Mes del Serbal, 8255 d.a., Lugdunum
Año 43 a.C., actual Lyon
Miré horrorizado la herida abierta que manaba sangre de mi mano: el dedo pulgar pendía inerte como un colgajo. La joven de la capucha limpió el filo de la pequeña daga en los pliegues de su falda embarrada y se dio la vuelta, rápida como una comadreja, perdiéndose entre las callejuelas oscuras que lindaban con la muralla de Lugdunum, o «el castro del dios Lug», como preferían seguir llamándolo los celtas, a espaldas de los colonos romanos.
—¿Estás loca, mujer? —le grité con la voz destemplada por el dolor. Me arranqué como pude un trozo de tela de la manga para detener la hemorragia, mientras alcanzaba a mi agresora de cuatro zancadas.
Ella se giró por sorpresa y sentí un pinchazo en la entrepierna. De nuevo se había sacado el arma y esta vez no me podía permitir las consecuencias.
—Dime, viajero, ¿quién te envía a por mí? —susurró con rabia.
Seguía sin ver del todo su rostro. Era escasa de altura, apenas me llegaba al pecho, pero estaba bastante seguro de que era ella.
—Calma, muchacha, nadie me ha pagado por encontrarte. Solo quiero hablar contigo, solo eso —respondí con la voz menos firme de lo que me hubiera gustado. Seguía perdiendo sangre y notaba un zumbido en mis oídos. Sabía que estaba próximo al desmayo.
—Aún no he conocido a un varón que solo quiera hablar conmigo —dijo, pegando su cuerpo al mío y rasgando con el filo de su puñal la tela que cubría mis partes—. Llevas tres lunas siguiendo mis pasos, desde que mi anciano esposo y yo llegamos por el río y descargamos nuestras mercancías. Solo mi curiosidad te ha mantenido vivo. Pero no tengo paciencia, habla sin rodeos o muere.
—Solo quiero ver tu cara, comprobar si llevas en ella las marcas que estoy buscando.
—¿Y qué estás buscando, exactamente?
—Busco a una mujer con la constelación de Lyra en la mejilla izquierda. Busco a una asaltadora de caminos a la que los leucos llamaban Cyra. En la tribu de los túronos, décadas después, me hablaron de una proscrita que se escondía en los bosques: Dyra. En la costa del norte, los calecios escupían al suelo cada vez que nombraban a una Eyra, ladrona y líder de un grupo de salvajes…, ¿quieres que siga, Nyra?
Noté que apartaba su arma de mi cuerpo, y por primera vez me encontré con sus ojos.
—No puede ser que hayas escuchado tú mismo todas esas historias… hace demasiado tiempo —dijo en un susurro. La ira había desaparecido de su voz y había dado paso al desconcierto.
—Tan solo vayamos a un lugar bien iluminado y déjame verte —le rogué, casi sin fuerzas.
Ella accedió, entre hechizada y recelosa, y nos acercamos a la luz de una fogata que los soldados romanos habían dejado sin vigilancia. Lyra se retiró la capucha.
Un alivio de siglos me relajó el rostro. Por fin, después de tanto tiempo de búsqueda peinando toda la Galia. Era ella, era ella. Sus marcas de nacimiento, los ojos de ese azul oscuro que compartía con su madre…
—Y ahora dime quién eres tú —me pidió, ya sin autoridad en la voz.
—Acompáñame, viajo ligero pero tengo un techo bajo el que dormir. Debo coserme la mano ahora mismo o me desangraré. Por el camino te contaré una historia.
—¿Qué historia, hispano? —preguntó, siguiéndome.
—La historia de mi familia y de por qué deberías volver por fin a nosotros.