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Viernes, 13 de enero

Iago del Castillo, Iago del Castillo, me repetía a mí misma de camino al museo, cada vez más apurada.

Tenía una entrevista de trabajo en veinte minutos y no conseguía decir con soltura el nombre de quien dependía mi nueva vida en Santander. No voy a negarlo: me mataban las ganas de cambiar de ciudad. Ni siquiera el mal tiempo que aquellas semanas castigaba todo el norte del país había conseguido disuadirme de intentar mi última pirueta vital. Mientras conducía, no dejaba de controlar con el rabillo del ojo las pesadas nubes que venían a por mí y lo interpretaba como una invitación a volver a casa.

Para ser sincera, no era tanto el hecho de regresar al nido lo que me motivaba, sino el dejar atrás el callejón sin salida en el que se había convertido mi vida en Madrid. Un jefe que le aportaba prestigio a mi puesto en el Museo Arqueológico Nacional, aunque se apropiase de todos mis artículos con su sonrisa bregada en pedir mil favores sin despeinarse las canas. Un exnovio empeñado en retomar una historia ya marchita y un padre ausente con el que siempre me sentía incómoda.

«Sal de Santander por la autovía en dirección a Torrelavega y una vez que pases Santa Cruz de Bezana, toma la primera rotonda hacia el barrio del Portío. En cuanto lo dejes atrás, te encontrarás en plena Costa Quebrada. No te desvíes y verás la señal de entrada al Museo de Arqueología de Cantabria. Aunque el personal solemos llamarlo el “MAC”. A los jefes, por su nombre de pila. Son hermanos: Héctor y Iago del Castillo, el subdirector y el coordinador técnico. Tienen otro hermano, Jairo, que es el patrono principal; el que pone el dinero, vamos. Aunque a ese no le vas a ver tanto. Ven, mujer, todo el mundo se pelea por trabajar aquí, y no vas a tener problemas en que te contraten con tu experiencia. No sé por qué sigues allí desperdiciando tu tiempo en trabajos de oficina. Te has convertido en una burócrata».

Quien hablaba en mi cabeza era Elisa Garrido, amiga y antigua compañera de carrera en la Universidad Complutense de Madrid. Fue ella quien me había recomendado para el puesto de conservadora jefe en el Área de Prehistoria del MAC. Elisa ejercía de treintañera cántabra como yo, aunque ahí acababan todos los parecidos, porque ella estaba casada y había tenido tres hijos en cinco años. De mi primo Marcos, para más señas.

Aquello de «te has convertido en una burócrata» espoleó tanto mi orgullo que no tardé ni un par de horas en enviarle a Elisa mi nutrido currículum. La llamada de la secretaria de Iago del Castillo tampoco se demoró demasiado.

Apenas un kilómetro después de tomar el desvío llegué a un promontorio junto al acantilado. En cuanto lo vi, se me escapó un silbido de admiración: el monumental edificio del MAC era una antigua casa de indianos. Sobre la piedra gris destacaba la fachada de rojo inglés que rivalizaba con el verde oscuro del arbolado del jardín. Allí crecían plantas exóticas que los emigrantes cántabros retornados de América a principios del siglo XX habían traído para recordar a sus vecinos el origen de sus fortunas. Como si ellos no se acordasen cada vez que decían: «Sí, patrón».

Mi coche recorrió con cautela de cazador el ancho sendero de gravilla que llegaba hasta la misma entrada y una vez allí, rodeé el edificio hasta el aparcamiento del personal. La parte trasera del museo era una explanada despejada de césped. Aparqué al final del acantilado, junto a un arbusto de lavanda que resistía de milagro, pese al salvaje viento que lo azotaba. Desde allí se divisaba una brumosa Costa Quebrada, como si me moviera dentro de un cuadro de Monet. Miré la hora en el móvil.

Menos cinco, ya no llego, pensé.

En cuanto salí del coche con la carpeta que llevaba preparada, una ráfaga de aire hizo que toda la melena me golpease en la cara. Arranqué varias espigas de lavanda y me froté las manos con ellas. Después las olí, buscando en ellas algo de su efecto sedante, sonreí con aplomo y me abotoné la chaqueta del traje pantalón.

Dos altísimas palmeras ejercían de guardia pretoriana en la entrada principal. Subí por una pequeña escalinata, y traspasé el umbral de la enorme puerta de madera que lucía las iniciales «M. M.» incrustadas sobre ella. Una vez dentro, el rumor del viento y del oleaje que casi me había ensordecido junto al acantilado desapareció, dando paso a un silencio acogedor.

Crucé el vestíbulo y alcancé la escalera del fondo. La gruesa barandilla de madera brillante estaba trabajada en formas curvas, como si al interior del edificio le hubiera crecido una enredadera que distribuía las cuatro alturas. Era evidente que no había ascensor. Por lo visto, la reforma había sido fiel a la estructura original.

Aprovechando que no vi a nadie, subí las escaleras dando un par de zancadas y me planté en el último piso. Recorrí el estrecho pasillo sin poder evitar asomarme por la barandilla y mirar hacia abajo. Las dependencias del edificio estaban organizadas en torno a un patio central cubierto, como en una corrala madrileña. Pude ver un par de personas en el tercer piso, que miraron hacia arriba de reojo y fingieron seguir con sus asuntos. Una vez llegué a la puerta que Elisa me había indicado, pasé la mano por la cabeza para alisarme el pelo por última vez y golpeé con los nudillos.

—Buenos días, soy Adriana Alameda. Estoy buscando a Iago del Castillo.

La secretaria me dedicó una sonrisa mecánica. De la espesa mata de rizos negros surgió una voz que dejó claro que sabía ser tan educada como gélida.

—Puedes pasar al despacho de la derecha.

Abrí la puerta de la estancia. Tenía cierto sabor vetusto, como todo el edificio. Tal vez las pesadas maderas nobles de la mesa y de los armarios tenían la culpa. Aun así, el despacho resultaba cálido. Pude ver un ejemplar manoseado de «El arte de la prudencia», de Baltasar Gracián, sobre el reposabrazos de una butaca de cuero. A través de los ventanales se divisaba desde una altura privilegiada la parte trasera del museo y el viento solo era un rumor agradable que de vez en cuando golpeaba en los cristales. Sin poder evitarlo, me acerqué a la ventana.

El contraste con mi despacho madrileño era insultante. Lo más lejos que podía mirar allí era un póster del Homohabilis que yo misma había colocado en la pared desnuda del regio edificio del Museo Arqueológico Nacional. Nunca lo pregunté, pero era evidente que no podría haberme permitido ninguna licencia decorativa más.

—Veo que te gusta el paisaje —sonrió una voz a mi espalda.

—Disculpe, me había quedado anonadada. Soy Adriana Alameda.

Me tendió la mano y sus ojos también sonrieron. No era el típico ejecutivo, pese al traje azul oscuro y la corbata bien elegida. Ese gesto afable no podía ser fruto de un cursillo de habilidades sociales. Le salía de dentro.

—Héctor del Castillo. Y puedes tutearme, no soy tan viejo. Te estaba esperando. Suele ser Iago quien lleva a cabo las entrevistas, ya que vas a trabajar más estrechamente con él, no conmigo. Pero ha tenido que ausentarse por unos días y, como sabes, nos urge contratar a alguien para el Área de Prehistoria. Así que, si te parece, pasamos a revisar tu solicitud. ¿Te apetece algo de beber o unos frutos secos? —dijo señalándome la silla.

—Gracias, pero acabo de tomar algo en Santander —mentí.

No pude evitar quedarme planchada. ¿Ni siquiera me iba a entrevistar mi superior inmediato? Aquello no pintaba muy bien. Me dirigí a mi asiento, sin saber muy bien dónde colocar el bolso.

Calma, Dana. Elisa dijo que estaban buscando tu perfil. No tiene por qué ser algo malo.

—Bien, comencemos entonces.

Se sirvió un agua mineral del mueble bar y se sentó. Aún no lo había observado con detenimiento. Aparentaba cuarenta y pocos, aunque el traje y algunas canas que adornaban sus sienes le hacían parecer algo mayor. Tenía algo en su presencia que lo hacía imponente, pese a que no era especialmente alto ni corpulento. Apenas metro setenta y cinco, tal vez algo más. Ojos color avellana, pelo castaño y un rostro que en otros tiempos sin duda fue interesante.

—Estuve estudiando tu currículum con Iago. Debo decir que estamos impresionados por el número de yacimientos y museos en los que has trabajado los últimos años. No te has dejado ni uno, al menos en Europa…

Recitó los nombres que me sabía de memoria porque una vez fueron mis domicilios temporales y luego se inclinó hacia mí como si me preguntara por la ubicación de Troya.

—¿Estuviste trabajando para el Proyecto Genoma Neandertal, en El Sidrón?

—Sí, hasta hace dos años. Luego recortaron una parte importante de la financiación y tuvieron que prescindir de algunos de nosotros.

—Cuéntame, ¿y cómo fue trabajar allí?

—Formábamos un equipo multidisciplinar: genetistas, paleontólogos y arqueólogos —posiblemente me brillaron los ojos mientras lo dije—. Era ciencia ficción. Bajábamos a la excavación con trajes blancos y escafandras, esterilizados de los pies a la cabeza.

—¿Sigues teniendo contactos con los yacimientos donde has trabajado? —quiso saber, mientras apuraba el vaso de agua.

Se me escapó un gesto de alivio. Si seguía por ese camino, la entrevista iba a ser pan comido.

—Sí, por supuesto. La mayoría hemos formado grupos en Internet y seguimos colaborando. Me imagino que conocerás Arqueológika en España, y Archaeologists a nivel internacional. Las redes sociales para arqueólogos están ahora muy activas.

Héctor asintió a modo de respuesta:

—Te seré franco, lo que necesitamos de ti es que nos consigas convenios con otras instituciones españolas y europeas. Queremos mover el Área de Prehistoria y aumentar el número de exposiciones temporales.

—No creo que haya ningún problema. Será una cuestión de cuadrar intereses y fechas, pero la mayoría, si no todos, estarán más que dispuestos a colaborar. ¿Hay algo más que se espere de mí?

—En realidad la programación de este año está ya cerrada, pero la del próximo está por hacer. La persona que ocupaba el puesto se fue hace unos meses, y Iago se ha encargado del área, además de seguir coordinando el resto, así que te tendrías que poner al día enseguida.

—Por mí, perfecto. Elisa ya me había comentado algo al respecto. De hecho, te he traído una propuesta de programación. He sacado ejemplos de lo que se está haciendo en los museos arqueológicos más punteros.

Le extendí la carpeta que llevaba, confiando en que no se percatase del sudor de mi mano.

Por su expresión pude ver que no se lo esperaba. La hojeó durante un par de minutos con interés genuino. Pensé para mí que podía cantar victoria.

—Dicen que eres la más joven en el Museo Arqueológico Nacional —comentó, sin levantar la vista de mi informe.

—Así es —me revolví en el asiento un poco nerviosa, ¿adónde quería ir a parar?

—Dicen también que solo es una cuestión de tiempo que saquen una plaza fija con tu perfil.

—¿Eso dicen?

¿Qué otra cosa podía responder? Hacía más de un año que mi jefe, Federico Santos, me había ofrecido un contrato temporal en el Nacional. El acuerdo tácito consistía en convertirme en su esclava sumisa y él, a cambio, movería los hilos para que su pupila consiguiera una plaza. Pero Santos estaba a punto de jubilarse y se había cansado de su profesión, aunque no de seguir viendo su firma en todos los artículos y los prólogos de arqueología prehistórica del país. Era fácil adivinar quién se estaba encargando de dar contenido a todos sus trabajos.

—Te lo plantearé con otras palabras: ¿estás segura de que quieres dejar tu futuro puesto para toda la vida en Madrid para venir a trabajar con nosotros? Aquí hace apenas cuatro años que hemos comenzado con esta aventura del MAC, quién sabe cómo acabará —dijo, acercándome el cuenco de madera con avellanas.

—No seas tan modesto, el premio al Mejor Museo Europeo del Año no se lo dan a cualquiera. Y contestando a tu pregunta: sí, estoy segura. Me gustaría echar raíces en Santander —me encogí de hombros y añadí—: Llámalo morriña.

—Eso puedo entenderlo —sonrió.

—También necesito trabajar en algo más dinámico —dije, en un alarde de sinceridad—. Se me están oxidando mis instintos de arqueóloga.

No sé qué tenía Héctor, pero algo en sus ademanes cordiales hacía que le confiase sin miedo algo más que lo estrictamente profesional. Por una parte, no estaba acostumbrada a crear ese tipo de confianza en el trabajo; pero por otro lado, era agradable poder relajarse un poco por fin.

—Voy a serte sincero: esta entrevista era una mera formalidad. Con tu currículum y las referencias que Elisa nos dio de ti, Iago me había dejado claro que quería contratarte, sí o sí. En el caso de que estés de acuerdo, podemos pasar a los aspectos prácticos. ¿Cuándo podrías empezar?

Me dejé caer en la silla, libre ya de toda la tensión que me tenía agarrotada, y estoy segura de que Héctor se dio cuenta porque disimuló una sonrisilla mientras se servía las últimas avellanas del cuenco.

Lo cierto es que me había esperado la típica entrevista de trabajo en sándwich: una primera parte de preguntas condescendientes, un tramo en el que eres presionada para ver tus reacciones bajo situaciones de estrés, y un poco de aceite al final para terminar con buen sabor de boca. Pero no hubo nada de eso. No fue una entrevista en realidad, sino más bien una bienvenida.

Después de concretar mi fecha de incorporación, se levantó de su sillón y abrió un cajón de la mesa para tomar un manojo de llaves.

—Vamos, te iré enseñando el museo. Por cierto, veo que no has traído paraguas —se acercó al viejo paragüero de latón, de esos que siempre tienen dibujada una fragata inglesa, y extrajo uno del mismo color rojo que la fachada del museo, con el mango de madera y la silueta del MAC serigrafiada en un costado—. Va a empezar a llover en cuanto deje de soplar el gallego.

Le miré como miraba a mi abuelo cuando empezaba con lo de las témporas. Él lo captó y soltó una carcajada.

—No me mires así, el viento del noroeste siempre trae lluvia. Un meteorólogo te podrá dar sus motivos científicos, pero no lo dudes: siempre ha sido así.

—Te lo agradezco entonces —asentí de buen humor, sin ganas de discutir con él. Cogí el paraguas que me ofrecía y bajamos juntos hasta las salas de exposiciones de la planta baja, la única abierta al público.

Una hora después, Héctor se despidió de mí en el vestíbulo del edificio con una amplia sonrisa, aunque tuve que esperar un buen rato para salir a por mi coche: la tormenta estaba descargando con tanta fuerza que ni siquiera con aquel paraguas gigante iba a evitar acabar empapada.

Una vez que el aguacero escampó, conduje hasta mi piso de Santander, en la Plaza de Pombo. Abrí la puerta al grito de: «Mamá, ya estoy aquí», aunque ella no respondió.

Nunca lo hacía.

Dejé atrás el pasillo desierto y me dirigí al estudio de mi madre. Estaba pletórica, había pasado mi primera prueba con nota y me sentía con fuerzas para emprender cualquier cometido. Tal vez ese era el impulso que necesitaba.

Frente a mí, una ordenada colección de cuadernos negros vestía la estantería desde el suelo hasta el techo. Allí estaban las claves que en realidad buscaba. Porque lo cierto es que la decisión de instalarme precisamente en el piso de mis padres en Santander no tenía nada de casual. Después de rondarme todas las noches de insomnio durante los últimos quince años, me había decidido a investigar, a llegar al fondo del asunto, por muy desagradable que fuese. A saber qué pasó aquella tarde que cambió mi vida y la de mi pequeña familia para siempre.

Sin retorno.