Lunes, 30 de enero
Una hora después nos sumamos al resto del personal en la planta baja, que ya estaba dando cuenta del cuidado catering, mientras esperábamos la llegada de la dirección y de algunos medios locales que estaban convocados.
Caminamos entre estelas de piedra y puñales cántabros mientras Elisa me fue presentando a los compañeros, la mayoría tan jóvenes como yo, que se me acercaban sin disimular su curiosidad.
Al primero que conocí fue a Salva, el conservador jefe de Edad Antigua. Me soltó un: «¡Qué pasa, tía!, ¿has visto la que hemos montado hoy?», a modo de saludo, como si nos conociésemos de toda la vida. Era un peso pluma que no llegaba al metro sesenta y sus pantalones pitillo resaltaban el escaso grosor de sus piernas. Gastaba gorra para ocultar una alopecia devastadora y unas patillas enormes partían de ningún lugar para acabar en la mandíbula. En cuatro frases nos pusimos al día de nuestras coordenadas vitales en Santander —colegios, institutos, zonas de marcha—, y enseguida descubrimos que ambos conocíamos a un amigo de un amigo común. En ese momento, un periodista de El Diario Montañés lo reclamó. Su área llevaba año y medio preparando aquella exposición y Salva era el máximo responsable, así que me despedí para que pudiera hacerle los honores a la prensa.
—He oído que trabajabas en el Museo Arqueológico Nacional —me dijo, desde algún lugar entre sus rizos, la secretaria de Iago, Paula Zúñiga—. Es todo un honor que te unas a nosotros —añadió mientras me sometía de nuevo a un rápido escaneo.
Saqué el traje de la Adriana sociable de la mochila y durante un buen rato se fueron sucediendo una veintena de caras y nombres que me esforcé en memorizar. También observé los grupúsculos, por si me daban pistas de las alianzas que se cocían entre ellos. Me sería útil recordar los patrones de mi nuevo ecosistema.
Cuando por fin terminó el primer aluvión de presentaciones, me dediqué a curiosear entre las piezas cedidas de la exposición y vi a Iago en una esquina, hablando con una chica bajita que nadie me había presentado. Los miré por un momento. Daba la impresión de que discutían entre susurros furiosos, aunque conseguían mantener las apariencias mientras tomaban distraídos algunos pinchos y algo de beber.
—¿Quién es la rubita? —le pregunté a Elisa en el tono más casual que pude.
Ella sonrió con suficiencia, como si me acabara de pillar en una falta.
—Se llama Kyra del Castro, es la responsable del Laboratorio de Restauración del MAC. Es muy tranquila, aunque reservada. La mayoría en el museo no la traga.
—¿Y eso por qué?
—Porque tiene una especie de hilo directo con la Santísima Trinidad, y eso es algo que aquí se paga muy caro, amiga mía. Al principio todos creíamos que tenía algún lío con Iago. No es que estén todo el día juntos, pero se tratan con una confianza que no es normal —comentó mientras acababa con un pincho de anchoas—. Después nos dimos cuenta de que lo suyo no iba en ninguna dirección: simplemente ese es su trato habitual. Lo mismo le ocurre con Héctor y con Jairo. Kyra no guarda las distancias con ellos como hacemos el resto. Otros creen que es una trepa, pero tampoco ha demostrado estos años que tenga más ambición que la de pasarse el día encerrada en su laboratorio, y digo «su», porque de eso sí que te advierto: pídele siempre permiso antes de bajar al sótano, no soporta que nadie fisgonee en su pequeño reino.
—Tomo nota —le dije, mientras la observaba de reojo—. Pues a mí me cae bien.
Cualquiera que tuviese a todo el personal en contra por ser la preferida de los jefes me caería siempre bien. Con ese pensamiento, me despedí de Elisa y me acerqué a la mesa de las bebidas para darme un pequeño respiro social y observar a mi alrededor. Estaban empezando a llegar los trajes y las corbatas, escoltados por los tres hermanos del Castillo. Tenía curiosidad por conocer al último de ellos, aunque no me esperaba lo que me encontré.
Jairo —solo podía ser él— era radicalmente distinto a Héctor y a Iago. Pese a que no llegaba a los treinta años, iba vestido con un traje de terciopelo granate, y un pañuelo de Hermès al cuello con dibujos de pequeños estribos, pelo oscuro repeinado hacia atrás, y una nariz curvada que hacían que su perfil y su gesto recordasen al de un ave rapaz. Llevaba una mano metida en el bolsillo del pantalón, y la otra sujetaba una copa de cava con la soltura de quien ha nacido rodeado de vajilla cara. Tenía la mirada negra, aunque lo que llamaba la atención era la postura ladeada de su cabeza, haciendo un barrido oblicuo a la estancia, controlando todos los detalles. Vestía como debían de haberlo hecho en su día Oscar Wilde, Lord Byron o Baudelaire. Poseía la belleza de la cobra a punto de atacar, esa belleza reptiliana que te advierte que no debes acercarte, que admires en la distancia sus movimientos letales.
Me di cuenta de que las mujeres de la estancia le dirigían miradas intermitentes, fingiendo no mirarle directamente, pero en todo caso, estando tan pendientes de él como yo. Era como una fuerza que absorbía y atraía al igual que lo haría un agujero negro. Había algo de picardía en sus ademanes que me hizo sonreír sin querer, más aún cuando, echando la espalda hacia atrás para separarse del círculo de autoridades en el que se encontraba, dirigió una mirada a las camareras con ese gesto universal de valorar la mercancía o el ganado. Durante un buen rato le seguí la pista por la sala con disimulo, mientras él se acercaba en diagonal a sus víctimas femeninas con una mezcla única de parsimonia y desparpajo. En todas las ocasiones actuó de igual manera. Se quedaba quieto, a la espalda de la mujer elegida y le susurraba algo a la altura de la nuca, obteniendo invariablemente el mismo resultado: risas nerviosas, mejillas sonrojadas y miradas fulminantes por parte del resto del personal.
En cuanto tuvo oportunidad me puso a mí también en su punto de mira, aunque preferí no ponérselo fácil. Cuando vi que se me acercaba, le hice un quiebro artístico y me integré en un corrillo cerrado de becarios, dinamitando sus posibilidades de intentar conmigo una entrada digna. Ambos fingimos no darnos por enterados y él prosiguió su ruta impertérrito, rozándome la espalda y dejando un penetrante olor a caro perfume inglés. Sándalo, canela y alguna especia poco frecuente de precio prohibitivo.
Asistí divertida a la lección de seducción, hasta que me cansé del espectáculo y opté por pulular entre los grupillos que se habían formado en torno a las mesas del servicio de catering. Por lo visto, los dos temas de conversación giraban precisamente en torno a Jairo y a mí misma:
—¿Cómo se ha atrevido a venir tan pronto?
—Bah…, a Jairo no le importa lo que opinemos de él.
—Yo estuve visitando a Nieves en la Maternidad, la pobre tiene una depresión de caballo.
—¿La pobre? Le puso los cuernos a su marido a cuatro meses del parto, ¿qué esperaba?
—¿Pero estáis seguros de que el hijo es de su marido?
—Exmarido. Y sí, yo fui a visitarla también, y el chiquillo era clavado al padre, con el pelo rubito y la piel sonrosada. No se parecía nada a Jairo del Castillo, si es eso lo que insinúas.
Eso era lo más amable que escuché, pero lo peor estaba por llegar:
—¿Has visto ya a la nueva de Prehistoria? Parece que contratan mirando solo la foto del currículum.
—No digas tonterías, me han dicho que tenía un puestazo en el Museo Arqueológico Nacional. Por lo visto Elisa la recomendó.
—Qué raro, Elisa no pierde comba cuando se trata de ganar puntos ante la Santísima Trinidad.
—¿Creéis que esta también caerá?
—La pregunta no es si caerá, sino con cuál de los tres caerá.
—No los metas en el mismo saco, Jairo no tiene nada que ver con sus hermanos.
—No me digas que te vas a apostar una cena.
Suficiente. Me fui como una fiera a por Elisa y la metí en los aseos de señoras más cercanos.
—¿Me quieres explicar por qué está medio museo cuchicheando a mis espaldas? —bufé, mientras comprobaba que no había nadie en los cubículos de los baños.
—Veo que te has enterado de lo de Jairo.
—¿Qué es «lo de Jairo»? —le exigí.
—De acuerdo, mejor que te enteres por mí. La gente está diciendo auténticas barbaridades.
—Elisa, empieza —le increpé, mientras me sentaba sobre el lavabo de cerámica. Tenía pinta de llevar allí cien años, pese a estar bien restaurado, pero mi lado cívico estaba anulado en aquellos momentos y me daba igual si se rompía bajo mi peso.
—Vale, vale. No te pongas así. El caso es que la chica que estaba antes que tú en el puesto acaba de tener un niño.
—Eso ya me lo dijiste —le corté—, y también que había renunciado y no iba a volver a trabajar en el MAC.
—Eso es. Lo que creo que no te conté fueron los motivos. Verás: se rumorea, se dice, se cuenta…, que estando embarazada de unos cinco meses tuvo un lío con Jairo del Castillo.
—¿Embarazada de quién? —pregunté sin comprender.
—De su marido, hasta entonces se la creía felizmente casada. El caso es que estuvo un par de meses con Jairo, por lo visto a ella se le fue la cabeza, se descentró. Dejó a su marido, confiando en seguir con Jairo, pero él se cansó al poco tiempo y la despachó sin demasiadas consideraciones. Como te puedes imaginar, el MAC era un hervidero de rumores. Tengo que decirte que ella lo pasó muy mal, pero qué quieres que te diga: sabía dónde se metía. Tú no sabes la fama de crápula que tiene Jairo en Santander. Total, que al final no pudo con la presión y dejó el puesto. Ahora acaba de tener el niño ella sola, porque el marido no le ha perdonado y se ha divorciado de ella. Debe de estar destrozado, dicen que toma antidepresivos y todo eso.
Sacudí la cabeza y me mordí el labio inferior, impotente. Las cartas estaban marcadas desde antes de empezar la partida.
Genial.
—Elisa, tenías que haberme contado todo esto antes de que aceptara el puesto.
—Es que te vi tan ilusionada… —dijo a modo de disculpa.
—No me vengas con esas, deberías habérmelo dicho antes incluso de que viniera a la entrevista. ¡Por Dios, Elisa, que acabo de firmar el contrato!
Me quedé mirando hacia la pequeña ventana enrejada valorando la situación, mientras me apoyaba en la pared brillante de azulejos de color ultramar. No quería ni mirarla. Para qué.
—Mujer, como a ti nunca te ha importado el qué dirán…
—¡Oh, vamos! —le hice callar con un gesto—. No sigas hablando, que la estás fastidiando más.
Me levanté y pasé por delante de ella sin girarme.
—Buenos días, Elisa.
Salí de los aseos siendo consciente de que todo el mundo me miraba de reojo, así que decidí no ponérselo tan fácil a mis nuevos compañeros. Me planté una sonrisa en la cara y revoloteé entre la gente como si nada hubiera pasado.
Héctor se acercó a mí. Su presencia, al igual que la primera vez que lo vi, me reconfortó. No sé por qué, pero sentí que tenía en él a un aliado.
—¿Todo bien? —susurró mientras se inclinaba hacia mí.
—Todo perfecto —le sonreí—, hay que ver lo bien que organizáis por aquí las cosas.
—Me lo tomaré como un cumplido. Descansa por hoy, puedes irte a casa. El primer día siempre es duro.
No me quedaron fuerzas para seguir disimulando ante él.
—Gracias, jefe —murmuré, aliviada.
—Nada de jefe, llámame Héctor, por favor —dijo mientras se alejaba con las manos en los bolsillos—. Nos vemos mañana.
Salí del museo hecha una furia, maldiciendo a Elisa y sus diabólicos juegos sociales mientras me encaminaba hacia mi Clío. Lo había dejado detrás del edificio, junto al acantilado. El último coche de todos.
Miré a mis espaldas, comprobando que nadie había salido aún de la inauguración y me senté un momento junto a la planta de lavanda para mirar el mar, que aquel día lucía un azul profundo, como si se hubiese puesto solemne para la ocasión. Necesitaba calmarme un poco.
Y justo entonces presencié algo extraño, una gaviota se precipitaba hacia la pared de roca que quedaba a mis pies. No tenía ni idea de que esos pájaros tuvieran instintos suicidas.
Según mis cálculos, se habría hecho papilla contra el muro de piedra. Me asomé un poco con curiosidad, y en ese momento, volví a ver a la gaviota, volando ahora en dirección contraria hacia el mar con la misma velocidad que antes. ¿Cómo era posible?
Intrigada, me quité los zapatos de tacón y los dejé escondidos a los pies de la lavanda. Sin pensármelo dos veces, me fui descolgando por la roca como una salamandra hasta que quedé a dos metros de una pequeña lengua de roca. Me solté y caí de pie.
Desde el aparcamiento del museo no se veía, pero acababa de descubrir una gruta a ras del mar. Por eso la gaviota no se había estrellado contra la pared. Tan solo había entrado y salido de la cueva, pero desde arriba era imposible sospechar que existía aquella oquedad. Me senté allí mismo, sobre la roca, viendo extasiada el mar a la altura de mis ojos, con el rumor de las olas golpeando con intensidad en mis oídos. Mirase hacia donde mirase, no se veía nada más que piedra, cielo y mar.
El sitio perfecto para olvidarme del mundo.