Día de Júpiter, décimo tercero del mes de Luuis
Jueves, 2 de febrero
Jairo y yo seguíamos de pie en la barra, con sendas copas en la mano, mirando cómo bailaban nuestras acompañantes en el centro del local después de rehusar su invitación a unirnos a ellas.
—¿Alguna preferencia? —me tanteó mi hermano.
—Ninguna. De todos modos, creo que le gustas más a Erica.
—Jessica —me corrigió.
—A Jessica —me obligué a memorizar. Aunque, ¿para qué?
La tal Jessica era la hija de un compañero suyo del club de golf de Pedreña. Estaba de paso por Santander con una amiga, la del pelo largo que no dejaba de hacerme gestos para que bailase con ella la ridícula canción del verano que aún coleaba en cada pub en el que entrábamos aquella noche.
—Últimamente te veo muy desganado con las mujeres —me susurró Jairo, sacándome de mis pensamientos.
—Tal vez esté algo estresado con la investigación y las obligaciones del museo. Mi vida no es tan ociosa como la tuya. Nunca lo fue.
—No me refiero a estos últimos años en Santander. Hablo de, tal vez, los últimos noventa años. La última vez que te vi disfrutar de los placeres de la vida fue durante aquella etapa juntos en Nueva York. Los felices años veinte, ¿recuerdas?
—Cómo olvidarlos —suspiré—. Sí, los recuerdo.
—¿Los añoras? —insistió.
—Tal vez ahora que me los has recordado, sí.
Cómo olvidar a la Baker en el Cotton Club, chocando las rodillas a ritmo de charlestón. Sí, lo recordaba. Yo por entonces ejercía de soltero adinerado, algo alocado y con mucho carisma. Recordaba las fiestas con confeti, las guirnaldas, las damas fumando y maquillándose sin tapujos… Y nosotros haciendo negocios entre copas de champán y el saxo de la orquesta de Duke Ellington.
—Desde entonces no he vuelto a verte despreocupado —comentó, apurando su Cardhu de doce años.
—Vamos, Jairo. Todos estábamos despreocupados aquellos años. Creíamos que aquella bonanza duraría siempre. ¿Quién anticipó entonces lo del Jueves Negro? Ni siquiera tus contactos en Wall Street lo vieron venir.
—Bueno, hemos aprendido, esta última crisis no nos ha pillado desprevenidos. Tenemos casi todos nuestros negocios a salvo.
—Espero que dure. Y volviendo a tus vanos intentos de alegrarme la noche, no le tengo un especial aprecio al siglo XX, aunque a partir de los noventa hemos vivido bastante bien —dije sin pensarlo demasiado.
Le miré de reojo y vi cómo apretaba la mandíbula. Solo entonces me di cuenta de mi falta de tacto.
—Lo siento, hermano. He sido un desconsiderado.
—No importa —contestó mirando de nuevo hacia el frente—, continúa hablando.
Siempre ocurría lo mismo, cuando se trataba de Olbia no había manera de sacarle de su mutismo, así que desistí.
La chica morena, la amiga de Jessica, se acercó de nuevo regalándonos unos pasos frente a nosotros.
—¡Venga, vamos a bailar! —dijo, tirando de mi manga—. No me seáis carcamales.
—En cuanto me acabe la copa voy contigo —le prometí con la sonrisa de los jueves por la noche. La chica se marchó conforme, mientras Jairo no dejaba de mirar a la hija de su amigo.
—Vamos, Iago. Deberías intentarlo —dijo, señalándola con la cabeza—, le vendría muy bien a tu ego.
—Mi ego está muy bien de salud, gracias. ¿Sabes?, desde que me has traído los años veinte a la cabeza no he dejado de pensar en alguien. ¿Puedes despedirme de tus amigas por mí?
—¿Qué vas a hacer? —quiso saber.
—Llamar a Lorena, me apetece un poco de intimidad de verdad —dije, poniéndome la americana que había descansado hasta entonces en el colgador de diseño del café Ópera.
—Lorena, Lorena… —pronunció su nombre como si paladease un buen bourbon—. Esa es tu amiga, la visitadora médica, ¿verdad? Qué pena que no quieras pasarme su teléfono.
—No te equivoques —le recordé mientras me despedía de él con la mano—, la decisión de no querer conocerte es suya, no mía. Deberías gestionar mejor tu fama de libertino. Que termines bien la noche, hermano.
—Lo mismo digo, brother —contestó, centrándose de nuevo en las chicas con las que habíamos llegado al pub.
—Estoy en ello —contesté y abandoné el local.
En Cardenal Cisneros me mezclé con la gente que apuraba sus cubatas en vasos largos de plástico. Personas que, como yo, se negaban todavía a dar la noche por concluida. Doblé varias esquinas, huyendo de la música que salía de los otros bares, hasta que di con una calle que me ofrecía su silencio a oscuras. Agradecido, me adentré en ella y apoyé mi espalda contra la pared helada de ladrillo. Busqué en la agenda del móvil el teléfono de Lorena. Segundos después, me llegó la voz elegante y pausada de quien sabe resultar sexy, aunque fueran las tres de la madrugada de un jueves.
—Iago, ¡qué agradable sorpresa! Pensaba llamarte la próxima semana —dijo acariciando mis oídos, mientras yo cerraba los ojos para olvidarme del frío de febrero—. Esta noche estoy liadísima con el trabajo.
Ignoré lo que me daba a entender entre líneas y avancé por la penumbra de la callejuela.
—Dime, ¿cómo van las ventas por la zona norte?
—Estoy intentando colocar un fármaco nuevo contra el glaucoma —contestó.
—¿Es efectivo?
—No lo fulmina, pero de todo lo que hay hasta ahora en el mercado, es el que más rebaja la presión intraocular. Aun así, mañana tengo que convencer al jefe de Oftalmología del Hospital Valdecilla de que mi farmacéutica ha dado con la solución definitiva.
—Es decir, que te vas a pasar la noche buscando estrategias para mentir lo mejor posible —atajé.
—Hombre, visto así, haces que suene horrible.
—No era una crítica —me reí—, no tengo nada en contra de las mentiras. De hecho, yo también miento muy bien, ¿quieres comprobarlo?
—Estaría bien —aceptó, siguiéndome el juego como siempre. De hecho, todavía no había encontrado ningún juego al que Lorena no hubiera querido seguirme—. Aunque, ya que vas a mentirme, dime que te has acordado de mí este último mes. Tengo curiosidad por escuchar cómo suenan esas palabras en tu boca.
—Puedo hacerlo muy creíble, si quieres. Atenta —le contesté, recogiendo el guante.
—Te escucho.
Bajé la voz varios tonos y hablé en un susurro, arrastrando los sonidos como si el significado que trasmitían fuese verdadero.
—Mi querida Lorena, me he acordado de ti esta noche, me acuerdo de ti cada Carnaval. Me acuerdo de ti cada vez que voy al Blues y miro la banqueta vacía donde te encontré hace tres años. Me acuerdo de la cinta de lentejuelas que llevabas prendida de tu pelo cortito engominado. Me acuerdo del rizo pegado a la frente, me acuerdo del traje dorado hasta medio muslo que apenas ocultaba tus medias de liga.
Me quedé en silencio un segundo más de la cuenta, esperando su reacción.
—Vaya, eso ha sonado casi creíble —dijo soltando un suspiro.
—Shh…, sigue escuchando.
—Será un placer —obedeció.
—Recuerdo que aquellas medias fueron lo único que quedó sobre tu piel un par de horas después. Dime, ¿de dónde sacaste aquel vestido?
—Una reliquia familiar de mi bisabuela francesa, era de 1919 —susurró, tragando saliva.
—Qué sacrilegio salir de marcha por Santander con ese tesoro —murmuré—. ¿Aún lo conservas?
—Sí, tiene un lugar privilegiado en mi armario.
—¿Y crees que podríamos apartar durante unas horas esa aburrida presentación? —dije en el mismo tono que por lo visto tanto le había gustado.
—Solo si me hablas así de nuevo —aceptó, haciendo silbar sus eses entre los labios.
—Bien. Entonces, ¿por qué no me esperas de espaldas, metida en la ducha?
—¿Y el traje?
—Tenlo preparado, te lo pondré después.
—Te dejo la puerta entornada.
—Voy para allá —dije colgando el móvil y saliendo de la oscuridad como un aparecido.
Bajé por Rualasal, dejando atrás el bullicio de la noche, y crucé por el quiosco de la Plaza de Pombo. Estaba desierta, salvo por una pareja que caminaba, entre risas cómplices y codazos, varios metros por delante de mí. Reconocí entonces a la chica, era Adriana Alameda, aunque no al tipo que la acompañaba. Ella iba subida a unas botas de tacón mareante y llevaba una curiosa gorra, como si se empeñara en no ser como las demás.
No te esfuerces, Adriana, no lo eres, pensé.
Debo admitir que aminoré la marcha con curiosidad malsana. Hasta entonces no me había preguntado siquiera si tenía pareja, o cómo era su vida al salir del museo. Si alguien la esperaba para cenar, si tendría algún niño que recoger de la guardería…, ese tipo de cosas. Un mínimo disgusto me cruzó el rostro cuando paró frente a un portal, bajo los arcos, y sacó las llaves mientras su acompañante entraba con ella, obsequiándole con más carantoñas de las que me hubiese gustado presenciar. La confianza que exhibían me alteró más de lo esperado.
Bueno, qué más daba.
Me concentré de nuevo en el vestido de Lorena. Los años veinte me esperaban.