Viernes de Carnaval, 17 de febrero
Elisa y yo habíamos recorrido casi toda la calle Isabel II, en la zona más comercial de Santander, mientras ella apretaba el paso como si tuviera clara su meta. Siguiendo a regañadientes los consejos de mi primo, había quedado con su mujer para ir de compras. Después de toparnos con una caperucita roja de dos metros, dos hombres de negro ocultos tras sus Ray Ban y varias charangas disfrazadas de frutas, me di cuenta de que eran Carnavales.
—¿Has oído hablar de El Hombre de Java? —me preguntó, intentando dar a sus palabras un toque de misterio.
—Sí, el Homo erectus —la miré, extrañada.
¿Tú también quieres retarme?, pensé con hastío, reprimiendo el mal recuerdo de mi duelo verbal con Iago.
—No, mujer. El Hombre de Java es una cadena de tiendas de muebles coloniales —dijo, señalando el imponente local de la esquina con la avenida de Calvo Sotelo—. Han abierto una en todas las capitales del norte. El caso es que toda Santander está amueblando su casa aquí.
Nos acercamos al escaparate y pude ver el interior abarrotado de pesadas camas de madera de wengué con doseles de telas ligeras, una colección infinita de tótems de todos los tamaños con ídolos oculados y las paredes salpicadas de collares de aguamarina, larimal, y cualquier piedra lejana difícil de encontrar en una ciudad como la nuestra. Reconozco que me gustó lo que vi, y empecé a imaginarme la nueva decoración de mi habitación. Así que le hice un gesto de aprobación a Elisa y ya nos disponíamos a traspasar la puerta de cristal cuando mi amiga se acercó a la acera y se paró extasiada frente a un pequeño Porsche rojo que estaba aparcado en doble fila.
—Fíjate —susurró fascinada, sin dejar de mirarlo—, ¿no es una belleza?
—Mujer, es un coche… No es para tanto.
Pero ella no me estaba haciendo ni caso y comenzó a rodear el descapotable inspeccionando toda la chapa del deportivo.
—Calla, nena —dijo, haciéndome un gesto con la mano para que me uniese a ella—. Tenemos que buscar una inscripción que ponga Little Bastard.
—Entonces ya es oficial: te has vuelto loca.
—Qué poca colaboración —bufó, volviéndose hacia mí—. Este coche pertenece a Jairo del Castillo. Y por cierto, El Hombre de Java también. El caso es que se dice que es el mismo en el que se mató James Dean. Desde luego es el mismo modelo, un Porsche Spider 550, aunque la carrocería ahora es roja y el original era gris.
—¿Desde cuándo sabes tanto de coches?
—En el BACus los compañeros se pasan el día discutiendo acerca de si este coche es el auténtico o no. Resumiendo: que nos hemos apostado una cena si alguien demuestra que es el verdadero. Aunque si fuera así, se me ponen los pelos de punta —susurró.
—¿Y eso?
—Porque se supone que el Little Bastard está maldito. Después de matar a James Dean, todos sus dueños desde 1955 sufrieron accidentes y acabaron muertos, hasta que fue reconstruido para una exposición en 1960 y desapareció sin dejar rastro. ¿Quién querría conducir un trasto así?
—Alguien que no tenga miedo a la muerte —dije sin pensar—. ¡Qué bien!, ya estoy hablando como una supersticiosa.
Entonces las vi. En un lateral de la carrocería, junto al asiento del conductor, brillaban unas letras en cursiva.
—No sé si será la prueba definitiva, pero ahí lo tienes —le señalé la pequeña inscripción—: Big Bastard.
En ese momento, una ráfaga de viento venida de la nada jugueteó con el vuelo de su vestido blanco y ella se tapó coqueta, recordándome no sé qué escena del cine de los cincuenta.
Una voz ronca susurró junto a nuestras nucas:
—Señoras…
Las dos dimos un respingo, y Elisa empezó a comportarse como una adolescente, subiendo y bajando las pestañas como si un tic la hubiera poseído.
—¡Jairo, qué susto nos has dado! Nos has pillado: estábamos admirando tu deportivo —dijo entre risitas nerviosas.
Jairo sonrió con suficiencia. Llevaba un traje ajustado a cuadros rojos y marrones. Ideal para pasar desapercibido en Santander, incluso en una tarde de Carnaval.
—Bien, otro día os llevo a dar una vuelta —dijo, cargando el asiento del copiloto con bolsas de la tienda—, pero ahora debo acabar los preparativos para la cena. Por cierto, ¿no deberíais estar acicalándoos?
Se sacó un reloj de bolsillo con la tapa de oro en forma de espiral con un águila grabada en el centro. Al mirar la figura, hábilmente tallada, tuve una sensación de déjàvu, ¿había visto antes aquel tipo de arte?
—Quedan apenas tres horas —dijo.
—Claro, nos vamos para casa en cuanto compremos algo en tu tienda.
Miré a Elisa torciendo el gesto, ¿dónde había quedado la mitad de su cerebro?
—En ese caso, nos vemos esta noche —inclinó la cabeza hacia nosotras en lo que quedó como un saludo demasiado parsimonioso—. Como siempre, ha sido un placer.
Se metió de nuevo en El Hombre de Java bajo la atenta mirada de Elisa. Yo me giré hacia ella:
—De todas las tiendas de decoración de Santander me traes a la de Jairo del Castillo, ¿pero se puede saber qué se te ha perdido? Ya tengo suficientes dosis de la Santísima Trinidad entre semana. ¿Y qué es eso de la cena?, no tengo ni idea de qué estabais hablando.
—Tranquila, Adriana. Lo de la cena ya te lo comenté el otro día: esta noche estamos todos invitados a la cena de Carnaval en el chalet de Jairo. Cada año organiza una por estas fechas y tenemos que ir disfrazados de algún periodo histórico. Estará la plantilla del MAC en pleno, ¿de qué me dijiste que ibas tú?
Otra vez, pensé. Las omisiones de Elisa se estaban convirtiendo en una costumbre muy molesta.
—Elisa, es la primera vez que escucho lo del baile. No he recibido ninguna invitación y, desde luego, no tengo disfraz.
En ese momento sonó la melodía de su móvil.
—¿Cómo que una ternera?… Pues que espere… —asumí que era Marcos—. Hoy te tocaban a ti los nenes, no puedes… Hoy los recoges sí o sí… ¿Me estás escuchado?… ¿Cómo que ya no llegas?
Deduje que mi primo le colgó. Ella incrustó el móvil en su bolso de un manotazo.
—¿Qué día es hoy? —me ladró.
—Viernes —contesté—. Todo el día.
—Mierda. La natación infantil.
Miró el reloj y me dejó allí mismo plantada, mirando cómo se perdía en dirección al parking del Ayuntamiento.
En ese momento, Jairo salió de nuevo y se colocó junto a mí frente al escaparate.
—¿No ibas a entrar?
Demasiado tarde para buscar una excusa, pensé. Me habría quedado realmente maleducado. Así que suspiré con resignación y le seguí al interior del local. Preferí no mencionar de nuevo el asunto de la fiesta de Carnaval. Si no me habían invitado, sus motivos tendrían.
—Quería darle un toque nuevo a mi dormitorio —comenté, mientras pasábamos entre el ordenado desorden de la tienda.
—Entonces has venido al lugar indicado, deja que te guíe.
Sacudí la cabeza, mirando de reojo a las dependientas, que a su vez me miraban de reojo. Fuimos adentrándonos entre butacones, espejos y lámparas, mientras él me iba recitando los materiales y el exótico origen de cada pieza. Era bueno vendiendo su mercancía, debo decir.
—No tienes pinta de atender personalmente a la clientela.
—Oh, suelo hacer una excepción con las nuevas empleadas del museo.
Claro, y también esperas que yo acabe como Nieves.
—¿Seguro? —insistí—, ¿no tenías prisa?
—El tiempo es algo tan relativo… Y este ajedrez, ¿no te seduce?
Era un damero de madera de dos tonos, «raíz del árbol de teca», me informó solícito.
—Estéticamente sí —contesté—, pero hace tiempo que no juego una partida en serio.
Extendió su brazo derecho y me invitó a sentarme. Miré alrededor, no muy convencida. Jairo se las había arreglado para llevarme a un rincón de su inmenso local, donde sabía que nadie nos molestaría. Acabé accediendo.
—Verás, puedes verlo como un juego de mesa, o puedes verlo desde un punto de vista mucho más interesante.
Le animé a seguir con la mirada.
—Como sabrás, el ajedrez representa una batalla entre dos bandos. Es un duelo de estrategias y tácticas.
—Me pierdo, ¿es que hay diferencias?
—La estrategia es lo que te permite ganar, siempre a largo plazo. Es decir, saber qué hacer cuando no hay nada que hacer. Las tácticas son los movimientos a corto plazo que te permiten tomar una posición, o lo que es lo mismo: saber qué hacer cuando hay algo que hacer.
—Ok, te sigo. Continúa.
—Habrás oído alguna vez que en el amor y en la guerra todo vale, y son muchos más los paralelismos que puedes encontrar entre ambos. Se trata, al fin y al cabo, de conquistar algo, ya sea una persona o un país. Pues bien, puedes asignar a cada pieza del tablero un papel determinado dentro de una hipotética batalla de seducción entre los dos bandos rivales.
Imagino que, en ese punto, mi cara era un poema.
—Al igual que en el ajedrez, gana el bando que da jaque mate al rey. El rey, en ese caso, es el corazón, el sentimiento. Casada con él está la dama. Ella representa el deseo, la sensualidad. Si te das cuenta, es la pieza más poderosa del tablero, la que puede hacer todos los movimientos y recorrer las casillas que quiera. El rey, en cambio, está bastante más limitado que su dama. Solo puede avanzar una casilla, aunque también en cualquier dirección. Estas dos son las piezas más preciadas para el jugador, con las que amenazará al contrario y las que ha de tener más cuidado en conservar. Hay un viejo dicho entre los ajedrecistas que dice: «El ajedrez es un juego de Edipos porque consiste en matar al rey y seducir a la reina». Si consigues embaucar a esa pieza, si desvías su atención hacia otras zonas del tablero, te puedes dedicar a atacar al rey. En el amor ocurre igual. Para enamorar al otro, es decir, para dar jaque mate a su rey, has de seducirlo primero. Has de jugar con su dama y despistarla para que deje de proteger al corazón.
Me olvidé por un momento de los Carnavales y de las intrigas de Elisa, ahora miraba el tablero con la misma expresión de quien no ha visto uno en su vida.
—¿Qué hay de las otras piezas?
—Las otras piezas son las armas con las que el jugador, el seductor, se vale para defender y ayudar a su preciado matrimonio, el amor y el deseo.
Le hice un gesto, animándole a continuar.
—Coge el alfil, por ejemplo. Hace siglos, los alfiles representaban en el tablero a los obispos, los enrevesados consejeros del rey. Jamás se mueven en línea recta, siempre lo hacen en diagonal, y en esta dirección no tienen límite en cuanto a las casillas. El alfil, con sus movimientos de zigzag, equivale a la inteligencia.
No sé por qué pensé en Iago. Me pregunté cuál sería el papel del caballo en su curiosa puesta en escena. Jairo se adelantó a mi pregunta:
—El caballo, como sabes, ejecuta el movimiento más caprichoso, en forma de L. Un solo caballo puede llegar a ocupar todas las casillas del tablero. Guerrea, despista, sorprende. El caballo es el azar, los golpes de efecto que de vez en cuando nos regalan las circunstancias, y que cualquier jugador inteligente aprovecha para arrinconar a su contrario. A su lado, la torre, avanzando en línea recta por las columnas, o moviéndose de izquierda a derecha a lo ancho de las filas. La torre es como el tiempo. A veces pasa rápido y otras se estanca en una horizontal. No en vano, es la única pieza que puede enrocar al rey, un movimiento de defensa, como sabes. Al igual que el paso del tiempo es el único que puede proteger al corazón, cuando ni el azar, ni la cabeza consiguen alejar al rey de su amenaza.
—¿Y los peones?
—Los peones generalmente son piezas que se sacrifican durante la partida, a no ser que recorran de punta a punta el tablero y alguno de ellos llegue a la octava fila. En tal caso, se puede cambiar por cualquier otra pieza de su color, incluida la dama. A ese movimiento se le denomina, con razón, la «coronación del peón». Los peones son otras personas a las que utilizamos para lograr nuestro objetivo. No dudaremos en usarlas tan a menudo como nos haga falta, para luego dejarlas clavadas en algún lugar del tablero donde no se desarrolle la partida principal. El único cuidado que hay que tener es no olvidar nunca que son simples peones, y eliminar a los del bando rival antes de que nos amenace alguna dama inesperada. Las estrategias con los peones son infinitas, desde ayudarse con ellos a dar celos, hasta buscar consuelo cuando el tiempo se estanca. Incluso existe otra manera de jugar, y es atacando en bloque con los ocho peones, aunque no te lo recomiendo porque provoca bastantes quebraderos de cabeza.
Me quedé en silencio un buen rato, asimilando y descubriendo por mí misma las similitudes de las que hablaba. Aunque, por otro lado, empezaba a estar un poco cansada de que los hermanos del Castillo me dejaran fuera de juego.
—Está muy bien tu teoría —admití por fin—, aunque tenga algún fallo.
—¿Fallo? —repitió. Pronunció la palabra con estupor, como si yo la acabara de inventar. Su cerebro no admitía el término «fallo» en aquel contexto.
—Se me ocurren un par, pero por no extendernos, aún tienes una fiesta temática que organizar, te comento el primero que me viene a la cabeza. En el ajedrez es obligatorio avisar cuando se da jaque mate al rey. En el amor, en cambio, tu rival no te anuncia cuando estás a punto de caer.
Me sostuvo la mirada largo rato, luego apoyó un dedo en la frente sopesando mi objeción.
—Tienes razón —no hablaba conmigo en realidad, sino que susurraba para sí mismo, como si estuviera acostumbrado a hablar solo—; en los últimos movimientos de la seducción lo que prima precisamente es la sutileza, y sería desde luego un tremendo error descubrir tus intenciones antes de tiempo.
Luego se acordó de que yo seguía frente a él y levantó la cabeza cargado de algo que me recordó a la admiración, o al menos, al respeto.
—Veo que controlas el juego.
—¿Cuál de los dos?
—Me temo que ambos.
Poco después, ya en mi casa, recibí la llamada de Héctor del Castillo mientras desembalaba las piezas y colocaba el exótico tablero sobre mi mesita de noche. Los demás muebles tardarían aún varias semanas: una cama con mosquitera, más decorativa que útil; varios tapices tribales y un sofá talla XXL para perderme en él con una buena novela y olvidarme del mundo.
—Adriana, vas a tener que perdonar nuestra falta de previsión. Esta noche celebramos la fiesta de Carnavales en casa de mi hermano Jairo, y las invitaciones fueron enviadas antes de tu incorporación. Acabamos de acordarnos de ti.
¿Acabamos?, pensé, ¿quiénes, exactamente?
—Espero que puedas acudir, después de todo.
—Lo cierto es que acabo de enterarme, Héctor, y la verdad es que no tengo disfraz.
—Eso no es un problema, podemos enviarte un traje de tu talla. Dame tu dirección.
Cualquiera se resistía, la curiosidad siempre fue mi talón de Aquiles.
—Espera, no será necesario. Creo que puedo improvisar algo.
Me acordé del vestido que había llevado a la boda de mi amiga Clara, una túnica de inspiración griega.
—Perfecto entonces, nos vemos a las diez —dijo Héctor, dejando entrever su satisfacción, y colgó.