XI

7598 d.a., Escitia

700 a.C., actual Ucrania

Llevábamos doce jornadas caminando sin cruzarnos con ningún alma. El viento, omnipresente, nos traía murmullos que creímos de cascos de caballos, pero nada interrumpía el monótono paisaje de la estepa. Habíamos dejado atrás el territorio de los getas, y sabíamos que tarde o temprano, tendríamos que lidiar con los escitas. Nuestra intención era bordear el norte del Mar Negro, siempre en dirección al bóreas, para adentrarnos en el país de los andrófagos, si es que realmente existían. Después, caminando en dirección contraria a la marcha del sol, nos encontraríamos con «los que duermen un semestre».

Allí nos dirigíamos, siguiendo las leyendas que hablaban de unas bestias peludas con colmillos del grosor de un árbol maduro. Bestias similares a los elefantes, pero tres veces su tamaño. Bestias sagradas como las que mi padre abatió en su primera juventud. Contaban que algunas manadas se habían retirado hacia los hielos eternos. Contaban que no morían nunca, y que vivían bajo la tierra helada.

Pero aún quedaba bastante para llegar al confín del mundo. Exhaustos, convenimos parar después de alcanzar la cima de una pequeña colina. Lo que vimos desde allí fue inquietante: decenas de túmulos de tierra y pedruscos se alzaban frente al horizonte. De todos ellos, uno llamaba poderosamente la atención. Rodeando el montículo central, los cadáveres de unos cincuenta caballos con sus jinetes estaban dispuestos en círculo, como si fueran la guardia personal del difunto y aún escoltasen a su amo. Calculé que llevaban muertos pocos años, porque algunos de los animales y hombres estaban ya descarnados, dejando ver sus esqueletos.

Kurganes —susurró mi padre, entre cauteloso y maravillado—, las tumbas de los reyes y los caudillos escitas.

Entrábamos en suelo sagrado. Un suelo árido, de césped rizado y quemado, eternamente castigado por el viento frío. Allá donde nuestra vista alcanzaba, no se veían árboles que soportaran vivir bajo aquellas condiciones. Intercambiamos una sonrisa cómplice y descargamos parte del contenido de nuestro equipaje. Llevábamos bastante oro para sortear los avatares del viaje, pero teníamos la costumbre de ir enterrando pequeñas cantidades por el camino. Siempre eran de utilidad, si es que podíamos recuperarlas después. Algunas tribus escitas tenían fama de saqueadoras, y dos hombres que viajaban solos estaban siempre expuestos a un más que posible asalto.

Así que nos acercamos al kurgán que más destacaba, el de los jinetes muertos, y nos pasamos la mañana cavando hasta dejar enterrado y sellado nuestro oro. Con el tiempo habíamos aprendido que los túmulos eran un excelente escondite si se sabe dónde excavar. Los ladrones solo arrasaban con la tumba central, la que siempre guardaba las mayores riquezas. Normalmente ignoraban las tumbas laterales porque los cadáveres de los sirvientes no tenían mucho que ofrecer. Fue entonces, recién aplastada la tierra, cuando nos pareció escuchar algo. El relincho de un caballo, lejano pero inconfundible. Nos alejamos cuanto pudimos del montículo, buscando en todas direcciones el origen de aquel ruido, pero por un momento no vimos nada.

—Mal momento para ser sorprendidos —murmuró mi padre, preocupado.

Entonces aparecieron. Un séquito de jinetes surgió de la nada y se acercó a galope hacia nosotros, apuntándonos con pequeños arcos y lanzando gritos agudos. Tuve el reflejo de buscar mi puñal escondido bajo el cinturón, pero mi padre me persuadió.

—Son diecinueve, ni se te ocurra.

Nos rodearon en formación cerrada, todos menos su líder, que permaneció algo alejado, controlando la escena. Mi padre arrojó al suelo sus armas, mientras me ordenaba con la mirada que yo hiciera lo mismo.

Los jinetes iban vestidos con llamativos pantalones rojos. Toda su indumentaria —casacas, cintos, gorras—, llevaba chapas de oro cosidas en forma de animales: águilas, ciervos, jabalíes. Supuse que eran la élite marcial, escitas ricos que iban a asistir a alguna ceremonia. No se me escapó que la mayoría eran ancianos, demasiado viejos como para ser guerreros. Otro, el más corpulento, tenía edad para estar luchando, pero le faltaba una pierna desde la cadera. Todos ellos eran morenos, tenían el pelo liso peinado hacia atrás a la altura de los hombros y barba bien cuidada. Entonces me fijé en que su líder era lampiño. Pensé en un principio que sería un adolescente, demasiado enclenque para ser un hombre ya formado, aunque por el porte intuí la soberbia de quien está acostumbrado a dar órdenes. Se acercó a nosotros, sin bajar del caballo.

—¿Quiénes sois, y qué hacéis aquí?

No fui yo quien respondió porque me costó un par de segundos recuperarme de la sorpresa: era una mujer. Una mujer guerrera, armada con arco, látigo y espada corta.

Mujeres, viejos y lisiados, ¿estos son los temibles escitas?, pensé.

—¿Conocéis nuestro idioma, señora? —se apresuró a contestar mi padre.

—¡Responded! —bramó ella, a la vez que soltaba el látigo y lo hacía restallar a medio palmo de mis pies.

—Somos Héktor y Iasón de Halicarnaso. Mi hermano recolecta hierbas medicinales y él mismo elabora las drogas para sus enfermos. Ejerce su oficio en un taller médico, un iatrerión, en nuestra colonia natal. En estas tierras hay arbustos cuyas raíces son muy interesantes para él. Por mi parte, soy mercader y algo aventurero, así que no he podido evitar acompañarlo en su viaje. Puedo ofreceros con sumo gusto collares y pendientes que aún no se han visto en estas latitudes.

La mujer sonrió de una manera que me inquietó, y su caballo se abrió paso hasta quedar frente a mi padre y nuestros sacos, despreciando mi presencia.

—Muéstramelos.

Héktor abrió su alforja y la extendió en el suelo con movimientos lentos, controlando de reojo al resto de los jinetes, que murmuraban entre sí. La mujer miró la mercancía con atención, mientras mi padre recitaba los precios y describía cada pieza:

—El collar que veis está hecho de cuentas de turquesa, cornalina y argilita, pero este de ámbar es más bello aún. Puedo haceros un precio especial.

Aun así, no se apeó del caballo para probarse nada. Héktor también captó el detalle.

—No soy un hombre avaricioso, estoy seguro de que podemos llegar a un acuerdo que nos satisfaga a ambos —terció, cada vez menos convencido.

—¿Todavía no lo has entendido, verdad? —le dijo, ignorándome una vez más—. Esta es la tumba de mi padre y mi deber es guardarla de los saqueos. Habéis turbado su descanso. Ya no sois hombres libres.

No nos dieron tiempo a reaccionar. Se giró hacia uno de los ancianos y le dio varias órdenes en su lengua. La mitad de los escitas bajaron y rodearon a mi padre, obligándole a subir a uno de los caballos con las manos atadas a la espalda. Recogieron nuestras pertenencias y las cargaron también sobre la grupa.

A mí me ataron los pies con una cuerda larga de cáñamo que amarraron a la montura de uno de los caballos. Después lo espolearon y emprendieron la marcha. Me arrastraron hasta su campamento, a través de llanuras de pedruscos, zarzas secas y barro helado.

Así aprendí a odiar aquella tierra.

Con cada jirón de tela que me arrancaba, con cada contusión que provocaba el choque de mi cuerpo contra el suelo de la estepa, hasta que una piedra tuvo a bien golpearme en el cráneo y acabó con mi dolor.