2

Día de Saturno, vigésimo primero del mes de Beth,

10310 d.a.

Sábado, 14 de enero

Aún no había amanecido cuando aparqué el todoterreno junto a la playa de Covachos, una pequeña cala frente a la isla del Castro. Héctor bajó de un salto sin poder disimular su impaciencia. Yo era de la opinión de que un hombre de veintiocho mil años debería tener más domados sus impulsos, pero a mi padre siempre le habían perdido nuestras jornadas de pesca.

Daba igual que estuviéramos en el Mesolítico, pendientes de los ruidos de los jabalíes del bosque; o en el Medievo, buscando ríos que no llevasen cadáveres con las caras picadas por la viruela; o sometidos a los vaivenes de la Revolución Francesa, vistiéndonos como campesinos para intentar mantener una vez más la cabeza pegada al tronco. Daba igual, porque en esencia mi padre y yo necesitábamos volver a los viejos rituales como el que necesita salir a la superficie y tomar aire.

Fue él quien se adelantó, con la caña sobre el hombro y sus aparejos de pesca casi sin usar, y se adentró en el mar aún negro para lanzar el cebo. Yo me coloqué a su lado y lancé el mío, después de sacar del bote de cristal una porción casi transparente de quisquilla y clavarla en el anzuelo de acero de última generación. Le miré de reojo en silencio mientras él cambiaba el peso de sus piernas cada dos segundos.

—¿Estresado? —le tanteé.

—Ayer tuve un día de locos. Ya me explicarás por qué te fuiste a Madrid sin avisar. Me dejaste solo al frente del MAC con un montón de asuntos pendientes —susurró, mientras controlaba el sedal.

—No tuve más remedio —dije, bajando yo también la voz—. Por cierto, ¿qué tal la entrevista?

—Todo fue según lo previsto. Adriana Alameda ya está contratada.

—¿Crees que nos será útil? —quise saber.

—Creo que sí, aunque… vamos a intentar no perjudicarla, ¿vale? Tiene una carrera prometedora.

—Si hacemos los cambiazos con discreción, no tiene por qué salpicarle. Y cuando nos vayamos del MAC, la dejaremos bien reubicada.

—De acuerdo —asintió conforme—. Y ahora, ¿me vas a contar de una vez por qué el jueves cogiste ese vuelo?

—Kyra, padre, fue por Kyra. Ha terminado la investigación de los antioxidantes y está recopilando los datos para sacar las conclusiones. Aún le quedan meses para acabar, pero se intuye que no va a haber ninguna respuesta concluyente, lo cual es desesperante para ella y un alivio para nosotros.

—De acuerdo, pues cálmala. Siempre se te ha dado bien —dijo, frunciendo el ceño por un segundo.

Sacudí la cabeza y sonreí sin ganas.

—Aún no lo entiendes. Estos cuatro años de tranquilidad para ti y para mí se han acabado. Kyra ha perdido la paciencia, me amenazó con irse del museo y empezar otras líneas de investigación por libre, financiada por Jairo. No nos podemos permitir que estén fuera de nuestro control. Ahora mismo hay tres mil ensayos clínicos en todo el mundo dedicados al envejecimiento o a la medicina regenerativa. Necesito seguir controlando lo que hacen, si no, acabarán encontrándolo por sus propios medios.

Mi padre se adentró unos pasos más, ignorando una ola que casi lo abate. Yo le seguí, varios metros por detrás.

—Aún no me has explicado lo de Madrid —insistió.

—Tuve que improvisar. El otro día se enfrentó conmigo, me acusó de tenerla dando vueltas en círculo y de no estar tan involucrado como ella en la búsqueda del gen longevo. Así que, para seguirle el juego, cogí el primer avión a Madrid y me presenté en el INO, el Instituto Nacional de Oncología. Hace poco saltó la noticia en varias revistas científicas de que habían conseguido ratones un cuarenta por ciento más longevos y resistentes al cáncer. Tengo un buen contacto allí, le hice una visita sorpresa y husmeé todo lo que pude.

—Roedores y cáncer, ¿no se aparta un poco de nuestro propósito?

—Esa era mi intención, en realidad. Todo lo que haga perder el tiempo a mi hermana, será bienvenido. Pero debo decirte que fue más interesante de lo que esperaba. Han manipulado genéticamente varias cepas de ratones con un gen supresor del cáncer y con una enzima que mantiene a las células dividiéndose una y otra vez. Lo que han conseguido es un ratón que ha vivido el equivalente a ciento treinta años humanos de vigorosa juventud y además, libre de tumores, ¿te suena de algo?

—Ese ratón se nos queda un poco corto en años, ¿no crees?

—Cierto. En realidad yo tampoco creo que vayan por ahí los tiros. Por eso le entregué a Kyra todo el material, aunque creo que ella también lo desestimará. En fin, asumo que los próximos meses me va a tocar viajar bastante —le dije, sin ocultar mi fastidio.

Con todo, Héctor siguió insistiendo:

—¿Cuánto tiempo más crees que puedes tenerla engañada, hijo?

—Ni idea —tuve que admitir, encogiéndome de hombros—. Sé que puedo ser muy convincente distrayéndola de su camino, pero tarde o temprano se cansará. Y no pienso ser yo quien identifique el gen que nos da la longevidad. No quiero contribuir a que haya más como nosotros. Aislarlo será el primer paso. Luego, tarde o temprano, acabará en manos equivocadas y tendremos una élite de longevos paseando por el mundo.

—Lo dices como si fuéramos una aberración —me interrumpió, molesto.

—No quería decir eso, simplemente pienso que una sociedad de longevos, sin la capacidad de regeneración que otorgan la muerte y las nuevas generaciones, acabaría convirtiendo cualquier civilización en un cenagal de agua estancada. Las mismas personalidades chocando a lo largo de los siglos una y otra vez. ¿Es que no es suficiente con el patético ejemplo de nuestra familia? Un mundo así no traerá nada bueno. Ningún gobierno podría asumir los costes de una población milenaria, y de los cambios sociológicos que traería. Todo el mundo sueña con no morir nunca pero, ¿y si nuestra longevidad extrema se generaliza y cualquiera puede vivir cinco mil años? ¿Los matrimonios seguirán prometiendo eso de «hasta que la muerte nos separe» cuando hablamos de milenios? ¿O soportar a un suegro metomentodo, una hermana retorcida o cualquier otra relación tóxica a la que te obligue la sangre durante siglos? ¿A quién le apetecerá pasarse quinientos, o dos mil años trabajando hasta la jubilación? Todos los contratos sociales tendrían que ser revisados, por no hablar de los países que no conocen la democracia, ¿cuantos pueblos tendrían que soportar al mismo dictador durante siglos?

Él calló durante un rato, como si necesitase digerir mis palabras. Un sol perezoso despuntaba ya por el este.

—Sé que haces esto por mantenernos una vez más unidos como familia, y sinceramente, Héctor, para mí eres el mejor padre que un hombre puede haber tenido jamás. Sin embargo, creo que en este asunto estás siendo demasiado blando con tus otros hijos. Siempre les has pasado por alto sus errores, pero esto nos afectará a lo que somos de manera definitiva. Que sepamos, eres el decano de la humanidad, tu palabra debería servir de algo frente a ellos.

—Sabes lo obstinados que son. Si han tomado esa senda, ninguno de ellos la va a abandonar.

—No, mientras estas sigan siendo las circunstancias. Habrá que pensar en cambiarlas —dije, recogiendo el carrete.

—¿Qué estás tramando, Iago? Te conozco demasiado bien.

—No tengo nada aún, padre, solo estoy ganando tiempo. Pero debes saber que llegado el momento, si tengo que pararles los pies, lo haré, aunque tú no lo apruebes.

—Me doy por advertido.

—Bien.

Ambos nos quedamos durante un buen rato atrapados en un tenso silencio. Por suerte, desde que llegamos a la playa no habíamos visto a ningún otro pescador por los alrededores.

—Deja ya esas cañas, no he visto cosa más inútil —le dije por fin—, voy al Jeep a por los arpones. Y quítate esas botas, que pareces un astronauta.

Me desnudé y dejé mi ropa en el maletero. Cuando volví a la orilla, Héctor ya se había desprendido de su ridículo disfraz de pescador contemporáneo. Desnudos éramos más sigilosos y las ropas no molestaban para lanzar. Nos acercamos a las rocas del islote, buscando peces atrapados por la corriente.

Ambos pescamos un par de soberbias doradas. Limpiamos el pescado y metí los filetes en un bote con la salmuera que llevaba preparada de casa. Llevaba siglos utilizando la misma receta. Por un momento, sonreí. Recordé que Gunnarr acostumbraba a robarme parte de aquel emplasto para endurecerse la piel de las manos antes de salir al mar Báltico en su drakkar.

—Mañana por la noche las tendré ya marinadas, ¿vienes a cenar a casa? —le pregunté, ya de mejor humor.

—¿Cuándo me he resistido yo a tu pescado? —dijo mi padre, palmeándome la espalda con una sonrisa poco creíble.

Solté un suspiro, torciendo el gesto.

—Dime qué te preocupa, padre.

—Sé lo rotundos que resultan tus planes. Eso me inquieta, y mucho más si no los compartes. ¿Qué tienes pensado hacer? —insistió.

—Alguien tiene que encargarse.

—¿De qué, Iago?, ¿encargarse de qué?

Miré hacia la isla de Castro, y guardé un obstinado silencio.

Espero que no tengas que verlo, padre.