En un momento u otro, todo el mundo creyó ver a Nola en alguna parte. En el supermercado de una ciudad vecina, en una parada de autobús, en la barra de un restaurante. Una semana después de su desaparición, mientras seguía su búsqueda, la policía se enfrentaba a una multitud de pistas falsas. En el condado de Cordridge un espectador interrumpió la proyección de una película porque creyó reconocer a Nola Kellergan en la tercera fila. En los alrededores de Manchester, un padre de familia que acompañaba a su hija —rubia y de quince años— a una feria fue llevado a comisaría para una comprobación.

La búsqueda, a pesar de su intensidad, seguía sin dar frutos: la movilización de los habitantes de la región había permitido extenderla a todas las ciudades cercanas a Aurora, pero no se obtuvo ni el menor indicio. Llegaron especialistas del FBI para optimizar el trabajo de la policía señalando los lugares prioritarios que registrar, según su experiencia estadística: corrientes de agua y lindes de bosques cercanas a un aparcamiento, vertederos en los que se pudrían basuras nauseabundas. El caso les pareció tan complejo que hasta solicitaron ayuda de un médium que se había demostrado eficaz en dos casos de asesinato en Oregón, pero esta vez no tuvo éxito.

La ciudad de Aurora era un hervidero de curiosos y periodistas. De la comisaría de la calle principal brotaba una intensa actividad: allí se coordinaba la búsqueda, se centralizaba y seleccionaba la información. Las líneas telefónicas estaban saturadas, el teléfono sonaba sin cesar, a menudo por nada, y cada llamada necesitaba largas verificaciones. Se habían encontrado pistas probables en Vermont y en Massachusetts, donde habían sido enviados perros rastreadores. Sin resultado. El comunicado de prensa que ofrecían dos veces al día el jefe Pratt y el capitán Rodik delante de la entrada de la comisaría se parecía cada vez más a una confesión de impotencia.

Sin que nadie se diese cuenta, Aurora estaba estrechamente vigilada: disimulados entre los periodistas venidos de todo el país para cubrir el acontecimiento, agentes federales observaban los alrededores de la casa de los Kellergan y habían pinchado su teléfono. Si se trataba de un secuestro, el culpable no tardaría en manifestarse. Llamaría, o quizás, por perversión, se mezclaría entre los curiosos que desfilaban delante del 245 de Terrace Avenue para dejar un mensaje de apoyo. Si no se trataba de una petición de rescate sino de la acción de un maniaco, como algunos temían, había que neutralizarlo lo más rápidamente posible, antes de que volviese a actuar.

La población hacía piña: los hombres se pasaban horas y horas registrando parcelas enteras de prados y bosques, o inspeccionando las orillas de los ríos. Robert Quinn pidió dos días libres para participar en la búsqueda. Erne Pinkas, con la autorización de su capataz, abandonaba la fábrica una hora antes para unirse a los equipos desde el final de la tarde hasta la llegada de la noche. En la cocina del Clark’s, Tamara Quinn, Amy Pratt y otras voluntarias preparaban comida para los que tomaban parte. No hablaban más que del caso:

—¡Tengo información! —repetía Tamara Quinn—. ¡Tengo información capital!

—¿El qué? ¿El qué? ¡Cuenta! —exclamaba su auditorio untando mantequilla en el pan de molde para hacer sándwiches.

—No puedo deciros nada… Es demasiado grave.

Todos tenían su pequeña historia: se sospechaba desde hacía tiempo que pasaban cosas raras en el 245 de Terrace Avenue y no era casualidad que aquello terminara mal. La señora Philips, cuyo hijo había estado en la misma clase que Nola, contó que al parecer, durante un recreo, un alumno había levantado por sorpresa el polo de ella para hacerle una broma, y todo el mundo había visto que la pequeña tenía marcas en el cuerpo. La madre de Nancy Hattaway contó que su hija era muy amiga de Nola y que a lo largo del verano había tenido lugar una serie de hechos muy extraños, y especialmente uno: durante toda una semana, Nola había desaparecido y la puerta de la casa de los Kellergan había estado cerrada para todos los visitantes. «¡Y esa música! —añadió la señora Hattaway—. Todos los días escuchaba esa música demasiado alta en el garaje, y me preguntaba qué necesidad había de ensordecer a todo el barrio. Debí quejarme del ruido, pero nunca me atreví. Pensaba que, al fin y al cabo, era el reverendo…».

*

Lunes 8 de septiembre de 1975

Sería alrededor de mediodía.

En Goose Cove, Harry esperaba. Las mismas preguntas golpeaban sin cesar su cabeza: ¿qué había sucedido? ¿Qué le había pasado? Hacía una semana que permanecía enclaustrado en casa, esperando. Dormía en el sofá del salón, al acecho del menor ruido. Ya no comía. Tenía la impresión de estar enloqueciendo. ¿Dónde podía estar Nola? ¿Cómo era posible que la policía no encontrase el menor rastro de ella? Cuanto más lo pensaba, más vueltas le daba a una idea: ¿y si Nola había querido borrar pistas? ¿Y si la agresión hubiese sido una puesta en escena? Salsa roja en el rostro y gritos para que pensaran que la estaban secuestrando: mientras la policía la buscaba en los alrededores de Aurora, ella podía marcharse tranquilamente muy lejos, hasta lo más recóndito de Canadá. Quizás hasta llegaría un momento en que la creerían muerta y dejarían de buscarla. ¿Había preparado Nola todo ese número para que estuviesen tranquilos para siempre? Y si era ése el caso, ¿por qué no había ido a la cita del hotel? ¿Había llegado la policía demasiado deprisa? ¿Había tenido que esconderse en el bosque? ¿Y qué había pasado en casa de Deborah Cooper? ¿Había alguna relación entre los dos casos o aquello no era más que pura coincidencia? Si Nola no había sido secuestrada, ¿por qué no daba señales de vida? ¿Por qué no había venido a refugiarse aquí, en Goose Cove? Seguía dándole vueltas a la cabeza: ¿dónde podría estar? En algún lugar que sólo ellos conocían. ¿Martha’s Vineyard? Demasiado lejos. La caja de latón de la cocina le recordó su escapada a Maine, al principio de su relación. ¿Estaría escondida en Rockland? En cuanto se le ocurrió, cogió las llaves de su coche y se precipitó fuera. Al abrir la puerta, se dio de bruces con Jenny, que se disponía a llamar. Venía a ver si todo iba bien: hacía días que no le había visto, estaba preocupada. Le pareció que tenía muy mala cara, que había adelgazado. Llevaba el mismo traje que la última vez que había estado en el Clark’s, una semana antes.

—Harry, ¿qué te pasa? —preguntó.

—Estoy esperando.

—¿Qué esperas?

—A Nola.

Jenny no lo comprendió. Dijo:

—Ah, sí, ¡qué cosa tan terrible! Toda la ciudad está aterrorizada. Ha pasado una semana y ni rastro. Ni el menor rastro. Harry… Tienes mala cara, me preocupas. ¿Has comido últimamente? Te voy a preparar un baño y cocinaré algo.

No tenía tiempo de entretenerse con Jenny. Debía encontrar el lugar donde se escondía Nola. La apartó con cierta brusquedad, bajó los escalones de madera que llevaban al aparcamiento y subió a su coche.

—No quiero nada —dijo simplemente a través de la ventanilla abierta—. Estoy muy ocupado, no quiero que me molesten.

—Pero ¿ocupado en qué? —insistió tristemente Jenny.

—Esperando.

Arrancó y desapareció tras una hilera de pinos. Jenny se sentó en los escalones del porche y se echó a llorar. Cuanto más le quería, más infeliz se sentía.

En ese mismo momento, Travis Dawn entró en el Clark’s con sus rosas en la mano. Hacía días que no la había visto, desde la desaparición. Había pasado la mañana en el bosque, junto a los equipos de búsqueda, y después, al subir a su coche patrulla, vio las flores bajo el asiento. Se habían secado un poco y estaban medio caídas, pero sintió el repentino deseo de llevárselas a Jenny inmediatamente. Como si la vida fuese demasiado corta. Se marchó a tiempo de ir a verla al Clark’s, pero no estaba allí.

Se instaló en la barra y Tamara Quinn vino inmediatamente hacia él, como hacía cada vez que veía un uniforme desde que había empezado este asunto.

—¿Qué tal va la búsqueda? —preguntó con expresión de madre inquieta.

—No hemos encontrado nada, señora Quinn. Nada de nada.

Tamara suspiró y contempló las marcas de cansancio del joven policía.

—¿Has comido, hijo?

—Esto… No, señora Quinn. De hecho, quería ver a Jenny.

—Ha salido un momento.

Le sirvió un vaso de té helado y colocó ante él un mantelete de papel y cubiertos. Vio las flores y preguntó:

—¿Son para ella?

—Sí, señora Quinn. Quería asegurarme de que estaba bien. Con todo este lío de los últimos días…

—No debería tardar. Le pedí que estuviese de vuelta antes del turno de mediodía, pero está claro que se ha retrasado. Ese tipo va a hacerle perder la cabeza.

—¿Quién? —preguntó Travis, que de pronto sintió cómo se le encogía el corazón.

—Harry Quebert.

—¿Harry Quebert?

—Estoy segura de que ha ido a su casa. No entiendo por qué se empecina en gustarle a esa rata… En fin, no debería contarte estas cosas. El plato del día es bacalao con patatas salteadas…

—Está muy bien, señora Quinn. Gracias.

Tamara le puso una mano en el hombro con gesto amistoso.

—Eres un buen chico, Travis. Me gustaría mucho que Jenny estuviese con alguien como tú.

Se marchó a la cocina y Travis empezó a sorber su té helado. Se sentía triste.

Jenny llegó minutos más tarde; se había vuelto a maquillar rápidamente para que no viesen que había llorado. Pasó detrás de la barra, se anudó el delantal y entonces vio a Travis. Le sonrió y él le tendió su ramo de flores marchitas.

—No tienen buen aspecto —se disculpó—, pero hace varios días que quiero dártelas. He pensado que lo que cuenta es la intención.

—Gracias, Travis.

—Son rosas salvajes. Conozco un sitio cerca de Montburry donde crecen por centenas. Te llevaré un día si quieres. ¿Qué tal, Jenny? No tienes buena cara…

—Estoy bien.

—Es esta horrible historia la que te preocupa, ¿verdad? ¿Tienes miedo? No te preocupes, hay policía por todas partes. Y además, estoy seguro de que encontraremos a Nola.

—No tengo miedo. Es otra cosa.

—¿El qué?

—Nada importante.

—¿Es por culpa de Harry Quebert? Tu madre dice que te gusta.

—Quizás. No te preocupes, Travis, no tiene importancia. Tengo… tengo que ir a la cocina. Llego tarde y mamá me va a echar la bronca de nuevo.

Jenny desapareció detrás de la puerta de la cocina y se encontró a su madre preparando platos.

—¡Llegas otra vez tarde, Jenny! Estoy sola en la sala con toda esa gente.

—Perdona, mamá.

Tamara le tendió un plato de bacalao y patatas salteadas.

—Ve a llevar esto a Travis, ¿quieres?

—Sí, mamá.

—Es un buen chico, ya lo sabes.

—Lo sé…

—Invítale a comer a casa el domingo.

—¿Invitarle a comer? No, mamá. No quiero. No me gusta nada. Además, se haría ilusiones, no estaría bien por mi parte.

—¡No me discutas! No tuviste tantos remilgos cuando te viste sin pareja para el baile y vino a invitarte. Le gustas mucho, está claro, y podría llegar a ser un buen marido. ¡Olvídate ya de Quebert! ¡Quebert se acabó para siempre! ¡Métete eso en la cabeza de una vez por todas! ¡Quebert no es un hombre bueno! Ya es hora de que encuentres a un hombre, ¡y considérate afortunada de que un chico guapo te corteje cuando estás todo el día con el delantal puesto!

—¡Mamá!

Tamara imitó los gemidos de un niño con voz aguda e infantil:

—¡Mamá! ¡Mamá! Deja de lloriquear, ¿quieres? ¡Vas a cumplir veinticinco años! ¿Quieres terminar siendo una solterona? ¡Todas tus compañeras de clase se han casado! ¿Y tú? ¿Eh? ¡Eras la reina del instituto, por amor de Dios! Cómo me has decepcionado, hija mía. Mamá está muy decepcionada contigo. Travis comerá con nosotros el domingo y se acabó. Ahora mismo le llevas su plato y le invitas. Y después, les pasas el trapo a las mesas del fondo, que están asquerosas. Así aprenderás a no llegar siempre tarde.

*

Miércoles 10 de septiembre de 1975

—Compréndalo, doctor, ese encantador policía está loco por ella. Le dije que le invitara a comer el domingo. No quería, pero la obligué.

—¿Por qué la obligó, señora Quinn?

Tamara se encogió de hombros y dejó caer su cabeza sobre el brazo del sofá. Se dio un momento de reflexión.

—Porque… porque no quiero que acabe sola.

—Así que tiene miedo de que su hija se encuentre sola hasta el final de su vida.

—¡Sí! ¡Exacto! ¡Hasta el final de su vida!

—¿Y usted? ¿Tiene miedo de la soledad?

—Sí.

—¿Qué le inspira la soledad?

—La soledad es la muerte.

—¿Tiene usted miedo de morir?

—Doctor, la muerte me aterroriza.

*

Domingo 14 de septiembre de 1975

En la mesa, los Quinn bombardearon a preguntas a Travis. Tamara quería saberlo todo sobre esa investigación que no avanzaba. En cuanto a Robert, tenía también alguna curiosidad que compartir, pero las raras veces que quiso hablar su mujer le desairaba diciéndole: «Cállate, Bobbo. No es bueno para tu cáncer». Jenny tenía un aspecto triste y apenas tocó su comida. Sólo su madre llevaba la voz cantante. En el momento de servir la tarta de manzana, acabó atreviéndose a preguntar:

—Bueno, Travis, ¿ya tenéis una lista de sospechosos?

—No exactamente. Debo confesar que andamos perdidos por el momento. Resulta increíble, pero no tenemos ni una sola pista.

—¿No se sospecha de Harry Quebert? —preguntó Tamara.

—¡Mamá! —se indignó Jenny.

—¿Qué pasa? ¿No se pueden hacer preguntas en esta casa? Si le nombro, es porque tengo buenas razones: es un pervertido, Travis. ¡Un pervertido! No me extrañaría nada que estuviese implicado en la desaparición de la pequeña.

—Lo que está diciendo es muy grave, señora Quinn —respondió Travis—. No se pueden decir esas cosas sin alguna prueba.

—¡Pero si la tenía! —bramó, enloquecida—. ¡La tenía! Figúrate que tenía una nota escrita por él que le comprometía, guardada en mi caja fuerte, en el restaurante. ¡Soy la única que tiene la llave! ¿Y sabes dónde guardo la llave? ¡Colgada del cuello! ¡No me la quito nunca! ¡Nunca! Pues bien, el otro día fui a coger ese maldito papel para dárselo al jefe Pratt ¡y resulta que había desaparecido! ¡Ya no estaba en la caja! ¿Cómo es posible? No lo sé. ¡Es cosa de brujas!

—Quizás lo guardaste en otro sitio —sugirió Jenny.

—Cierra la boca, hija. Al menos no me he vuelto loca, ¿verdad? ¿Eh, Bobbo? ¿Acaso estoy loca?

Robert balanceó la cabeza con un gesto que no decía ni sí ni no, y que tuvo por efecto irritar aún más a su mujer.

—¿Qué pasa, Bobbo? ¿Por qué no respondes cuando te hago una pregunta?

—No es bueno para mi cáncer —acabó contestando.

—Pues bien, no tendrás tarta. Ya lo ha dicho el doctor: los postres podrían matarte al instante.

—¡Yo no he oído decir eso al doctor! —protestó Robert.

—¿Ves? El cáncer ya te ha vuelto sordo. En dos meses estarás en el cielo, mi pobre Bobbo.

Travis intentó relajar la tensión retomando el hilo de la conversación.

—En todo caso, si no tiene pruebas, la cosa no encaja —concluyó—. La investigación policial es algo muy preciso y científico. Y me conozco algo de eso: fui el primero de mi promoción en la academia.

Sólo de pensar dónde podía estar aquel trozo de papel que podía arruinar a Harry enfurecía a Tamara. Para calmarse, agarró la paleta y cortó varios trozos de tarta con furia, mientras Bobbo sollozaba porque no tenía ninguna gana de morir.

*

Miércoles 17 de septiembre de 1975

La búsqueda de la nota obsesionaba a Tamara Quinn. Había pasado dos días registrando la casa, el coche e incluso el garaje, donde no iba nunca. En vano. Esa mañana, después de la hora del desayuno en el Clark’s, se encerró en su despacho y vació el contenido de su caja fuerte en el suelo: nadie tenía acceso a la caja, era imposible que la hoja hubiese desaparecido. Debía estar allí. Volvió a comprobar el contenido, en vano. Desalentada, guardó de nuevo todo en la caja. En aquel instante, Jenny llamó a la puerta y se asomó por el quicio. Encontró a su madre con la cabeza metida en el cubículo de acero.

—¿Qué haces, ma?

—Estoy ocupada.

—¡Pero ma! No me digas que todavía estás buscando ese maldito trozo de papel.

—Ocúpate de tus asuntos, hija mía, ¿quieres? ¿Qué hora es?

Jenny consultó el reloj.

—Casi las ocho y media —dijo.

—¡Maldita sea! Llego tarde.

—¿Tarde para qué?

—Tengo una cita.

—¿Una cita? Pero si esta mañana recibimos las bebidas. El miércoles pasado también te…

—Ya eres mayor, ¿verdad? —interrumpió secamente su madre—. Tienes dos brazos, sabes dónde está la bodega. No necesitas ir a Harvard para apilar las botellas de Coca-Cola una encima de otra: estoy segura de que te las arreglarás. ¡Y no le pongas ojitos al repartidor para que lo haga por ti! ¡Ya es hora de que empieces a arremangarte!

Sin dirigir una sola mirada a su hija, Tamara cogió las llaves de su coche y se marchó. Media hora después de su partida, un imponente camión aparcó en la parte trasera del Clark’s: el repartidor dejó un pesado palé cargado de cajas de Coca-Cola ante la entrada de servicio.

—¿Le echo una mano? —preguntó a Jenny cuando le firmó el recibo.

—No, señor. Mi madre quiere que me las arregle sola.

—Como quiera. Buenos días.

El camión se fue y Jenny empezó a levantar una por una las pesadas cajas para llevarlas a la bodega. Tenía ganas de llorar. En aquel instante, Travis, que pasaba por allí dentro de su coche patrulla, la vio. Aparcó inmediatamente y bajó del coche.

—¿Te echo una mano? —propuso.

Jenny se encogió de hombros.

—Estoy bien. Seguro que tienes otras cosas que hacer —respondió sin interrumpir su trabajo.

Travis agarró una caja e intentó darle conversación.

—Dicen que la receta de la Coca-Cola es secreta y que se conserva en una caja fuerte en Atlanta.

—No lo sabía.

Siguió a Jenny hasta la bodega y apilaron una sobre otra las dos cajas que acababan de traer. Como ella no decía nada, prosiguió su explicación:

—Parece ser también que levanta la moral de los GI’s, y que desde la Segunda Guerra Mundial envían cajas a las tropas desplegadas en el extranjero. Lo leí en un libro sobre la Coca-Cola. Bueno, lo leí sin más, también leo libros más serios.

Volvieron a salir al aparcamiento. Jenny le miró fijamente a los ojos.

—Travis…

—¿Sí, Jenny?

—Abrázame fuerte. ¡Cógeme en tus brazos y abrázame fuerte! ¡Me siento tan sola! ¡Me siento tan desgraciada! Tengo la impresión de que el frío me invade hasta el fondo del corazón.

Él la cogió en sus brazos y la abrazó lo más fuerte que pudo.

—Ahora resulta que mi hija se pone a hacerme preguntas, doctor. Hace un rato me preguntó adónde iba todos los miércoles.

—¿Y qué le respondió?

—¡Que no le importaba! ¡Y que se encargara de los palés de Coca-Cola! ¡Adónde voy no es cosa suya!

—Noto por su tono de voz que está usted enfadada.

—¡Sí, claro que estoy enfadada, doctor Ashcroft!

—¿Enfadada con quién?

—Enfadada con… con… ¡conmigo!

—¿Por qué?

—Porque he vuelto a gritarle. ¿Sabe, doctor?, tenemos niños y queremos que sean los más felices del mundo. ¡Y después va la vida y se pone en medio!

—¿Qué quiere decir?

—¡Siempre tiene que pedirme consejo para todo! Siempre está bajo mi falda, preguntándome: «Ma, ¿cómo se hace esto?», «Ma, ¿dónde se guarda aquello?»… ¡Ma por aquí y ma por allá! ¡Ma! ¡Ma! ¡Ma! ¡Pero no voy a estar siempre para ayudarla! Un día ya no podré velar por ella, ¿entiende? Y cuando lo pienso, me duele aquí, en el vientre. ¡Como si tuviese todo el estómago hecho un nudo! ¡Me duele físicamente y me corta el apetito!

—¿Quiere usted decir que está angustiada, señora Quinn?

—¡Sí, eso es! ¡Estoy angustiada! ¡Terriblemente angustiada! ¡Intentamos hacerlo todo bien, intentamos darles lo mejor a nuestros hijos! Pero ¿qué harán nuestros hijos cuando ya no estemos aquí? ¿Qué harán? ¿Eh? ¿Y cómo asegurarse de que serán felices y de que no les pasará nunca nada? Es como esa chiquilla, doctor Ashcroft. Esa pobre Nola, ¿qué le ha pasado? ¿Dónde puede estar?

*

¿Dónde podía estar? No estaba en Rockland. Ni en la playa, ni en ningún restaurante, ni en la tienda. En ninguna parte. Llamó al hotel de Martha’s Vineyard para saber si el personal no habría visto a una chica joven rubia, pero el recepcionista que habló con él le tomó por un loco. Así que siguió esperándola, todos los días y todas las noches.

La esperó todo el lunes.

La esperó todo el martes.

La esperó todo el miércoles.

La esperó todo el jueves.

La esperó todo el viernes.

La esperó todo el sábado.

La esperó todo el domingo.

La esperó con fervor y esperanza: volvería. Y se marcharían juntos. Y serían felices. Ella era la única persona que había dado sentido a su vida. Ya podían quemar los libros, las casas, la música y a las personas: no importaba nada con tal de que estuviese junto a él. La amaba: amar quería decir que ni la muerte ni la adversidad le daban miedo con tal de que estuviese a su lado. Así que la esperaba. Y cuando caía la noche, juraba a las estrellas que la esperaría siempre.

Mientras Harry se negaba a perder la esperanza, el capitán Rodik no podía más que constatar el fracaso de la operación policial a pesar de la amplitud de los medios desplegados. Hacía ya dos semanas que removían cielo y tierra, sin éxito. Durante una reunión con el FBI y con el jefe Pratt, Rodik realizó una amarga constatación:

—Los perros no encuentran nada, los hombres no encuentran nada. Me parece que no vamos a encontrarla.

—Estoy bastante de acuerdo con usted —asintió el responsable del FBI—. En principio, en este tipo de sucesos, o la víctima aparece enseguida, viva o muerta, o hay una petición de rescate. Y si no hay nada de eso, entonces el caso se une a las desapariciones no resueltas que se acumulan en nuestros despachos año tras año. Sólo la última semana, el FBI ha recibido cinco avisos de niños desaparecidos en el conjunto del país. No tenemos tiempo de ocuparnos de todo.

—Pero entonces ¿qué ha podido pasar con esa chiquilla? —preguntó Pratt, que no podía resignarse a rendirse—. ¿Una fuga?

—¿Una fuga? No. Entonces ¿por qué la habrían visto ensangrentada y aterrorizada?

Rodik se encogió de hombros, y el tipo del FBI propuso ir a beber una cerveza.

Al día siguiente, la tarde del 18 de septiembre, durante una última rueda de prensa común, el jefe Pratt y el capitán Rodik anunciaron que la operación para encontrar a Nola Kellergan iba a suspenderse. El caso se mantendría abierto en la brigada criminal de la policía del Estado. No se habían encontrado ni el menor indicio ni la menor pista. En quince días, nadie había encontrado rastro alguno de la pequeña Nola Kellergan.

Los voluntarios, dirigidos por el jefe Pratt, continuaron su búsqueda durante varias semanas, hasta la frontera del Estado. Pero en vano. Era como si Nola Kellergan se hubiese volatilizado.