A primera hora de la mañana del jueves 10 de julio, descubrí los titulares sensacionalistas de la prensa: todos los periódicos nacionales mostraban, en primera página, fragmentos de lo que había escrito pero cortando las frases, arrancándolas de su contexto. Mis hipótesis se habían convertido en odiosas afirmaciones, mis suposiciones en hechos comprobados y mis reflexiones en infames juicios de valor. Habían desmontado mi trabajo, saqueado mis ideas, violado mi pensamiento. Habían matado a Goldman, el escritor redimido que intentaba trabajosamente volver al camino de los libros.
A medida que Aurora despertaba, la conmoción se extendía por la ciudad; sus habitantes, atónitos, leían y releían los artículos de los periódicos. El teléfono de la casa empezó a sonar sin parar, algunos exaltados vinieron a llamar a mi puerta para pedirme explicaciones. Podía elegir entre hacerles frente o esconderme: decidí dar la cara. A las diez, me tragué dos whiskies dobles y me presenté en el Clark’s.
Nada más franquear la puerta de cristal sentí cómo todas las miradas se clavaban sobre mí como puñales. Me senté en la mesa 17, con el corazón en un puño, y Jenny, furiosa, se precipitó sobre mí para decirme que no era más que basura. Pensé que iba a estrellarme la cafetera en la cabeza.
—Entonces ¿qué? —explotó—, ¿has venido aquí sólo para forrarte a nuestra costa? ¿Sólo para escribir todas esas porquerías sobre nosotros?
Tenía los ojos llenos de lágrimas. Intenté calmar los ánimos:
—Jenny, sabes que no es verdad. Esos fragmentos nunca deberían haberse publicado.
—Pero ¿escribiste esas cosas horribles o no?
—Esas frases, fuera de contexto, suenan abominables…
—Pero ¿las escribiste?
—Sí, pero…
—¡No hay pero que valga, Marcus!
—Te lo aseguro, no quería perjudicar a nadie…
—¿No perjudicar a nadie? ¿Quieres que te cite tu obra maestra? —desplegó una sección del periódico—. Mira, aquí está escrito: Jenny Quinn, la camarera del Clark’s, estaba enamorada de Harry desde el primer día… ¿Así es como me defines? ¿Como la camarera, la zorrita de turno que babea de amor pensando en Harry?
—Sabes que no es verdad…
—¡Pero es lo que está escrito, joder! ¡Está escrito en todos los periódicos de este maldito país! ¡Lo van a leer todos! ¡Mis amigos, mi familia, mi marido!
Jenny chillaba. Los clientes observaban la escena en silencio. Preferí marcharme para que la cosa se calmase y fui hasta la biblioteca, esperando encontrar en Erne Pinkas un aliado que pudiese comprender la catástrofe de las palabras mal empleadas. Pero tampoco él tenía muchas ganas de verme.
—Mira, aquí está el gran Goldman —dijo al verme—. ¿Vienes buscando más porquería que escribir sobre esta ciudad?
—Estoy horrorizado por esa filtración.
—¿Horrorizado? Déjate de cuentos. Todos hablan de tu libro. Los periódicos, Internet, la televisión: ¡no se habla más que de ti! Deberías estar contento. En todo caso, espero que hayas aprovechado bien la información que te he dado. Marcus Goldman, el dios todopoderoso de Aurora; Marcus, que se presenta aquí y me dice: «Necesito saber esto, necesito saber aquello». Ni un gracias, como si todo fuese normal, como si yo estuviese al servicio del grandísimo escritor Marcus Goldman. ¿Sabes qué voy a hacer este fin de semana? Tengo setenta y cinco años y, cada dos domingos, voy a trabajar al supermercado de Montburry para llegar mejor a fin de mes. Recojo los carritos en el aparcamiento y los apilo en la entrada de la tienda. Sé que no tiene nada de glorioso, que no soy una gran estrella como tú, pero tengo derecho a un poco de respeto, ¿no?
—Lo siento.
—¿Lo sientes? ¡Pero si no lo sientes en absoluto! No sabías porque nunca te interesó, Marc. Nunca te interesó nadie en Aurora. Para ti lo único que cuenta es la gloria. ¡Pero la gloria tiene consecuencias!
—Lo siento de veras, Erne. Venga, vamos a comer juntos, si quieres.
—¡No quiero comer! ¡Quiero que me dejes tranquilo! Tengo que ordenar libros. Los libros son importantes. Tú no eres nada.
Volví a encerrarme en Goose Cove, espantado. Marcus Goldman, el hijo adoptivo de Aurora, había traicionado, a su pesar, a su propia familia. Llamé a Douglas y le pedí que publicase un desmentido.
—¿Un desmentido de qué? Los periódicos no han hecho más que publicar lo que has escrito. De todas formas, se habría publicado dentro de dos meses.
—¡Los periódicos lo han deformado todo! ¡Nada de lo que se ha publicado corresponde a mi libro!
—Venga, Marc. No saques las cosas de quicio. Tienes que concentrarte en escribir, eso es lo que cuenta. Te queda poco tiempo. ¿Recuerdas que hace tres días nos vimos en Boston y firmaste un contrato de un millón de dólares por escribir un libro en siete semanas?
—¡Claro que me acuerdo! ¡Pero eso no significa que deba ser un churro!
—Un libro escrito en pocas semanas es un libro escrito en pocas semanas…
—Es el tiempo que necesitó Harry para escribir Los orígenes del mal.
—Harry es Harry, si entiendes lo que quiero decir.
—No, no lo entiendo.
—Harry es un escritor magnífico.
—¡Gracias! ¡Muchas gracias! ¿Y yo qué?
—Sabes que no quiero decir eso… Tú eres un escritor, digamos… moderno. Gustas porque eres joven y dinámico… Y estás de moda. Eres un escritor de moda. Eso es. La gente no espera que ganes el Premio Pulitzer, les gustan tus libros porque estás en boga, porque les entretienen, y eso también está muy bien.
—¿Así que es eso lo que piensas? ¿Que soy un escritor entretenido?
—No deformes lo que digo, Marc. Eres consciente de que el público siente debilidad por ti porque eres… un chico mono.
—¿Mono? ¡Esto es cada vez peor!
—Venga, Marc, ya sabes adónde quiero llegar. Transmites cierta imagen. Ya te lo he dicho: estás en boga. Todo el mundo te quiere. Eres a la vez el buen amigo, el amante misterioso, el yerno ideal… Por eso El caso Harry Quebert tendrá un éxito inmenso. Qué locura, tu libro no existe y ya es un bombazo. No he visto nada igual en toda mi carrera.
—¿El caso Harry Quebert?
—Es el título del libro.
—¿Cómo que el título del libro?
—Fuiste tú el que lo escribió en el texto.
—Era un título provisional. Lo precisaba en la portada. Pro-vi-sio-nal. Ya sabes, es un adjetivo que significa que algo no es definitivo.
—¿Barnaski no te lo ha dicho? El departamento de marketing ha considerado que era el título perfecto. Lo decidieron ayer por la tarde. Hubo una reunión urgente por lo de la filtración. Consideraron que era mejor utilizarla como herramienta de marketing y lanzaron la campaña del libro esta mañana. Creí que lo sabías. Míralo en Internet.
—¿Creías que lo sabía? ¡Joder, Doug! ¡Eres mi agente! ¡Tu trabajo no es creer, tu trabajo es actuar! ¡Tienes que asegurarte de que estoy al corriente de todo lo que pasa con mi libro, joder!
Colgué, furioso, y fui corriendo a mi ordenador. La portada de la página web de Schmid & Hanson estaba dedicada al libro. Había una foto mía en color e imágenes de Aurora en blanco y negro, ilustrando el texto siguiente:
El caso Harry Quebert
El relato de Marcus Goldman sobre la desaparición de Nola Kellergan
A la venta en otoño
¡Ya puede hacer su pedido!
A la una de la tarde de ese mismo día debía celebrarse la audiencia convocada por la oficina del fiscal para valorar los resultados de los análisis grafológicos. Los periodistas habían tomado al asalto las escaleras del palacio de justicia de Concord, mientras en los canales de televisión, que cubrían el acontecimiento en directo, los comentaristas repetían las revelaciones publicadas en la prensa. En ese momento se hablaba de una posible retirada de los cargos. Un escándalo mayúsculo.
Una hora antes de la audiencia llamé por teléfono a Roth para decirle que no iría al tribunal.
—¿Se esconde usted, Marcus? —me espetó—. Vamos, no juegue a hacerse el tímido: ese libro es una bendición para todos. Hará que declaren inocente a Harry, relanzará su carrera y dará un buen empujón a la mía: dejaré de ser el Roth de Concord, ¡seré el Roth del que se habla en su best-seller! Ese libro cae como agua de mayo. Sobre todo para usted, en realidad. ¿Cuánto hacía que no escribía nada? ¿Dos años?
—¡Cierre el pico, Roth! ¡No sabe de lo que está usted hablando!
—¡Y usted, Goldman, déjese de historias! Su libro va a ser un exitazo y lo sabe muy bien. Va a revelar a todo el país por qué Harry es un pervertido. Le faltaba inspiración, no sabía qué escribir, y ahora está escribiendo un libro con el éxito asegurado.
—Esas páginas nunca debieron llegar a la prensa.
—Pero usted escribió esas páginas. No se preocupe, espero sacar a Harry de prisión hoy mismo. Gracias a usted, sin duda. Me imagino que el juez lee el periódico, así que no me costará convencerle de que Nola era una especie de zorra facilona.
Exclamé:
—¡No haga eso, Roth!
—¿Por qué no?
—Porque ella no era así. ¡Y él la amaba! ¡La amaba!
Pero ya había colgado. Lo vi poco después en la pantalla de televisión, triunfante, subiendo las escaleras del palacio de justicia con una gran sonrisa. Los periodistas le tendían los micrófonos, preguntándole si lo que decía la prensa era verdad: ¿había tenido Nola Kellergan aventuras con todos los hombres de la ciudad? ¿Volvería a empezar el caso desde cero? Y él respondía alegre y afirmativamente a todas las preguntas que se le hacían.
Esa audiencia fue la de la liberación de Harry. Duró apenas veinte minutos, durante los cuales, a medida que el juez hablaba, todo el caso se iba desinflando como un suflé. La principal prueba de la acusación —el manuscrito— perdió toda credibilidad en cuanto se demostró que el mensaje Adiós, mi querida Nola no había sido escrito por Harry. Los otros elementos fueron barridos como paja seca: las acusaciones de Tamara Quinn no se apoyaban en ninguna prueba material, el Chevrolet Monte Carlo negro ni siquiera había sido considerado como prueba de cargo en la época de los hechos. La investigación parecía desbaratada por completo, y el juez decidió, en vista de las nuevas pruebas que habían llegado a su conocimiento, proceder a la liberación de Harry Quebert bajo fianza de medio millón de dólares. Se abrían las puertas a la retirada total de los cargos.
Este giro espectacular provocó la histeria de los periodistas. Empezaron a preguntarse si el fiscal no habría querido dar un monumental golpe publicitario deteniendo a Harry y lanzándolo como carnaza a la opinión pública. Ambas partes desfilaron delante del palacio de justicia: primero Roth, exultante, que informó de que al día siguiente —el tiempo de reunir la fianza— Harry sería un hombre libre; después apareció el fiscal, que intentó, sin convencer, explicar la lógica de sus investigaciones.
Cuando me harté del gran ballet de la justicia en la pequeña pantalla, me marché a correr. Necesitaba ir lejos, poner a prueba mi cuerpo. Necesitaba sentirme vivo. Corrí hasta el pequeño lago de Montburry, infestado de niños y familias. Por el camino de regreso, cuando ya casi había llegado a Goose Cove, me adelantó un camión de bomberos, inmediatamente seguido por otro y por un coche de policía. Fue entonces cuando vi la humareda acre y espesa que brotaba por encima de los pinos, y lo comprendí de inmediato: la casa estaba ardiendo. El incendiario había ejecutado sus amenazas.
Corrí como nunca había corrido, me precipité para salvar esa casa de escritor que tanto había amado. Los bomberos estaban ya manos a la obra, pero las llamas, inmensas, devoraban la fachada. Todo se estaba quemando. A unas decenas de metros del incendio, un policía observaba de cerca la carrocería de mi coche, sobre la que habían escrito en pintura roja: Arde, Goldman. Arde.
*
A las diez de la mañana del día siguiente, las brasas seguían humeando. La casa había quedado casi destruida. Los expertos de la policía trabajaban entre las ruinas mientras un equipo de bomberos se aseguraba de que las llamas no brotasen de nuevo. La intensidad del fuego daba pie a pensar que habían vertido gasolina o un producto inflamable similar en el porche. El incendio se había propagado inmediatamente. La terraza y el salón habían quedado devastados, al igual que la cocina. El primer piso se había salvado relativamente, pero el humo y sobre todo el agua utilizada por los bomberos habían causado daños irreversibles.
Me movía como un fantasma, todavía con la ropa de deporte, sentado en la hierba contemplando las ruinas. Había pasado la noche allí. A mis pies, un bolso intacto que los bomberos habían sacado de mi habitación: en su interior había algo de ropa y mi ordenador.
Oí llegar un coche y un rumor brotó entre los curiosos a mi espalda. Era Harry. Acababa de ser puesto en libertad. Yo había avisado a Roth y sabía que él le había informado del drama. Dio algunos pasos hasta mí, en silencio, después se sentó en la hierba y me dijo simplemente:
—¿En qué estaba pensando, Marcus?
—No sé qué decirle, Harry.
—No diga nada. Mire lo que ha hecho. No se necesitan palabras.
—Harry, yo…
Se fijó en la inscripción sobre el capó de mi Range Rover.
—¿Su coche no tiene nada?
—No.
—Mejor. Porque ahora mismo se mete dentro y se larga de aquí.
—Harry…
—¡Ella me amaba, Marcus! ¡Me amaba! Y yo la amaba como nunca amé después. ¿Por qué ha tenido que escribir esas cosas tan horribles? ¿Sabe cuál es el problema? ¡Usted nunca ha sido amado! ¡Nunca! ¡Quiere escribir novelas de amor, pero no sabe usted nada de amor! Ahora quiero que se marche. Adiós.
—Nunca he descrito, ni siquiera imaginado, a Nola tal y como afirma la prensa. ¡Les robaron el sentido a mis palabras, Harry!
—Pero ¿en qué estaba pensando cuando dejó que Barnaski enviara esa basura a toda la prensa nacional?
—¡Se lo robaron!
Estalló en una carcajada de cinismo.
—¿Robado? ¡No me diga que es usted lo suficientemente ingenuo como para creer las sandeces que le cuenta Barnaski! Puedo asegurarle que fue él mismo el que copió y repartió sus malditas páginas por todo el país.
—¿Cómo? Pero…
Me interrumpió.
—Marcus, creo que hubiese preferido no haberle conocido nunca. Ahora márchese. Está usted en mi propiedad y aquí ya no es bienvenido.
Hubo un largo silencio. Los bomberos y los policías nos miraban. Cogí mi bolso, subí al coche y me fui. Llamé inmediatamente a Barnaski.
—Qué alegría oírle, Goldman —me dijo—. Acabo de enterarme de lo de la casa de Quebert. Lo ponen en todos los canales informativos. Me alegra saber que está usted bien. No puedo hablarle mucho tiempo, tengo cita con los directivos de la Warner Bros: ya han contratado a los guionistas para escribir una película sobre El caso a partir de sus primeras páginas. Están encantados. Creo que podremos vender los derechos por una pequeña fortuna.
Le interrumpí:
—No habrá libro, Roy.
—¿Qué me está contando?
—Fue usted, ¿eh? ¡Fue usted el que envió mis borradores a la prensa! ¡Usted el que lo ha echado todo por tierra!
—No se ponga en plan caprichoso, Goldman. Peor aún: se está poniendo en plan diva y eso no me gusta nada. Monta su gran espectáculo detectivesco y de pronto, cuando se le antoja, lo deja todo. ¿Sabe qué? Voy a pensar en la noche atroz que ha pasado y olvidar esta conversación. Que ya no habrá libro, dice… Pero ¿quién se cree usted que es, Goldman?
—Creo que soy un auténtico escritor. Escribir es un acto libre.
Soltó una risa forzada.
—¿Y quién le ha contado esas tonterías? Usted es esclavo de su carrera, de sus ideas, de su éxito. Usted es esclavo de su condición. Escribir es ser dependiente. De los que le leen o de los que no le leen. ¡Eso de la libertad no son más que gilipolleces! Nadie es libre. Una parte de su libertad me pertenece, al igual que una parte de la mía pertenece a los accionistas de la compañía. Así es la vida, Goldman. Nadie es libre. Si la gente fuese libre, sería feliz. ¿Conoce usted a alguien verdaderamente feliz? —como no respondí, prosiguió—. ¿Sabe? La libertad es un concepto interesante. Yo conocí a un tipo que trabajaba como trader en Wall Street, el típico golden boy forrado y a quien la vida le sonríe. Un día, quiso convertirse en un hombre libre. Vio un reportaje en televisión sobre Alaska que le impresionó mucho. Entonces decidió convertirse en cazador, se marchó al sur de Alaska, al Wrangler. Pues bien, figúrese que ese tipo, que siempre había salido ganador, ganó también esa apuesta: se convirtió en un auténtico hombre libre. Sin lazos, sin familia, sin casa: sólo algunos perros y una tienda de campaña. Fue el único hombre libre que he conocido.
—¿Fue?
—Fue. El muy imbécil fue libre durante tres meses, de junio a octubre. Después acabó muriendo de frío en cuanto llegó el invierno, tras haberse comido a todos sus perros por desesperación. Nadie es libre, Goldman, ni siquiera los cazadores de Alaska. Y sobre todo en América, donde los buenos americanos dependen del sistema, los inuits dependen de la ayuda del Gobierno y del alcohol, y los indios son libres pero están hacinados en unos zoos para humanos llamados reservas y condenados a repetir su lamentable y sempiterna danza de la lluvia ante un grupo de turistas. Nadie es libre, hijo mío. Somos prisioneros de los demás y de nosotros mismos.
Mientras hablaba Barnaski, oí de pronto una sirena detrás de mí: me perseguía un coche de policía camuflado. Colgué y me detuve en el arcén, pensando que me daban el alto por utilizar el móvil mientras conducía. Pero del coche de policía surgió el sargento Gahalowood. Se acercó a mi ventanilla y me dijo:
—No me diga que se vuelve a Nueva York, escritor.
—¿Qué le hace pensar eso?
—Digamos que va usted de camino.
—Conducía sin pensar.
—Hum. ¿Instinto de supervivencia?
—No lo sabe usted bien. ¿Cómo me ha reconocido?
—Por si no se ha fijado, su nombre está escrito en rojo sobre el capó de su coche. No es momento de volver a casa, escritor.
—La casa de Harry ha ardido.
—Lo sé. Por eso estoy aquí. No puede usted volver a Nueva York.
—¿Por qué?
—Porque es usted un tipo con agallas. En toda mi carrera no había visto tanta tenacidad.
—Han saqueado mi libro.
—Pero todavía no ha escrito ese libro: ¡su destino está en sus manos! ¡Le queda todo por hacer! ¡Tiene usted el don de crear! ¡Así que póngase a trabajar y escriba una obra maestra! Es usted un luchador, escritor. Es usted un luchador y tiene un libro que escribir. ¡Tiene usted cosas que decir! Y además, si me lo permite, me ha puesto usted de mierda hasta el cuello. El fiscal está en la cuerda floja, y yo con él. Fui yo quien le dijo que había que arrestar a Harry de inmediato. Pensaba que, treinta y tres años después de los hechos, una detención sorpresa minaría su aplomo. Me equivoqué como un novato. Y después llegó usted, con sus zapatos de charol que cuestan un mes de mi salario. No voy a montarle una escena de amor aquí, al borde de la carretera, pero… no se vaya. Debemos cerrar este caso.
—No tengo sitio donde dormir. La casa se ha quemado…
—Acaban de soltarle un millón de dólares. Lo dice el periódico. Alquile una suite en un hotel de Concord. Comeré allí a cuenta suya. Me muero de hambre. En marcha, escritor. Tenemos tarea pendiente.
*
Durante toda la semana siguiente, no volví a poner un pie en Aurora. Me instalé en una suite del Regent’s, en el centro de Concord, donde me pasaba el día inmerso tanto en el caso como en mi libro. No tuve noticias de Harry salvo por intermediación de Roth, que me informó de que se había instalado en la habitación 8 del Sea Side Motel. Roth me dijo que Harry no quería verme más porque había ensuciado el nombre de Nola. Después añadió:
—En el fondo, ¿por qué tuvo que contar a toda la prensa que Nola era una especie de zorrita con complejos?
Intenté defenderme:
—¡Yo no conté nada de nada! Había escrito algunos borradores que entregué a esa rata de Roy Barnaski, que quería asegurarse de que mi trabajo progresaba. Luego se las arregló para difundirlos a la prensa haciendo creer que se los habían robado.
—Si usted lo dice…
—¡Pero si es la verdad, joder!
—En todo caso, enhorabuena. Yo no habría podido hacerlo mejor.
—¿Qué quiere decir?
—No hay nada como convertir a la víctima en culpable para desmontar una acusación.
—Harry ha sido liberado gracias al informe grafológico. Lo sabe usted mejor que yo.
—Bah, como ya le dije, Marcus, los jueces no son más que seres humanos. Lo primero que hacen por las mañanas mientras se toman el café es leer el periódico.
Roth, que a pesar de ser una persona bastante materialista no era demasiado antipático, intentó consolarme diciéndome que Harry estaba muy afectado por la destrucción de Goose Cove, pero que, en cuanto la policía echara el guante al culpable, se sentiría mucho mejor. En este sentido, la investigación disponía de una pista valiosa: al día siguiente del incendio, tras un registro minucioso de los alrededores de la casa, habían descubierto, en la playa, un bidón de gasolina escondido entre los matorrales, del que habían podido obtener una huella digital. Desgraciadamente, no se había encontrado ninguna correspondencia en los ficheros policiales, y Gahalowood consideraba que, sin más elementos, sería difícil encontrar al culpable. Según él, probablemente se trataba de un ciudadano de lo más honrado, sin antecedentes policiales, del que nunca se sospecharía. Sin embargo, consideraba que podía reducirse el círculo de sospechosos a alguien de la zona, alguien de Aurora que, habiendo cometido la acción en pleno día, se había apresurado a desembarazarse de una molesta prueba por miedo a ser reconocido por algún paseante.
Disponía de seis semanas para cambiar el curso de los acontecimientos y hacer de mi libro un buen libro. Había llegado la hora de luchar y de convertirme en el escritor que quería ser. Me dedicaba al texto por las mañanas, y por las tardes trabajaba en el caso con Gahalowood, que había transformado mi suite en un anexo de su despacho, utilizando a los botones del hotel para transportar cajas llenas de testimonios, informes, recortes de periódicos, fotos y archivos.
Retomamos toda la investigación desde el principio: releímos los informes policiales, estudiamos las declaraciones de todos los testigos de la época. Dibujamos un mapa de Aurora y sus alrededores y calculamos todas las distancias desde la casa de los Kellergan hasta Goose Cove y desde Goose Cove hasta Side Creek Lane. Gahalowood verificó personalmente todos los tiempos de trayecto, andando y en coche, y comprobó también los tiempos de intervención de la policía local en la época de los hechos, que resultaron ser muy rápidos.
—Resulta difícil sacar defectos del trabajo del jefe Pratt —me dijo—. La investigación se llevó a cabo con mucha profesionalidad.
—En cuanto a Harry, sabemos que no escribió el mensaje sobre su manuscrito —apunté—. Pero, entonces, ¿por qué enterraron a Nola en Goose Cove?
—Para quedarse tranquilos, quizás —sugirió Gahalowood—. Usted me dijo que Harry había ido diciendo a quien quisiera escucharle que se marchaba de Aurora por un tiempo.
—Exacto. Entonces, según usted, ¿el asesino sabía que Harry no estaba en casa?
—Es posible. Pero reconozca que es bastante sorprendente que, a su vuelta, Harry no se hubiese dado cuenta de que habían cavado un agujero cerca de su casa.
—No estaba en su estado normal —dije—. Se sentía inquieto, destrozado. Seguía esperando a Nola. Es lógico que no se fijase en un poco de tierra removida, sobre todo en Goose Cove: en cuanto llueve un poco, la tierra se convierte en barro.
—En último término, le doy la razón. Así pues, el asesino sabe que nadie irá a molestarle. Y si alguna vez encuentran el cadáver, ¿quién será el acusado?
—Harry.
—¡Bingo, escritor!
—Pero, entonces, ¿por qué esa nota? —pregunté—. ¿Por qué escribir Adiós, mi querida Nola?
—Ésa es la pregunta del millón, escritor. Bueno, sobre todo para usted, si me permite decirlo.
Nuestro principal problema era que nuestras pistas se dispersaban en todas direcciones. Varias preguntas importantes permanecían en suspenso, y Gahalowood las anotaba en enormes hojas de papel.
• Elijah Stern
¿Por qué paga a Nola para que la pinten?
¿Cuál es su móvil para matarla?
• Luther Caleb
¿Por qué pinta a Nola? ¿Por qué ronda por Aurora?
¿Cuál es su móvil para matar a Nola?
• David y Louisa Kellergan
¿Pegaron a su hija demasiado fuerte?
¿Por qué ocultan la tentativa de suicidio de Nola y su fuga a Martha’s Vineyard?
• Harry Quebert
¿Es culpable?
• Jefe Gareth Pratt
¿Por qué Nola mantuvo una relación con él?
Móvil: ¿amenazó Nola con contarlo?
• Tamara Quinn afirma que la nota robada a Harry desapareció. ¿Quién la cogió en la oficina del Clark’s?
• ¿Quién escribió las cartas anónimas a Harry? ¿Quién sabe la verdad desde hace treinta y tres años y no ha dicho nada?
• ¿Quién ha prendido fuego a Goose Cove? ¿Quién está interesado en que la investigación no tenga resultado?
La tarde en que Gahalowood clavó esos carteles en una pared de mi suite, lanzó un largo suspiro, lleno de desesperanza.
—Cuanto más avanzamos, menos claro lo veo —me dijo—. Creo que existe un elemento central que relaciona a toda esa gente y esos acontecimientos. ¡Ésa es la clave de la investigación! Si encontramos el vínculo, tendremos al culpable.
Se hundió en un sillón. Eran las siete y ya no tenía fuerzas para pensar. Como había hecho todos los días anteriores a la misma hora, me preparé para continuar lo que había empezado a hacer: volver a boxear. Había encontrado una sala a un cuarto de hora en coche y había decidido realizar mi gran vuelta al ring. Había ido todas las tardes desde mi llegada al Regent’s, después de que el conserje del hotel me recomendara ese club, donde él mismo practicaba.
—¿Adónde va usted así? —me preguntó Gahalowood.
—A boxear. ¿Quiere venir conmigo?
—Claro que no.
Metí mis cosas en una bolsa y me despedí.
—Quédese el tiempo que quiera, sargento. Sólo tiene que cerrar la puerta cuando se vaya.
—No se preocupe por eso, me han dado una tarjeta de la habitación. ¿De verdad va usted a boxear?
—Sí.
Dudó un momento, y después, cuando me disponía a atravesar el umbral de la puerta, me llamó.
—Espere, escritor, al final le acompaño.
—¿Qué le ha hecho cambiar de opinión?
—La tentación de darle una paliza. ¿Por qué le gusta tanto el boxeo, escritor?
—Es una larga historia, sargento.
El jueves 17 de julio fuimos a visitar a Neil Rodik, el capitán de policía que había codirigido la investigación en 1975. Ya tenía ochenta y cinco años y se movía en silla de ruedas. Vivía en una residencia de ancianos al borde del mar. Todavía recordaba la siniestra búsqueda de Nola. Decía que había sido el caso de su vida.
—¡El caso de la chiquilla que desapareció fue una auténtica locura! —exclamó—. Una mujer la había visto salir del bosque, ensangrentada. Fue a llamar a la policía y la chiquilla desapareció para siempre. Lo que a mí siempre me sorprendió fue esa historia de la música que ponía el reverendo Kellergan. Nunca dejé de darle vueltas a ese asunto. Además, siempre me pregunté cómo no pudo darse cuenta de que su hija había sido secuestrada.
—Así pues, según usted, ¿fue un secuestro? —preguntó Gahalowood.
—Es difícil afirmarlo. Faltaron pruebas. ¿Podía la chiquilla estar paseando fuera y que un maniaco la recogiese en su camioneta? Sí, claro.
—¿No recordará por casualidad el tiempo que hacía durante la búsqueda?
—Las condiciones meteorológicas eran deplorables, llovía, había una espesa bruma. ¿Por qué me hace esa pregunta?
—Para saber si Harry Quebert pudo no darse cuenta de que habían excavado en su jardín.
—No es imposible. La propiedad es inmensa. ¿Tiene usted jardín, sargento?
—Sí.
—¿De qué tamaño?
—Pequeño.
—¿Considera que sería posible que alguien hiciese un agujero de tamaño modesto en su ausencia y que no se diese cuenta de ello inmediatamente?
—Es posible, en efecto.
En el camino de vuelta a Concord, Gahalowood me preguntó lo que pensaba.
—Creo que el manuscrito prueba que Nola no fue secuestrada en su casa —dije—. Se marchó a ver a Harry. Se habían citado en ese motel, huyó discretamente de su casa con la única cosa importante: el libro de Harry, que tenía en su poder. Fue secuestrada por el camino.
Gahalowood esbozó una sonrisa.
—Creo que empieza a gustarme esa idea —dijo—. Huye de su casa, lo que explica que nadie oyese nada. Camina por la federal 1 para ir hasta el Sea Side Motel. Y en ese momento es secuestrada. O recogida al borde de la carretera por alguien en quien confiaba. Mi querida Nola, escribió el asesino. La conocía. Se ofrece a llevarla. Y después, empieza a tocarla. Quizás aparca en el arcén y le mete la mano debajo de la falda. Ella se resiste: él la golpea y le dice que se esté quieta. Pero no ha cerrado la puerta del coche y ella consigue huir. Intenta esconderse en el bosque, pero ¿quién vive al lado de la federal 1 y del bosque de Side Creek?
—Deborah Cooper.
—¡Exacto! El agresor persigue a Nola, dejando el coche al borde de la carretera. Deborah Cooper los ve y llama a la policía. Mientras tanto, el agresor atrapa a Nola en el lugar donde encontraron la sangre y el pelo; ella se defiende, él la golpea con fuerza. Quizás incluso abusa de ella. De pronto llega la policía: el agente Dawn y el jefe Pratt empiezan a registrar el bosque y se acercan poco a poco a ellos. Entonces se lleva a Nola a lo más profundo, pero ella consigue escapar y llegar hasta la casa de Deborah Cooper, donde se refugia. Dawn y Pratt prosiguen su registro del bosque. Están demasiado lejos para darse cuenta de nada. Deborah Cooper acoge a Nola en su cocina y se apresura a ir al salón a llamar a la policía. Cuando vuelve, el agresor está allí; ha entrado en la casa para atrapar a Nola. Acaba con Cooper de un balazo en el corazón y se lleva a Nola. La arrastra hasta el coche y la introduce en el maletero. Quizás sigue viva, pero probablemente está inconsciente: ha perdido mucha sangre. En ese momento se cruza con el coche del ayudante del sheriff. Empieza la persecución. Tras haber conseguido despistar a la policía, se oculta en Goose Cove. Sabe que el lugar está desierto, que nadie vendrá a molestarle allí. La policía le busca más arriba, en la carretera de Montburry. Deja su coche en Goose Cove, con Nola dentro; quizás incluso lo esconde en el garaje. Después baja a la playa y vuelve caminando a Aurora. Sí, estoy seguro de que nuestro hombre vive en Aurora: conocía los caminos, conocía el bosque, sabía que Harry no estaba. Lo sabe todo. Vuelve a su casa sin que nadie se dé cuenta. Se ducha, se cambia, y después, cuando la policía llega al domicilio de los Kellergan, donde el padre acaba de anunciar la desaparición de su hija, se une a la multitud de curiosos en Terrace Avenue y se mezcla con ellos. Por eso nunca encontraron al asesino, porque, cuando todo el mundo estaba buscándolo en los alrededores de Aurora, él estaba en medio de toda la agitación, en el centro de Aurora.
—Dios mío —exclamé—. Entonces ¿estaba allí?
—Sí. Creo que en todo ese tiempo él estuvo precisamente allí. En mitad de la noche, le bastará con volver a Goose Cove pasando por la playa. Me imagino que a esas horas Nola estará ya muerta. Entonces la entierra en la propiedad, al pie del bosque, allí donde nadie se dará cuenta de que han removido la tierra. Después recupera su coche y lo deja a buen recaudo en su propio garaje, de donde no saldrá durante algún tiempo para no despertar sospechas. El crimen era perfecto.
Me quedé sin palabras ante esa demostración.
—¿Qué nos dice todo eso sobre nuestro sospechoso?
—Que era un hombre solo. Alguien que pudo actuar sin que nadie se hiciese preguntas ni se extrañase de que no quisiera sacar el coche del garaje. Alguien que tenía un Chevrolet Monte Carlo negro.
Me dejé llevar por la excitación:
—¡Basta con saber quién poseía un Chevrolet negro en Aurora en aquella época y tendremos a nuestro hombre!
Gahalowood calmó inmediatamente mis ardores:
—Pratt también lo pensó en aquel momento. Pratt pensó en todo. En su informe figura la lista de propietarios de Chevrolets en Aurora y los alrededores. Visitó a todos ellos y todos tenían coartadas sólidas. Todos excepto uno: Harry Quebert.
Otra vez Harry. Siempre llegábamos a Harry. Cada criterio adicional que definíamos para desenmascarar al asesino, él lo cumplía.
—¿Y Luther Caleb? —pregunté con un halo de esperanza—. ¿Qué coche tenía?
Gahalowood negó con la cabeza:
—Un Mustang azul —dijo.
Suspiré.
—Según usted, sargento, ¿qué debemos hacer ahora?
—Está la hermana de Caleb, a la que todavía no hemos interrogado. Creo que ha llegado el momento de hacerle una visita. Es la única pista que no hemos explorado en profundidad.
Esa noche, después del boxeo, me armé de valor y fui hasta el Sea Side Motel. Eran cerca de las nueve y media de la noche. Harry estaba sentado en una silla de plástico delante de la habitación 8, bebiendo una lata de refresco y aprovechando el buen tiempo que hacía. No dijo nada al verme; por primera vez, me sentí incómodo en su presencia.
—Necesitaba verle, Harry. Decirle cuánto siento toda esta historia…
Me hizo una señal para que me sentara en una silla a su lado.
—¿Un refresco? —propuso.
—Sí, gracias.
—La máquina está al final del pasillo.
Sonreí y fui a buscar una Coca-Cola Light. Al volver, dije:
—Es lo mismo que me dijo la primera vez que estuve en Goose Cove. Era mi primer año en la universidad. Había hecho limonada, me preguntó si quería, respondí que sí y me contestó que fuese a servirme al frigorífico.
—Fue una hermosa época.
—Sí.
—¿Qué ha cambiado, Marcus?
—Nada. Todo, pero nada. Todos hemos cambiado, el mundo ha cambiado. El World Trade Center se ha derrumbado, Estados Unidos ha entrado en guerra… Pero lo que siento por usted no ha cambiado. Sigue siendo mi Maestro. Sigue siendo Harry.
—Lo que ha cambiado, Marcus, es el combate entre maestro y alumno.
—Nosotros no combatimos.
—Y sin embargo, sí lo hacemos. Yo le enseñé a escribir libros, y mire lo que me hacen sus libros: me perjudican.
—Nunca quise perjudicarle, Harry. Encontraremos al que quemó Goose Cove, se lo prometo.
—¿Y eso me devolverá los treinta años de recuerdos que acabo de perder? ¡Toda mi vida desvanecida! ¿Por qué contó esas cosas horribles sobre Nola?
No respondí. Permanecimos en silencio un instante. A pesar de la débil luz de los apliques, vio las marcas que había dejado en mis puños la repetición de golpes en los sacos de boxeo.
—Sus manos —dijo—. ¿Ha vuelto a boxear?
—Sí.
—Coloca usted mal los golpes. Ése ha sido siempre su defecto. Golpea bien, pero deja siempre la falange del corazón sobresalir demasiado y eso hace que roce en el momento del impacto.
—Vamos a boxear —propuse.
—Si quiere.
Fuimos al aparcamiento. No había nadie, nos quitamos las camisas. Había adelgazado mucho. Me contempló:
—Es usted muy guapo, Marcus. ¡Márchese y cásese, por Dios! ¡Márchese y viva!
—Tengo un caso que cerrar.
—¡Al diablo su caso!
Nos pusimos frente a frente e intercambiamos golpes amortiguados; uno pegaba y el otro debía mantener la guardia en alto y protegerse. Harry golpeaba con sequedad.
—¿No quiere saber quién mató a Nola? —pregunté.
Se detuvo en seco.
—¿Lo sabe?
—No. Pero las pistas se van concretando. El sargento Gahalowood y yo vamos a ver mañana a la hermana de Luther Caleb. En Portland. Y todavía nos queda gente a la que interrogar en Aurora.
Suspiró:
—Aurora… Desde que salí de la cárcel, no he vuelto a ver a nadie. El otro día me quedé un momento delante de la casa destruida. Un bombero me dijo que podía entrar, recogí algunas cosas y vine andando hasta aquí. No he vuelto a moverme. Roth se ocupa de los seguros y de todo lo necesario. Ya no puedo ir a Aurora. Ya no puedo mirar a esa gente de frente y decirles que amaba a Nola y que escribí un libro para ella. Ni siquiera puedo mirarme a la cara. Roth dice que su libro va a titularse El caso Harry Quebert.
—Es cierto. Es un libro que cuenta que su libro es un libro muy hermoso. ¡Adoro Los orígenes del mal! ¡Es el libro que me impulsó a convertirme en escritor!
—¡No diga eso, Marcus!
—¡Es la verdad! Es probablemente el libro más hermoso que haya leído nunca. ¡Y usted mi escritor preferido!
—¡Por amor de Dios, cállese!
—Quiero escribir un libro para defender el suyo, Harry. Cuando me enteré de que lo había escrito para Nola, primero me quedé estupefacto, es cierto. Y después lo volví a leer. ¡Es una novela magnífica! ¡Lo cuenta usted todo! Sobre todo al final. Cuenta la pena con la que cargará siempre. No puedo dejar que la gente ensucie ese libro, porque ese libro me ha construido. El episodio de la limonada, ya sabe, durante mi primera visita a su casa: cuando abrí ese frigorífico, ese frigorífico vacío, comprendí su soledad. Y ese día lo entendí: Los orígenes del mal es un libro sobre la soledad. Usted escribió sobre la soledad de una forma espectacular. ¡Es usted un escritor grandioso!
—¡Déjelo ya, Marcus!
—¡El final de su libro es tan bonito! Renuncia usted a Nola: ha desaparecido para siempre, usted lo sabe, y a pesar de todo la sigue esperando… Mi única pregunta, ahora que he comprendido de verdad su libro, se refiere al título. ¿Por qué dio un título tan sombrío a un libro tan hermoso?
—Es complicado, Marcus.
—Pero estoy aquí para comprender…
—Es demasiado complicado…
Nos miramos fijamente, frente a frente, en posición de defensa, como dos guerreros. Terminó diciendo:
—No sé si podré perdonarle, Marcus…
—¿Perdonarme? ¡Pero si voy a reconstruir Goose Cove! ¡Lo pagaré todo! ¡Con el dinero de mi libro reconstruiremos una casa! ¡No puede dinamitar así nuestra amistad!
Se puso a llorar.
—No lo entiende, Marcus. ¡No es culpa suya! Nada es su culpa, y sin embargo, no puedo perdonarle.
—Pero ¿perdonarme qué?
—No puedo decírselo. No lo comprendería…
—¡Pero bueno, Harry! ¿A qué vienen esas adivinanzas? ¿Qué demonios está pasando?
Se secó las lágrimas del rostro con el dorso de la mano.
—¿Recuerda usted mi consejo? —preguntó—. Cuando era usted mi alumno, un día le dije: no escriba nunca un libro si no conoce el final.
—Sí, lo recuerdo bien. Lo recordaré siempre.
—El final de su libro ¿cómo es?
—Es un final bonito.
—¡Pero si al final ella muere!
—No, el libro no acaba con la muerte de la protagonista. Pasan cosas bonitas después.
—¿Cuáles?
—El hombre que la espera durante treinta años empieza a vivir de nuevo.