Todo el mundo hablaba del libro. Ya no podía pasear tranquilo por las calles de Nueva York, no podía hacer jogging por Central Park sin que me reconocieran y exclamaran: «¡Es Goldman, el escritor!». Algunos incluso me seguían durante un rato para preguntarme aquello que les atormentaba: «¿Es cierto lo que cuenta en la novela? ¿Harry Quebert hizo eso?». En el café al que solía ir en el West Village, había clientes que no dudaban en sentarse a mi mesa y empezar a hablar: «Su libro me tiene atrapado, señor Goldman, es imposible dejarlo. El primero era muy bueno, pero éste… He oído que le dieron un millón de dólares por escribirlo… ¿Qué edad tiene? ¿Sólo treinta años? ¡Y ya está forrado!». Hasta el portero de mi edificio, al que había visto leyéndolo entre apertura y apertura de puerta, me tuvo retenido un rato en el ascensor, al terminarlo, para confesarme su desazón: «Entonces ¿eso fue lo que le ocurrió a Nola Kellergan? Qué horror. ¿Dónde vamos a ir a parar, señor Goldman? ¿Dónde?».
Desde que salió, El caso Harry Quebert se convirtió en el número uno de ventas de todo el país; prometía ser el libro más vendido del año en el continente americano. Se hablaba de él en todas partes: en la televisión, en la radio, en los periódicos. Los críticos, que esperaban ridiculizarme, no escatimaban elogios sobre mí. Decían que mi nueva novela era una gran novela.
Inmediatamente después de la salida del libro, partí para una maratoniana tournée promocional que me llevó por todos los rincones del país en un periodo de sólo dos semanas, todo motivado por el cambio de Presidente que se avecinaba. Barnaski consideraba que ése era el lapso de tiempo disponible antes de que las miradas se volviesen hacia Washington para las elecciones del 4 de noviembre. De vuelta a Nueva York, visité todos los platós de televisión a un ritmo frenético para responder al entusiasmo general, que se había extendido incluso hasta la casa de mis padres, donde periodistas y curiosos llamaban sin cesar a su puerta. Para asegurarles un poco de tranquilidad, les regalé una autocaravana, a bordo de la cual se empeñaron en realizar uno de sus viejos sueños: ir hasta Chicago y luego bajar por la ruta 66 hasta California.
Nola, tras un artículo en el New York Times, era conocida ya como la chiquilla que había emocionado a América. Y las cartas de los lectores que recibía daban todas cuenta de ese sentimiento: a todos emocionaba la historia de esa adolescente desgraciada y maltratada que había vuelto a sonreír al conocer a Harry Quebert y que, a sus quince años, había luchado por él y le había permitido escribir Los orígenes del mal. Algunos especialistas de la literatura afirmaban de hecho que su libro sólo podía leerse correctamente gracias al mío; y proponían entonces una nueva aproximación en la que Nola no representaba un amor imposible, sino el sentimiento todopoderoso. Así fue como Los orígenes del mal, que cuatro meses antes había sido retirado de casi todas las librerías del país, veía ahora aumentar sus ventas. En previsión de la campaña de Navidad, el equipo de marketing de Barnaski estaba preparando un cofre de tirada limitada que contenía Los orígenes del mal, El caso Harry Quebert y un análisis de texto ofrecido por un tal François Lancaster.
En cuanto a Harry, no tenía noticias suyas desde que lo dejé en el Sea Side Motel. Y eso que había intentado contactar con él en innumerables ocasiones: su móvil estaba apagado, y cuando llamaba al motel y pedía que me pusiesen con la habitación 8, nadie cogía el teléfono. En general, había perdido todo contacto con Aurora, y quizás era lo mejor; no tenía ninguna gana de saber cómo había sido recibido el libro allí. Sólo sabía, por intermediación del departamento jurídico de Schmid & Hanson, que Elijah Stern intentaba encarnizadamente abrir un proceso judicial, calificando de difamatorios ciertos pasajes de mi libro, y especialmente aquellos en los que me interrogaba sobre las razones por las cuales no sólo había accedido a la demanda de Luther pidiendo a Nola que posase desnuda, sino que tampoco había informado a la policía de la desaparición de su Monte Carlo negro. Y sin embargo, yo lo había llamado antes de la salida del libro para obtener su versión de los hechos y no se había dignado a responderme.
A partir de la tercera semana de octubre, tal y como Barnaski había previsto, las elecciones presidenciales ocuparon íntegramente el espacio mediático. Las solicitudes que recibía disminuyeron drásticamente, y sentí cierto alivio. Acababa de vivir dos años agotadores, mi primer éxito, la enfermedad del escritor, por fin el segundo libro. Tenía la mente tranquila, y sentía una necesidad real de marcharme de vacaciones por algún tiempo. Como no tenía ganas de irme solo y quería agradecer a Douglas su apoyo, compré dos billetes para las Bahamas, para así pasar las vacaciones entre amigos, lo que no había hecho desde el instituto. Quise darle una sorpresa, una noche que vino a ver un partido a mi casa. Pero, para mi gran disgusto, declinó mi invitación.
—Hubiera sido guay —me dijo—, pero quería llevar a Kelly al Caribe en esa misma fecha.
—¿Kelly? ¿Sigues con ella?
—Sí, claro. ¿No lo sabías? Queremos prometernos. Precisamente quería pedir su mano allí.
—¡Genial! Me alegro de veras por los dos. Muchas felicidades.
Debí de poner cara triste, porque me dijo:
—Marc, tienes todo lo que todo el mundo querría tener en la vida. Te ha llegado la hora de dejar de estar solo.
Asentí.
—Es que… hace lustros que no tengo una cita.
Sonrió.
—No te preocupes por eso.
Fue esa conversación la que nos llevó a la velada de dos días después, el jueves 23 de octubre de 2008, que fue la noche en la que todo se vino abajo.
Douglas me había organizado una cita con Lydia Gloor, porque había sabido por su agente que yo todavía le hacía tilín. Me convenció para que la llamara y acordamos vernos en un bar del Soho. A las siete de la tarde, Douglas pasó por mi casa para darme apoyo moral.
—¿No estás preparado todavía? —constató al verme con el torso desnudo cuando le abrí la puerta.
—No consigo decidir qué camisa voy a ponerme —respondí agitando dos perchas delante de mí.
—Ponte la azul, te sentará bien.
—¿Estás seguro de que no es un error salir con Lydia, Doug?
—No vas a casarte, Marc. Sólo vas a tomar una copa con una chica guapa que te gusta y a la que gustas. Ya veréis si sigue habiendo algo entre vosotros.
—¿Y después de la copa qué hacemos?
—Te he reservado una mesa en un italiano de moda, cerca del bar. Te voy a enviar un mensaje con la dirección.
Sonreí.
—¿Qué haría yo sin ti, Doug?
—Para eso están los amigos, ¿no?
En ese instante, recibí una llamada en mi móvil. Probablemente no habría respondido si no hubiese visto sobre la pantalla táctil del teléfono que se trataba de Gahalowood.
—¿Diga, sargento? Qué placer escucharle.
Tenía mala voz.
—Buenas noches, escritor, siento molestarle.
—No me molesta en absoluto.
Parecía muy contrariado. Me dijo:
—Escritor, creo que tenemos un problema gigantesco.
—¿Qué pasa?
—Es acerca de la madre de Nola Kellergan. De la que cuenta en el libro que pegaba a su hija.
—Louisa Kellergan, sí. ¿Qué pasa?
—¿Tiene conexión a Internet? Tengo que enviarle un e-mail.
Fui al salón y encendí el ordenador. Me conecté a mi servidor de correo mientras seguía al teléfono con Gahalowood. Acababa de enviarme una foto.
—¿Qué es? —pregunté—. Empieza usted a inquietarme.
—Abra la imagen. ¿Recuerda que me habló de Alabama?
—Sí, claro que lo recuerdo. De ahí venían los Kellergan.
—La jodimos, Marcus. Olvidamos completamente revisar lo de Alabama. ¡Y encima usted me lo dijo!
—¿Qué le dije?
—Que había que descubrir lo que había pasado en Alabama.
Pulsé en la imagen. Era la foto de una lápida, en un cementerio, en la que figuraba la siguiente inscripción:
LOUISA KELLERGAN
1930-1969
Amada madre y esposa
Me quedé de piedra.
—¡Joder! —resoplé—. ¿Qué significa esto?
—Que la madre de Nola murió en 1969, es decir, ¡seis años antes de la desaparición de su hija!
—¿Quién le ha enviado esa foto?
—Un periodista de Concord. Va a salir en primera página mañana, escritor, y ya sabe usted lo que va a pasar: no harán falta ni tres horas para que todo el país decrete que ni su libro ni la investigación valen un pimiento.
Esa noche no hubo cena con Lydia Gloor. Douglas sacó a Barnaski de una cita de negocios, Barnaski sacó a Richardson-del-departamento-jurídico de su casa, y tuvimos un gabinete de crisis particularmente tumultuoso en una sala de reuniones de Schmid & Hanson. En realidad, el Concord Herald se hacía eco del descubrimiento de un periódico de la región de Jackson. Barnaski acababa de pasar dos horas intentando convencer al redactor jefe del Concord Herald para que renunciase a publicar en primera página esa imagen al día siguiente, pero en vano.
—¡Se imaginará lo que va a decir la gente cuando se enteren de que su libro es un montón de mentiras! —me gritó—. Pero joder, Goldman, ¿no comprobó sus fuentes?
—Ya no lo sé, ¡es una locura! ¡Harry me habló de la madre! Me habló varias veces de ella. No entiendo nada. ¡La madre pegaba a Nola! ¡Me lo dijo él! Me habló de los golpes y las simulaciones de ahogamiento.
—¿Y qué dice Quebert ahora?
—Está ilocalizable. He intentado llamarle al menos diez veces esta noche. De todas formas, hace casi dos meses que no tengo noticias suyas.
—¡Inténtelo otra vez! ¡Arrégleselas como pueda! ¡Hable con alguien que pueda responder! Encuéntreme una explicación que pueda ofrecer a los periodistas mañana por la mañana cuando se me echen encima.
Eran las diez de la noche cuando finalmente telefoneé a Erne Pinkas.
—Pero bueno, ¿de dónde sacaste que la madre estaba viva? —me preguntó.
Me quedé atónito. Acabé respondiendo como un tonto:
—¡Nadie me dijo que estuviera muerta!
—¡Pero nadie te dijo que estuviera viva!
—¡Sí! Harry me lo dijo.
—Entonces se burló de ti. El padre Kellergan llegó solo a Aurora con su hija. La madre ya no estaba.
—¡No entiendo nada de nada! Tengo la impresión de haberme vuelto loco. ¿Qué van a pensar ahora que soy?
—Una mierda de escritor, Marcus. Puedo decirte que aquí nos cuesta hacernos a la idea. Nos pasamos un mes viéndote hacer el pavo en los periódicos y en la televisión. Y asombrándonos de las tonterías que decías.
—¿Por qué nadie me avisó?
—¿Avisarte? ¿Avisarte de qué? ¿Preguntarte si, por casualidad, no te habías equivocado al hablar de una madre que estaba muerta en el momento de los hechos?
—¿De qué murió? —pregunté.
—No lo sé.
—Pero ¿y la música? ¿Y los golpes? Tengo testigos que me confirmaron todo eso.
—¿Testigos de qué? ¿De que el reverendo ponía su transistor a todo volumen para zurrar tranquilamente a su hija? Sí, eso nos lo imaginábamos todos. Pero en tu libro cuentas que Kellergan se escondía en su garaje mientras la madre sacudía a la chavala. El problema es que la madre no puso nunca los pies en Aurora porque estaba muerta antes de la mudanza. Así que ¿cómo vamos a creer todo lo que cuentas en el resto del libro? Y me dijiste que pondrías mi nombre en los agradecimientos…
—¡Y lo hice!
—Escribiste, entre otros nombres: E. Pinkas, Aurora. Yo quería mi nombre en grande. Quería que hablasen de mí.
—¿Cómo? Pero…
Me colgó en las narices. Barnaski me miraba con ira. Apuntó un dedo amenazante en mi dirección.
—Goldman, va usted a coger el primer avión a Concord mañana y me va usted a arreglar este desbarajuste.
—Roy, si me presento en Aurora, me van a linchar.
Lanzó una risa forzada y me dijo:
—Siéntase afortunado si se contentan con lincharle.
*
¿La chiquilla que había emocionado a América era fruto de la imaginación del cerebro enfermo de un escritor falto de inspiración? ¿Cómo un detalle de ese calibre había podido pasarse de forma tan burda? La noticia del Concord Herald, repetida por todos los medios de comunicación, estaba sembrando la duda sobre la verdad acerca del caso Harry Quebert.
La mañana del viernes 24 de octubre cogí un vuelo para Manchester, adonde llegué a primera hora de la tarde. Alquilé un coche en el aeropuerto y me dirigí directamente a Concord, al cuartel general de la policía estatal, donde me esperaba Gahalowood. Me resumió lo que había podido saber acerca del pasado de la familia Kellergan en Alabama.
—David y Louisa Kellergan se casan en 1955 —me explicó—. Él es pastor de una parroquia floreciente, y su mujer ayuda a hacerla crecer. Nola nace en 1960. Nada que señalar durante los años que siguieron. Pero, una noche de primavera del año 1969, un incendio asola la casa. La niña es salvada de las llamas in extremis, pero la madre muere. Semanas más tarde, el reverendo abandona Jackson.
—¿Semanas después? —me extrañé.
—Sí. Y se van a Aurora.
—Pero ¿por qué Harry me dijo que Nola era maltratada por su madre?
—Quizás lo confundió con su padre.
—¡No y no! —exclamé—. ¡Harry me habló de la madre! ¡Era la madre! ¡Tengo las grabaciones!
—Entonces vamos a escuchar esas grabaciones —sugirió Gahalowood.
Me había traído los minidiscs. Los extendí sobre la mesa de Gahalowood e intenté orientarme por las etiquetas de las cajas. Había realizado una clasificación bastante precisa, por persona y fecha, pero sin embargo no conseguía localizar la grabación en cuestión. Fue entonces cuando, al vaciar íntegramente mi bolsa, encontré un último disco, sin fecha, que se me había traspapelado. Lo introduje inmediatamente en el lector.
—Qué raro —dije—. ¿Por qué no puse fecha a este disco?
Puse en marcha el aparato. Oí mi voz anunciando que estábamos a martes 1 de julio de 2008. Estaba grabando a Harry en la sala de visitas de la prisión.
—¿Ésa fue la razón por la que quiso marcharse? La partida que habían previsto juntos, la noche del 30 de agosto, ¿a qué se debió?
—Eso, Marcus, fue a causa de una historia terrible. ¿Está usted grabando?
—Sí.
—Le voy a contar un episodio muy grave. Para que lo comprenda. Pero no quiero que esto se divulgue.
—Cuente conmigo.
—En realidad, durante nuestra semana en Martha’s Vineyard, Nola, en lugar de decir que estaba con una amiga, simplemente se había fugado. Se había marchado sin decir nada a nadie. Al día siguiente de nuestra vuelta, tenía una cara espantosamente triste. Me dijo que su madre le había pegado. Tenía marcas en el cuerpo. Lloraba. Ese día me dijo que su madre la castigaba por cualquier motivo. Que le pegaba con una regla de hierro, y que también le hacía esa cosa vergonzosa que hacen en Guantánamo, las simulaciones de ahogo: llenaba un barreño de agua, cogía a su hija por el pelo y hundía su cabeza en el agua. Decía que era para liberarla.
—¿Liberarla?
—Liberarla del mal. Una especie de bautismo, creo. Jesús en el Jordán o algo parecido. Al principio no podía creérmelo, pero las pruebas eran evidentes. Entonces le pregunté: «Pero ¿quién te hace esto?». «Mamá». «¿Y por qué tu padre no reacciona?» «Papá se encierra en el garaje y escucha música a todo volumen. Eso es lo que hace cuando mamá me castiga. No quiere oír nada». Nola no aguantaba más, Marcus. No aguantaba más. Quise arreglar esa historia, ir a ver a los Kellergan. Aquello tenía que acabar. Pero Nola me suplicó que no hiciese nada, me dijo que tendría unos problemas terribles, que sus padres la alejarían de la ciudad con toda seguridad y que no volveríamos a vernos. Sin embargo, esa situación no podía continuar así. De modo que a finales de agosto, sobre el 20, decidimos que debíamos marcharnos. Rápidamente. Y en secreto, por supuesto. Fijamos la fecha de nuestra partida el 30 de agosto. Queríamos ir en coche hasta Canadá, pasar la frontera de Vermont. Llegar quizás hasta la Columbia Británica, instalarnos en una cabaña de madera. Una vida feliz al borde de un lago. Nadie hubiese sabido nunca nada.
—¿Así que por eso planearon huir juntos?
—Sí.
—Pero ¿por qué no quiere que hable de esto?
—Esto no es más que el principio de la historia, Marcus. Después hice un descubrimiento terrible sobre la madre de Nola…
(Ruido de timbre). La voz de un guardia anunciando el fin de la visita.
—Seguiremos esta conversación la próxima vez, Marcus. Mientras tanto, no diga nada a nadie.
—¿Y qué descubrió a propósito de la madre de Nola? —preguntó Gahalowood, impaciente.
—No recuerdo lo que sigue —respondí, confuso, mientras registraba los otros discos.
De pronto, me detuve, pálido, y exclamé:
—¡Maldita sea!
—¿Qué pasa, escritor?
—¡Ésa es la última grabación de Harry! ¡Por eso no hay fecha en el disco! Lo había olvidado por completo. ¡Nunca terminamos aquella conversación! Porque después de eso aparecieron las revelaciones sobre Pratt, Harry ya no quiso que le grabase y continué mis entrevistas tomando notas en una libreta. Luego sucedió lo de la filtración del borrador y Harry se enfadó conmigo. ¿Cómo pude ser tan imbécil?
—Tenemos que hablar sin falta con Harry —declaró Gahalowood cogiendo su abrigo—. Tenemos que saber lo que había descubierto sobre Louisa Kellergan.
Y nos pusimos en marcha hacia el Sea Side Motel.
Para nuestra gran sorpresa, no fue Harry sino una rubia alta la que nos abrió la puerta de la habitación número 8. Fuimos a buscar al recepcionista, que simplemente nos explicó:
—Por aquí no ha pasado ningún Harry Quebert recientemente.
—Es imposible —dije—. Ha estado semanas alojado aquí.
A petición de Gahalowood, el recepcionista consultó el registro de los seis últimos meses, pero fue categórico y repitió:
—Ningún Harry Quebert.
—Es imposible —me enfadé—. ¡Lo vi, lo vi aquí! Un tipo alto con el pelo blanco revuelto.
—¡Ah! ¡Ése! Sí, recuerdo a ese hombre, que andaba a menudo en el aparcamiento. Pero nunca se alojó aquí.
—¡Estaba en la habitación número 8! —me irrité—. Lo sé, lo vi varias veces delante de la puerta.
—Sí, se sentaba delante. Yo le pedía que se fuera, ¡pero cada vez que lo hacía me soltaba un billete de cien dólares! A ese precio, podía quedarse todo el tiempo que quisiese. Decía que estar aquí le traía buenos recuerdos.
—¿Y cuándo dejó de verlo? —preguntó Gahalowood.
—Pues eso… hará varias semanas. Sólo recuerdo que el día que se marchó me dio otro billete de cien, para que si alguien llamaba aquí para hablar con la habitación 8, fingiera pasarle la llamada y lo dejase sonar como si no cogiesen el teléfono. Fue justo después de la pelea…
—¿La pelea? —se extrañó Gahalowood—. ¿Qué pelea? ¿Qué es todo eso de la pelea?
—Es que su amigo se peleó con un tipo. Un viejecito que llegó en coche sólo para montarle una escena. Estuvo animada. Hubo gritos y todo. Me disponía a intervenir cuando al final el viejo se subió al coche y se marchó. En ese momento su amigo decidió largarse también. De todas formas, le habría echado porque no me gusta cuando hay jaleo. Los clientes se quejan y luego la bronca me la llevo yo.
—Pero ¿por qué se peleaban?
—Por algo de una carta, creo. «¡Fue usted!», gritó el viejo a su compañero.
—¿Una carta? ¿Qué carta?
—Pero ¿cómo quiere usted que lo sepa?
—¿Y después?
—El viejo se largó y su amigo puso pies en polvorosa.
—¿Y podría usted reconocerle?
—¿Al viejo? No, no creo. Pero pregunte a sus compañeros. Porque volvió el pájaro ese. Yo diría que quería despellejar a su amigo. Sé de investigar, veo un montón de series en la tele. Su amigo se había largado ya, pero me di cuenta de que algo no cuadraba. Así que llamé a la poli. Dos patrullas de la autopista llegaron rápidamente y le identificaron. Después le dejaron ir. Dijeron que no era nada.
Gahalowood llamó inmediatamente a la central para pedir que le buscaran los datos de la persona recientemente identificada en el Sea Side Motel por la policía de la autopista.
—Me llamarán en cuanto tengan la información —me dijo al colgar.
No entendía nada. Me pasé la mano por el pelo y dije:
—¡Es una locura! ¡Una locura!
El recepcionista me miró de pronto de forma extraña y me preguntó:
—¿Es usted el señor Marcus?
—Sí, ¿por qué?
—Porque su amigo ha dejado un sobre para usted. Dijo que un tipo joven vendría buscándole, y que seguramente diría: «¡Es una locura! ¡Es una locura!». Dijo que si ese tipo venía, que le diese esto.
Me tendió un pequeño sobre de papel manila, en cuyo interior había una llave.
—¿Una llave? —dijo Gahalowood—. ¿No hay nada más?
—Nada.
—¿Y de qué es esa llave?
Observé su forma con atención. Y de pronto la reconocí:
—¡La taquilla del gimnasio de Montburry!
Veinte minutos más tarde, estábamos en los vestuarios del gimnasio. En el interior de la taquilla 201 había un paquete de folios atados, acompañado por una carta manuscrita.
Querido Marcus:
Si está leyendo estas líneas, es que se está montando un buen lío alrededor de su libro y necesita usted respuestas.
Esto podrá interesarle. Este libro es la verdad.
Harry
El paquete de hojas era un manuscrito mecanografiado, no muy grueso y que tenía por título:
LAS GAVIOTAS DE AURORA
Por Harry L. Quebert
—¿Qué quiere decir esto? —me preguntó Gahalowood.
—No tengo ni idea. Parece un texto inédito de Harry.
—El papel es viejo —constató Gahalowood examinando las hojas con atención.
Hojeé el texto rápidamente.
—Nola hablaba de gaviotas —dije—. Harry me decía que a Nola le gustaban las gaviotas. Debe de haber una relación.
—Pero ¿por qué habla de la verdad? ¿Es un texto sobre lo que pasó en 1975?
—No lo sé.
Decidimos estudiar el texto más tarde y presentarnos en Aurora. Mi llegada no pasó desapercibida. Los paseantes me expresaban su desprecio y la emprendían conmigo. Delante del Clark’s, Jenny, furiosa por la descripción que hacía de su madre y negándose a creer que su padre hubiera sido el autor de cartas anónimas a Harry, me insultó públicamente.
La única persona que se dignó a hablarnos fue Nancy Hattaway, a quien fuimos a ver a su tienda.
—No lo entiendo —me dijo Nancy—. Yo nunca mencioné a la madre de Nola.
—Sin embargo, me habló de las marcas de golpes que había visto. Y de ese episodio, cuando Nola se fugó de casa durante toda una semana, y habían intentado hacerle creer que estaba enferma.
—Pero sólo estaba el padre. Fue él quien se negó a que entrara en la casa cuando Nola desapareció durante aquella famosa semana de julio. Yo nunca le hablé de la madre.
—Usted me habló de los golpes con la regla metálica en los senos. ¿Lo recuerda?
—Los golpes, sí. Pero yo no dije que fuera su madre la que le pegaba.
—¡Pero si lo grabé! Fue el pasado 26 de junio. Tengo la cinta aquí, mire la fecha.
Puse en marcha la grabadora:
—Me extraña lo que dice a propósito del reverendo Kellergan, señora Hattaway. Fui a visitarle hace unos días y me dio la impresión de ser un hombre más bien dulce.
—Puede dar esa impresión, sí. Al menos en público. Había sido llamado para rescatar la parroquia de St. James, que estaba casi abandonada, tras haber, parece ser, hecho milagros en Alabama. Efectivamente, poco después de su llegada, St. James se llenaba todos los domingos. Pero, aparte de eso, es difícil decir lo que pasaba de verdad en casa de los Kellergan.
—¿Qué quiere usted decir?
—A Nola le pegaban.
—¿Cómo?
—Sí, la maltrataban con severidad. Y recuerdo un episodio terrible, señor Goldman. A principios del verano. Era la primera vez que veía unas marcas así en el cuerpo de Nola. Habíamos ido a bañarnos a Grand Beach. Nola parecía triste, creía que era por culpa de un chico. Estaba ese Cody, un tipo de segundo que la rondaba. Y después me confesó que la zurraban en casa, que le decían que era una niña mala. Le pregunté la razón y mencionó algo que pasó en Alabama, negándose a contarme más. Más tarde, en la playa, cuando se desnudó, vi que tenía unas horribles marcas de golpes en los senos. Le pregunté inmediatamente qué era eso tan horrible y va y me responde: «Es mamá, me pegó el sábado, con una regla de hierro». Entonces yo, completamente estupefacta, creo haber entendido mal. Pero ella insiste: «Es la verdad. Es ella la que me dice que soy una niña mala». Nola parecía desesperada y no insistí. Después de Grand Beach, fuimos a mi casa y le puse pomada en los senos. Le dije que debería hablar de su madre con alguien, por ejemplo con la enfermera del instituto, la señora Sanders. Pero Nola me respondió que no quería hablar más del tema.
—¡Ahí! —exclamé deteniendo la grabación—. Ahí es donde menciona a la madre.
—No —se defendió Nancy—. Yo le expreso mi extrañeza cuando Nola menciona a su madre. Era para explicarle que algo no iba bien en casa de los Kellergan. Estaba completamente segura de que usted sabía que estaba muerta.
—¡Pero no sabía nada! Quiero decir, sabía que su madre había muerto, pero pensé que había muerto después de la desaparición de su hija. Recuerdo que David Kellergan me enseñó incluso una foto de su mujer, la primera vez que fui a visitarle. Y recuerdo hasta haberme sorprendido por su buena acogida. Y también haberle dicho algo del tipo: «¿Y su mujer?». Y que me respondió: «Muerta, desde hace mucho tiempo».
—Ahora que escucho la cinta, comprendo que pude inducirle a error. Ha sido una confusión terrible, señor Goldman, y lo siento en el alma.
Proseguí la reproducción de la grabación:
—… a la enfermera del instituto, la señora Sanders. Pero Nola me respondió que no quería hablar más del tema.
—¿Qué pasó en Alabama?
—No lo sé. Nunca lo supe. Nola nunca me lo dijo.
—¿Está relacionado con su partida?
—No lo sé. Me gustaría poder ayudarle, pero no lo sé.
—Es todo culpa mía, señora Hattaway —dije—. Después de eso me centré en Alabama.
—Así que, si la maltrataban, ¿era el padre? —preguntó Gahalowood, perplejo.
Nancy se tomó un momento de reflexión, parecía algo perdida. Acabó respondiendo:
—Sí. O no. Ya no sé. Tenía marcas en el cuerpo. Cuando le preguntaba lo que había pasado, me decía que la castigaban en casa.
—¿Castigarla por qué?
—No decía nada más. Pero tampoco decía que fuera su padre el que le pegaba. En el fondo, no sabemos nada. Mi madre vio las marcas en el cuerpo, un día, en la playa. Y luego esa música ensordecedora que él ponía regularmente. La gente estaba convencida de que el reverendo Kellergan pegaba a su hija, pero nadie se atrevía a decir nada. Al fin y al cabo, era nuestro pastor.
Tras la conversación con Nancy Hattaway, Gahalowood y yo nos quedamos un buen rato en un banco, delante de la tienda, silenciosos. Yo estaba desesperado.
—¡Un maldito malentendido! —exclamé por fin—. ¡Todo esto por culpa de un maldito malentendido! ¿Cómo he podido ser tan estúpido?
Gahalowood intentó consolarme.
—Cálmese, escritor, no sea tan duro consigo mismo. Nos hemos equivocado todos. Estábamos tan concentrados en nuestra investigación que no hemos visto lo más evidente. Un bloqueo lo tiene cualquiera.
En ese instante sonó su móvil. Respondió. Era el cuartel general de la policía estatal, que le devolvía la llamada.
—Han encontrado el nombre del tipo del motel —me susurró mientras escuchaba lo que le anunciaba el operador.
Hizo entonces una mueca extraña. Después separó el aparato de su oreja y me dijo:
—Era David Kellergan.
La incesante música resonaba desde el 245 de Terrace Avenue: el reverendo Kellergan estaba en su casa.
—Debemos saber a toda costa qué quería de Harry —me dijo Gahalowood al salir del coche—. Pero se lo ruego, escritor, ¡déjeme llevar la conversación!
Durante la identificación en el Sea Side Motel, la policía de autopista había encontrado un fusil de caza en el coche de David Kellergan. Sin embargo, no se habían preocupado porque su tenencia era legal. Había explicado que iba de camino al club de tiro y que se había detenido para comprar un café en el restaurante del motel. Los agentes no habían encontrado nada que reprocharle y le habían dejado marchar.
—Presiónele, sargento —dije mientras recorríamos el camino pavimentado que llevaba hasta la casa. Tengo curiosidad por saber qué es esa historia de la carta… Kellergan me había dicho que apenas conocía a Harry. ¿Cree que me mintió?
—Es lo que vamos a descubrir, escritor.
Imagino que el reverendo Kellergan nos vio llegar. Porque ni siquiera habíamos llamado cuando abrió la puerta, armado con su fusil. Estaba fuera de sí, y parecía tener muchas ganas de matarme. «¡Ha ensuciado la memoria de mi mujer y de mi hija! —empezó a gritar—. ¡Es usted un cabrón! ¡Un maldito hijo de puta!». Gahalowood intentó calmarle, le pidió que dejara su fusil explicándole que habíamos venido precisamente para comprender lo que le había pasado a Nola. Los vecinos, alertados por el ruido y los gritos, corrieron a ver lo que pasaba. Pronto un grupo de curiosos se reunió delante de la casa, mientras Kellergan seguía vociferando y Gahalowood me hacía una seña para que nos alejásemos lentamente. Llegaron dos patrullas de la policía de Aurora, con todas las sirenas puestas. Travis Dawn salió de uno de los vehículos, visiblemente poco contento de verme. Me dijo: «¿No crees que ya has montado bastante bronca en esta ciudad?», y después preguntó a Gahalowood si había una buena razón para que la policía estatal estuviese en Aurora sin que hubiese sido informado previamente. Como sabía que nuestro tiempo estaba contado, grité dirigiéndome a David Kellergan:
—Respóndame, reverendo: ponía la música a fondo y a fondo la sacudía, ¿verdad?
Agitó de nuevo su fusil.
—¡Nunca le levanté la mano! ¡Nunca se le pegó! ¡Es usted un montón de mierda, Goldman! ¡Voy a llamar a un abogado y le voy a denunciar!
—¿Ah, sí? ¿Y por qué no lo ha hecho todavía, eh? ¿Por qué no me ha denunciado ya? ¿Quizás porque no tiene ganas de que hurguen en su pasado? ¿Qué pasó en Alabama?
Escupió en mi dirección.
—¡Los tipos de su especie no pueden entenderlo, Goldman!
—¿Qué pasó con Harry en el Sea Side Motel? ¿Qué nos está ocultando?
En ese momento, Travis se puso a bramar a su vez, amenazando a Gahalowood con quejarse a sus superiores, y tuvimos que marcharnos.
Rodamos en silencio en dirección a Concord. Después Gahalowood terminó por decir:
—¿Qué se nos ha pasado, escritor? ¿Qué es lo que hemos tenido delante de nuestros ojos pero no hemos visto?
—Ahora sabemos que Harry estaba al corriente de algo acerca de la madre de Nola que no me dijo.
—Y podemos suponer que el reverendo Kellergan sabe que Harry lo sabe. ¡Pero saber qué!
—Sargento, ¿cree que el reverendo Kellergan podría estar implicado en este asunto?
*
La prensa se deleitaba.
Giro espectacular en el caso Harry Quebert: incoherencias descubiertas en el relato de Marcus Goldman ponen en duda la credibilidad de su libro, alabado por la crítica y presentado por el magnate de la edición norteamericana Roy Barnaski como el relato fiel de los acontecimientos que llevaron al asesinato de la joven Nola Kellergan en 1975. No podía volver a Nueva York mientras no hubiese aclarado ese asunto, así que fui a encontrar asilo en mi suite del Regent’s de Concord. La única persona a la que comuniqué las coordenadas de mi alojamiento fue Denise, para que pudiese mantenerme informado del cariz que tomaban los acontecimientos en Nueva York y de las últimas noticias acerca del fantasma de la señora Kellergan.
Esa noche, Gahalowood me invitó a cenar a su casa. Sus hijas se habían movilizado para la campaña de Obama y se encargaron de animar la comida. Me dieron adhesivos para mi coche. Más tarde, en la cocina, Helen, a la que ayudaba a lavar los platos, me dijo que tenía mala cara.
—No entiendo lo que hice —le expliqué—. ¿Cómo pude equivocarme hasta ese punto?
—Debe de haber una buena razón, Marcus. ¿Sabe? Perry cree mucho en usted. Dice que es alguien excepcional. Hace treinta años que le conozco y nunca ha utilizado ese término con nadie. Estoy segura de que no ha metido la pata y de que hay una explicación racional a este asunto.
Esa noche, Gahalowood y yo nos encerramos durante largas horas en su despacho, estudiando el manuscrito que Harry me había dejado. Así fue como descubrí esa novela inédita, Las gaviotas de Aurora, una novela magnífica en la que Harry narraba su historia con Nola. No había ninguna fecha, pero estimé que debió de ser escrita con posterioridad a Los orígenes del mal. Porque si a través de este último contaba el amor imposible que no llegaba a concretarse, en Las gaviotas de Aurora relataba cómo Nola le había inspirado, cómo nunca dejó de creer en él y cómo le había alentado, haciendo de él el gran escritor en que se convirtió. Pero al final de esa novela, Nola no muere: meses después de su éxito, el personaje central, llamado Harry, habiendo hecho fortuna, desaparece y se va a Canadá, donde, en una bonita casa al borde de un lago, le espera Nola.
Cuando dieron las dos de la mañana, Gahalowood nos hizo café y me preguntó:
—Pero, en el fondo, ¿qué intenta decirnos con su libro?
—Imagina su vida si Nola no hubiese muerto —dije—. Ese libro es el paraíso de los escritores.
—¿El paraíso de los escritores? ¿Eso qué es?
—Es cuando el poder de escribir se vuelve contra uno. Ya no sabes si tus personajes existen sólo en tu cabeza o viven de verdad.
—¿Y eso en qué nos ayuda?
—No tengo ni idea. Ni la menor idea. Es un libro muy bueno, y nunca fue publicado. ¿Por qué guardarlo en el fondo de un cajón?
Gahalowood se encogió de hombros.
—Quizás no se atrevió a publicarlo porque hablaba de una chica desaparecida —dijo.
—Quizás. Pero en Los orígenes del mal hablaba también de Nola, y eso no le impidió ofrecerlo a los editores. ¿Y por qué me escribe: este libro es la verdad? ¿La verdad acerca de qué? ¿De Nola? ¿Qué quiere decir? ¿Que Nola nunca habría muerto y que vive en una cabaña de madera?
—Eso no tendría sentido —juzgó Gahalowood—. Los análisis eran inapelables: era su esqueleto el que encontramos.
—Entonces ¿qué?
—Entonces no hemos avanzado mucho, escritor.
La mañana del día siguiente, Denise me llamó para informarme de que una mujer había llamado a Schmid & Hanson y que allí le habían dado su teléfono.
—Quería hablar con usted —me explicó Denise—, dijo que era importante.
—¿Importante? ¿Qué quería?
—Dice que estuvo en el colegio con Nola Kellergan, en Aurora. Y que Nola le hablaba de su madre.
*
Cambridge, Massachusetts, sábado 25 de octubre de 2008
Figuraba en el yearbook del año 1975 del instituto de Aurora, con el nombre de Stefanie Hendorf; se la veía dos fotografías antes de la de Nola. Era una de aquellos de los que Erne Pinkas no había hallado ni rastro. Al haberse casado con un hombre de origen polaco, ahora se llamaba Stefanie Larjinjiak y vivía en una casa señorial de Cambridge, el barrio rico de Boston. Allí fue donde Gahalowood y yo fuimos a visitarla. Tenía cuarenta y ocho años, la edad que hubiese tenido Nola. Era una mujer muy guapa, casada dos veces, madre de tres hijos, que había enseñado Historia del arte en Harvard y que ahora tenía su propia galería de pintura. Se había criado en Aurora, había estado en clase con Nola, Nancy Hattaway y otras personas a las que yo había conocido durante la investigación. Al escucharla relatar su vida pasada, me dije que era una superviviente. Por un lado estaba Nola, asesinada con quince años, y por otro estaba Stefanie, que había vivido, había abierto su galería de pintura e incluso se había casado dos veces.
Sobre la mesita del salón tenía desplegadas algunas fotos de su juventud.
—Sigo el caso desde el principio —nos explicó—. Recuerdo el día que Nola desapareció, lo recuerdo todo, como todas las chicas de mi edad que vivían en Aurora en aquella época, imagino. Así que, cuando encontraron su cuerpo y Harry Quebert fue arrestado, evidentemente me sentí muy afectada. Qué asunto… Me ha gustado mucho su libro, señor Goldman. Describe muy bien a Nola. Gracias a usted la he recuperado un poco. ¿Es cierto que van a hacer una película?
—La Warner Bros quiere comprar los derechos —respondí.
Nos enseñó las fotos: una fiesta de cumpleaños en la que Nola también participaba. Era el año 1973. Prosiguió:
—Nola y yo éramos muy amigas. Era una chica adorable. Todo el mundo la quería en Aurora. Quizás porque la gente se sentía conmovida por la imagen que ella y su padre transmitían: el buen pastor viudo y su abnegada hija, siempre sonrientes, sin quejarse nunca. Recuerdo que cuando me ponía caprichosa, mi madre me decía: «¡Toma ejemplo de la pequeña Nola! A la pobre el Buen Dios se le llevó a su madre, y sin embargo siempre es amable y agradecida».
—Dios mío —dije—, ¿cómo no comprendí que su madre había muerto? ¿Y dice usted que le ha gustado el libro? ¡Sobre todo se habrá preguntado qué clase de escritor de pacotilla era yo!
—Nada de eso. ¡Al contrario, precisamente! Incluso pensé que lo había hecho conscientemente. Porque viví eso con Nola.
—¿Cómo que vivió eso?
—Un día pasó algo muy extraño. Un acontecimiento que me llevó a alejarme de Nola.
*
Marzo de 1973
Los Hendorf eran los propietarios del supermercado de la calle principal. A veces, después del colegio, Stefanie llevaba allí a Nola y, a escondidas, iban a sisar caramelos a la trastienda. Es lo que hicieron aquella tarde: ocultas detrás de los sacos de harina, estuvieron zampando gominolas hasta que les dolió la tripa y riéndose, con la mano en la boca para que no las oyesen. Pero de pronto, Stefanie se dio cuenta de que algo no iba bien en Nola. Su mirada había cambiado, ya no escuchaba.
—Nola, ¿estás bien? —preguntó Stefanie.
No hubo respuesta. Stefanie repitió su pregunta y al final Nola dijo:
—Tengo… tengo que volver a casa.
—¿Ya? Pero ¿por qué?
—Mamá quiere que vuelva.
Stefanie creyó haber oído mal.
—¿Cómo? ¿Tu madre?
Nola se levantó, aterrorizada. Repitió:
—¡Tengo que marcharme!
—Pero… ¡Nola! ¡Tu madre está muerta!
Nola se dirigió precipitadamente hacia la puerta de la trastienda y, como Stefanie intentaba retenerla agarrándola del brazo, se giró y la agarró del vestido.
—¡Mi madre! —gritó aterrada—. ¡No sabes lo que me va a hacer! ¡Cuando soy mala, me castiga!
Y huyó corriendo.
Stefanie se quedó sin saber qué hacer durante un buen rato. Por la noche, en su casa, le contó la escena a su madre, pero la señora Hendorf no creyó ni una palabra. Le acarició la cabeza con ternura.
—No sé de dónde sacas todas esas historias, cariño. Vamos, deja de decir tonterías y ve a lavarte las manos. Tu padre acaba de volver y tiene hambre: vamos a pasar a la mesa.
Al día siguiente, en el colegio, Nola le pareció tranquila, estaba como si nada. Stefanie no se atrevió a mencionar el episodio de la víspera. Atormentada, acabó hablando directamente con el reverendo Kellergan, unos diez días más tarde. Fue a verle a su despacho de la parroquia, donde la recibió muy amablemente, como siempre. Le ofreció un refresco y después la escuchó con atención, pensando que venía a verle en calidad de pastor. Pero cuando ella le contó lo que había presenciado, tampoco la creyó.
—Debiste de oír mal —le dijo.
—Sé que parece una locura, reverendo. Pero es la verdad.
—Pero bueno, no tiene sentido. ¿Por qué te contaría Nola esas bobadas? ¿No sabes que su madre está muerta? ¿Acaso quieres apenarnos a todos?
—No, pero…
David Kellergan quiso dar por acabada la conversación, pero Stefanie insistió. De pronto, la cara del reverendo cambió, nunca le había visto así: por primera vez, el amable pastor tenía un rostro sombrío y casi aterrador.
—¡No quiero oírte hablar más de esta historia! —le amenazó—. Ni a mí ni a nadie, ¿me oyes? Si no, les diré a tus padres que eres una mentirosa. Y diré que te he sorprendido robando en el templo. Diré que me has robado cincuenta dólares. No querrás meterte en problemas serios, ¿verdad? Entonces, pórtate como una buena chica.
*
Stefanie interrumpió su relato. Jugó un instante con las fotos antes de volverse hacia mí.
—Así que no volví a hablar de ello —dijo—. Pero nunca olvidé ese episodio. Al cabo de los años, llegué a convencerme de que había oído mal, comprendido mal, y de que no había pasado nada de eso. Y entonces sale su libro y vuelvo a encontrarme con esa madre abusiva y perfectamente viva. No puedo describirle mi impresión: tiene usted un talento inusitado, señor Goldman. Hace unos días, cuando los periódicos empezaron a decir que estaba contando estupideces, pensé que tenía que ponerme en contacto con usted. Porque sé que dice usted la verdad.
—Pero ¿qué verdad? —exclamé—. La madre está muerta desde siempre.
—Lo sé muy bien. Pero sé que también tiene usted razón.
—¿Cree que Nola era maltratada por su padre?
—En cualquier caso, es lo que se comentaba. En el colegio se sabía lo de sus marcas en el cuerpo. Pero ¿quién iba a decirle nada a nuestro reverendo? En Aurora, en 1975, nadie se metía en los asuntos de los demás. Además, era otra época. Todo el mundo recibía un bofetón de vez en cuando.
—¿Hay alguna otra cosa que se le ocurra? —pregunté—. ¿Relacionada con Nola o con el libro?
Se tomó un momento para reflexionar.
—No —respondió—. Salvo que es casi… divertido descubrir después de todos estos años que era de Harry Quebert de quien Nola estaba enamorada.
—¿Qué quiere decir?
—Yo era una niña muy ingenua, ¿sabe? Después del episodio de la tienda, frecuenté menos a Nola. Pero el verano de su desaparición me la crucé con regularidad. Durante ese verano de 1975 trabajé bastante en la tienda de mis padres, situada frente a la oficina de correos de la época. Y figúrese que no dejé de ver a Nola. Iba allí a enviar cartas. Lo supe porque, a fuerza de verla pasar por delante de la tienda, le pregunté. Un día, acabó confesando. Me dijo que estaba locamente enamorada de alguien con quien se escribía. Nunca quiso decirme de quién se trataba. Pensaba que era Cody, un chico de segundo, miembro del equipo de baloncesto. Nunca conseguí ver el nombre del destinatario, pero una vez vi que vivía en Aurora. Entonces me pregunté qué interés había en escribir a un habitante de Aurora desde Aurora.
Cuando salimos de casa de Stefanie Larjinjiak, Gahalowood me miró circunspecto. Dijo:
—¿Qué está pasando, escritor?
—Eso mismo iba a preguntarle yo, sargento. Según usted, ¿qué debemos hacer ahora?
—Lo que debimos hacer hace mucho tiempo: ir a Jackson, Alabama. Lo ha estado preguntando desde siempre, escritor: ¿qué pasó en Alabama?