EXTRACTO DEL CASO HARRY QUEBERT

El martes 22 de julio de 2008, le tocó a la pequeña ciudad de Montburry conocer la agitación que había conocido Aurora semanas antes, tras el descubrimiento del cuerpo de Nola. Llegaron patrullas de policía de toda la zona, convergiendo en un motel cercano al área industrial. Corría la voz entre los curiosos de que habían asesinado a un hombre y de que se trataba del antiguo jefe de policía de Aurora.

El sargento Gahalowood estaba de pie frente a la puerta de la habitación, imperturbable. Varios policías de la brigada científica se afanaban alrededor de la escena del crimen. Él se conformaba con observar. Yo me preguntaba qué estaba pasando por su cabeza en aquel momento preciso. Acabó volviéndose y dándose cuenta de que le estaba mirando, sentado en el capó de un coche de policía. Me lanzó su mirada de bisonte asesino y vino hacia mí.

—¿Qué anda haciendo con su grabadora, escritor?

—Dicto la escena para mi libro.

—¿Sabe que está sentado sobre el capó de un coche de policía?

*

—¿Qué anda haciendo con su grabadora, escritor?

—Dicto la escena para mi libro.

—¿Sabe que está sentado sobre el capó de un coche de policía?

—Oh, perdón, sargento. ¿Qué es lo que tenemos?

—Apague su grabadora, ¿quiere?

Lo hice.

—Según las primeras impresiones de la investigación —me explicó Gahalowood—, el jefe fue golpeado en la parte trasera del cráneo. Una o varias veces. Con un objeto pesado.

—¿Igual que Nola?

—Parecido, sí. Lleva muerto como mucho unas doce horas. Eso nos conduce a esta noche. Creo que conocía a su asesino. Sobre todo si dejó la llave en la puerta. Probablemente le abrió, quizás le esperaba. Los golpes están detrás del cráneo, eso quiere decir que probablemente se volvió: seguramente no se lo esperaba y su visitante aprovechó para asestarle el golpe fatal. No hemos encontrado el arma del crimen. Sin duda se la llevó el asesino. Quizás una barra de hierro o algo así. Eso quiere decir que seguramente no se trató de una discusión que degeneró, sino más bien de un acto premeditado. Alguien vino aquí a matar a Pratt.

—¿Hay testigos?

—Ninguno. El motel está casi desierto. Nadie ha visto nada, ni oído nada. La recepción cierra a las diecinueve horas. Hay un vigilante desde las veintidós hasta las siete, pero estaba absorto delante de la televisión. No ha sabido decirnos nada. Evidentemente, no hay cámaras.

—¿Quién puede haberlo hecho, según usted? —pregunté—. ¿Puede tratarse de la misma persona que incendió Goose Cove?

—Quizás. En todo caso, probablemente alguien a quien Pratt encubrió y que temía que le descubriera. Quizás Pratt ha conocido la identidad del asesino de Nola todo este tiempo. Le habrían eliminado para que no hablase.

—Ya tiene una hipótesis, ¿eh, sargento?

—Pues bien, ¿qué elemento une a todos esos personajes entre ellos: Goose Cove, el Chevrolet negro, y que no sea Harry Quebert?…

—¿Elijah Stern?

—Elijah Stern. Pienso en ello desde hace algún tiempo y lo he vuelto a pensar al ver el cadáver de Pratt. No sé si Elijah Stern asesinó a Nola, pero me pregunto en todo caso si no lleva treinta años cubriendo a Caleb. Entre esa misteriosa marcha de vacaciones y ese coche que desaparece, y que no informa a nadie…

—¿En qué está pensando, sargento?

—En que Caleb es culpable y Stern está mezclado en esta historia. Creo que cuando Caleb es sorprendido en Side Creek Lane, a bordo del Chevrolet negro, y consigue escapar de Pratt durante la persecución, va a refugiarse a Goose Cove. La región entera está cercada, sabe que no tiene ninguna posibilidad de huir, pero en cambio nadie irá a buscarle allí. Nadie salvo… Stern. Es probable que el 30 de agosto de 1975 Stern haya pasado efectivamente el día acudiendo a citas privadas, como afirma. Pero al final de la jornada, cuando vuelve a su casa y constata que Luther no ha regresado todavía, peor aún, que se ha llevado uno de los coches de la casa, más discreto que su Mustang azul, ¿cómo pensar que se haya quedado de brazos cruzados? Lo lógico es que fuera en busca de Luther para impedirle hacer una estupidez. Y creo que es lo que hizo. Pero cuando llegó a Aurora ya era demasiado tarde: hay policía por todos lados y el drama que temía se ha producido. Debe encontrar a Caleb a cualquier precio, y ¿a qué lugar va primero, escritor?

—A Goose Cove.

—Exacto. Es su casa y sabe que Luther se siente seguro allí. Incluso es posible que Luther tuviese copia de las llaves. Resumiendo, Stern va a ver lo que pasa en Goose Cove y encuentra allí a Luther.

*

30 de agosto de 1975 según la hipótesis de Gahalowood

Stern encontró el coche delante del garaje: Luther estaba inclinado sobre el maletero.

—¡Luther! —gritó Stern saliendo del coche—. ¿Qué has hecho?

Luther estaba aterrado.

—Noz hemoz… Noz hemoz peleado… Yo… no quedía hacedle daño.

Stern se acercó al coche y entonces vio a Nola, tendida en el maletero, con un bolso de cuero en bandolera; su cuerpo estaba retorcido, ya no se movía.

—Pero… ¡Luther! ¡La has matado!

Stern vomitó.

—Zi no, hubieze avizado a la policía…

—¡Luther! ¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho?

—Ayúdame, Eli, pod piedad, ayúdame.

—Tienes que huir, Luther. Si te coge la policía, acabarás en la silla eléctrica.

—¡No! ¡Piedad! —gritó Luther, aterrorizado.

Stern vio entonces la empuñadura de un arma en su cintura.

—¡Luth! ¿Qué… qué es eso?

—La vieja… la vieja lo vio todo.

—¿Qué vieja?

—Allí, en la caza…

—Dios mío, ¿te ha visto alguien?

—Eli, Nola y yo noz peleamoz… Ze deziztía. Tuve que hacedle daño. Pero conziguió huid, codió, entó en aquella caza… Entoncez enté también, penzaba que la caza eztaba deziedta. Pedo me di de buzes con eza vieja… Tuve que matadla…

—Pero… ¿cómo? ¿Qué me estás contando?

—Eli, ¡te lo zuplico!, ¡ayúdame!

Era necesario deshacerse del cuerpo. Sin perder un segundo, Stern cogió una pala del garaje y empezó a cavar un hoyo. Eligió la orilla del bosque, donde el suelo era blando y nadie, ni siquiera Quebert, se daría cuenta de que la tierra había sido removida. Cavó rápidamente un hoyo poco profundo: entonces llamó a Caleb para que trajese el cuerpo, pero no lo vio. Lo encontró arrodillado delante del coche, ensimismado ante un montón de folios.

—¿Luther? Pero ¿qué demonios estás haciendo?

Luther se había echado a llorar.

—Ez el libdo de Quebedt… Nola me habló de él. Ha ezquito un libdo pada ella… Ez tan bonito.

—Llévala allí, he cavado un hoyo.

—¡Ezpeda!

—¿Qué?

—Quiedo decidle que la quiedo.

—¿Eh?

—Déjame ezquibidle una nota. Zólo una nota. Déjame tu pluma. Dezpuez la entedademoz, y dezapadecedé pada ziempe.

Stern soltó un taco, pero sacó su pluma del bolsillo de la chaqueta y se la entregó a Caleb, que escribió sobre la portada del manuscrito: Adiós, mi querida Nola. Después, guardó con delicadeza el libro en el bolso, que seguía colgado del cuello de Nola, y la llevó hasta el agujero. La tiró allí y los dos hombres lo rellenaron con la tierra, ocultándolo cuidadosamente con agujas de pino, algunas ramas y musgo, para que la ilusión fuese perfecta.

*

—¿Y después? —pregunté.

—Después —me dijo Gahalowood—, Stern quiere encontrar un medio de proteger a Luther. Y ese medio es Pratt.

—¿Pratt?

—Sí, creo que Stern sabía lo que Pratt había hecho a Nola. Sabemos que Caleb rondaba Goose Cove, que espiaba a Harry y a Nola: pudo ver cómo Pratt recogía a Nola al borde de la carretera y la forzaba a hacerle una felación… Y pudo decírselo a Stern. Así que, esa noche, Stern deja a Luther en Goose Cove y se va a ver a Pratt a la comisaría: espera a que sea tarde, quizás después de las once, cuando la búsqueda se ha suspendido. Quiere estar solo con Pratt, y le hace cantar: le pide que deje marchar a Luther y que se las arregle para dejarle atravesar el cerco policial, a cambio de su silencio acerca de Nola. Y Pratt acepta: ¿qué probabilidad había, de otro modo, de que Caleb hubiese podido circular libremente hasta Massachusetts? Pero Caleb se siente acorralado. No tiene adónde ir, está perdido. Compra alcohol, y bebe. Quiere acabar con todo. Y da el gran salto desde los acantilados de Sunset Cove. Semanas más tarde, cuando encuentran el coche, Pratt se presenta en Sagamore para silenciar el asunto. Se las arregla para que Caleb no se convierta en sospechoso.

—Pero ¿por qué desviar las sospechas de Caleb cuando ya estaba muerto?

—Estaba Stern. Y Stern sabía. Al disculpar a Caleb, Pratt se protegía.

—Entonces ¿Pratt y Stern conocían la verdad desde siempre?

—Sí. Enterraron esta historia en el fondo de sus memorias. No se volvieron a ver. Stern se deshizo de la casa de Goose Cove malvendiéndola a Harry y no volvió a poner los pies en Aurora. Y durante treinta años todo el mundo creyó que ese asunto quedaría sin resolver.

—Hasta que encuentran los restos de Nola.

—Y un escritor testarudo viene a remover el fondo de todo este asunto. Un escritor contra el que han intentado todo para que renuncie a descubrir la verdad.

—Así que Pratt y Stern quisieron silenciar el caso —dije—. Pero, entonces, ¿quién ha matado a Pratt? ¿Stern, al ver que Pratt estaba a punto de ceder y desvelar toda la verdad?

—Eso todavía hay que descubrirlo. Pero ni una palabra de todo esto, escritor —me ordenó Gahalowood—. No escriba nada sobre el tema por el momento, no quiero una nueva filtración en la prensa. Voy a profundizar en la vida de Stern. Será una hipótesis difícil de verificar. En todo caso, hay un denominador común en todos estos escenarios: Luther Caleb. Y si finalmente fue él quien asesinó a Nola Kellergan, lo podremos confirmar…

—Con el análisis grafológico… —dije.

—Exacto.

—Una última pregunta, sargento: ¿por qué Stern quería proteger a Caleb a cualquier precio?

—Eso es lo que me gustaría saber, escritor.

La investigación sobre la muerte de Pratt se anunciaba difícil: la policía no disponía de ningún elemento sólido y no tenía la menor pista. Una semana después de su asesinato, tuvo lugar el entierro de los restos de Nola, que habían sido devueltos por fin a su padre. Fue el miércoles 30 de julio de 2008. La ceremonia, a la que no asistí, tuvo lugar en el cementerio de Aurora a primera hora de la tarde, bajo una llovizna inesperada y ante una escasa concurrencia. David Kellergan llegó con su moto hasta la misma tumba, sin que ninguno de los presentes se atreviese a decir nada. Llevaba su música en los oídos y sus únicas palabras —según lo que me contaron— fueron: «Pero ¿por qué la han desenterrado para volverla a enterrar?». No soltó ni una lágrima.

Si no fui al entierro fue porque a esa misma hora hice lo que me parecía importante hacer: ir a ver a Harry para hacerle compañía. Estaba sentado en el aparcamiento, el torso desnudo bajo la tibia lluvia.

—Venga a ponerse a cubierto, Harry —le dije.

—La están enterrando, ¿verdad?

—Sí.

—La están enterrando y ni siquiera estoy allí.

—Es mejor así… Es mejor que no esté… Por toda esa historia.

—¡Al diablo el qué dirán! Entierran a Nola y ni siquiera estoy allí para decirle adiós, para verla por última vez. Para estar con ella. Hace treinta y tres años que espero volver a encontrarla, aunque sólo sea una última vez. ¿Sabe dónde me gustaría estar?

—¿En el entierro?

—No. En el paraíso de los escritores.

Se tumbó sobre el cemento y no volvió a moverse. Me tumbé a su lado. La lluvia nos caía encima.

—Marcus, me gustaría estar muerto.

—Lo sé.

—¿Cómo lo sabe?

—Los amigos sienten esas cosas.

Hubo un largo silencio. Acabé diciendo:

—El otro día me dijo usted que ya no podríamos ser amigos.

—Y es verdad. Estamos despidiéndonos poco a poco, Marcus. Es como si usted supiese que voy a morir pronto y tuviese unas semanas para hacerse a la idea. Es el cáncer de la amistad.

Cerró los ojos y extendió sus brazos como si estuviese crucificado. Lo imité. Nos quedamos tumbados así, sobre el cemento, durante mucho tiempo.

Más tarde, ese mismo día, al marcharme del motel, me presenté en el Clark’s para intentar hablar con alguien que hubiese asistido a la inhumación de Nola. El local estaba desierto: no había más que un empleado que sacaba brillo con desgana al mostrador y que sacó fuerzas suficientes para tirar del grifo de la cerveza y servirme una pinta. Fue entonces cuando me di cuenta de que Robert Quinn estaba acurrucado en el fondo de la sala, picando cacahuetes y rellenando los crucigramas de periódicos viejos abandonados sobre las mesas. Se escondía de su mujer. Me acerqué a él. Le propuse tomarse otra, aceptó y se apartó en su banco para invitarme a tomar asiento. Era un gesto conmovedor, hubiese podido sentarme frente a él, en una de las cincuenta sillas vacías del local. Pero se había apartado para que me sentase a su lado, en el mismo banco.

—¿Ha estado en el entierro de Nola?

—Sí.

—¿Cómo fue?

—Sórdido. Igual que toda esta historia. Había más periodistas que allegados.

Nos quedamos un momento en silencio y después preguntó, para entablar conversación:

—¿Cómo va su libro?

—Avanza. Pero al releerlo ayer, me di cuenta de que hay algunas zonas oscuras que aclarar. Especialmente sobre su mujer. Ella me asegura que poseía una nota comprometedora escrita de la mano de Harry Quebert y que había desaparecido misteriosamente. ¿No sabrá usted lo que pasó con aquella nota, por casualidad?

Dio un largo trago a su cerveza y hasta se tomó el tiempo de comer algunos cacahuetes antes de responderme.

—Se quemó —me dijo—. Esa desgraciada nota se quemó.

—¿Qué? ¿Cómo lo sabe? —pregunté, estupefacto.

—Porque fui yo el que la quemó.

—¿Cómo? Pero ¿por qué? Y sobre todo, ¿por qué no lo dijo nunca?

Se encogió de hombros, muy pragmático.

—Porque nunca me lo han preguntado. Hace treinta y tres años que mi mujer me habla de esa nota. Se pasa el día chillando, vociferando, diciendo: «¡La dejé allí! ¡En la caja! ¡Allí mismo!». Nunca me dijo: «Robert, querido, ¿no habrás visto esa nota, por casualidad?». Nunca me lo preguntó, así que nunca le respondí.

Intenté ocultar mi asombro para que continuase hablando.

—Pero ¿entonces? ¿Qué pasó?

—Todo empezó un domingo por la tarde: mi mujer organizó una ridícula garden-party en honor a Quebert, pero Quebert no se presentó. Loca de rabia, decidió ir a verle a su casa. Recuerdo bien ese día, fue el domingo 13 de julio de 1975. El mismo día que la pequeña Nola había intentado suicidarse.

*

Domingo 13 de julio de 1975

—¡Robert! ¡Roooobert!

Tamara entró como una exhalación en la casa, enarbolando una hoja de papel. Atravesó las habitaciones de la planta baja hasta encontrar a su marido, que leía el periódico en el salón.

—¡Robert, maldita sea! ¿Por qué no respondes cuando te llamo? ¿Te has vuelto sordo? ¡Mira! ¡Mira este horror! ¡Lee lo asqueroso que es!

Le tendió la hoja que acababa de robar en casa de Harry, y él la leyó.

Mi Nola, mi querida Nola, mi amada Nola. ¿Qué has hecho? ¿Por qué querer morir? ¿Es por culpa mía? Te quiero, te quiero más que a nada. No me abandones. Si mueres, yo moriré también. Todo lo que importa en mi vida eres tú, Nola. Cuatro letras: N-O-L-A.

—¿Dónde has encontrado esto? —preguntó Robert.

—¡En casa de ese hijo de puta de Harry Quebert! ¡Ja!

—¿Has ido a robar esto a su casa?

—Yo no he robado nada: ¡simplemente lo he cogido! ¡Lo sabía! Es un asqueroso pervertido que fantasea sobre una niña de quince años. ¡Me dan náuseas! ¡Siento ganas de vomitar! Tengo ganas de vomitar, Bobbo, ¿me oyes? ¡Harry Quebert está enamorado de una chiquilla! ¡Eso es ilegal! ¡Es un cerdo! ¡Un cerdo! Y pensar que se pasa el día en el Clark’s, ¡comiéndosela con los ojos, eso es! ¡Viene a mi restaurante para verle el culo a una niña!

Robert releyó el texto varias veces. No había duda posible: lo que había escrito Harry eran palabras de amor hacia una niña de quince años.

—¿Qué vas a hacer con esto? —preguntó a su mujer.

—No lo sé.

—¿Vas a avisar a la policía?

—¿A la policía? Nada de eso, Bobbo. Por ahora no. No quiero que todo el mundo sepa que ese criminal de Quebert prefiere una chiquilla a nuestra maravillosa Jenny. De hecho, ¿dónde está? ¿En su habitación?

—Resulta que ese joven agente de policía, Travis Dawn, ha venido aquí después de que te marcharas, para invitarla al baile de verano. Se han ido a cenar a Montburry. Jenny ya tiene pareja para el baile, ¿no es estupendo?

—Estupendo, estupendo, ¡tú sí que no eres estupendo, mi pobre Bobbo! Venga, ¡lárgate! Tengo que esconder esta nota en alguna parte, y nadie debe saber dónde.

Bobbo obedeció y se fue a terminar su periódico en el porche. Pero no consiguió leer, tenía la mente ocupada en lo que esa mujer había descubierto. Harry, el gran escritor, escribía pues palabras de amor por una chica a la que doblaba en edad. La dulce y pequeña Nola. Aquello era muy desagradable. ¿Debía advertir a Nola? ¿Decirle que Harry estaba lleno de extrañas pulsiones y que podía incluso ser peligroso? ¿No habría que avisar a la policía, para que le examinase un médico y le curase?

Una semana después de ese episodio tuvo lugar el baile de verano. Robert y Tamara Quinn esperaban de pie en una esquina de la sala, bebiendo un cóctel sin alcohol, cuando vieron a Harry Quebert entre los invitados. «Mira, Bobbo —silbó Tamara—, ¡ahí está el pervertido!». Le observaron con atención, mientras Tamara proseguía con una lista de insultos que sólo Robert podía oír.

—¿Qué vas a hacer con esa hoja? —preguntó Robert.

—No lo sé. Pero lo que es seguro es que voy a empezar por hacerle pagar lo que me debe. ¡Ha gastado quinientos dólares a cuenta!

Harry parecía incómodo; pidió de beber en el bar para darse un poco de ánimo, y después se dirigió a los servicios.

—Ya se va al váter —dijo Tamara—. Mira, ¡mira, Bobbo! ¿Sabes lo que va a hacer?

—¿Aguas mayores?

—Claro que no, ¡se la va a menear pensando en esa chiquilla!

—¿Cómo?

—Cállate, Bobbo. Parloteas demasiado, no quiero oírte. Y quédate aquí, ¿quieres?

—¿Adónde vas?

—No te muevas. Y admira el trabajo.

Tamara dejó su vaso sobre una mesa alta y se dirigió subrepticiamente hacia los baños donde acababa de entrar Harry Quebert, para introducirse a su vez en ellos. Salió instantes después y corrió a reunirse con su marido.

—¿Qué has hecho? —preguntó Robert.

—¡Cállate, te digo! —le espetó su mujer volviendo a coger su vaso—. ¡Cállate, que nos van a pillar!

Amy Pratt anunció a sus invitados que podían pasar a comer, y los asistentes fueron acercándose lentamente hacia las mesas. En ese instante, Harry salió de los baños. Estaba sudando, aterrorizado, y se mezcló con los invitados.

—Mírale, huyendo como un conejo —murmuró Tamara—. Está muerto de miedo.

—Pero bueno, ¿qué has hecho? —insistió Robert.

Tamara sonrió. Jugó discretamente con el lápiz de labios que acababa de utilizar en los lavabos. Y se limitó a responder:

—Digamos que le he dejado un pequeño mensaje del que se va a acordar.

*

Sentado en el fondo del Clark’s, yo escuchaba, estupefacto, el relato de Robert Quinn.

—Así que el mensaje en el espejo, ¿fue su mujer? —dije.

—Sí. Harry Quebert se convirtió en una obsesión para ella. No me hablaba más que de esa nota, decía que iba a acabar con Harry para siempre. Decía que los periódicos pronto lo anunciarían en titulares: El gran escritor es un gran pervertido. Acabó hablando con el jefe Pratt. Quince días después del baile, aproximadamente. Se lo contó todo.

—¿Cómo lo sabe? —pregunté.

Dudó un momento antes de responderme.

—Lo sé porque… me lo dijo Nola.

*

Martes 5 de agosto de 1975

Eran las seis de la tarde cuando Robert volvió de la fábrica de guantes. Como siempre, aparcó su viejo Chrysler en el camino de entrada y, después, cuando cortó el contacto, se ajustó el sombrero en el retrovisor e imitó la mirada del actor Robert Stack interpretando a Eliot Ness en la televisión cuando se disponía a realizar una monumental redada entre los miembros del hampa. Retrasaba a menudo su salida del coche: hacía tiempo que no tenía muchas ganas de volver a casa. A veces daba un rodeo para demorar un poco ese momento; en ocasiones se detenía donde el vendedor de helados. Cuando acabó saliendo, le pareció oír una voz que le llamaba detrás de los setos. Se volvió, buscó un instante a su alrededor, y después vio a Nola, oculta entre los rododendros.

—¿Nola? —preguntó Robert—. Hola, pequeña, ¿qué tal estás?

Ella susurró:

—Tengo que hablar con usted, señor Quinn. Es muy importante.

Él siguió hablando con voz alta e inteligible.

—Pues entra, te prepararé una limonada bien fresquita.

Ella le hizo una seña para que hablara más bajo.

—No —dijo—, necesitamos un lugar tranquilo. ¿Podríamos subir a su coche y dar una vuelta? Podríamos ir a donde el vendedor de perritos, camino de Montburry, allí estaríamos bien.

A pesar de sorprenderle la propuesta, Robert no la rechazó. Hizo subir a Nola en el coche y arrancó en dirección a Montburry. Se detuvieron unas millas más lejos, ante el chiringuito de madera que vendía comida para llevar. Robert compró patatas fritas y un refresco para Nola, y un perrito y una cerveza sin alcohol para él. Se instalaron en una de las mesas sobre la hierba.

—¿Y bien, pequeña? —preguntó Robert mientras engullía su perrito—. ¿Qué es eso tan grave como para que no puedas venir a beber una buena limonada en casa?

—Necesito su ayuda, señor Quinn. Sé que esto le parecerá extraño, pero… hoy ha pasado algo en el Clark’s y usted es la única persona que puede ayudarme.

Nola relató entonces la escena a la que había asistido fortuitamente unas dos horas antes. Había ido a ver a la señora Quinn por la paga de los sábados que había trabajado antes de su tentativa de suicidio. Era la misma señora Quinn la que le había dicho que se pasara cuando creyera conveniente. Se presentó sobre las cuatro de la tarde. No había más que algún cliente silencioso y Jenny, ocupada en guardar la vajilla, y que le informó de que su madre estaba en su despacho, sin que le pareciese necesario precisar que no estaba sola. El despacho era el lugar donde Tamara Quinn llevaba su contabilidad, guardaba la recaudación del día en la caja fuerte, se enfadaba por teléfono con los proveedores o simplemente se encerraba con cualquier mala excusa cuando quería que la dejasen en paz. Era una habitación estrecha, cuya puerta, siempre cerrada, tenía impresa la palabra PRIVADO. Se accedía por el pasillo de servicio situado después de la trastienda y que también conducía a los servicios de empleados.

Al llegar delante de la puerta, y cuando se disponía a llamar, Nola escuchó voces. Había alguien en la habitación con Tamara. Era una voz de hombre. Pegó la oreja y escuchó un trozo de diálogo.

—Es un criminal, ¿comprende? —dijo Tamara—. ¡Quizás hasta un depredador sexual! Tiene que hacer algo.

—¿Está usted segura de que fue Harry Quebert quien escribió esa nota?

Nola reconoció la voz del jefe Pratt.

—Completamente segura —respondió Tamara—. Escrita de su puño y letra. Harry Quebert siente atracción por la pequeña Kellergan, y escribe inmundicias pornográficas sobre ello. Tiene usted que hacer algo.

—Bueno, ha hecho usted bien en contármelo. Pero usted entró ilegalmente en su casa, y robó ese trozo de papel. Por el momento no puedo hacer nada.

—¿Nada? ¿Y entonces qué? ¿Va usted a esperar a que ese chalado haga daño a la pequeña para actuar?

—Yo no he dicho nada de eso —prosiguió el jefe—. Voy a vigilar estrechamente a Quebert. Mientras tanto, guarde ese papel en lugar seguro. Yo no puedo quedármelo, podría meterme en problemas.

—Lo guardaré en la caja —dijo Tamara—. Nadie tiene acceso a ella, aquí estará seguro. Se lo ruego, jefe, haga algo, ¡ese Quebert es una basura criminal! ¡Un criminal! ¡Un auténtico criminal!

—No se preocupe, señora Quinn, ya verá usted cómo tratamos a ese tipo de gente.

Nola escuchó pasos acercarse a la puerta y huyó del restaurante a toda prisa.

Robert se sintió conmovido por el relato. Pensó: pobre pequeña, enterarse de que Harry escribe guarradas así de ella debe de haber sido traumático. Necesitaba confiárselo a alguien y había venido a verle. Él debía mostrarse a la altura y explicarle la situación, decirle que los hombres tenían ideas raras, y especialmente Harry Quebert, y que sobre todo debía mantenerse alejada de él y avisar a la policía si tenía miedo de que le hiciese daño. Pensándolo bien, ¿se lo habría hecho ya? ¿Necesitaba decirle que había sufrido abusos? ¿Sería capaz de hacer frente a ese tipo de revelaciones, él que, según su mujer, ni siquiera era capaz de poner la mesa correctamente? Mientras tragaba un trozo de su perrito, pensó en algunas palabras reconfortantes que podría pronunciar, pero no tuvo tiempo de decir nada porque, en el momento en que se disponía a hablar, Nola declaró:

—Señor Quinn, tiene que ayudarme a recuperar ese trozo de papel.

Y entonces estuvo a punto de ahogarse con la salchicha.

*

—No necesito explicarle más, señor Goldman —me dijo Robert Quinn en el fondo de la sala del Clark’s—. Me había imaginado todo menos eso: quería que le echara el guante a ese papel del diablo. ¿Quiere otra cerveza?

—Sí, gracias. La misma. Dígame, señor Quinn, ¿le molesta si le grabo?

—¿Grabarme? Por favor. Por una vez que alguien se interesa aunque sea poco en lo que cuento.

Hizo una seña al camarero y pidió otras dos cervezas; saqué mi grabadora y la puse en marcha.

—Así pues, ante ese puesto de perritos, ella le pidió ayuda —dije para retomar la conversación.

—Sí. Parece ser que mi mujer estaba dispuesta a todo para aniquilar a Harry Quebert. Y Nola dispuesta a todo para protegerle de ella. Yo no podía creerme la conversación que estaba teniendo lugar. Fue entonces cuando me enteré de que realmente había algo entre Nola y Harry. Recuerdo que me miraba con sus ojos brillantes y llenos de aplomo, y que le dije: «¿Cómo? ¿Cómo que recuperar ese trozo de papel?». Ella me respondió: «Le quiero. No quiero que se meta en problemas. Si escribió esa nota, fue por culpa de mi tentativa de suicidio. Todo es culpa mía, nunca debí intentar matarme. Le quiero, es todo lo que tengo, todo lo que nunca podré soñar». Y entonces tuvimos esa conversación sobre el amor. «Entonces, me estás diciendo que tú y Harry Quebert os…» «¡Nos queremos!» «¿Quererle? ¡Pero bueno! ¿Qué me estás contando? ¡No puedes quererle!» «¿Y por qué no?» «Porque es demasiado viejo para ti». «¡La edad no cuenta!» «¡Claro que cuenta!» «Pues bien, ¡no debería contar!» «Pero es así, las chicas de tu edad no tienen nada que hacer con un tipo de su edad». «¡Le quiero!» «No digas barbaridades y cómete las patatas, ¿quieres?» «Pero, señor Quinn, si lo pierdo, ¡lo pierdo todo!» No podía creerme lo que veía, señor Goldman: esa chiquilla estaba locamente enamorada de Harry. Y sus sentimientos eran sentimientos que yo mismo no conocía, o que no recordaba haber tenido por mi propia mujer. Y en ese instante me di cuenta, gracias a esa chica de quince años, de que probablemente nunca había conocido el amor. Que seguramente mucha gente no había conocido nunca el amor. Que en el fondo se conformaban con buenos sentimientos, que se enterraban en la comodidad de una vida vulgar y que se perdían sensaciones maravillosas, que son probablemente las únicas que justifican la existencia. Uno de mis sobrinos, que vive en Boston, trabaja en las finanzas: gana una montaña de dólares al mes, está casado, tiene tres hijos, una mujer adorable y un coche estupendo. En resumen, la vida ideal. Un día, vuelve a su casa y le dice a su mujer que se va, que ha encontrado el amor, con una universitaria de Harvard que podría ser su hija, a la que había conocido en una conferencia. Todo el mundo dijo que había perdido un tornillo, que buscaba en aquella chica una segunda juventud, pero yo creo que simplemente había encontrado el amor. La gente cree que se ama, y entonces se casa. Y después, un día, descubren el amor, sin ni siquiera quererlo, sin darse cuenta. Y se dan de bruces con él. En ese momento, es como el hidrógeno que entra en contacto con el aire: produce una explosión fenomenal, que lo arrastra todo. Treinta años de matrimonio frustrado que saltan de un golpe, como si una gigantesca fosa séptica en ebullición explotara, salpicando todo a su alrededor. La crisis de los cuarenta, la cana al aire, no son más que tipos que comprenden la fuerza del amor demasiado tarde, y que ven derrumbarse toda su vida.

—Entonces ¿qué hizo usted? —pregunté.

—¿Con Nola? Me negué. Le dije que no quería estar mezclado en esa historia y que, de todas formas, no podía hacer nada. Que la carta estaba en la caja, y que la única llave que la abría colgaba, día y noche, del cuello de mi mujer. Imposible. Me suplicó, me dijo que si la policía ponía la mano en esa nota, Harry tendría graves problemas, que su carrera estaría acabada, que seguramente le encerrarían cuando no había hecho nada malo. Recuerdo su mirada ardiente, su actitud, sus gestos… Había en ella un furor magnífico. Recuerdo que dijo: «¡Lo van a arruinar todo, señor Quinn! ¡La gente de esta ciudad está completamente loca! Me recuerda a esa obra de Arthur Miller, Las brujas de Salem. ¿Ha leído usted a Miller?». Sus ojos se humedecieron con pequeñas perlas de lágrimas, dispuestas a desbordarse y a inundar sus mejillas. Yo había leído a Miller. Recordaba el follón que se produjo cuando se estrenó en Broadway: el estreno había tenido lugar poco antes de la ejecución de los Rosenberg. Tuve escalofríos durante días porque los Rosenberg tenían niños apenas mayores que Jenny en aquella época y me pregunté qué le pasaría si me ejecutaran a mí. Me sentí tan aliviado de no ser comunista…

—¿Por qué cree que Nola se confió a usted?

—Sin duda porque se imaginaba que podía acceder a la caja. Pero no era el caso. Como le digo, nadie más que mi mujer tenía la llave. La guardaba celosamente colgada de una cadena y oculta entre sus senos. Y a sus senos yo hacía tiempo que no tenía acceso.

—¿Qué pasó entonces?

—Nola empezó a adularme. Me dijo: «Usted es listo e ingenioso, sabrá cómo hacerlo». Así que terminé aceptando. Le dije que lo intentaría.

—¿Por qué? —pregunté.

—¿Por qué? ¡Por culpa del amor! Ya se lo he dicho antes, tenía quince años, pero hablaba de cosas que yo no conocía y que probablemente no conocería nunca. Incluso si, ciertamente, ese asunto con Harry me daba más bien náuseas. Lo hice por ella, no por él. Y le pregunté qué pensaba hacer con el jefe Pratt. Con pruebas o sin pruebas, el jefe Pratt ya estaba al corriente de todo. Me miró directamente a los ojos y me dijo: «Evitaré que nos haga daño. Le convertiré en un criminal». En aquel momento no entendí nada. Y más tarde, hace unas semanas, cuando Pratt fue detenido, me di cuenta de que debieron de pasar cosas muy raras.

*

Miércoles 6 de agosto de 1975

Sin haberlo preparado, los dos actuaron al día siguiente de su conversación. Sobre las cinco de la tarde, en una farmacia de Concord, Robert Quinn compró somníferos. En ese mismo instante, al abrigo en la comisaría de Aurora, Nola, arrodillada bajo la mesa del jefe de policía, protegía a Harry dañando a Pratt, y convirtiéndole en un criminal, arrastrándole a lo que sería una larga espiral de treinta años.

Esa noche, Tamara durmió a pierna suelta. Después de la cena, se sintió tan cansada que se acostó sin desmaquillarse siquiera. Se derrumbó como un saco sobre su cama, y cayó en un profundo sueño. Fue tan rápido que Robert temió durante una fracción de segundo haber disuelto una dosis demasiado fuerte en su vaso de agua y haberla matado, pero los magistrales ronquidos de cadencia militar que pronto empezó a lanzar su mujer le aliviaron. Esperó a que diera la una de la mañana para actuar: debía asegurarse de que Jenny dormía y de que, en la ciudad, nadie le vería. Cuando llegó el momento de entrar en acción, empezó a sacudir el cuerpo de su mujer sin contemplaciones, para asegurarse de que estaba definitivamente neutralizada: constató con alegría que permanecía inerte. Por primera vez, se sintió poderoso: el dragón, tendido sobre el colchón, ya no impresionaba a nadie. Le quitó el collar que llevaba alrededor del cuello y se hizo con la llave, victorioso. De paso, agarró sus senos a manos llenas y constató con tristeza que ya no le hacían ningún efecto.

Sin hacer ruido, salió de casa. Para ser más silencioso y no despertar sospechas, tomó prestada la bicicleta de su hija. Pedaleando de noche, con las llaves del Clark’s y de la caja fuerte en su bolsillo, sintió brotar dentro de él la excitación de lo prohibido. Ya no sabía si lo hacía por Nola o sobre todo por fastidiar a su mujer. Y, montado en la bicicleta a toda velocidad atravesando la ciudad, de pronto se sintió tan libre que decidió divorciarse. Jenny ya era una mujer adulta, no había razón alguna para permanecer junto a su mujer. Ya estaba harto de aquella bestia, tenía derecho a una nueva vida. Dio algún rodeo de forma voluntaria, para que durase un poco más esa sensación de euforia. Al llegar a la calle principal, se bajó de la bici y caminó agarrado a ella para inspeccionar los alrededores: la ciudad dormía apaciblemente. No había ni luz ni ruido. Dejó su bici apoyada en una pared, abrió el Clark’s y se introdujo en el interior, guiándose sólo por la luz de las farolas que se filtraba por las lunas del escaparate. Llegó hasta el despacho. Ese despacho donde tenía prohibido entrar sin autorización expresa de su mujer, y donde ahora reinaba él; lo había hollado, lo había violado, era territorio conquistado. Encendió la linterna que había traído y empezó por explorar las estanterías y las carpetas. Hacía años que soñaba con registrar aquel sitio: ¿qué escondería aquí su mujer? Cogió distintas carpetas y las hojeó rápidamente: se sorprendió buscando cartas de amantes. Se preguntaba si su mujer le engañaba. Se imaginaba que sí: ¿cómo podía conformarse con él? Pero no encontró más que albaranes y documentos contables. Así que pasó a la caja: una caja de acero, imponente, que debía de medir un metro de alto, colocada sobre un palé de madera. Introdujo la llave de seguridad en la cerradura, la hizo girar y se estremeció al oír funcionar el mecanismo de apertura. Tiró de la pesada puerta y apuntó con su linterna al interior, dividido en cuatro niveles. Era la primera vez que veía aquella caja abierta; sintió un escalofrío de excitación.

En el primer estante encontró documentos bancarios, el último balance contable, recibos de pedidos y las fichas salariales de los empleados.

En el segundo estante encontró una caja de latón que contenía el dinero de la caja del Clark’s, y otra con pequeñas cantidades para pagar a los proveedores.

En el tercer estante había un trozo de madera que parecía un oso. Sonrió: era el primer objeto que había regalado a Tamara, durante su primera cita de verdad. Había preparado minuciosamente ese momento, durante varias semanas, multiplicando las horas extras en la estación de servicio donde trabajaba mientras estudiaba para poder llevar a su Tamy a uno de los mejores establecimientos de la región, Chez Jean-Claude, un restaurante francés donde servían platos de cangrejo aparentemente extraordinarios. Había estudiado todo el menú, había calculado cuánto costaría la cena si ella pedía los platos más caros y había ahorrado hasta reunir dinero suficiente, y después la había invitado. Esa famosa noche, cuando vino a buscarla a casa de sus padres y ella se enteró de adónde la llevaba, había suplicado que no se arruinara por ella. «Ay, Robert, eres un amor. Pero es demasiado, en serio», había dicho. Había dicho amor. Y para convencerle de que renunciara, le había propuesto ir a comer pasta a un pequeño italiano de Concord que la atraía desde hacía mucho. Comieron espaguetis, bebieron Chianti y Grappa de la casa y, algo ebrios, terminaron yendo a una verbena cercana. A la vuelta, se habían detenido al borde del mar y habían esperado la salida del sol. En la playa, él había encontrado un trozo de madera que parecía un oso y se lo había dado cuando ella se había acurrucado contra él, con los primeros brillos del alba. Ella le dijo que lo conservaría siempre y le había besado por primera vez.

Siguiendo con el registro de la caja, Robert, emocionado, encontró, al lado del trozo de madera, un montón de fotos de él a lo largo de los años. En el dorso de cada una de ellas, Tamara había garabateado algunas anotaciones, incluso en las más recientes. La última tenía fecha de abril, cuando habían ido a ver una carrera de coches. En ella aparecía Robert, con los prismáticos ante los ojos, comentando las vueltas. Y al dorso Tamara había escrito: Mi Robert, siempre apasionado por la vida. Le amaré hasta mi último suspiro.

Además de esas fotos, había otros recuerdos de su vida en común: la invitación de su boda, el recordatorio del nacimiento de Jenny, más fotos de vacaciones, pequeñas baratijas que pensaba que ella había tirado hacía mucho tiempo. Pequeños regalos, un broche barato, un bolígrafo de recuerdo, o incluso el pisapapeles de serpentina que había comprado durante las vacaciones en Canadá, que le habían valido crueles reprimendas del estilo Pero, Bobbo, ¿qué quieres que haga con estas porquerías? Y ahora resultaba que lo había conservado todo religiosamente en su caja. Robert pensó entonces que lo que su mujer ocultaba en esa caja fuerte era su corazón. Y se preguntó por qué.

En la cuarta estantería encontró una gruesa libreta encuadernada en piel. La abrió: era el diario de Tamara. Su mujer escribía un diario. No lo sabía. Lo abrió al azar y leyó a la luz de su linterna:

1 de enero de 1975

Hemos celebrado la Nochevieja en casa de los Richardson.

Nota de la velada: 5. Comida mediocre y los Richardson son gente aburrida. No me había dado cuenta. Creo que la Nochevieja es un buen medio para saber qué amigos son aburridos o no. Bobbo se dio cuenta inmediatamente de que me estaba aburriendo, y quiso divertirme. Empezó a hacer el payaso, a contar chistes y a hacer que hablaba con su centollo. Los Richardson se rieron mucho. Paul Richardson se levantó incluso para anotar uno de los chistes. Dijo que quería asegurarse de recordarlo. Yo todo lo que supe hacer fue reprochárselo. En el coche, a la vuelta, le dije un montón de barbaridades. Le dije: «No haces reír a nadie con tus chistes de mal gusto. Eres penoso. ¿Quién te pidió hacer de bufón, eh? Eres ingeniero en una gran fábrica, ¿no? Habla de tu trabajo, demuestra que eres serio y alguien importante. ¡No estás en el circo!». Me respondió que Paul se había reído de sus chistes y yo le dije que se callara, que no quería oírle más.

No sé por qué soy mala. Le quiero tanto. Es tan dulce, tan atento. No sé por qué me porto mal con él. Después me arrepiento, y me detesto, y por ese motivo me comporto aún peor.

En este día de Año Nuevo, tomo la resolución de cambiar. Bueno, tomo esa resolución cada año y no la cumplo nunca. Desde hace unos meses, he comenzado a visitar al doctor Ashcroft en Concord. Él me aconsejó que escribiera un diario. Tenemos una sesión por semana. Nadie lo sabe. Me daría mucha vergüenza que se supiese que voy a ver a un psiquiatra. La gente diría que estoy loca. No estoy loca. Sufro. Sufro, pero no sé por qué. El doctor Ashcroft dice que tengo tendencia a destruir todo lo que me hace bien. Eso se llama autodestrucción. Dice que siento angustia hacia la muerte y que puede estar relacionado. No lo sé. Pero sé que sufro. Y que quiero a mi Robert. Sólo le quiero a él. Sin él, ¿qué habría sido de mí?

Robert cerró la libreta. Lloraba. Lo que su mujer no le había podido decir nunca lo había escrito. Le quería. Le quería de verdad. Sólo le quería a él. Le pareció que eran las palabras más bellas que había leído nunca. Se secó los ojos para no manchar las páginas y siguió leyendo; pobre Tamara, querida Tamara, que sufría en silencio. ¿Por qué no le había dicho nada del doctor Ashcroft? Si sufría, él quería sufrir junto a ella, para eso se habían casado. Barriendo la última estantería con el halo de su linterna, vio la nota de Harry, que le devolvió de golpe a la realidad. Recordó su misión; recordó que su mujer estaba tumbada en su cama, drogada, y que debía librarse de ese trozo de papel. Se arrepintió de pronto de lo que estaba haciendo; estaba a punto de renunciar cuando pensó que si se libraba de esa carta, su mujer se preocuparía menos de Quebert y más de él. Era él quien contaba, ella le amaba. Estaba escrito. Fue lo que le empujó a coger finalmente la hoja y a huir del Clark’s en el silencio de la noche, tras asegurarse de no dejar huella alguna de su paso. Atravesó la ciudad en su bicicleta y, en una calle tranquila, prendió fuego a la nota de Harry Quebert con su mechero. Miró arder el trozo de papel, ennegrecerse, retorcerse en una llama primero dorada, después azul, y desaparecer lentamente. Pronto no quedó nada. Volvió a su casa, puso la llave entre los senos de su mujer, se acostó a su lado y la abrazó fuerte.

Pasaron dos días antes de que Tamara se diese cuenta de que la hoja ya no estaba en su sitio. Creyó enloquecer: estaba segura de haberla guardado en la caja, y sin embargo ya no estaba. Nadie había podido cogerla, llevaba la llave consigo y la cerradura no había sido forzada. ¿La habría perdido en el despacho? ¿La habría guardado en otro lado sin darse cuenta? Se pasó horas registrando la habitación, vaciando carpetas y rellenándolas de nuevo, revisando papeles y volviéndolos a guardar. En vano. Ese minúsculo trozo de papel había desaparecido misteriosamente.

*

Robert Quinn me explicó que cuando, semanas más tarde, Nola desapareció, a su mujer le dio un ataque.

—Decía una y otra vez que si no hubiese perdido esa hoja, la policía habría podido investigar a Harry. Y el jefe Pratt le decía que, sin ese trozo de papel, no podía hacer nada. Estaba histérica. Me decía cien veces al día: «¡Ha sido Quebert! ¡Ha sido Quebert! Yo lo sé, tú lo sabes, ¡lo sabemos todos! Viste esa nota igual que yo, ¿verdad?».

—¿Por qué no dijo usted nada a la policía sobre lo que sabía? —pregunté—. ¿Por qué no haber dicho que Nola había hablado con usted, que le había hablado de Harry? Hubiera podido ser una pista, ¿no?

—Quería hacerlo. Estaba muy confuso. ¿Podría apagar la grabadora, señor Goldman?

—Claro.

Apagué el aparato y lo guardé en mi bolsa. Él prosiguió:

—Cuando Nola desapareció, me sentí culpable. Me arrepentí de haber quemado ese trozo de papel que la relacionaba con Harry. Pensé que, gracias a esa prueba, la policía hubiese podido interrogar a Harry, poner sus ojos en él, investigar con más profundidad. Y si no tenía nada que reprocharse, no tendría nada que temer. Después de todo, los inocentes no deben preocuparse, ¿verdad? En fin, que me sentía culpable. Así que empecé a escribirle cartas anónimas, que iba a poner en su puerta cuando sabía que no estaba.

—¿Cómo? ¿Las cartas anónimas eran suyas?

—Eran mías. Había preparado un montoncito utilizando la máquina de escribir de mi secretaria, en la fábrica de guantes de Concord. Sé lo que le hizo a esa chiquilla de 15 años. Y pronto toda la ciudad lo sabrá. Guardaba las cartas en la guantera de mi coche. Y cada vez que me cruzaba con Harry en la ciudad, me dirigía precipitadamente a Goose Cove para dejarle una.

—Pero ¿por qué?

—Para aliviar mi conciencia. Mi mujer no dejaba de repetirme que era él el culpable, yo pensaba que era posible. Y si le acosaba y le atemorizaba, acabaría delatándose. Duró algunos meses. Y después lo dejé.

—¿Qué le llevó a dejarlo?

—Su tristeza. Después de la desaparición, estaba tan triste… Ya no era el mismo hombre. Pensé que no podía ser él. Así que al final lo dejé.

Me quedé estupefacto por lo que acababa de descubrir. Así que pregunté por si acaso:

—Dígame, señor Quinn: ¿por casualidad no habrá usted incendiado la casa de Goose Cove?

Sonrió, casi divertido por la pregunta.

—No. Es usted un tipo estupendo, señor Goldman, no le haría algo así. Ignoro quién es la mente enferma responsable de eso.

Terminamos nuestras cervezas.

—Así que —dije—, al final, no se divorció. ¿Se arreglaron las cosas con su mujer? Quiero decir, ¿después de que descubriese todos esos recuerdos en la caja y el diario íntimo?

—Fue de mal en peor, señor Goldman. Continuó reprendiéndome sin descanso, y nunca me dijo que me quería. Nunca. Durante los meses y después los años que siguieron, la drogué de vez en cuando a base de somníferos para ir a leer y releer sus diarios, para ir a llorar nuestros recuerdos esperando que un día fuese mejor. Esperar que un día vaya mejor: quizás el amor consista en eso.

Asentí con la cabeza:

—Quizás —dije.

En mi suite del Regent’s continué escribiendo mi libro sin descanso. Conté cómo Nola Kellergan, a los quince años, había hecho todo para proteger a Harry. Cómo se había entregado, comprometido, para que pudiese conservar la casa, para que pudiera escribir, para que no se preocupara. Cómo se había convertido poco a poco en musa y guardiana de su obra maestra. Cómo había logrado crear una burbuja alrededor de Harry para que pudiese concentrarse en escribir y completara la obra de su vida. Y a medida que escribía, me sorprendí pensando que Nola Kellergan había sido esa mujer excepcional con la que sin duda sueñan todos los escritores del mundo. Desde Nueva York, donde revisaba mis escritos con una devoción y eficacia sin par, Denise me llamó una tarde y me dijo:

—Marcus, creo que estoy llorando.

—¿Y por qué? —pregunté.

—Por esa chica, esa Nola. Creo que yo también la amo.

Sonreí y le respondí:

—Creo que todo el mundo la amó, Denise. Todo el mundo.

Y después, dos días más tarde, el 3 de agosto, se produjo esa llamada de Gahalowood, sobreexcitado.

—¡Escritor! —exclamó—. ¡Tengo los resultados del laboratorio! ¡Maldita sea, escritor, no se va a creer lo que le voy a decir! La letra del manuscrito ¡es la de Luther Caleb! Sin ninguna duda. Lo tenemos, Marcus. ¡Lo tenemos!