Día de Marte, undécimo del mes de Luuis
Martes, 31 de enero
Cuando llegué al MAC, la chica nueva me esperaba en mi despacho con el cuerpo en tensión. Llevaba de nuevo uno de esos trajes de chaqueta entallados que le daban un aire de seriedad autoimpuesta. El día anterior me había fijado en una cicatriz antigua en forma de herradura que cruzaba parte de su frente, probablemente debido a la coz de un caballo, algo muy poco frecuente en estos tiempos. No pude evitar pensar que en otra época aquella marca habría dirigido, para bien o para mal, su destino.
Lo curioso era que Adriana Alameda no la ocultaba con un flequillo, como habrían hecho muchas mujeres, en un gesto de coquetería. Ella la dejaba visible, en una actitud que me pareció de desafío. Pese a la cicatriz, que también le surcaba parte de la ceja derecha, poseía un rostro agraciado, dominado por unos ojos vivos de dos colores. La estrella marrón en el centro, y un gris indefinido alrededor. Ojos que posiblemente cambiaban bajo las distintas luces del día. Ojos rápidos y curiosos que no se descolgaban de los míos.
El resto del conjunto, una melena castaña lacia, peinada al modo de las damas medievales en las mañanas de gesta, y una magnífica estructura ósea, era un regalo agradable para los sentidos, pero Jairo y sus estupideces habían convertido el museo en un coto vedado si no queríamos ir de escándalo en escándalo, así que me propuse concentrarme en el trabajo, y dejar los placeres para el fin de semana.
Le indiqué su silla frente a la mía.
—Bien, esta es la situación, Adriana. Como sabrás, el Museo de Prehistoria de Cantabria está cerrado al público desde hace varios años. Nosotros conseguimos que nos cedieran temporalmente bastantes piezas, pero el museo ha cambiado de director y al nuevo le han entrado prisas por agilizar la reapertura. Ayer se pusieron en contacto con Héctor y nos han dado diez meses de plazo para devolverlas. Necesito que comiences a mover tus contactos hoy mismo y que consigas traer todo lo que puedas al MAC. Vamos a tener que reestructurar la Sala de Prehistoria y también tendremos que llenar la programación de exposiciones temporales de otros museos o de yacimientos. Nos vamos a quedar sin el ochenta por ciento de las piezas para noviembre.
Tragó saliva.
—¿El ochenta por ciento?
—Ajá.
—¿En diez meses?
—Eso es.
—Va a ser una sangría.
Asentí. Más bien un expolio.
Se daba la dolorosa paradoja de que muchas de las piezas a devolver eran «nuestras». Realmente nuestras. Las agujas del escondrijo de Monte Castillo, mi molar… El plan inicial era mantener las piezas en el MAC hasta que cerrásemos dentro de unos años y cambiarlas por falsificaciones antes de desaparecer y estrenar nueva identidad. El imprevisto del día anterior había dinamitado esa dulce posibilidad. Nos arriesgábamos a tener problemas legales si un museo como el de Prehistoria se daba cuenta de que les habíamos devuelto falsificaciones. No había más remedio que dejarlas pasar. Reprimí un suspiro. ¿Qué tiene que hacer un hombre para mantener cerca lo que es suyo?
—Iago, puedo traer exposiciones, pero diez meses es muy poco tiempo. Los convenios de colaboración necesitan más de año y medio, solo por el papeleo y los permisos para sacar las piezas del país, por no hablar del montaje. No puedo llamar a ninguna puerta con esas prisas, ni quemar mis contactos de ese modo.
Adriana tenía razón, y yo bien que lo sabía.
—Pues tenemos un problema si no queremos cerrarla durante unos meses. Vayamos a la Sala de Prehistoria —sugerí—, rodeado de piezas pienso mejor.
Bajamos los cuatro pisos por la escalera de madera, que crujía a nuestro paso como deben crujir todos los suelos antiguos. La Sala de Prehistoria era una de las mayores estancias de todo el MAC. Héctor y yo teníamos predilección por ese área. Como decía Rilke: «La infancia es la patria de todo hombre». Daba igual cuántos milenios hubiésemos caminado por el mundo, Héctor seguiría siendo siempre un cromañón del Paleolítico, y yo, un cazador que se niega a abandonar su modo de vida y unirse a la Revolución Neolítica.
El guardia de seguridad había abierto ya la estancia, aunque todavía no habían llegado los primeros visitantes de la mañana. La sala había sido diseñada cuatro años atrás por Nieves Martínez de Yuso, la anterior conservadora jefe, bajo mi supervisión. Dejé que la chica entrara primero y luego pasé detrás.
Adriana se acercó a la misma vitrina donde la conocí el día anterior. Sonreí. Era una de mis piezas favoritas.
—El «Mea culpa de un escéptico» —dije, colocándome junto a ella.
—¿Es el ejemplar original?
—Sí, mi familia lo conservó desde 1902, con buen criterio. El padre de mi abuelo le transmitió lo que se vivió en su momento, y este, a su vez, nos contó la historia.
—Adelante —me animó, con un levantamiento de cejas que ya lo hubiese querido Marilyn.
—Cuando Marcelino Sanz de Sautuola descubrió los bisontes de Altamira, en 1879, todos los prehistoriadores de la época le acusaron de embustero. No creían que el hombre prehistórico fuera capaz de crear arte. Como si hace 14.000 años hubieran sido retrasados —dije, reprimiendo una mueca—. Décadas después, cuando en Francia se descubrieron pinturas similares en otras cuevas, Émile Cartailhac, la autoridad mundial de la época, escribió el artículo que estás viendo pidiéndole perdón por no haberle creído. Aunque llegó tarde, Sautuola había muerto catorce años atrás.
—¿Piensas que ahora volvería a pasar?
—Ahora sigue pasando. Por eso me gusta tener esta pieza expuesta. Es una lección interesante, ¿no crees?
—¿Cuál?, ¿que hay que creer sin pruebas?
—No, que no hay que negar una realidad por el simple hecho de que aún no las haya.
—Yo soy más de pruebas, Iago.
—Si algo es cierto, las pruebas acabarán apareciendo —insistí.
Ella asintió con educación, aunque no muy convencida, y empezó a pasearse a lo largo y ancho de toda la sala.
—Escucha, Iago. Estoy dándole vueltas al tema de la sangría.
—¿Y…?
—Ya que nos vamos a quedar con pocas piezas…
—Muy pocas piezas —apostillé.
—Muy pocas piezas —repitió con una sonrisa cómplice, yo diría que incluso sexy—, podíamos enfocarnos en transformar la sala en un Centro de Interpretación de la Prehistoria. Cuando viene un visitante se encuentra con lo de siempre: varios cráneos, puntas de flechas y bifaces. La Edad de Piedra en estado puro. Se van con los mismos tópicos en la cabeza que con los que venían. Tal y como acabas de decir, aún hoy en el imaginario popular el hombre de la Prehistoria sigue siendo un ser simiesco que vive permanentemente en las cuevas, y va vestido con harapos de pieles. Saquémoslo de las cavernas.
Bueno, esto empieza a sonar interesante.
—Te escucho —le animé—: Continúa.
Empezó a revolotear por la sala buscando algo hasta que lo encontró.
—Mira, aquí: «Agujas de hueso. 26.000 B.P., Paleolítico Superior. Donación de la Academia Nacional de las Ciencias de Ucrania, Kiev».
—¿Y?
—Si los dejas en la vitrina, con una placa escrita por y para arqueólogos, la gente no va a deducir por sí misma lo que supone. Mi propuesta es que cojamos las agujas de hueso y les dediquemos un panel. Si hubo agujas, hubo hilo hecho de tendones: eso ya lo sabemos. Por lo tanto, los vestidos hace veintiséis milenios estaban mucho más elaborados de lo que el ciudadano medio cree. Aquí en Europa, en plena glaciación de Würm, debían de vestir como lo hacen hoy los esquimales: casacas, pantalones, botas…
—Inuit —le corregí.
—¿Disculpa?
—Inuit, Adriana, no esquimales. Ese término se suprimió oficialmente en los años setenta porque ellos lo consideran peyorativo. Si vas a hablar, hazlo con propiedad. Continúa.
Tal vez fui un poco duro, pero ella me miró sin amilanarse, sino más bien absorbiendo lo que acababa de decir, y reconozco que esa actitud me gustó.
—Bien, continúo. Decía que no ha quedado nada de eso, pero podemos mostrarlo por los indicios que nos han quedado. Podemos recrear a gente cosiendo.
—Debo admitir que me gusta la idea, ¿algo más?
—Hagamos lo mismo con las pocas piezas que nos queden, mostremos el día a día de la Prehistoria: la comida, la caza, la pesca, la recolección. Podemos incluir también material de varias tribus contemporáneas para que la gente sea consciente de que hoy día todavía se vive en la Prehistoria en algunas regiones del planeta. Los yanomani del Amazonas brasileño están aún en pleno Paleolítico, escribí un artículo al respecto. Podíamos integrar como ejemplo a los hadza de África oriental, los tasaday en Filipinas, los aborígenes de Australia y los bosquimanos en Sudáfrica. Bueno, la etnia san, si quieres hilar fino —se corrigió ella misma.
—Bien, deja que lo estudie. Tu propuesta supondría cambiar toda la sala —le dije paseando entre las vitrinas—, aunque no hay por qué cerrarla, sería cuestión de usar la Sala de Conferencias que está desaprovechada para ir montando allí el Centro de Interpretación con las piezas que nos pertenecen, y el día que tengamos que devolver el otro ochenta por ciento, inauguramos la nueva sala y cerramos definitivamente esta. Desde luego, sería una forma de parchear la falta de piezas.
¿Cómo no emocionarme con su reto? Recrear nuestro modo de vida, recuperar los oficios, nuestras ropas, los momentos cotidianos, fingiendo llegar con nuestra imaginación allá donde los yacimientos no llegarían nunca.
Pero enseguida vi el peligro: ¿hasta dónde podría fingir imaginar?, ¿debería tener permanentemente en cuenta lo que la ciencia había descubierto para no llamar la atención de la arqueología oficial? Tal vez la tarea acabara resultando frustrante. Aquel había sido siempre mi eterno dilema: fingir no saber lo que viví. Por eso renuncié tantas veces a ser profesor de Historia. ¿Cómo no enojarme con las versiones oficiales? ¿Cómo no ayudar a los colegas que se pasaban una vida entera intentando resolver un puzle y no darles yo la clave que les permitiera descifrar el enigma? ¿Para qué, para que me odiasen, para que se sintieran insectos, para que envidiasen que yo estuve allí? Porque sería cierto, porque tendrían razón: fuera cuando fuera, yo siempre estuve allí.
Un carraspeo me trajo de vuelta a la sala. Por lo visto, me había perdido en mis divagaciones durante un buen rato, y Adriana no parecía contar con la paciencia entre sus virtudes.
—Discúlpame, estaba valorando tu idea. Nos llevaría muchas horas, si queremos tenerla lista en diez meses. Tal vez tenga que centrarme solo en Prehistoria, y dejar que Héctor se encargue de coordinar el resto de las áreas estos meses. Y tú tendrías que seguir buscando convenios de colaboración, tu principal cometido en el MAC es traer piezas de otros museos y yacimientos. De momento, aquí tienes toda la documentación de nuestros fondos para que vayas poniéndote al día.
Le pasé un pendrive que había preparado con la base de datos de su área. Ella se quedó mirando el pequeño logo del MAC como fascinada por el detalle. Eché una ojeada al reloj:
—Son ya las doce, ¿vienes al BACus a tomar unos pinchos?
El personal solía almorzar a las once, así que calculé que para esa hora la taberna estaría casi vacía. Sabía que todo el mundo estaría pendiente de la chica nueva y de su relación con nosotros, así que no me costaba nada ponérselo un poco más fácil.
—De acuerdo. Voy a pasar un momento por el despacho de Salva a felicitarle por la exposición de ayer. En diez minutos nos vemos aquí al lado, ¿vale?
—Claro —sonreí satisfecho, dejando pasar a un par de estudiantes enchufados a sus audioguías.
Pensé que iba a ser fácil trabajar con ella.
Me equivoqué.
Una vez más, me equivoqué.
Ni siquiera los milenios le enseñan a uno a ser infalible.