Primera parte

Me llamo Adriana Alameda Almenara. Sí, lo sé: AAA. Ya me lo habían dicho antes. No me molesta, en serio. De hecho, me encantan los juegos de palabras y las permutaciones de iniciales.

A lo que voy. Nací en Santander, una pequeña ciudad en la costa norte de España, hace treinta y dos veranos. Un par de décadas después, y con algún que otro punto negro en el meridiano de mi biografía, acabé la carrera de Historia con una ristra bastante decente de matrículas de honor. Los siguientes años me los pasé escarbando el subsuelo de todos los yacimientos de Europa y alrededores. Ahora puedo presumir de un denso currículum de cinco páginas labradas a golpe de pico y pala.

Por las mañanas, me deslomaba desescombrando sedimentos estériles con el martillo neumático. Al mediodía, con las rodillas hincadas en cojines de espuma, llegaba el trabajo más fino. Pincel, paciencia y agudeza visual a prueba de linternas de minero para detectar, con suerte, huesos fosilizados de roedores del Pleistoceno. Por las tardes, mientras lavábamos y tamizábamos toneladas de material, bombardeaba con mis preguntas a los directores de los proyectos. Paleontólogos, antropólogos, prehistoriadores: los expertos, los que controlaban, mis futuros «yo».

Así, de beca en beca, me pulí el pavimento de todas las excavaciones que se me pusieron por delante: Lascaux, El Sidrón, Çatal Hüyük… y el paraíso en vida de todo arqueólogo, Atapuerca.

De todos modos, la Prehistoria es lo único que se me da bien. En el resto de mis facetas —familia, novios, amistades perdurables— soy un completo desastre. No hay quien me siga el ritmo. Soy una peonza, girando sin un eje estable. La arqueología es mi centro de gravedad artificial, algo que me impuse para fingir una normalidad que mi vida no posee en absoluto. El resto es caos, inestabilidad geográfica, desorganización, anarquía…

Pero que nadie se impaciente, la acción va a empezar en breve. Yo solo quería presentarme. Veamos, lo más reseñable de esta historia comenzó una mañana muy nublada de 2012. Así que, sin más preámbulos, paso a relatar el día que conocí al primer longevo. Aquel que, durante milenios, se empeñó en mantener unida a La Vieja Familia.