Mi libro avanzaba. Las horas que pasaba escribiendo se materializaban poco a poco, y sentía en mi interior la vuelta de esa sensación indescriptible que creía haber perdido para siempre. Era como si por fin descubriese un sentido vital que, por haberme faltado, me hacía funcionar mal; como si de pronto alguien hubiese pulsado un botón en mi cerebro y lo hubiese vuelto a encender. Como si hubiera recobrado la vida. Era la sensación del escritor.

Mi jornada comenzaba al amanecer. Me marchaba a correr: atravesaba Concord de lado a lado con mis cascos conectados al minidisc. Después, de vuelta a mi habitación del hotel, pedía un litro largo de café y me ponía a trabajar. Podía contar de nuevo con la ayuda de Denise, a la que había recuperado de Schmid & Hanson y que había aceptado volver a trabajar para mí en mi despacho de la Quinta Avenida. Le enviaba los borradores por correo electrónico a medida que los iba escribiendo, y ella se encargaba de realizar las correcciones precisas. Cuando un capítulo estaba completo, se lo enviaba a Douglas, para que me diese su opinión. Resultaba divertido ver la dedicación que ponía en mi libro; sé que se quedaba pegado al ordenador esperando mis capítulos. Tampoco se olvidaba de recordarme la inminencia de la fecha de entrega, repitiéndome: «¡Si no lo terminamos a tiempo, estamos fritos!». Decía terminamos, cuando él, teóricamente, no arriesgaba nada en este asunto, pero se sentía tan responsable como yo.

Creo que Douglas sufría mucha presión por parte de Barnaski e intentaba protegerme: Barnaski temía que no consiguiese cumplir los plazos sin ayuda externa. Ya me había telefoneado varias veces para decírmelo directamente.

—Debe usted utilizar escritores fantasma para redactar ese libro —me dijo—, de otro modo no lo va a conseguir. Tengo equipos especializados en eso, no tiene más que darles una idea general y lo escribirán en su lugar.

—Jamás —respondí—. Escribir ese libro es mi responsabilidad. Nadie lo va a hacer en mi lugar.

—Goldman, se pone usted insoportable con su moral y sus buenos sentimientos. Todo el mundo manda escribir sus libros a otro hoy en día. Fulano, por ejemplo, no rechaza nunca a mi equipo.

—¿Fulano no escribe sus libros?

Lanzó su estúpida risita característica.

—¡Claro que no! ¿Cómo demonios quiere que mantenga ese ritmo? Los lectores no quieren saber si Fulano escribe sus libros, ni siquiera quieren saber quién los escribe. Todo lo que quieren es tener, cada año, cuando empieza el verano, un nuevo libro de Fulano para las vacaciones. Y se lo damos. A eso se le llama tener sentido comercial.

—A eso se le llama engañar al público —dije.

—Engañar al público… Venga, Goldman, siempre viendo las cosas por el lado trágico.

Le hice comprender que por nada del mundo dejaría que otro escribiese mi libro: perdió la paciencia y se puso violento.

—Goldman, creo recordar que he soltado un millón de dólares por ese maldito libro, así que me gustaría que se mostrara un poco más cooperativo. Y si yo pienso que necesita usted a mis escritores, ¡se ponen a trabajar y punto, joder!

—Cálmese, Roy, tendrá usted el libro dentro del plazo. A condición de dejar de interrumpir mi trabajo llamándome sin parar.

Y entonces Barnaski se volvió espantosamente grosero.

—Me cago en la Virgen, Goldman, espero que sea consciente de que con ese libro he puesto mis cojones sobre la mesa. ¡Mis cojones sobre la mesa! He invertido una pasta inimaginable y me juego la credibilidad de una de las editoriales más importantes del país. Así que si la cosa va mal, si no hay libro por culpa de sus caprichos o de cualquier otra mierda que haga que me hunda, ¡sepa que le arrastraré conmigo! ¡Hasta lo más profundo!

—Tomo nota, Roy. Tomo nota.

Barnaski, debilidades humanas aparte, tenía un talento innato para el marketing: mi libro ya se había convertido en el libro del año cuando su promoción, a base de anuncios gigantes en las fachadas de Nueva York, no había hecho más que empezar. Poco después del incendio de la casa de Goose Cove había hecho unas estrepitosas declaraciones. Había dicho: «Hay, oculto en alguna parte de los Estados Unidos, un escritor que se esfuerza por conocer la verdad de lo que ocurrió en 1975, en Aurora. Y como la verdad molesta, hay alguien dispuesto a todo para hacerle callar». Al día siguiente, el New York Times publicó un artículo titulado «¿Quién quiere acabar con Marcus Goldman?». Evidentemente, mi madre me llamó por teléfono en cuanto lo leyó:

—Por amor de Dios, Markie, ¿dónde estás?

—En Concord, en el Regent’s. Suite 208.

—¡Pero no me lo digas! —exclamó—. ¡No quiero saberlo!

—Pero bueno, mamá. Si has sido tú la que…

—Si me lo dices, no podré evitar contárselo al carnicero, que se lo dirá a su recadero, que se lo repetirá a su madre, que no es otra que la prima del conserje del instituto Felton, al que no podrá evitar decírselo, y ese demonio irá a contárselo al director, que lo comentará en la sala de profesores, y pronto todo Montclair sabrá que mi hijo está en la suite 208 del Regent’s en Concord, y el que quiere acabar contigo irá a degollarte mientras duermes. Por cierto, ¿por qué una suite? ¿Tienes novia? ¿Te vas a casar?

Llamó entonces a mi padre, y la escuché gritar: «Nelson. ¡Ven al teléfono! ¡Markie se va a casar!».

—Mamá, no me voy a casar. Estoy solo en mi suite.

A Gahalowood, que estaba en mi habitación, donde acababa de zamparse un copioso desayuno, no se le ocurrió mejor idea que exclamar: «¡Eh! ¡Que estoy aquí!».

—¿Quién es? —había preguntado mi madre.

—Nadie.

—¡No me digas nadie! He oído una voz de hombre. Marcus, te voy a hacer una pregunta médica extremadamente importante, y tendrás que ser honesto con la mujer que te ha llevado en su vientre durante nueve meses: ¿hay un hombre homosexual secretamente escondido en tu habitación?

—No, mamá. Está el sargento Gahalowood, que es policía. Está investigando conmigo y también se encarga de engordar la factura del servicio de habitaciones.

—¿Está desnudo?

—¿Cómo? ¡Claro que no! ¡Es policía, mamá! Trabajamos juntos.

—Un policía… Oye, que no me he caído de un guindo: conozco ese número musical, esos hombres que cantan juntos, un motorista vestido de cuero, un fontanero, un indio y un policía…

—Mamá, éste es un auténtico agente de policía.

—Markie, en nombre de nuestros antepasados que huyeron de los pogromos, y si quieres a tu mamaíta, echa a ese hombre desnudo de tu habitación.

—No voy a echar a nadie, mamá.

—Oh, Markie, ¿para qué me llamas entonces? ¿Para ponerme triste?

—Pero si has llamado tú, mamá.

—Porque tu padre y yo tenemos miedo de que ese criminal loco te persiga.

—Nadie me persigue. La prensa exagera.

—Todas las mañanas y todas las tardes miro el buzón, ¿sabes?

—¿Por qué?

—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Me preguntas por qué? ¡Por si hay una bomba!

—No creo que nadie vaya a poner una bomba en vuestra casa, mamá.

—¡Moriremos en un atentado! Y sin haber conocido la alegría de ser abuelos. ¿Estás contento? Figúrate que el otro día, a tu padre le siguió un gran coche negro hasta llegar a casa. Papá entró corriendo y el coche aparcó en la calle, justo al lado.

—¿Llamasteis a la policía?

—Claro. Vinieron dos coches con las sirenas puestas.

—¿Y?

—Eran los vecinos. ¡Esos malditos se han comprado un coche nuevo! Sin avisarnos siquiera. Un coche nuevo, hay que ver. Ahora que todo el mundo dice que va a haber una enorme crisis económica y ellos van y se compran un coche nuevo. ¿No te parece raro? Creo que el marido se dedica al tráfico de drogas o algo así.

—Mamá, pero ¿qué estupideces me estás contando?

—¡Sé lo que me digo! No hables así a tu pobre madre que puede morir de un momento a otro de un atentado con bomba. ¿Cómo va tu libro?

—Avanza muy bien. Tengo que terminarlo dentro de cuatro semanas.

—¿Y cómo acaba? Quizás el que quiere matarte es el que mató a esa niña.

—Ése es mi único problema: todavía no sé cómo termina el libro.

La tarde del lunes 21 de julio, Gahalowood se presentó en mi habitación mientras estaba escribiendo el capítulo en el que Nola y Harry deciden marcharse juntos a Canadá. Llegó en un evidente estado de excitación, y empezó por servirse una cerveza del minibar.

—He estado en casa de Elijah Stern —me dijo.

—¿Stern? ¿Sin mí?

—Le recuerdo que Stern ha puesto una denuncia contra su libro. En fin, precisamente vengo a contarle…

Gahalowood me explicó que se había presentado de improviso en casa de Stern, para que no fuese una visita oficial, y que había sido el abogado de Stern, Bo Sylford, una primera figura de los tribunales de Boston, quien le había recibido sudando y vestido con ropa deportiva, diciéndole: «Deme cinco minutos, sargento. Me doy una ducha rápida y enseguida estoy con usted».

—¿Una ducha? —pregunté.

—Como se lo cuento, escritor: ese Sylford se paseaba medio desnudo por el recibidor. Le esperé en un saloncito, y después volvió vestido de traje, acompañado de Stern, que me dijo: «Bueno, sargento, ya ha conocido a mi pareja».

—¿A su pareja? —repetí—. ¿Quiere usted decir que Stern es…?

—Homosexual. Lo que quiere decir que con toda seguridad nunca sintió la menor atracción por Nola Kellergan.

—Pero ¿qué significa eso? —pregunté.

—Ésa es la pregunta que le hice. Estaba bastante abierto a comentarlo.

Stern se declaró muy molesto con mi libro. Consideraba que yo no sabía de lo que estaba hablando. Gahalowood había aprovechado la ocasión y le había pedido que le aclarase algunas cosas sobre el caso:

—Señor Stern —dijo—, con respecto a lo que acabo de averiguar sobre sus… preferencias sexuales, ¿puede usted decirme qué tipo de relación mantuvo con Nola?

—Se lo dije desde el principio —respondió Stern sin dudarlo—. Una relación de trabajo.

—¿Una relación de trabajo?

—Es cuando alguien hace algo por usted y usted le paga por ello, sargento. En este caso, ella posaba.

—Entonces ¿es cierto que Nola Kellergan vino aquí a posar para usted?

—Sí. Pero no para mí.

—¿No para usted? ¿Para quién, entonces?

—Para Luther Caleb.

—¿Para Luther? Pero ¿por qué?

—Para que disfrutase con ello.

La escena que relató Stern tuvo lugar una tarde de julio de 1975. Stern no recordaba la fecha exacta, pero fue hacia finales de mes. Mis cálculos me permiten establecer que debió de suceder justo antes del viaje a Martha’s Vineyard.

*

Concord. Finales de julio de 1975

Ya era tarde. Stern y Luther, solos en casa, se entretenían jugando al ajedrez en la terraza. De pronto, sonó el timbre de la puerta, y se preguntaron quién podría ser a esas horas. Luther se levantó a abrir. Volvió a la terraza acompañado de una deslumbrante joven rubia con los ojos enrojecidos por las lágrimas. Nola.

—Buenas noches, señor Stern —dijo tímidamente—. Le ruego me disculpe por esta visita tan intempestiva. Me llamo Nola Kellergan y soy la hija del pastor de Aurora.

—¿Aurora? ¿Has venido desde Aurora? —preguntó—. ¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Haciendo autostop, señor Stern. Tenía que hablar con usted sin falta.

—¿Nos conocemos?

—No, señor. Pero tengo que pedirle algo extremadamente importante.

Stern contempló a esa joven mujer de ojos deslumbrantes pero tristes, que iba a visitarle cuando ya había caído la noche para pedirle algo extremadamente importante. Hizo que se sentase en un sillón confortable, y Caleb le trajo un vaso de limonada y unas galletas.

—Te escucho —dijo, casi divertido por la escena, mientras ella se bebía la limonada de un tirón—. ¿Qué es eso tan importante que quieres pedirme?

—Señor Stern, quiero disculparme otra vez por venir a molestarle a estas horas. Pero es un caso de fuerza mayor. Vengo a verle de forma confidencial para… para pedirle que me contrate.

—¿Contratarte? Pero ¿contratarte para hacer qué?

—Para hacer lo que usted quiera, señor. Haré lo que sea por usted.

—¿Contratarte? —repitió Stern, que no comprendía bien—. Pero ¿por qué? ¿Necesitas dinero, jovencita?

—A cambio me gustaría que permitiese a Harry Quebert quedarse en Goose Cove.

—¿Harry Quebert va a dejar Goose Cove?

—No tiene dinero para seguir allí. Ya se ha puesto en contacto con la agencia que alquila la casa. No puede pagar el mes de agosto. ¡Pero tiene que quedarse! ¡Por su libro, que apenas está comenzando a escribir y que sé que se convertirá en un libro magnífico! ¡Si se va, no lo terminará nunca! ¡Su carrera se truncará! ¡Qué desperdicio, señor, qué desperdicio! ¡Y luego, por nosotros! Le quiero, señor Stern. Le quiero como no querré a nadie jamás. Sé que esto le parecerá ridículo, que piensa que tengo quince años y que no sé nada de la vida. Quizás no sepa nada de la vida, señor Stern, ¡pero sé cómo es mi corazón! Sin Harry, ya no seré nada.

Unió sus manos como si implorara y Stern preguntó:

—¿Qué esperas de mí?

—No tengo dinero. Si lo tuviera, habría pagado el alquiler de la casa para que Harry pudiese quedarse. ¡Pero puede usted contratarme! Seré su empleada, y trabajaré para usted el tiempo que haga falta para cubrir el alquiler de la casa durante unos meses más.

—Ya tengo bastantes empleados en casa.

—Puedo hacer lo que quiera. ¡Todo! O entonces déjeme pagar el alquiler poco a poco: ¡ya tengo ciento veinte dólares! —sacó unos billetes de su bolsillo—. ¡Son todos mis ahorros! Los sábados trabajo en el Clark’s, ¡trabajaré hasta que se lo haya devuelto todo!

—¿Cuánto ganas?

Respondió con orgullo:

—¡Tres dólares la hora! ¡Más las propinas!

Stern sonrió, conmovido por aquella petición. Miró a Nola con ternura: en el fondo, no necesitaba los ingresos del alquiler de Goose Cove, podía dejar que Quebert se quedase unos meses. Pero fue entonces cuando Luther pidió hablarle en privado. Se vieron a solas en la habitación contigua.

—Eli —dijo Caleb—, me guztadía pintadla. Pod favod… Pod favod.

—No, Luther. Eso no… Otra vez no…

—Te lo zuplico… Déjame pintadla… Ha pazado tanto tiempo…

—Pero ¿por qué? ¿Por qué ella?

—Podque me decueda a Eleanode.

—¿Otra vez Eleanore? ¡Ya basta! ¡Tienes que dejar eso!

Stern empezó negándose. Pero Caleb insistió mucho y Stern terminó cediendo. Volvió con Nola, que picoteaba del plato de galletas.

—Nola, lo he estado pensando —dijo—. Estoy dispuesto a dejar a Harry Quebert disponer de la casa todo el tiempo que quiera.

Nola le abrazó espontáneamente.

—¡Oh, gracias! ¡Gracias, señor Stern!

—Espera, hay una condición…

—¡Claro! ¡Haré todo lo que quiera! Es usted tan bueno, señor Stern.

—Harás de modelo. Para un cuadro. Te pintará Luther. Posarás desnuda y te pintará.

Nola se atragantó:

—¿Desnuda? ¿Quiere que me desnude por completo?

—Sí. Pero sólo para servir de modelo. Nadie te tocará.

—Pero señor, me resulta muy violento desnudarme… Quiero decir… —empezó a sollozar—. Pensaba que usted me pediría pequeños servicios: trabajar en el jardín u ordenar su biblioteca. Pensaba que tendría que… No pensaba en eso.

Se secó las mejillas. Stern miró fijamente a esa mujercita llena de dulzura y a la que obligaba a posar desnuda. Hubiese querido abrazarla para reconfortarla, pero no debía dejarse llevar por los sentimientos.

—Es mi precio —dijo secamente—. Tú posas desnuda y Quebert se queda en la casa.

Ella asintió.

—Lo haré, señor Stern. Haré lo que usted quiera. A partir de ahora, le pertenezco.

*

Treinta y tres años después de esa escena, atormentado por los remordimientos y como si pidiese una expiación, Stern llevó a Gahalowood hasta la terraza de su casa, la misma en la que había exigido a Nola que se desnudase a petición de su chófer si quería que el amor de su vida pudiese permanecer cerca de ella.

—Así fue —dijo—, así fue como Nola entró en mi vida. Al día siguiente de su visita intenté ponerme en contacto con Quebert para decirle que podía quedarse en Goose Cove, pero me fue imposible localizarlo. Desapareció una semana. Llegué a dejar a Luther de guardia ante su casa, y fue él quien consiguió atraparlo cuando ya se disponía a abandonar Aurora.

Gahalowood preguntó después:

—¿No le pareció extraña la petición de Nola? ¿Ni el hecho de que una chiquilla de quince años que mantenía relaciones con un hombre de más de treinta viniese a pedirle un favor para él?

—¿Sabe, sargento?, hablaba tan bien del amor… Tan bien que ni siquiera yo podría utilizar sus palabras. Y además, a mí me gustaban los hombres. ¿Sabe usted cómo era tratada la homosexualidad en aquella época? De hecho, todavía hoy… La prueba es que sigo ocultándolo. Hasta el punto de que, mientras ese Goldman va contando por ahí que soy un viejo sádico y deja entender que he abusado de Nola, no me atrevo a decir nada. Envío a mis abogados por delante, me meto en juicios, intento hacer prohibir el libro. Bastaría con decir al país que soy de la otra acera. Pero nuestros conciudadanos son todavía muy mojigatos y yo tengo una reputación que proteger.

Gahalowood volvió a encauzar la conversación.

—Su acuerdo con Nola, ¿qué tal fue?

—Luther se ocupaba de ir a buscarla a Aurora. Yo decía que no quería saber nada de todo aquello. Exigía que utilizase su coche personal, un Mustang azul, y no el Lincoln negro de servicio. En cuanto se marchaba a Aurora, enviaba a todos los empleados a su casa. No quería que nadie se quedase allí. Sentía demasiada vergüenza. Al igual que no quería que utilizasen la galería que habitualmente utilizaba Luther de taller: tenía miedo de que alguien le sorprendiera. Así que instalaba a Nola en un pequeño salón colindante con mi despacho. Yo iba a saludarla a su llegada y cuando se marchaba. Fue la condición que impuse a Luther: quería asegurarme de que todo había ido bien. O digamos no demasiado mal. Recuerdo que, la primera vez, ella estaba sentada en un sofá cubierto con una sábana blanca. Ya estaba desnuda, temblorosa, incómoda, asustada. Le estreché la mano y la tenía helada. Nunca me quedé en la habitación, pero siempre andaba cerca, para asegurarme de que no le hacía ningún daño. Hasta llegué a esconder un interfono en la habitación. Lo ponía en marcha y así podía escuchar lo que pasaba.

—¿Y?

—Nada. Luther no decía una sola palabra. Era de natural callado, a causa de su mandíbula rota. La pintaba. Eso era todo.

—Entonces ¿nunca la tocó?

—¡Nunca! Ya se lo he dicho, no lo hubiese tolerado.

—¿Cuántas veces vino Nola?

—No lo sé. Quizás unas diez.

—¿Y cuántos cuadros pintó Luther?

—Sólo uno.

—¿El que hemos requisado?

—Sí.

Así que fue únicamente gracias a Nola que Harry pudo quedarse en Aurora. Pero ¿por qué Luther Caleb había sentido la necesidad de pintarla? ¿Y por qué Stern, quien, según lo que había contado, estaba dispuesto a dejar a Harry disponer de la casa sin contrapartida, había accedido de pronto a la petición de Caleb y obligado a Nola a posar desnuda? Eran preguntas para las que Gahalowood no tenía respuesta.

—Se lo pregunté —me contó—. Le dije: «Señor Stern, hay un detalle que se me escapa todavía: ¿por qué Luther quería pintar a Nola? Ha dicho usted antes que eso le permitiría disfrutar: ¿quiere decir que aquello le procuraba placer sexual? También ha mencionado a una tal Eleanore: ¿se trata de su antigua novia?». Pero se negó a hablar de ello. Dijo que era un asunto complicado y que ya sabía lo que necesitaba saber, que el resto pertenecía al pasado. Y en ese punto terminó la entrevista. Yo estaba allí extraoficialmente, no podía obligarle a responder.

—Jenny nos contó que Luther quería pintarla a ella también —recordé a Gahalowood.

—Entonces ¿qué era? ¿Una especie de maniaco del pincel?

—No lo sé, sargento. ¿Cree que Stern accedió a la petición de Caleb porque se sentía atraído por él?

—Esa hipótesis se me pasó por la cabeza y se lo pregunté a Stern. Le pregunté si entre él y Caleb había habido algo. Me respondió con mucha calma que no. «He sido muy fiel a mi pareja, el señor Sylford, desde principios de los setenta», me dijo. «Por Luther Caleb no sentía más que compasión, y ésa fue la razón por la que le contraté. Era un pobre chico de las afueras de Portland que había quedado gravemente desfigurado e impedido tras una violenta paliza. Una vida destrozada sin razón. Sabía de mecánica y precisamente yo necesitaba a alguien que se ocupase de mis coches y me sirviera de chófer. Enseguida nuestros lazos se estrecharon. Era un buen hombre, ¿sabe? Puedo afirmar que éramos amigos». Ya ve, escritor, lo que me extraña son precisamente esos lazos de los que habla y que describe como amistosos. Tengo la impresión de que hay algo más. Y tampoco es sexual: estoy seguro de que Stern no nos miente cuando dice que no sentía atracción por Caleb. No, serían lazos más… malsanos. Fue la impresión que me dio cuando Stern me describió la escena en la que accedió a la petición de Caleb y pidió a Nola que posase desnuda. Sintió náuseas, y sin embargo lo hizo, como si Caleb tuviese algún tipo de poder sobre él. De hecho, aquello tampoco se le escapó a Sylford. Hasta entonces no había dicho ni pío, se había conformado con escuchar, pero cuando Stern relató el episodio de la chiquilla, aterrorizada y completamente desnuda, a la que iba a saludar antes de las sesiones de pintura, acabó diciendo: «Pero Eli, ¿cómo? ¿Cómo? ¿Qué es toda esa historia? ¿Por qué nunca me dijiste nada?».

—¿Habló con Stern de la desaparición de Luther? —pregunté.

—Calma, escritor, he dejado lo mejor para el final. Sylford, sin querer, le había metido presión. Estaba confuso y había perdido sus reflejos de abogado. Empezó a bramar: «Pero bueno, Eli, ¡explícate! ¿Por qué nunca me has contado nada? ¿Por qué has callado todos estos años?». El propio Eli, que no se encontraba mucho mejor, como puede imaginar, balbuceó: «He callado, he callado, ¡pero no he olvidado nada! ¡He conservado ese cuadro durante treinta y tres años! Todos los días entraba en el taller, me sentaba en el sofá y la contemplaba. Debía sostener su mirada, su presencia. Ella me miraba fijamente, con esos ojos de fantasma. ¡Ése ha sido mi castigo!».

Evidentemente, Gahalowood preguntó a Stern de qué castigo estaba hablando.

—¡Mi castigo por haberla matado en cierta forma! —exclamó Stern—. Creo que al dejar a Luther que la pintara desnuda, desperté en él unos instintos demoniacos… Yo… le dije a esa chiquilla que debía posar desnuda para Luther, y así se creó una especie de conexión entre los dos. Creo que quizás soy indirectamente responsable de la muerte de aquella chiquilla tan amable.

—¿Qué pasó, señor Stern?

Al principio, Stern se quedó callado; empezó a dar vueltas, visiblemente incapaz de saber si debía contar lo que sabía. Después se decidió a hablar:

—Comprendí rápidamente que Luther se había enamorado locamente de Nola y que él necesitaba comprender por qué Nola estaba a su vez locamente enamorada de Harry. Aquello le ponía enfermo. Y se obsesionó completamente con Quebert, hasta el punto de que empezó a esconderse en el bosque cerca de la casa de Goose Cove para espiarle. Yo veía cómo iba y venía de Aurora, sabía que a veces pasaba días enteros allí. Tenía la impresión de que estaba perdiendo el control de la situación. Entonces, un día, le seguí. Encontré su coche aparcado en el bosque, cerca de Goose Cove. Dejé el mío algo más lejos, escondido, e inspeccioné el bosque: fue entonces cuando le vi, sin que él me viese. Estaba escondido detrás de unos matorrales, espiando la casa. No me mostré, pero quise darle una buena lección, que sintiese silbar la bala cerca de su oreja. Decidí presentarme allí como si fuese a visitar a Harry improvisadamente. Así que me fui por la federal 1 y llegué por el camino de Goose Cove, como si no pasara nada. Me dirigí directamente a la terraza, haciendo ruido. Grité: «¡Hola! ¡Hola, Harry!», para estar seguro de que Luther me oía. Harry debió de tomarme por un loco, de hecho recuerdo que también él empezó a gritar como un poseso. Le hice creer que había dejado mi coche en Aurora y le invité a que fuésemos juntos a comer a la ciudad. Afortunadamente aceptó y nos fuimos. Pensé que eso dejaría tiempo a Luther para desaparecer y que se habría llevado un buen susto. Fuimos a comer al Clark’s. Allí, Harry Quebert me contó que dos días antes, al alba, Luther le había llevado desde Aurora hasta Goose Cove cuando le dio un fuerte calambre mientras corría. Harry me preguntó qué hacía Luther tan temprano en Aurora. Cambié de conversación, pero estaba muy preocupado: aquello debía cesar. Aquella misma tarde le dije a Luther que no volviese a Aurora, y que tendría problemas si lo hacía. Pero continuó yendo a pesar de todo. Así que, una o dos semanas más tarde, le dije que ya no quería que pintase a Nola. Tuvimos una discusión terrible. Fue el viernes 29 de agosto de 1975. Me dijo que ya no podía seguir trabajando para mí, y se marchó dando un portazo. Pensé que se trataba de un ataque de mal humor y que volvería. Al día siguiente, el famoso 30 de agosto de 1975, me marché muy pronto porque tenía varias citas privadas, pero a mi regreso, al final de la jornada, constaté que Luther no había vuelto y tuve un extraño presentimiento. Fui en su busca. Me dirigí hacia Aurora, debían de ser las ocho de la tarde. Por el camino, me adelantó una fila de coches de policía. Al llegar a la ciudad, descubrí que reinaba una agitación terrible: la gente decía que Nola había desaparecido. Pregunté la dirección de los Kellergan, aunque me hubiese bastado seguir el flujo de curiosos y de vehículos de emergencia que se dirigían hacia allí. Permanecí un momento delante de su casa, entre los curiosos, incrédulo, contemplando el sitio en el que vivía aquella chica tan simpática, esa pequeña casa tranquila, de madera blanca, con el columpio colgado de un gran cerezo. Volví a Concord al caer la noche, y fui hasta la habitación de Luther para ver si estaba allí, pero no había nadie, evidentemente. El cuadro de Nola me miraba fijamente. Estaba terminado, el cuadro estaba terminado. Lo cogí y lo colgué en el taller. No volvió a moverse de allí. Esperé a Luther toda la noche, en vano. Al día siguiente, su padre me llamó: también le estaba buscando. Le dije que su hijo se había marchado dos días antes, sin precisar más. Ni a él ni a nadie. Me callé. Porque señalar a Luther como culpable del secuestro de Nola era también ser un poco culpable. Intenté encontrar a Luther durante tres semanas; todos los días partía a buscarle. Hasta que su padre me avisó de que se había matado en un accidente de carretera.

—¿Está usted diciendo que cree que fue Luther Caleb quien mató a Nola? —preguntó Gahalowood.

Stern asintió con la cabeza.

—Sí, sargento. Hace treinta y tres años que lo creo.

El relato de Stern que me transmitió Gahalowood me dejó primero sin habla. Fui a buscar otras dos cervezas al minibar y encendí la grabadora.

—Tiene que repetir todo lo que me ha dicho, sargento —dije—. Tengo que grabarlo para mi libro.

Aceptó sin protestar.

—Si es lo que quiere, escritor.

Pulsé el botón de grabar. En ese momento, sonó el teléfono de Gahalowood. Respondió, y la grabación atestigua su conversación: «¿Está seguro? ¿Lo ha comprobado todo? ¿Cómo? ¿Cómo? ¡Dios mío, no es posible!». Me pidió papel y bolígrafo, tomó nota de lo que le decían y colgó. Después me miró con expresión extraña y me dijo:

—Era un agente en prácticas de la brigada… Le había pedido que encontrase el informe del accidente de Luther Caleb.

—¿Y?

—Según el informe de aquella época, Luther Caleb fue encontrado en un Chevrolet Monte Carlo negro matriculado a nombre de la empresa de Stern.

*

Viernes 26 de septiembre de 1975

Era un día brumoso. Aunque el sol había salido hacía horas, la visibilidad era escasa. Estelas de nubes opacas borraban el paisaje, como sucedía a menudo en los húmedos otoños de Nueva Inglaterra. Eran las ocho de la mañana cuando George Tent, un pescador de langostas, salió del puerto de Sagamore, Massachusetts, a bordo de su barco, acompañado de su hijo. Su zona de pesca principal era la costa, pero formaba parte de los pocos que también ponían trampas en ciertos brazos de mar que evitaban otros pescadores, porque solían considerarse de difícil acceso y demasiado dependientes de los caprichos de las mareas para ser rentables. Fue precisamente a uno de esos brazos adonde se dirigió George Tent ese día para levantar dos trampas. Mientras maniobraba su barco en un lugar llamado Sunset Cove —un entrante del océano rodeado por abruptos acantilados—, un destello deslumbró de pronto a su hijo. Un rayo de luz se había filtrado entre las nubes y se había reflejado contra algo. No había durado más que una fracción de segundo, pero había sido lo suficientemente potente como para intrigar al joven, que cogió un par de prismáticos y se puso a escrutar el acantilado.

—¿Qué pasa? —preguntó su padre.

—Hay algo allí, en el borde. No sé lo que era, pero he visto un objeto brillar con fuerza.

Tent estimó el nivel del océano en relación a las rocas, y consideró que el agua era suficientemente profunda para acercarse al acantilado. Avanzó después muy lentamente a lo largo de la pared.

—¿Sabrías decir lo que era? —preguntó de nuevo George Tent, intrigado.

—Un reflejo, eso seguro. Pero de algo extraño, como metal, o cristal.

Siguieron avanzando y, a la vuelta de un saliente rocoso, descubrieron de pronto lo que había llamado su atención. «¡Me cago en la leche!», juró Tent padre, los ojos como platos. Y se precipitó hasta la radio para llamar a los guardacostas.

A las ocho horas cuarenta y siete de ese mismo día, la policía de Sagamore fue avisada por los guardacostas de un accidente mortal: un coche se había salido de la carretera que bordeaba los acantilados de Sunset Cove y se había estrellado contra las rocas. Fue el agente Darren Wanslow el que se presentó allí. Conocía bien aquel lugar: una estrecha carretera al borde de una pared vertiginosa, que ofrecía unas vistas espectaculares. Incluso se había acondicionado un aparcamiento en el punto más alto para permitir a los turistas admirar el panorama. El sitio era magnífico, pero el agente Wanslow siempre lo había considerado peligroso, porque no había barrera alguna para proteger a los vehículos. Había dirigido varias peticiones al municipio, pero sin éxito: a pesar del gran número de visitantes durante las noches de verano, sólo habían colocado un cartel de aviso.

Al llegar a la altura del aparcamiento, Wanslow vio una camioneta de la guardia forestal que señalaba sin duda el lugar donde se había producido el accidente. Apagó la sirena de su coche y aparcó inmediatamente. Dos guardias forestales contemplaban la escena que se desarrollaba abajo: una lancha guardacostas se situaba en las cercanías del acantilado y comenzaba a desplegar un brazo articulado.

—Dicen que hay un coche ahí abajo —declaró uno de los guardias forestales a Wanslow—, pero no se ve ni papa.

El policía se acercó al borde del acantilado: la pendiente era abrupta, cubierta de zarzas, hierbas altas y repliegues rocosos. Efectivamente, era imposible ver nada de nada.

—¿Y dicen que el coche está justo ahí abajo? —preguntó.

—Es lo que hemos oído en la frecuencia de socorro. Según la posición del barco guardacostas, me imagino que el coche estaba en el aparcamiento y que, por alguna razón, cayó por la pendiente. Rezo para que no sean un par de adolescentes que hayan venido a besuquearse en plena noche y hayan olvidado poner el freno de mano.

—Señor —murmuró Wanslow—, espero que no sean unos chiquillos los que están ahí abajo.

Inspeccionó la parte del aparcamiento más cercana al acantilado: había una larga franja de hierba entre el final del asfalto y el principio de la pendiente. Buscó huellas del paso del vehículo, hierbas silvestres o zarzas arrancadas en el momento en que pasó por encima.

—¿Así que, según usted, el coche se fue todo recto? —preguntó al guardia forestal.

—Quizás. Anda que no hace tiempo que dicen que hay que poner barreras. Unos chavales. Le digo que son unos chavales. Se han pasado con la bebida y han seguido recto. Porque, aparte de unas cuantas copas de más, hay que tener una muy buena razón para no pararse después del aparcamiento.

La lancha efectuó una maniobra y se alejó del acantilado. Los tres hombres vieron entonces un coche balanceándose al final del brazo articulado. Wanslow volvió al suyo y se puso en contacto con los guardacostas por medio de su radio.

—¿Qué modelo es? —preguntó.

—Es un Chevrolet Monte Carlo —le respondieron—. Negro.

—¿Un Monte Carlo negro? Confírmelo, ¿es un Monte Carlo negro?

—Afirmativo. Matriculado en New Hampshire. Hay un fiambre dentro. No es un espectáculo muy edificante.

*

Llevábamos dos horas metidos en el polvoriento Chrysler oficial de Gahalowood. Era el lunes 21 de julio de 2008.

—¿Quiere que le lleve, sargento?

—Ni hablar.

—Conduce usted muy despacio.

—Conduzco con prudencia.

—Este coche es una basura, sargento.

—Es un vehículo de la policía estatal. Un poco de respeto, por favor.

—Entonces es una basura estatal. ¿Y si ponemos algo de música?

—Ni lo sueñe, escritor. Estamos investigando un caso, no somos amiguitas dando un paseo.

—Bueno, pues pondré en mi libro que conduce como un ancianito.

—Ponga música, escritor. Y póngala fuerte. No quiero oírle hasta que hayamos llegado.

Me reí.

—Bien, recuérdeme quién es ese tipo —pregunté—. Darren…

—… Wanslow. Era agente de policía en Sagamore. Se presentó en el lugar cuando unos pescadores encontraron los restos del coche de Luther.

—Un Chevrolet Monte Carlo negro.

—Exactamente.

—¡Qué insensatez! ¿Por qué nadie lo relacionó?

—Ni idea, escritor. Es eso precisamente lo que hay que aclarar.

—¿Qué hace ahora ese Wanslow?

—Lleva unos años retirado. Ahora tiene un garaje con su primo. ¿Está ya grabando?

—Sí. ¿Qué le dijo ayer Wanslow por teléfono?

—No mucho. Parecía extrañado por mi llamada. Dijo que estaría todo el día en el garaje.

—¿Y por qué no le interrogó por teléfono?

—No hay nada mejor que un buen cara a cara, escritor. El teléfono es demasiado impersonal. El teléfono es para los alfeñiques como usted.

El garaje estaba situado a la entrada de Sagamore. Encontramos a Wanslow con la cabeza metida en el motor de un viejo Buick. Echó a su primo del despacho, nos metió en él, desplazó unas pilas de carpetas de contabilidad sobre las sillas para que pudiésemos sentarnos, se lavó largamente las manos en un pequeño lavabo y nos ofreció café.

—¿Y bien? —preguntó mientras llenaba las tazas—. ¿Qué se le ha perdido a la policía estatal de New Hampshire para venir a buscarlo aquí?

—Como le dije ayer —respondió Gahalowood—, estamos investigando la muerte de Nola Kellergan. Y más concretamente un accidente de carretera que tuvo lugar en su distrito el 26 de septiembre de 1975.

—El Monte Carlo negro, ¿verdad?

—Exacto. ¿Cómo sabe que es eso lo que nos interesa?

—Están investigando el caso Kellergan. Y en aquella época yo mismo pensé que tenían relación.

—¿De veras?

—Sí. De hecho, es ésa la razón por la que lo recuerdo. Quiero decir, a la larga, hay intervenciones que se olvidan y otras que se quedan grabadas en la memoria. Ese accidente fue de los que se recuerdan.

—¿Por qué?

—¿Sabe?, cuando uno es policía de una pequeña ciudad, los accidentes de carretera forman parte de las intervenciones más importantes a las que debe hacer frente. Quiero decir, yo, en toda mi carrera, los únicos muertos que he visto han sido en accidentes de carretera. Pero aquello era diferente: durante las semanas que lo precedieron, habíamos sido todos alertados del secuestro que había tenido lugar en New Hampshire. Se buscaba activamente un Chevrolet Monte Carlo negro y nos habían pedido que abriésemos el ojo. Recuerdo que durante esas semanas me había pasado los turnos de patrulla buscando algún Chevrolet parecido a ese modelo y de todos los colores, y controlándolos. Pensé que un coche negro podía repintarse fácilmente. En fin, me impliqué en el caso, como cualquier policía de la región: queríamos encontrar a esa chiquilla a cualquier precio. Y después, al final, una mañana, mientras estaba en la oficina, los guardacostas nos avisan de que están recuperando un coche al pie del acantilado de Sunset Cove. Y adivine qué modelo de coche…

—Un Monte Carlo negro.

—Bingo. Matriculado en New Hampshire. Y con un muerto dentro. Recuerdo todavía el momento en que inspeccioné el coche: estaba completamente aplastado por la caída y había un tipo dentro, hecho papilla. Llevaba su documentación: Luther Caleb. Lo recuerdo bien. El coche estaba registrado a nombre de una gran empresa de Concord, Stern Limited. Inspeccionamos detenidamente el interior: no había gran cosa. Debo decir que el agua había hecho bastantes destrozos. Pero encontramos restos de botellas de alcohol hechas pedazos. En el maletero sólo había un bolso que contenía ropa.

—¿Un equipaje?

—Sí, eso es. Digamos que era un pequeño equipaje.

—¿Qué hizo después? —preguntó Gahalowood.

—Mi trabajo: me pasé las horas que siguieron investigando. Me pregunté quién era ese tipo, qué hacía allí y cuándo había caído al agua. Busqué datos sobre ese Caleb y adivine lo que encontré.

—Que le habían denunciado por acoso en la comisaría de Aurora —declaró Gahalowood, casi con desgana.

—¡Exacto! Pero ¿cómo lo sabe?

—Simplemente lo sé.

—A partir de ese momento, pensé que ya no era una simple coincidencia. Primero me informé para saber si alguien había denunciado su desaparición. Quiero decir que, según mi experiencia en accidentes de carretera, sé que siempre hay allegados inquietos y que de hecho son los que frecuentemente nos ayudan a identificar a los muertos. Pero tampoco en ese caso encontré nada. Extraño, ¿no? Así que llamé a la empresa Stern Limited, para saber más. Les dije que acababa de encontrar uno de sus vehículos y entonces, de pronto, me pidieron que esperase: tras unos segundos de música de espera, voy y me encuentro hablando con el señor Elijah Stern. El heredero de la familia Stern en persona. Le expliqué la situación, le pregunté si alguno de sus vehículos había desaparecido y me dijo que no. Le hablé del Chevrolet negro y me explicó que era el coche que su chófer solía utilizar cuando no estaba de servicio. Entonces le pregunté cuánto tiempo hacía que no veía a su chófer, y me dijo que se había marchado de vacaciones. «¿De vacaciones? ¿Desde hace cuánto exactamente?», le pregunté. Y él me respondió: «Varias semanas». «¿Y dónde?» Me dijo que de eso no tenía ni idea. A mí todo aquello me pareció pero que muy extraño.

—¿Y qué hizo entonces? —interrogó Gahalowood.

—En mi opinión acabábamos de poner la mano sobre el sospechoso número uno del secuestro de la pequeña Kellergan. Y llamé inmediatamente al jefe de policía de Aurora.

—¿Llamó usted al jefe Pratt?

—El jefe Pratt. Sí, así se llamaba. Sí, le informé de mi hallazgo. Él dirigía la investigación del secuestro.

—¿Y?

—Se presentó ese mismo día. Me dio las gracias y estudió el informe con atención. Era muy simpático. Inspeccionó el coche y dijo que, desgraciadamente, no se correspondía con el modelo que había visto durante la persecución, y que incluso se estaba preguntando si de verdad lo que había visto era un Chevrolet Monte Carlo, o más bien un Nova, que es un modelo muy similar. Dijo que lo comprobaría con la oficina del sheriff. Añadió que ya habían investigado a ese Caleb pero que existían suficientes pruebas exculpatorias para no seguir esa pista. Me pidió que, a pesar de todo, le enviase el informe, y así lo hice.

—¿Así que avisó usted al jefe Pratt y él no siguió su pista?

—Exacto. Ya le digo que me aseguró que me equivocaba. Estaba convencido y, además, era él quien dirigía el caso. Sabía lo que hacía. Concluyó que se trataba de un simple accidente de carretera, y eso fue lo que puse en mi informe.

—¿Y no le pareció extraño?

—En aquel momento no. Pensé que había atado cabos demasiado deprisa. Pero cuidado, no descuidé mi trabajo: envié el fiambre al forense, principalmente para intentar comprender lo que había pasado, y saber si el accidente pudo deberse al consumo de alcohol, por lo de las botellas que descubrimos. Desgraciadamente, con lo que quedaba del cuerpo, entre la violencia de la caída y la acción del agua del mar, no pudimos confirmar nada. Ya se lo he dicho, el tipo estaba destrozado. Todo lo que pudo sacar en claro el forense fue que el cuerpo llevaba probablemente allí varias semanas. Y Dios sabe cuánto tiempo podría haberse quedado si el pescador no hubiese visto el coche. Después devolvimos el cuerpo a la familia, y así terminó la historia. Ya le digo, todo hacía pensar que se trataba de un simple accidente de carretera. Evidentemente, hoy, con todo lo que sé, sobre todo acerca de Pratt y de la chiquilla, ya no estoy seguro de nada.

El asunto, tal y como lo relató Darren Wanslow, era efectivamente muy misterioso. Después de entrevistarnos con él, Gahalowood y yo fuimos hasta la marina de Sagamore para comer algo. Era un puertecito minúsculo, junto a un supermercado y un kiosco que vendía postales. Hacía buen tiempo, los colores eran brillantes, el océano parecía inmenso. Alrededor se adivinaban algunas casitas coloreadas, a veces justo al borde del agua, rodeadas de jardines bien cuidados. Comimos filete y cerveza en un pequeño restaurante, con una terraza sobre el mar. Gahalowood masticaba con aire pensativo.

—¿Qué es lo que anda barruntando? —le pregunté.

—El hecho de que todo parece indicar que Luther sea culpable. Llevaba equipaje con él… Tenía previsto huir, llevándose a Nola, quizás. Pero sus planes fallaron: Nola se le escapó, tuvo que matar a la abuela Cooper y después golpeó demasiado fuerte a Nola.

—¿Cree que fue él?

—Sí, lo creo. Pero no está todo claro… No entiendo por qué Stern no nos mencionó el Chevrolet negro. Se trata de un detalle importante. ¿Luther desaparece con un vehículo propiedad de su empresa y no se preocupa? ¿Y por qué demonios Pratt tampoco se inquietó sobre el asunto?

—¿Cree que el jefe Pratt está implicado en la desaparición de Nola?

—Digamos que me interesaría mucho preguntarle por qué razón abandonó la pista Caleb a pesar del informe de Wanslow. Imagínese, le ponen en bandeja a un sospechoso, en un Chevrolet Monte Carlo negro, y él decide que no hay relación. Es muy raro, ¿no cree? Y si de verdad tenía dudas sobre el modelo del coche, sobre si era un Nova en vez de un Monte Carlo, debería haberlo hecho constar. En cambio, en su informe, sólo habla de un Monte Carlo…

Nos presentamos en Montburry esa misma tarde, en el pequeño motel donde se alojaba el jefe Pratt. Era un edificio de una sola planta, con una decena de habitaciones alineadas una al lado de la otra y plazas de aparcamiento ante la puerta de cada una de ellas. El lugar parecía desierto, no había más que dos vehículos, uno de ellos ante la puerta de Pratt, probablemente el suyo. Gahalowood llamó con los nudillos. Sin respuesta. Volvió a golpear. En vano. Pasó una camarera y Gahalowood le pidió que abriese con su llave maestra.

—Imposible —nos respondió.

—¿Cómo que imposible? —preguntó molesto Gahalowood mostrándole su placa.

—Ya he pasado varias veces hoy para hacer la habitación —explicó—. Pensaba que quizás el cliente se había marchado sin que lo viera, pero ha dejado la llave en la cerradura. Es imposible abrir. Eso quiere decir que está dentro. Salvo si ha salido cerrando la puerta con la llave dentro. Suele pasarles a los clientes con prisa. Pero su coche está aquí.

Gahalowood la miró contrariado. Llamó con fuerza y conminó a Pratt a que abriese. Intentó mirar por la ventana, pero la cortina impedía ver nada. Decidió entonces forzar la puerta. La cerradura cedió a la tercera patada.

El jefe Pratt estaba tumbado sobre la moqueta. Bañado en su propia sangre.