedé parada, a pocos metros del coche donde estaban apoyados, rezando lo poco que sabía para que no me viesen.

La esclava estaba en esa postura típica del cacheo de las películas, y la mano de Jairo, a su espalda, le subía la túnica como una culebra reptando por el tronco de un árbol bíblico. La luz del farolillo más próximo dejó ver la nalga blanca y lisa de la chica, a la vez que Jairo le susurraba algo al oído, mientras ella cerraba los ojos y echaba la cabeza hacia atrás.

Jairo la penetró despacio, sujetándole las caderas y dirigiendo el movimiento con el ritmo de quien controla la situación. Yo aguanté la respiración. No sabía si moverme y seguir hacia mi coche, o continuar allí, parada, hasta que la escena acabase. Me decidí por lo primero, así que me subí un poco el vestido con las dos manos para no tropezar y comencé a moverme lo más sigilosamente que pude en busca de mi coche. Eché una última mirada a la pareja, que seguía en pleno rito de apareamiento, dando gracias a que no me hubieran visto, cuando Jairo giró levemente la cabeza hacia mi dirección, con su sonrisa torcida, y me lanzó un beso en el aire.

Maldito.

Me había visto desde el principio.

No así la esclava romana, que seguía persiguiendo su orgasmo, ajena a todo.

La tarde siguiente, un mensajero delgado como un alambre me trajo un pequeño paquete con una caja y una tarjeta dentro. En el interior encontré una chapa rectangular de oro con una yegua hábilmente grabada. Era el mismo estilo que había visto la noche anterior en la aldaba del chalet. Cuando abrí la nota, me esperaban una invitación al Hipódromo de Bellavista y una frase manuscrita:

Es necesario ser noble para apreciar la nobleza de un animal.

Hazme el honor de aceptar mi compañía, mañana domingo.

J. C.

Sacudí la cabeza. Era lo último que necesitaba, dejarme ver con Jairo del Castillo por Santander para dar carnaza a las lenguas viperinas del museo. Llamé al móvil que encontré escrito debajo, rogando que no me lo cogiera. Cuando sonó el buzón de voz, rehusé amablemente su invitación con una excusa tan inverosímil que cualquiera entendería que no estaba interesada en salir con él. Después llamé a la empresa de mensajería que acababa de entregarme el paquete y envié la placa de vuelta al pequeño reino de Jairo.