Jackson, Alabama, 28 de octubre de 2008

Y desembarcamos en Alabama.

Nada más llegar al aeropuerto de Jackson, fuimos recibidos por un joven agente de la policía estatal, Philip Thomas, con quien Gahalowood había entrado en contacto días antes. Estaba en el vestíbulo de llegadas, de uniforme, recto como un palo, el sombrero sobre los ojos. Saludó a Gahalowood con deferencia y después, al mirarme, se levantó ligeramente el sombrero.

—¿No le he visto ya en alguna parte? —me preguntó—. ¿En la televisión?

—Quizás —respondí.

—Le voy a ayudar —intervino Gahalowood—. Es de su libro de lo que todo el mundo habla. No se fíe de él, no tiene usted ni idea de los follones que es capaz de organizar.

—Así que la familia Kellergan ¿es la que describe usted en su libro? —me preguntó el agente Thomas intentando ocultar su asombro.

—Exacto —respondió de nuevo Gahalowood en mi lugar—. Permanezca lejos de este tipo, agente. Yo mismo llevaba una existencia apacible hasta que lo conocí.

El agente Thomas se había tomado su misión muy en serio. A petición de Gahalowood, nos había preparado un pequeño informe sobre los Kellergan, que hojeamos en un restaurante cercano al aeropuerto.

—David J. Kellergan nació en Montgomery en 1923 —nos explicó Thomas—. Estudió Teología antes de convertirse en pastor y venir a Jackson para oficiar en el seno de la parroquia Mt. Pleasant. Se casó con Louisa Bonneville en 1955. Vivían en una casa de un barrio tranquilo de la ciudad. En 1960, Louisa Kellergan dio a luz a una hija, Nola. No hay nada más que señalar. Una familia tranquila y creyente de Alabama. Hasta esa tragedia, en 1969.

—¿Tragedia? —repitió Gahalowood.

—Hubo un incendio. Una noche, la casa se quemó. Louisa Kellergan murió en el incendio.

Thomas había adjuntado al informe copias de artículos de periódico de la época.

INCENDIO MORTAL EN LOWER STREET

Una mujer murió ayer noche al incendiarse su casa, en Lower Street. Según los bomberos, una vela que había quedado encendida pudo ser el origen del drama. La casa quedó completamente destruida. La víctima es la mujer de un pastor de la región.

Un extracto del informe policial indicaba que la noche del 30 de agosto de 1969, sobre la una de la mañana, mientras el reverendo Kellergan estaba en el lecho de muerte de un miembro de la parroquia, Louisa y Nola fueron sorprendidas por un incendio mientras dormían. Al regresar a casa, el reverendo vio una intensa humareda. Se precipitó dentro: la planta baja ya estaba en llamas. Consiguió sin embargo llegar hasta la habitación de su hija; la encontró en su cama, medio inconsciente. La llevó hasta el jardín y después quiso volver a buscar a su mujer, pero el incendio ya se había propagado a las escaleras. Los vecinos, alertados por los gritos, acudieron en su ayuda, aunque ya sólo pudieron constatar su impotencia. Cuando llegaron los bomberos, el piso entero estaba ardiendo: las llamas surgían por las ventanas y devoraban el techo. Louisa Kellergan fue encontrada muerta, asfixiada. El informe policial concluyó que una vela que había quedado encendida seguramente había quemado las cortinas antes de que el incendio se propagase rápidamente al resto de la casa de madera. El reverendo Kellergan precisó de hecho en su declaración que su mujer encendía a menudo una vela perfumada sobre su cómoda antes de dormir.

—¡La fecha! —exclamé leyendo el informe—. ¡Mire la fecha del incendio, sargento!

—Dios mío: ¡el 30 de agosto de 1969!

—El agente que llevó la investigación tuvo dudas durante mucho tiempo con respecto al padre —explicó Thomas.

—¿Cómo lo sabe?

—He hablado con él. Se llama Edward Horowitz. Ahora está retirado. Se pasa los días arreglando su barco, delante de su casa.

—¿Sería posible ir a verle? —preguntó Gahalowood.

—Ya les he fijado una cita. Nos espera a las tres.

El inspector retirado Horowitz estaba delante de su casa, impasible, lijando aplicadamente el casco de una barca de madera. Como amenazaba lluvia, había abierto la puerta del garaje para protegerse. Nos invitó a servirnos del paquete de cervezas reventado que andaba por el suelo y nos habló sin interrumpir su trabajo, pero dejándonos claro que teníamos toda su atención. Recordó el incendio de la casa de los Kellergan y nos repitió lo que ya sabíamos después de leer el informe policial, sin muchos más detalles.

—En el fondo, ese incendio fue una historia muy extraña —concluyó.

—¿Y eso? —pregunté.

—Durante mucho tiempo pensamos que David Kellergan había incendiado la casa y matado a su mujer. No existe ninguna prueba de su versión de los hechos: cómo de milagro llega a tiempo para salvar a su hija, pero justo demasiado tarde para salvar a su mujer. Era tentador pensar que él mismo había prendido fuego a la casa. Sobre todo porque, semanas más tarde, se marchó de la ciudad. La casa se quema, su mujer muere y él se larga. Había algo que no cuadraba, pero nunca tuvimos el menor indicio que pudiera señalarle como culpable.

—Es el mismo escenario de la desaparición de su hija —constató Gahalowood—. En 1975, Nola desaparece de la circulación: probablemente ha sido asesinada, pero ningún indicio permite afirmarlo con certeza.

—¿En qué está pensando, sargento? —pregunté—. ¿Que el reverendo mató a su mujer y después a su hija? ¿Cree que nos hemos equivocado de culpable?

—Si es el caso, es una catástrofe —se atragantó Gahalowood—. ¿A quién podríamos preguntar, señor Horowitz?

—Es difícil de decir. Pueden ir al templo de Mt. Pleasant. Puede que haya un registro de parroquianos, algunos conocieron al reverendo Kellergan. Pero, treinta y nueve años después de los hechos… Les va a llevar un tiempo terrible.

—Ya no tenemos tiempo —se quejó Gahalowood.

—Sé que David Kellergan tenía mucha relación con una especie de secta pentecostal de la región —prosiguió Horowitz—. Locos de Dios que viven en comunidad en una granja, a una hora de carretera de aquí. Fue allí donde estuvo viviendo el reverendo tras el incendio. Lo sé porque iba a verle cuando tenía que hablar con él durante mi investigación. Se quedó allí hasta su marcha. Pida hablar con el pastor Lewis, sigue en ese sitio. Es una especie de gurú.

El pastor Lewis del que hablaba Horowitz dirigía la Comunidad de la Nueva Iglesia del Salvador. Fuimos allí en la mañana del día siguiente. El agente Thomas vino a buscarnos al Holiday Inn del borde de la autopista donde habíamos cogido dos habitaciones —una pagada por el Estado de New Hampshire, la otra por mí— y nos llevó hasta una gigantesca propiedad, en gran parte ocupada por campos de cultivo. Después de perdernos en un camino rodeado de maizales, nos cruzamos con un tipo en un tractor que nos guió hasta un grupo de casas y nos señaló la del pastor.

Allí fuimos amablemente recibidos por una atenta y gruesa mujer, que nos instaló en un despacho donde se unió a nosotros, minutos más tarde, el tal Lewis. Yo sabía que debía de andar por los noventa años, pero aparentaba veinte menos. Parecía más bien simpático, nada que ver con la descripción que nos había hecho de él Horowitz.

—¿Policías? —dijo saludándonos uno por uno.

—Policías estatales de New Hampshire y Alabama —indicó Gahalowood—. Estamos investigando la muerte de Nola Kellergan.

—Tengo la impresión de que últimamente sólo se habla de eso.

Mientras me estrechaba la mano, me miró fijamente un instante y preguntó:

—¿Usted no es…?

—Sí, es él —respondió Gahalowood, molesto.

—Entonces… ¿qué puedo hacer por ustedes, señores?

Gahalowood comenzó el interrogatorio.

—Pastor Lewis, si no me equivoco, usted conoció a Nola Kellergan.

—Sí. A decir verdad, sobre todo conocí bien a sus padres. Unas personas encantadoras. Muy cercanos a nuestra comunidad.

—¿En qué consiste «su comunidad»?

—Somos una corriente pentecostal, sargento. Nada más. Tenemos ideales cristianos y los compartimos. Sí, lo sé, algunos dicen que somos una secta. Recibimos la visita de los servicios sociales dos veces al año para ver si los niños están escolarizados, correctamente nutridos o maltratados. También vienen a ver si tenemos armas o somos supremacistas blancos. Ya roza el ridículo. Nuestros hijos van todos al instituto municipal, nunca he tenido una carabina en mi vida y participo activamente en la campaña electoral de Barack Obama en nuestro condado. ¿Qué quieren saber exactamente?

—Lo que pasó en 1969 —dijo Gahalowood.

—El Apolo 11 se posó en la Luna —respondió Lewis—. Una importante victoria de América sobre el enemigo soviético.

—Sabe muy bien de lo que estoy hablando. Del incendio en casa de los Kellergan. ¿Qué pasó en realidad? ¿Qué le pasó a Louisa Kellergan?

Aunque yo todavía no había pronunciado una palabra, Lewis me miró fijamente y se dirigió a mí.

—Le he visto mucho en la televisión estos últimos tiempos, señor Goldman. Creo que es usted un buen escritor, pero ¿cómo es que no se informó sobre Louisa? Porque me imagino que ésa es la razón por la que está aquí, ¿verdad? Su libro no se tiene en pie y, para que nos entendamos, me imagino que reina el pánico a bordo. ¿Me equivoco? ¿Qué ha venido a buscar aquí? ¿La justificación de sus mentiras?

—La verdad —dije.

Sonrió tristemente.

—¿La verdad? Pero ¿qué verdad, señor Goldman? ¿La de Dios o la de los hombres?

—La suya. ¿Cuál es su verdad sobre la muerte de Louisa Kellergan? ¿Mató a su mujer David Kellergan?

El pastor Lewis se levantó del sillón en el que estaba sentado y fue a cerrar la puerta de su despacho, que había quedado entreabierta. Después se colocó frente a la ventana y escrutó el exterior. Esa escena me recordó nuestra visita al jefe Pratt. Gahalowood me hizo una seña para indicarme que cogía el relevo.

—David era un hombre tan bueno —acabó suspirando Lewis.

—¿Era? —observó Gahalowood.

—No lo he visto desde hace treinta años.

—¿Pegaba a su hija?

—¡No! No. Era un hombre de corazón puro. Un hombre de fe. Cuando desembarcó en Mt. Pleasant, el templo estaba vacío. Seis meses más tarde, llenaba la sala los domingos por la mañana. No habría podido hacer el menor daño a su esposa ni a su hija.

—Entonces ¿quiénes eran? —preguntó suavemente Gahalowood—. ¿Quiénes eran los Kellergan?

El pastor Lewis llamó a su mujer. Le pidió té con miel para todo el mundo. Volvió a sentarse en su sillón y nos miró a todos. Tenía la mirada tierna y la voz calurosa. Nos dijo:

—Cierren los ojos, señores. Cierren los ojos. Ahora estamos en Jackson, Alabama, año 1953.

*

Jackson, Alabama, enero de 1953

Era una historia de las que les gustan a los americanos. Un día de principios del año 1953, un joven pastor llegado de Montgomery entró en el deteriorado edificio del templo de Mt. Pleasant, en el centro de Jackson. Era un día de tormenta: el cielo vertía cortinas de agua, las calles eran barridas por rachas de viento de extrema violencia. Los árboles se balanceaban, periódicos arrancados al vendedor refugiado bajo el toldo de un escaparate volaban por los aires, mientras los paseantes corrían de portal en portal para progresar a través de la intemperie.

El pastor empujó la puerta del templo, que se cerró con estruendo por efecto del viento: el interior era oscuro, estaba helado. Avanzó lentamente a lo largo de los bancos. La lluvia se filtraba por el techo agujereado, formando charcos repartidos por el suelo. El lugar estaba desierto, no había rastro de feligreses y pocos signos de ocupación. En lugar de cirios, no quedaban más que cadáveres de cera. Avanzó hacia el altar, se dirigió al púlpito y puso el pie sobre el primer escalón para subir.

—¡No haga eso!

La voz, que parecía surgir de la nada, le sobresaltó. Se volvió y vio entonces a un hombrecillo redondo salir de la oscuridad.

—No haga eso —repitió—. Los escalones están carcomidos, corre el riesgo de romperse el cuello. ¿Es usted el reverendo Kellergan?

—Sí —respondió David, incómodo.

—Bienvenido a su nueva parroquia, reverendo. Soy el pastor Jeremy Lewis, dirijo la Comunidad de la Nueva Iglesia del Salvador. Al marcharse su predecesor, me pidieron que velara por esta congregación. Ahora es la suya.

Los dos hombres se estrecharon calurosamente las manos. David Kellergan tiritaba.

—¿Está temblando? —constató Lewis—. ¡Pero si está usted muerto de frío! Venga, hay una cafetería en la esquina de la calle. Vamos a tomar un buen grog y charlaremos.

Así fue como se conocieron Jeremy Lewis y David Kellergan. Instalados en la cafetería cercana, esperaron a que pasara la tormenta.

—Me dijeron que Mt. Pleasant no iba bien —sonrió David Kellergan, algo desconcertado—, pero debo confesar que no me imaginaba esto.

—Sí. No le oculto que se dispone usted a encargarse de una parroquia en un estado lamentable. Los parroquianos ya no vienen, ya no realizan donativos. El edificio está en ruinas. Hay trabajo que hacer. Espero que eso no le asuste.

—Verá, reverendo Lewis, hace falta algo más para asustarme.

Lewis sonrió. Ya estaba seducido por la fuerte personalidad y el carisma de su joven interlocutor.

—¿Está usted casado? —le preguntó.

—No, reverendo Lewis. Aún estoy soltero.

El nuevo pastor Kellergan se pasó seis meses yendo por toda la parroquia de puerta en puerta para presentarse a los fieles y convencerles para que volviesen a los bancos de Mt. Pleasant los domingos. Después consiguió fondos para reformar el techo del templo y, como no había servido en Corea, participó en el esfuerzo de guerra poniendo en marcha un programa de reinserción de veteranos. Algunos se ofrecieron voluntarios para participar en la reparación de la sala parroquial contigua. Poco a poco, la vida comunitaria retomó el aliento, el templo de Mt. Pleasant recuperó su esplendor y rápidamente David Kellergan fue considerado una estrella ascendente de Jackson. Algunos notables, miembros de la parroquia, lo veían en política. Se decía que podría llegar a alcalde. Y quizás aspirar después a un mandato federal. Senador, quizás. Tenía potencial.

Una noche de finales de 1953, David Kellergan fue a cenar a un pequeño restaurante cercano al templo. Se instaló en la barra, como solía hacer. A su lado, una mujer joven a la que no había visto se volvió de pronto y, al reconocerle, le sonrió.

—Hola, reverendo —dijo.

Él le devolvió la sonrisa, algo torpe.

—Perdóneme, señorita, ¿nos conocemos?

Ella se echó a reír y balanceó sus rizos dorados.

—Pertenezco a su parroquia. Me llamo Louisa. Louisa Bonneville.

Confuso por no haberla reconocido, enrojeció, y ella se rio aún más. Él encendió un cigarrillo para tranquilizarse un poco.

—¿Puede darme uno? —preguntó ella.

Él le tendió el paquete.

—No dirá a nadie que fumo, ¿eh, reverendo? —dijo Louisa.

Él sonrió.

—Se lo prometo.

Louisa era la hija de un hombre importante de la parroquia. David y ella empezaron a salir juntos. Pronto se enamoraron. Todo el mundo decía que formaban una pareja magnífica y alegre. Se casaron durante el verano de 1955. Estaban llenos de felicidad. Deseaban tener muchos hijos, por lo menos seis: tres niños y tres niñas; niños alegres y divertidos que dieran vida a la casa de Lower Street a la que la joven pareja Kellergan acababa de mudarse. Pero Louisa no conseguía quedarse embarazada. Consultó a varios especialistas, sin éxito al principio. Por fin, en el verano de 1959, su médico le dio la buena noticia: estaba embarazada.

El 12 de abril de 1960, en el hospital general de Jackson, Louisa Kellergan dio a luz a su primer y único hijo.

—Es una niña —anunció el médico a David Kellergan, que daba vueltas y vueltas por el pasillo.

—¡Una niña! —exclamó el reverendo Kellergan, radiante de felicidad.

Se apresuró a reunirse con su mujer, que tenía a la recién nacida en sus brazos. La abrazó y miró al bebé de ojos aún cerrados. Ya se adivinaba el pelo rubio, como su madre.

—¿Y si la llamamos Nola? —propuso Louisa.

Al reverendo le pareció un nombre muy bonito y aceptó.

—Bienvenida, Nola —dijo a su hija.

Durante los años que siguieron, la familia Kellergan era puesta como ejemplo en todas las ocasiones. La bondad del padre, la dulzura de la madre y su maravillosa hija. David Kellergan no descansaba: rebosaba de ideas y proyectos, siempre apoyado por su mujer. Los domingos de verano solían ir de pícnic a la Comunidad de la Nueva Iglesia del Salvador, por amistad con el pastor Jeremy Lewis, con quien David Kellergan había conservado estrechos lazos desde su encuentro, casi diez años antes, un día de tormenta. Todos aquellos que los frecuentaban en aquella época admiraban la felicidad de la familia Kellergan.

*

—Nunca conocí a gente que pareciera más feliz —nos dijo el pastor Lewis—. David y Louisa demostraban el uno por el otro un amor espectacular. Era una locura. Como si hubiesen sido concebidos por el Señor para amarse. Y eran unos padres formidables. Nola era una niña extraordinaria, alegre, deliciosa. Era una familia como todos deseábamos tener y nos daba una esperanza eterna en el género humano. Era muy bonito verlos. Sobre todo en aquella asquerosidad de Alabama de los años sesenta, atormentada por la segregación.

—Pero todo se torció —dijo Gahalowood.

—Sí.

—¿Cómo?

Hubo un largo silencio. El rostro del pastor Lewis se descompuso. Volvió a levantarse, incapaz de mantenerse en su sitio, y dio algunos pasos por la habitación.

—¿Para qué hablar de todo aquello? —preguntó—. Hace ya tanto tiempo…

—Reverendo Lewis. ¿Qué pasó en 1969?

El pastor se volvió hacia una gran cruz colgada de la pared. Y nos dijo:

—La exorcizamos. Pero algo falló.

—¿Cómo? —dijo Gahalowood—. Pero ¿de qué está hablando?

—A la pequeña… La pequeña Nola. La exorcizamos. Pero fue una catástrofe. Creo que había demasiado maligno en ella.

—¿Qué está intentando decirnos?

—El incendio… La noche del incendio. Esa noche, no pasó exactamente como David Kellergan contó a la policía. Él estaba, efectivamente, asistiendo a una feligresa moribunda. Y cuando volvió a su casa sobre la una de la mañana, la encontró en llamas. Pero… cómo explicarlo… No sucedió como David Kellergan contó a la policía.

*

30 de agosto de 1969

Sumergido en un profundo sueño, Jeremy Lewis no oyó el timbre de la puerta. Fue su mujer, Matilda, la que fue a abrir y vino inmediatamente a despertarle. Eran las cuatro de la mañana. «Jeremy, ¡despierta! —dijo con lágrimas en los ojos—. Ha ocurrido una tragedia… El reverendo Kellergan está aquí… Ha habido un incendio. Louisa está… ¡está muerta!».

Lewis saltó fuera de la cama. Encontró al reverendo en el salón, despavorido, hundido, llorando. Su hija estaba a su lado. Matilda se llevó a Nola para acostarla en el cuarto de invitados.

—¡Dios mío! David, ¿qué ha pasado? —preguntó Lewis.

—Ha habido un incendio… La casa ha ardido. Louisa está muerta. ¡Está muerta!

David Kellergan no conseguía contenerse. Postrado en un sillón, dejó rodar las lágrimas sobre su rostro. Su cuerpo al completo temblaba. Jeremy Lewis le sirvió un vaso lleno de whisky.

—¿Y Nola? ¿Está bien? —preguntó.

—Sí, gracias a Dios. Los médicos la han examinado. No tiene nada.

Los ojos de Jeremy Lewis se empañaron.

—Señor… David, qué tragedia. ¡Qué tragedia!

Posó sus manos sobre los hombros de su amigo para reconfortarle.

—No comprendo lo que ha pasado, Jeremy. Yo estaba asistiendo a una parroquiana moribunda. A mi regreso, la casa estaba ardiendo. Las llamas ya eran inmensas.

—¿Sacó usted a Nola?

—Jeremy… Tengo que decirle una cosa.

—¿El qué? ¡Dígamelo, le escucho!

—Jeremy… Cuando llegué a la casa, estaba en llamas… ¡Todo el primer piso ardía! Quise subir a buscar a mi mujer, pero las escaleras ya se estaban quemando. ¡No pude hacer nada! ¡Nada!

—Cielos… ¿Y Nola, entonces?

David Kellergan hizo un gesto de náusea.

—Le dije a la policía que había subido al primer piso, que había sacado a Nola de la casa, pero que no pude volver a buscar a mi mujer…

—¿Y no es cierto?

—No, Jeremy. Cuando llegué, la casa estaba ardiendo. Y Nola… Nola estaba cantando en el porche.

La mañana siguiente, David Kellergan se aisló con su hija en el cuarto de invitados. Quiso primero explicarle que su madre había muerto.

—Cariño —le dijo—, ¿recuerdas lo de ayer noche? Hubo un fuego, ¿lo recuerdas?

—Sí.

—Pasó algo muy grave. Muy grave y muy triste y que te va a dar mucha pena. Mamá estaba en su habitación cuando hubo el fuego, y no pudo huir.

—Sí, lo sé. Mamá está muerta —explicó Nola—. Era mala. Así que prendí fuego a su cuarto.

—¿Cómo? ¿Qué me estás diciendo?

—Entré en su cuarto, estaba durmiendo. Me pareció que tenía cara de mala. ¡Mala, mamá! ¡Mala! Quería que muriese. Entonces cogí las cerillas de su cómoda y prendí fuego a las cortinas.

Nola sonrió a su padre, que le pidió que lo repitiese. Y lo repitió. En aquel instante, David Kellergan oyó crujir el suelo y se volvió. El pastor Lewis, que había venido a por noticias de la pequeña, acababa de escuchar su conversación.

Se encerraron en el despacho.

—¿Fue Nola la que prendió fuego a la casa? ¿Nola ha matado a su madre? —exclamó Lewis, aturdido.

—¡Sshh! ¡No tan fuerte, Jeremy! Ella… ella dice que prendió fuego a la casa, pero, Señor, ¡no puede ser verdad!

—¿Nola está endemoniada? —preguntó Lewis.

—¿Endemoniada? ¡No, no! Quizás su madre y yo hemos podido notar algún comportamiento a veces extraño, pero nada realmente malvado.

—Nola ha matado a su madre, David. ¿Se da usted cuenta de la gravedad de la situación?

David Kellergan temblaba. Lloraba, su cabeza daba vueltas, las ideas se apelotonaban en su cerebro. Sintió ganas de vomitar. Jeremy Lewis le tendió una papelera para que se aliviara.

—¡No diga nada a la policía, Jeremy, se lo suplico!

—¡Pero es muy grave, David!

—¡No diga nada! En nombre del Cielo, no diga nada. Si la policía se enterara, Nola acabaría en un correccional, o Dios sabe dónde. Sólo tiene nueve años…

—Entonces hay que curarla —dijo Lewis—. Nola está poseída por el Maligno, hay que curarla.

—¡No, Jeremy! ¡Eso no!

—Hay que exorcizarla, David. Es la única solución para librarla del Mal.

*

—La exorcicé —nos explicó el pastor Lewis—. Durante varios días, intentamos sacar al Demonio de su cuerpo.

—¿Qué significa ese delirio? —murmuré.

—¡Pero bueno! —exclamó Lewis—. ¿Por qué es escéptico hasta ese punto? Nola no era Nola: ¡el Diablo había tomado posesión de su cuerpo!

—¿Qué le hizo? —tronó Gahalowood.

—¡En principio bastaban las oraciones, sargento!

—Déjeme adivinar: ¡en ese caso no bastaron!

—¡El Diablo era muy fuerte! Entonces la sumergimos en un barreño de agua bendita, para terminar con él.

—Las simulaciones de ahogo —dije.

—Pero eso tampoco bastó. Así que después, para abatir al Demonio y obligarle a abandonar el cuerpo de Nola, le pegamos.

—¿Pegó usted a la pequeña? —estalló Gahalowood.

—No, a la pequeña no, ¡al Maligno!

—¡Está usted loco, Lewis!

—¡Debíamos liberarla! Pensábamos que lo habíamos conseguido. Pero Nola empezó a tener una especie de crisis. Ella y su padre se quedaron con nosotros algún tiempo y la pequeña se volvió incontrolable. Empezó a ver a su madre.

—¿Quiere decir que Nola tenía alucinaciones? —preguntó Gahalowood.

—Peor que eso: empezó a desarrollar una especie de desdoblamiento de personalidad. Llegaba a convertirse en su propia madre, y se castigaba por lo que había hecho. Un día, la encontré chillando en el cuarto de baño. Había llenado la bañera, se agarraba fuertemente el pelo con una mano y se obligaba a hundir la cabeza en el agua helada. Aquello no podía continuar. Entonces David decidió huir lejos. Muy lejos. Dijo que debía abandonar Jackson, abandonar Alabama, que el alejamiento y el tiempo ayudarían seguramente a Nola a recuperarse. En aquel momento, oí decir que la parroquia de Aurora buscaba un nuevo pastor, y no lo dudó un segundo. Así fue como se marchó a enterrarse al otro lado del país, en New Hampshire.