Día de Madre Luna, décimo del mes de Luuis
Lunes, 30 de enero
Recorrí los pasillos atestados de invitados, buscando en todas las direcciones, ¿dónde demonios se había metido Kyra? Me crucé con el presidente de los Amigos del Museo y saludé con prisas a varios conocidos más. Bajé las escaleras del sótano y me aseguré de que no hubiera nadie del personal del museo antes de entrar en el Laboratorio de Restauración. En ese momento, un pitido surgió del bolsillo de mi pantalón. Miré la pantalla del móvil, y vi que era un mensaje de mi padre: «Tenemos un problema con la Sala de Prehistoria».
Lo ignoré, de momento. Tenía preocupaciones más urgentes.
Crucé la estancia desierta —brochas, tanques de desalación, piezas a medio restaurar: la cocina del museo— hasta llegar al despacho de Kyra. Abrí con llave y cerré a mis espaldas. Detrás de la mesa había una estantería metálica con grandes piezas de cerámica. A nadie se le ocurriría desplazar aquel mueble ante la amenaza de ver caer ánforas y calderos del siglo II después de Cristo sobre su cabeza. A nadie se le ocurriría tampoco que las piezas estaban pegadas a las baldas, y que soportaban estoicamente todos nuestros trasiegos. Porque detrás del mueble de atrezo había una puerta blanca, aparentemente condenada, y un pequeño monitor oculto bajo una lengüeta de plástico. Tecleé la contraseña y me adentré en el laboratorio más importante del museo, el que solo cuatro personas conocíamos, el que yo odiaba en secreto. Jairo diseñó aquel búnker durante la última reforma, buscándole la ubicación perfecta en pleno corazón subterráneo del museo, allí donde latían las mentiras.
Kyra no se inmutó cuando entré, era bastante habitual que acabara encontrándola allí, al final de la bancada, frente al potente ordenador. Aún no se había quitado la bata blanca y llevaba su pelo rubio atrapado en un recogido que le sumaba años.
—Deberías ir subiendo ya —le dije acercándome a ella—. La exposición está a punto de empezar.
—Estoy acabando —contestó. En cuanto la impresora descansó, me pasó el taco de papeles sin apenas mirarlos.
—Dime, hermano, ¿qué ves?
Miré por encima los gráficos que me sabía de memoria.
—Tendremos que estudiarlos, aún es pronto para sacar conclusiones.
—¡Porque no hay conclusiones que sacar, Iago! —bufó—. No hay nada concluyente en estos resultados. Hemos inducido daño oxidativo en ratones y les hemos aplicado antioxidantes, ¿y qué? Esto no nos acerca a la pregunta de por qué somos longevos.
La ignoré y me dirigí al fondo del laboratorio, donde una docena de jaulas apiladas contenían una pequeña población de roedores. Los observé, preocupado.
—¿Hace cuántos días que no los alimentas?, ¿quieres matarlos de inanición?
Abrí el saco del pienso y comencé a darles sus dosis de comida.
—Ya no nos sirven, el estudio está acabado —dijo acercándose.
—Pues dales una muerte digna, ellos no tienen la culpa de tus frustraciones.
Pero antes de que yo me diese cuenta, agarró con toda su rabia varias jaulas y las estampó contra las paredes.
—¿Y quién la tiene, hermano? —gritó fuera de sí—, ¿quién la tiene?
Me abalancé sobre ella y le tapé la boca.
—Shh…, todo el personal del museo está sobre nuestras cabezas —le acaricié el pelo sin liberarla aún—. Tranquila, Kyra. Lo encontraremos, ¿vale?
—¿Que lo encontraremos…? Como lo del INO, ¿verdad? —su voz sonaba amarga y eso dolía—. ¿Qué me has traído de Madrid, Iago? Lo he estado estudiando y no tiene nada que ver con lo que buscamos.
—De acuerdo. Lo del INO tampoco ha resultado, pero vamos a ponernos ya a espiar a todos los laboratorios que estén buscando soluciones al envejecimiento. Si no son los antioxidantes, será la hormona del crecimiento, la insulina, la restricción calórica, lo que sea. ¿De acuerdo? Pero no quiero verte así de hundida nunca más.
Ella retiró mi mano y comenzó a recoger las jaulas del suelo, desoyendo los chillidos de los ratones. Mecánicamente, con precisión. En eso se había convertido: un ente mecánico y preciso.
—No te relacionas con nadie, no piensas en otra cosa más que en investigar. Esto no es vida, Kyra —le pasé el dorso de mi mano por la mejilla, pero ella la apartó de su cara.
—Al menos la conservo, que es lo que queríais todos, ¿no es cierto? —murmuró con amargura.
«Marcha sin miedo, hermano. Estaré bien».
No era la voz de Kyra la que retumbaba en mi cabeza. Era otra, pero sonaba igual de familiar cuando pronunció aquella última frase que me había perseguido durante dos mil años. Boudicca seguía dentro. Nunca se había marchado.
—Me estoy acordando de hace años —le dije—, cuando te llevé a mi casa de la playa en Ribadeo, después de lo de Fénix y…
—Lo recuerdo —me cortó tajante.
—Déjame seguir —le corté yo a su vez—. Cada noche, cuando me despedía de ti y te dejaba sola paseando por la playa de las Catedrales, me decías: «Vete tranquilo, hermano. Estaré bien».
Kyra me dio la espalda, como siempre que no quería que le leyera el rostro.
—Pero no te creía —proseguí—. No te creía y arrancaba el coche para que me escucharas marchar. Luego lo dejaba aparcado a un kilómetro, y volvía a la playa corriendo. Te observaba desde la distancia, escondido entre las rocas, mientras tú te paseabas por la bajamar.
—¿Me espiabas? —exclamó sorprendida.
Asentí en silencio. Ella se perdió entonces en sus pensamientos por unos minutos y luego añadió:
—Aquel invierno, durante mis paseos por la playa, notaba que no estaba sola, sentía una especie de fuerza protectora. Pensé que era Teutates, el guardián.
—No, Kyra, no era ningún dios celta. Era yo quien te cuidaba todas las noches, mientras te adentrabas en el mar bajo el reflejo de la luna.
Me quedé mirando, asqueado, las pipetas que se amontonaban frente a nosotros.
—Cada noche un poco más. Pensé que era una cuestión de días que te sumergieras y no te dieras la vuelta.
—Y tú me habrías salvado.
No era una pregunta.
—Sí, en contra de tus deseos —tuve que admitir—. Pero lo habría hecho.
Guardó silencio, con gesto ausente, y yo también me abandoné en los recuerdos por un rato.
Fue entonces cuando llegó Nagorno, rememoré con un sabor acre en la boca. Oportunamente, como siempre, con su brillante plan de buscar el gen longevo en nuestro ADN, de montar un museo como tapadera, y de nuevo otro cambio apresurado de identidad, los planes para que ella y yo estudiásemos y todos interpretásemos un papel.
Kyra se dio media vuelta y me dejó estudiar su rostro. Se había puesto la máscara y estaba preparada para mi escrutinio.
—Podemos tardar años con esta investigación —repetí por enésima vez, con la esperanza de que lo asumiese—, estamos dando palos de ciego. Tal vez todo esto no nos lleve a ningún puerto. Y tú te niegas a volver al mundo de los vivos.
—¿Debo fingir que me gusta vivir?
No, Kyra, debes hacer lo que tú desees, y se va acercando el momento de que todos lo entendamos.
Con Kyra a veces era mejor callarse. La observé en silencio durante un buen rato. La más fuerte y la más solitaria de todos nosotros. Ella no nos necesitaba, a diferencia de la patética dependencia que nos mantenía unidos a Héctor, a Jairo y a mí, a través de los milenios, más allá de los odios, las zancadillas y el hastío mutuo. Ella no era así. Nació sola, creció sola, y sola se enfrentó a su realidad de longeva. Cuando yo la encontré de nuevo, cuando sospeché que era la niña que habíamos abandonado padre y yo cuatro siglos atrás, ella había aceptado su naturaleza como un roble acepta las heladas y el granizo: haciendo dura su corteza y entendiendo los ciclos de la tierra. Tal vez su ciclo había concluido, tal vez ella sí que estaba preparada para morir de una vez. Tal vez éramos nosotros los egoístas, intentando evitar su marcha para no volver a pasar por otra pérdida familiar. Eso es lo que Boudicca dejó en nosotros: el miedo a la muerte, algo tan prosaico que nos volvió los más temerosos de los humanos.
¿Por qué tanta gente dice que el tiempo todo lo cura? No es cierto, no todo se cura. Cuando pierdes un brazo, cada día de tu vida recuerdas que te falta. Da igual que vivas unas pocas décadas o unos cuantos milenios. Te falta. No está. Tu otro brazo intenta suplirlo, pero no lo consigue. Ni lo hará.