La vida después de Nola ya no era vida. Todo el mundo dice que, durante los meses que siguieron a su desaparición, Aurora cayó lentamente en la depresión y el miedo a un nuevo secuestro.

Llegó el otoño y con él sus árboles de colores. Pero los niños no tuvieron ocasión de ir a tirarse sobre los montones de hojas secas al borde de los paseos: sus padres, preocupados, los vigilaban sin descanso. Esperaban el autobús escolar con ellos, y se plantaban en la calle a la hora del regreso. A partir de las tres y media de la tarde se formaba en las aceras una línea de madres, una delante de cada casa, que tejía un muro humano en las desiertas avenidas, centinelas impasibles al acecho de la llegada de su prole.

Los niños ya no podían desplazarse solos. Los buenos tiempos en los que las calles se llenaban de chiquillos alegres y ruidosos se habían acabado: ya no hubo más partidos de hockey sobre patines delante de los garajes, no más concursos de salto a la comba ni rayuelas gigantes dibujadas a tiza sobre el asfalto; en la calle principal, ya no hubo bicicletas cubriendo la acera ante el supermercado de la familia Hendorf, donde se podía comprar un puñado de caramelos por menos de un níquel. Pronto planeó sobre las calles el silencio inquietante de las ciudades fantasma.

Las casas estaban cerradas con llave y, al caer la noche, los padres y maridos, organizados en patrullas ciudadanas, recorrían los vecindarios para proteger su barrio y a sus familias. La mayoría iban armados con porras, otros llevaban su fusil de caza. Decían que, si era necesario, no dudarían en disparar.

Ya no había confianza. Los que estaban de paso, representantes y transportistas, eran mal acogidos y continuamente vigilados. Lo peor era la desconfianza que demostraban los propios habitantes entre ellos. Vecinos, amigos desde hacía veinticinco años, se espiaban ahora mutuamente. Y se planteaban qué habría estado haciendo el otro el 30 de agosto de 1975 al final de la tarde.

Los coches de policía y de la oficina del sheriff daban vueltas sin cesar por la ciudad; nada de policía inquietaba, demasiada policía asustaba. Y cuando el muy reconocible Ford negro camuflado de la policía estatal estacionaba delante del número 245 de Terrace Avenue, todo el mundo se preguntaba si era el capitán Rodik que venía a traer noticias. En casa de los Kellergan las cortinas permanecieron echadas durante días, semanas y después meses. David Kellergan dejó de oficiar y se hizo venir a un pastor sustituto de Manchester para que asegurase el servicio en St. James.

Llegaron las brumas de finales de octubre. La región fue invadida por nubes grises, opacas y húmedas, y pronto comenzó a caer una lluvia discontinua y gélida. En Goose Cove, Harry se marchitaba, solo. Hacía dos meses que no se le veía en ninguna parte. Pasaba los días encerrado en su despacho, trabajando ante su máquina de escribir, sepultado por la pila de páginas manuscritas que releía y pasaba a máquina minuciosamente. Se levantaba temprano y se preparaba con mimo: se afeitaba y se vestía elegantemente, aun cuando sabía que no saldría de su casa ni vería a nadie. Se instalaba frente a la mesa y empezaba a trabajar. Sus escasas pausas le servían para ir a rellenar la cafetera; el resto del tiempo lo pasaba transcribiendo, releyendo, corrigiendo, rompiendo y volviendo a empezar.

Sólo Jenny interrumpía su soledad. Iba a visitarle todos los días, después del trabajo, inquieta al verle apagarse lentamente. En general llegaba sobre las seis de la tarde; en el tiempo de franquear los pocos pasos que separaban su coche del porche, ya quedaba empapada por la lluvia. Traía una cesta que desbordaba de provisiones sisadas del Clark’s: sándwiches de pollo, huevos con mayonesa, pasta con queso y crema que conservaba, caliente y humeante, en un recipiente metálico, y pasteles rellenos que había ocultado a los clientes para asegurarse de que quedaban para él. Llamaba a la puerta.

Él saltaba de la silla. ¡Nola! ¡Mi querida Nola! Corría hasta la entrada. Ella estaba allí, ante él, resplandeciente, magnífica. Se abrazaban el uno contra el otro, él la cogía en brazos, la hacía girar a su alrededor, alrededor del mundo, se besaban. ¡Nola! ¡Nola! ¡Nola! Se besaban de nuevo y bailaban. Era el baile de verano, el cielo tenía esa luz brillante que precede al anochecer; sobre ellos, bandadas de gaviotas cantaban como ruiseñores, ella sonreía, reía, su rostro brillaba como el sol. Estaba allí, podía estrecharla contra él, tocar su piel, acariciar sus mejillas, sentir su perfume, jugar con su pelo. Estaba allí, estaba viva. Estaban vivos. «Pero ¿dónde has estado? —preguntaba él poniendo las manos sobre las suyas—. ¡Te he estado esperando! ¡Tenía tanto miedo! ¡Todo el mundo dijo que te había pasado algo grave! ¡Dicen que la señora Cooper te vio ensangrentada cerca de Side Creek! ¡Había policías por todos lados! ¡Han registrado el bosque! Pensé que te había ocurrido una desgracia y me volvía loco no saber qué». La estrechaba con fuerza, ella se encaramaba a él y le tranquilizaba: «¡No te preocupes, Harry querido! No me ha pasado nada, estoy aquí. ¡Estoy aquí! ¡Estamos juntos para siempre! ¿Has comido? ¡Debes de tener hambre! ¿Has comido?».

—¿Has comido? Harry, Harry, ¿estás bien? —preguntaba Jenny al fantasma lívido y esquelético que le abría la puerta.

La voz de la joven le devolvía a la realidad. Estaba oscuro y hacía frío, una lluvia torrencial caía ruidosamente. Era casi invierno. Hacía mucho tiempo que las gaviotas se habían marchado.

—¿Jenny? —decía asustado—. ¿Eres tú?

—Sí, soy yo. Te he traído algo de comer, Harry. Tienes que alimentarte, no estás bien. Nada bien.

La miraba, mojada y tiritando. La dejaba entrar. Sólo se quedaba un momento. El tiempo de llevar la cesta a la cocina y recuperar los platos de la víspera. Cuando constataba que apenas los había tocado, le reprendía amablemente.

—Harry, ¡tienes que comer!

—A veces me olvido —respondía.

—Pero bueno, ¿cómo puede olvidarse uno de comer?

—Es por el libro que estoy escribiendo… Estoy completamente inmerso y me olvido de lo demás.

—Debe de ser un libro precioso —decía ella.

—Un libro precioso.

Ella no comprendía cómo alguien podía llegar a ese estado por un libro. En cada ocasión, esperaba que le pidiese que se quedara a cenar con él. Siempre preparaba platos para dos personas, y él nunca se daba cuenta. Permanecía unos minutos de pie, entre la cocina y el comedor, sin saber qué decir. Él dudaba siempre si proponerle que se quedase un rato, pero renunciaba porque no quería darle falsas esperanzas. Sabía que no volvería a amar a nadie. Cuando el silencio se volvía incómodo, él decía «gracias» e iba a abrir la puerta de entrada para invitarla a marcharse.

Ella volvía a su casa, decepcionada, preocupada. Su padre le preparaba un chocolate caliente en el que derretía un marshmallow y encendía un fuego en la chimenea del salón. Se sentaban en el sofá, frente al hogar, y ella le contaba la forma en la que Harry se estaba derrumbando.

—¿Por qué está tan triste? —preguntaba—. Parece que se va a morir.

—No lo sé —respondía Robert Quinn.

Tenía miedo de salir. Las raras veces que abandonaba Goose Cove, encontraba a su regreso esas horribles cartas. Alguien le espiaba. Alguien quería hacerle daño. Alguien esperaba a que se ausentase y dejaba un pequeño sobre en el marco de la puerta. En su interior, siempre las mismas palabras:

Sé lo que le hizo a esa chiquilla de 15 años.

Y pronto toda la ciudad lo sabrá.

¿Quién? ¿Quién podría tener algo contra él? ¿Quién sabía lo suyo con Nola y quería ahora hacerle daño? Aquello le ponía enfermo; a cada carta que encontraba, sentía cómo le subía la fiebre. Le dolía la cabeza, sentía ataques de ansiedad. Llegaba a tener crisis de náuseas e insomnio. Temía ser acusado de haber hecho daño a Nola. ¿Cómo podría demostrar su inocencia? Entonces empezaba a imaginar los peores escenarios: el horror de un módulo de alta seguridad de una prisión federal hasta el final de su vida, quizás en la silla eléctrica o en la cámara de gas. Poco a poco fue cogiendo miedo a la policía: la visión de un uniforme o de uno de sus coches le ponía en un estado de nerviosismo extremo. Un día, al salir del supermercado, vio una patrulla de la policía estatal en el aparcamiento, con un agente en su interior que le seguía con la mirada. Se esforzó en parecer tranquilo y aceleró el paso hasta su coche, con la compra en los brazos. Pero, de pronto, oyó que le llamaban. Era el policía. Fingió no haber oído nada. Escuchó el ruido de una puerta a su espalda: el policía salía del coche. Sintió sus pasos, el tintineo de su cinturón, donde colgaban las esposas, el arma, la porra. Al llegar al coche, tiró su compra en el maletero para huir con rapidez. Temblaba, sudaba, veía de forma borrosa: era presa del pánico. Sobre todo, cálmate, pensó, métete en el coche y desaparece. No vuelvas a Goose Cove. Pero no tuvo tiempo de hacer nada: sintió cómo una poderosa mano le agarraba del hombro.

Nunca se había peleado, no sabía cómo pelear. ¿Qué debía hacer? ¿Debía empujarle para poder meterse dentro del coche y darse a la fuga? ¿Darle un golpe? ¿Apoderarse de su arma y abatirle? Se dio la vuelta, dispuesto a todo. El policía le tendió entonces un billete de veinte dólares:

—Se le ha caído del bolsillo, señor. Le he llamado pero no me ha oído. ¿Está usted bien, señor? Está muy pálido…

—Estoy bien —respondió Harry—, estoy bien… Yo… yo estaba… inmerso en mis pensamientos y… En fin, gracias… Tengo… tengo que irme.

El policía le dedicó un gesto de simpatía con la mano y volvió a su coche. Harry temblaba.

Después de ese episodio se inscribió en un curso de boxeo; empezó a ir con asiduidad. Finalmente decidió que tenía que hablar con alguien. Se informó y contactó con el doctor Roger Ashcroft, en Concord, que aparentemente era uno de los mejores psiquiatras de la región. Acordaron una sesión semanal, los miércoles por la mañana desde las diez cuarenta a las once treinta. Con el doctor Ashcroft no habló de las cartas, sino de Nola. Sin mencionarla. Pero, por vez primera, pudo hablar de Nola con alguien. Aquello le hizo mucho bien. Ashcroft, sentado en su mullido sillón, le escuchaba atentamente, tamborileando sobre su carpeta con los dedos cuando se lanzaba a una interpretación.

—Creo que veo muertos —explicó Harry.

—¿Así que su amiga está muerta? —concluyó Ashcroft.

—No lo sé… Eso es lo que me vuelve loco.

—No creo que esté usted loco, señor Quebert.

—A veces voy a la playa y grito su nombre. Y cuando ya no tengo fuerzas para gritar, me siento sobre la arena y lloro.

—Creo que está usted en un proceso de duelo. Está su parte racional, lúcida, consciente, que se debate contra otra parte dentro de usted que se niega a aceptar lo que, en su opinión, es inaceptable. Cuando la realidad es demasiado insoportable, intentamos cambiarla. Quizás podría recetarle algún calmante que le ayudase a relajarse.

—No, ni hablar. Debo poder concentrarme en mi libro.

—Hábleme de ese libro, señor Quebert.

—Es una historia de amor maravillosa.

—¿Y de qué habla esa historia?

—De un amor entre dos seres que nunca podrá existir.

—¿Es la historia de usted con su amiga?

—Sí. Odio los libros.

—¿Por qué?

—Me hacen daño.

—Es la hora. Seguiremos la semana que viene.

—Muy bien. Gracias, doctor.

Un día, en la sala de espera, se cruzó con Tamara Quinn, que salía de la consulta.

*

Terminó el manuscrito a mediados de noviembre, en una tarde tan sombría que no dejaba adivinar si era de día o de noche. Apiló el grueso paquete de hojas y leyó atentamente el título inscrito en mayúsculas en la portada:

LOS ORÍGENES DEL MAL

Por Harry L. Quebert

De pronto sintió la necesidad de contárselo a alguien, y se presentó inmediatamente en el Clark’s para ver a Jenny.

—He terminado mi libro —le dijo, en un impulso de euforia—. Vine a Aurora a escribir un libro, y ya está. Está terminado. ¡Terminado!

—Formidable —respondió Jenny—. Estoy segura de que es un libro muy bueno. ¿Qué vas a hacer ahora?

—Me iré a Nueva York un tiempo. Para presentarlo a los editores.

Envió copias del manuscrito a cinco grandes editoriales de Nueva York. Menos de un mes más tarde, las cinco editoriales se pusieron en contacto con él, seguras de estar delante de una obra maestra, y pujaron con fuerza para comprar los derechos. Empezaba una nueva vida. Contrató a un abogado y a un agente. Pocos días antes de Navidad, firmó finalmente un contrato fenomenal de cien mil dólares con una de las editoriales. Iba camino de la gloria.

Volvió a Goose Cove el 23 de diciembre, al volante de un Chrysler Cordoba recién estrenado. Quería pasar la Navidad en Aurora. En el marco de la puerta, una carta anónima, que llevaba varios días allí. La última que recibiría nunca.

La jornada del día siguiente la dedicó a preparar la cena: asó un pavo gigantesco, salteó judías verdes en mantequilla y patatas en aceite, confeccionó un pastel de chocolate y nata. En el tocadiscos sonaba Madame Butterfly. Puso una mesa para dos, al lado del abeto. No vio, tras la ventana cubierta por el vaho, a Robert Quinn, que le observaba y que se juró a sí mismo, ese día, dejar de enviarle cartas.

Después de la cena, Harry se disculpó ante el asiento vacío que tenía enfrente y entró un momento en su despacho. Volvió con una gran caja de cartón.

—¿Es para mí? —exclamó Nola.

—No ha sido fácil de encontrar, pero todo llega —respondió Harry dejando la caja en el suelo.

Nola se arrodilló ante la caja. «Pero ¿qué es?, ¿qué es?», repitió levantando las solapas de cartón, que no estaban selladas. Apareció un morro y luego una cabecita amarilla. «¡Un cachorro! ¡Es un cachorro! ¡Un perro del color del sol! ¡Ah, Harry, mi querido Harry! ¡Gracias! ¡Gracias!» Sacó al perrito de la caja y lo tomó en sus brazos. Era un labrador de apenas dos meses y medio. «¡Te llamarás Storm! —le dijo al perro—. ¡Storm! ¡Storm! ¡Eres el perro con el que siempre he soñado!».

Dejó el cachorro en el suelo. Éste se puso a explorar su nuevo hogar ladrando, y Nola se abrazó al cuello de Harry.

—Gracias, Harry, soy tan feliz contigo. Pero me da mucha vergüenza, no tengo regalo para ti.

—Mi regalo es tu felicidad, Nola.

La estrechó en sus brazos, pero le pareció que se escurría, pronto dejó de sentirla, dejó de verla. La llamó, pero no respondió. Se encontró solo, de pie en medio del comedor, abrazando sus propios brazos. A sus pies, el cachorro había salido de la caja y jugaba con los cordones de sus zapatos.

*

Los orígenes del mal fue publicado en junio de 1976. Desde su aparición, el libro cosechó un éxito inmenso. Alabado por la crítica, el prodigioso Harry Quebert, de treinta y cinco años, fue a partir de entonces considerado el escritor más grande de su generación.

Dos semanas antes de la salida del libro, consciente del impacto que iba a suscitar, el editor de Harry hizo en persona el trayecto hasta Aurora para ir a buscarle:

—Vamos, Quebert, me han dicho que no quiere ir a Nueva York, ¿es cierto? —preguntó el editor.

—No puedo marcharme —dijo Harry—. Estoy esperando a alguien.

—¿Espera usted a alguien? ¿Qué me cuenta usted? Toda América quiere verle. Se va a convertir en una gran estrella.

—No puedo marcharme, tengo un perro.

—Pues bien, lo llevaremos con nosotros. Ya verá, le mimaremos: tendrá una niñera, un cocinero, un paseador y un peluquero. Vamos, haga su maleta y en marcha hacia la gloria, amigo mío.

Y Harry dejó Aurora para comenzar una tournée de varios meses por todo el país. Pronto no se habló más que de él y de su asombrosa novela. Desde la cocina del Clark’s o desde su dormitorio, Jenny le seguía, a través de la radio y la televisión. Compraba todos los periódicos que hablaban sobre él, conservaba cuidadosamente todos los artículos. Cada vez que veía su libro en una tienda, lo compraba. Tenía más de diez ejemplares. Los había leído todos. A menudo se preguntaba si volvería a buscarla. Cuando pasaba el cartero, se sorprendía esperando una carta. Cuando sonaba el teléfono, esperaba que fuese él.

Esperó todo el verano. Cuando se cruzaba con un coche parecido al suyo, su corazón latía más fuerte.

Esperó durante el otoño siguiente. Cuando se abría la puerta del Clark’s, se imaginaba que era él que volvía a buscarla. Era el amor de su vida. Y mientras tanto, para ocupar su mente, pensaba en los benditos días en que venía a trabajar a la mesa 17 del Clark’s. Allí, muy cerca de ella, había escrito esa obra maestra de la que releía algunas páginas todas las noches. Si quisiera quedarse a vivir en Aurora, podría continuar viniendo allí todos los días: ella se quedaría de camarera, por el placer de seguir a su lado. Poco le importaba servir hamburguesas hasta el fin de sus días si con eso estaba junto a él. Reservaría esa mesa para él, para siempre. Y, a pesar de las recriminaciones de su madre, encargó, con su dinero, una placa de metal que hizo atornillar en la mesa 17 y sobre la que estaba grabado:

ÉSTA ES LA MESA EN LA QUE DURANTE EL VERANO DE 1975

HARRY QUEBERT ESCRIBIÓ SU FAMOSA NOVELA

Los orígenes del mal

El 13 de octubre de 1976 celebró su veintiséis cumpleaños. Harry estaba en Filadelfia, lo había leído en el periódico. Desde su marcha, no había dado señales de vida. Esa noche, en el salón de la casa familiar y ante sus padres, Travis Dawn, que iba a comer a casa de los Quinn todos los domingos desde hacía un año, pidió la mano de Jenny. Y como ya no tenía esperanzas, ella aceptó.

*

Julio de 1985

Diez años después de los acontecimientos, el espectro de Nola y su secuestro habían sido barridos por el tiempo. En las calles de Aurora hacía tiempo que la vida había vuelto a la normalidad: los niños, en sus patines, jugaban de nuevo ruidosamente al hockey, los concursos de comba habían vuelto y las rayuelas gigantes se habían extendido por las aceras. En la calle principal, las bicicletas llenaban de nuevo la acera delante de la tienda de la familia Hendorf, donde el puñado de caramelos se vendía ya a casi un dólar.

En Goose Cove, al final de una mañana de la segunda semana de julio, Harry, instalado en la terraza, aprovechaba el calor del verano para corregir el borrador de su nueva novela; acostado a su lado, Storm dormía. Una bandada de gaviotas pasó por encima de él. Las siguió con la mirada. Se posaron en la playa. Se levantó inmediatamente para ir a la cocina a buscar el pan seco que conservaba en una caja de latón marcada con la inscripción RECUERDO DE ROCKLAND, MAINE, y después bajó a la playa para dárselo a los pájaros, seguido de cerca por el viejo Storm, cuyo caminar se había vuelto difícil por culpa de la artrosis. Se acomodó sobre los guijarros para contemplar a los pájaros, y el perro se sentó a su lado. Le acarició un buen rato. «Mi pobre viejo Storm —le decía—, te cuesta caminar, ¿eh? Ya no eres un cachorrito… Recuerdo el día que te compré, fue justo antes de la Navidad de 1975… Eras una minúscula bola de pelo, no más grande que mis puños».

De pronto, oyó una voz que le llamaba.

—¿Harry?

Desde la terraza, un visitante le hacía señas. Harry entrecerró los ojos y reconoció a Eric Rendall, el rector de la Universidad de Burrows, Massachusetts. Los dos habían simpatizado durante una conferencia, un año antes, y habían conservado el contacto regular desde entonces.

—¿Eric? ¿Es usted? —respondió Harry.

—Sí, soy yo.

—No se mueva, yo subo.

Segundos más tarde, Harry, seguido difícilmente por el viejo labrador, se unió a Rendall en la terraza.

—He intentado ponerme en contacto con usted —explicó el rector para justificar su inesperada visita.

—No respondo mucho al teléfono —sonrió Harry.

—¿Es su nueva novela? —preguntó Rendall al ver las hojas esparcidas sobre la mesa.

—Sí, se publicará este otoño. Hace dos años que trabajo en ella… Todavía tengo que releer las pruebas, pero ¿sabe?, creo que nada de lo que escriba podrá ser como Los orígenes del mal.

Rendall miró fijamente a Harry con simpatía.

—En el fondo —dijo—, los escritores no escriben más que un solo libro en su vida.

Harry asintió con un movimiento de cabeza y ofreció café a su visitante. Después se sentaron a la mesa y Rendall explicó:

—Harry, me he permitido venir a visitarle porque recuerdo que me dijo que tenía ganas de enseñar en la universidad. Y va a quedar libre una plaza de profesor en el departamento de Literatura de Burrows. Sé que no es Harvard, pero somos una buena universidad. Si el puesto le interesa, es suyo.

Harry se volvió hacia el perro del color del sol y le acarició el cuello.

—¿Oyes eso, Storm? —le murmuró a la oreja—. Me voy a convertir en profesor universitario.