11 de agosto de 1975

—¡Harry! ¡Mi querido Harry!

Nola entró en la casa corriendo, con el manuscrito en sus manos. Era muy pronto, ni siquiera habían dado las nueve. Harry estaba en su despacho, revolviendo montones de folios. Nola apareció en la puerta y blandió la carpeta que contenía el precioso documento.

—¿Dónde estaba? —preguntó Harry, molesto—. ¿Dónde diablos tenías ese maldito manuscrito?

—Perdón, Harry. Mi querido Harry… No te enfades conmigo. Lo cogí ayer por la noche, estabas dormido y me lo llevé a casa para leerlo… No debí hacerlo, pero… ¡es tan bonito! ¡Es extraordinario! ¡Es tan bonito!

Le entregó las hojas, sonriente.

—Entonces ¿te ha gustado?

—¿Que si me ha gustado? —exclamó—. ¿Me preguntas que si me ha gustado? ¡Me ha encantado! Es la cosa más bonita que he leído en mi vida. ¡Eres un escritor excepcional! ¡Ese libro es un libro importantísimo! Te vas a hacer famoso, Harry. ¿Me oyes? ¡Famoso!

Al decir eso, empezó a bailar; bailó por el pasillo, bailó hasta el salón, bailó en la terraza. Bailaba de alegría, era tan feliz. Preparó la mesa sobre la terraza. Le secó el rocío, la cubrió con un mantel y organizó su espacio de trabajo, con sus bolígrafos, sus cuadernos, sus borradores y algunas piedras recogidas cuidadosamente en la playa que le servían de pisapapeles. Después trajo café, gofres, galletas y fruta, y colocó un cojín sobre la silla para que estuviese cómodo. Nola se aseguraba de que todo fuese perfecto para que Harry pudiese trabajar en las mejores condiciones. Una vez instalado, se encargaba de la casa. Limpiaba, preparaba la comida: se ocupaba de todo para que él sólo tuviera que concentrarse en la escritura. Su escritura y nada más. A medida que avanzaba en su manuscrito, ella lo releía, hacía algunas correcciones y después lo pasaba a limpio con su Remington, trabajando con la pasión y la devoción de la más fiel de las secretarias. Sólo cuando había terminado todas sus tareas, se permitía sentarse cerca de Harry —no demasiado para no molestarle— y le miraba escribir, feliz. Era la mujer del escritor.

Ese día se marchó poco antes del mediodía. Como hacía siempre que lo dejaba solo, recitó sus consignas:

—Te he preparado unos sándwiches. Están en la cocina. Hay té helado en el frigorífico. Es importante que comas bien. Y descansa un poco. Si no, te dolerá la cabeza. Ya sabes lo que pasa cuando trabajas demasiado, mi querido Harry: te atacan esas espantosas migrañas que te vuelven tan irritable.

Le rodeó con sus brazos.

—¿Volverás más tarde? —preguntó Harry.

—No, Harry. Estoy ocupada.

—¿Ocupada en qué? ¿Por qué te vas tan pronto?

—Ocupada y punto. Las mujeres debemos guardar cierto misterio. Lo he leído en una revista.

Harry sonrió.

—Nola…

—¿Sí?

—Gracias.

—¿Por qué, Harry?

—Por todo. Yo… estoy escribiendo un libro. Y es gracias a ti que lo estoy consiguiendo.

—Harry, querido, eso es lo que quiero hacer en mi vida: ocuparme de ti, estar aquí por ti, ayudarte con tus libros, fundar una familia contigo. ¡Imagínate lo felices que seremos juntos! ¿Cuántos hijos quieres, Harry?

—¡Por lo menos tres!

—¡Sí! ¡Incluso cuatro! Dos niños y dos niñas, para que no haya demasiadas peleas. ¡Quiero convertirme en la señora Nola Quebert! ¡La mujer más orgullosa de su marido del mundo!

Se fue. Bordeando el camino de Goose Cove, llegó hasta la federal 1. Tampoco ese día se dio cuenta de que una silueta la espiaba, oculta en la espesura.

Necesitó treinta minutos para llegar a Aurora a pie. Hacía ese camino dos veces al día. Al llegar a la ciudad, giró por la calle principal y continuó hasta la plaza donde la esperaba Nancy Hattaway, como habían convenido.

—¿Por qué en la plaza y no en la playa? —se quejó Nancy al verla—. ¡Hace mucho calor!

—Tengo una cita esta tarde…

—¿Cómo? ¡No, no me digas que vas a ver a Stern otra vez!

—¡No pronuncies su nombre!

—¿Me has vuelto a llamar para que te sirva de coartada?

—Venga, te lo suplico, cúbreme…

—¡Pero si te cubro todo el tiempo!

—Una vez más. Sólo una vez. Por favor.

—¡No vayas! —suplicó Nancy—. No vayas a casa de ese tipo, ¡eso tiene que parar! Tengo miedo por ti. ¿Qué hacéis juntos? Tenéis sexo, ¿verdad? ¿Es eso?

Nola la miró con expresión dulce y tranquilizadora:

—No te preocupes, Nancy. Sobre todo, no te preocupes. Me cubrirás, ¿verdad? Prométeme que me cubrirás: sabes lo que pasará si se enteran de que miento. Sabes lo que me harán en casa…

Nancy suspiró, resignada:

—Muy bien. Me quedaré aquí hasta que vuelvas. Pero no más tarde de las seis y media, si no mi madre se enfadará.

—De acuerdo. Y si te preguntan, ¿qué hemos hecho?

—Hemos estado aquí charlando toda la tarde —repitió Nancy con voz de autómata—. ¡Pero estoy harta de mentir por ti! —gimió—. ¿Por qué haces eso? ¿Eh?

—¡Porque le quiero! ¡Le quiero tanto! ¡Haría cualquier cosa por él!

—Puaj, qué asco me da. No quiero pensarlo siquiera.

Un Mustang azul apareció por una de las calles que bordeaban la plaza y se detuvo a su lado. Nola lo vio.

—Ahí está —dijo—. Tengo que irme. Hasta luego, Nancy. Eres una amiga de verdad.

Se dirigió rápidamente al coche y se metió en él. «Hola, Luther», le dijo al chófer sentándose en el asiento de atrás. El coche arrancó inmediatamente y desapareció sin que nadie, aparte de Nancy, se diese cuenta del extraño acontecimiento que acababa de producirse.

Una hora más tarde, el Mustang llegó a la explanada de la mansión de Elijah Stern, en Concord. Luther condujo a la joven al interior. Nola conocía el camino hasta la habitación.

—Deznúdate —le conminó amablemente Luther—. Voy a avizad al zeñod Ztern de que haz llegado.

*

12 de agosto de 1975

Como todas las mañanas desde el viaje a Martha’s Vineyard, desde que había encontrado su inspiración, Harry se levantaba al alba y salía a correr antes de ponerse a trabajar.

Como todas las mañanas, llegó corriendo hasta Aurora. Y como todas las mañanas, se detuvo en la marina para hacer series de flexiones. No habían dado las seis. La ciudad dormía. Había evitado pasar delante del Clark’s: era la hora de apertura y no quería arriesgarse a cruzarse con Jenny. Era una chica formidable, no se merecía la forma en que la trataba. Permaneció un instante contemplando el océano, bañado de los improbables colores del amanecer. Se sobresaltó cuando oyó pronunciar su nombre:

—¿Harry? ¿Así que es cierto? ¿Te levantas tan temprano para ir a correr?

Se volvió: era Jenny, con el uniforme del Clark’s. Se acercó e intentó abrazarle, torpemente.

—Es que me gusta ver el amanecer —dijo.

Jenny sonrió. Pensó que si iba hasta allí, es que quizás la amaba un poco.

—¿Quieres pasarte por el Clark’s a tomar un café? —propuso.

—Gracias, pero no quiero romper mi ritmo…

Jenny ocultó su decepción.

—Al menos, podríamos sentarnos un momento.

—No quiero entretenerme mucho.

Jenny puso expresión triste:

—¡Es que no he tenido noticias tuyas desde hace días! Ya no vienes al Clark’s…

—Lo siento. Estaba muy ocupado con mi libro.

—¡Pero hay otras cosas en la vida además de los libros! Ven a verme de vez en cuando, me encantaría. Te prometo que mamá no se enfadará contigo. No debió obligarte a pagar toda tu cuenta de una sola vez.

—No pasa nada.

—Tengo que ir a trabajar, abrimos a las seis. ¿Estás seguro de que no quieres un café?

—Estoy seguro, gracias.

—¿Te veré quizás más tarde?

—No, no lo creo.

—Si vienes aquí todas las mañanas, podría esperarte en la marina… En fin, si quieres. Sólo para saludarte.

—No te molestes.

—De acuerdo. En todo caso, hoy trabajo hasta las tres. Si quieres venir a escribir… No te molestaré, te lo prometo. Espero que no estés enfadado porque haya ido al baile con Travis… No estoy enamorada de él, ¿sabes? Es sólo un amigo. Yo… quería decirte que… Harry, te quiero. Te quiero como nunca había querido a nadie.

—No digas eso, Jenny…

El reloj del ayuntamiento dio las seis de la mañana: Jenny llegaba tarde. Besó a Harry en la mejilla y se fue corriendo. No debió decirle que le quería, se arrepintió enseguida. Se sintió tonta. Al subir la calle de camino al Clark’s, se volvió para hacerle una seña con la mano, pero había desaparecido. Pensó que, si se pasaba por el Clark’s, querría decir que la amaba un poco, que no todo estaba perdido. Aceleró el paso, pero justo antes de llegar al final de la cuesta, una sombra larga y retorcida surgió de detrás de una valla y le cerró el camino. Jenny, sorprendida, soltó un grito. Después reconoció a Luther.

—¡Luther! ¡Qué susto me has dado!

Una farola iluminó el rostro deforme y el poderoso cuerpo.

—¿Quién ez éze?… ¿Qué quiede?

—Nada, Luther…

La agarró del brazo con fuerza.

—No… no… ¡no te díaz de mí! ¿Qué quiede?

—¡Es un amigo! ¡Suéltame, Luther! ¡Me estás haciendo daño! ¡Suéltame o grito!

La soltó y preguntó:

—¿Haz penzado en mi popozizión?

—¡La respuesta es no, Luther! ¡No quiero que me pintes! ¡Déjame pasar! O diré que me estás acosando y te meterás en problemas.

Luther desapareció corriendo en la penumbra, sin decir nada más, como un animal enloquecido. Jenny estaba asustada y se echó a llorar. Se fue al restaurante a toda prisa y, antes de cruzar la puerta de entrada, se secó los ojos para que su madre, que ya estaba allí, no se diese cuenta de nada.

Harry había reanudado su carrera, atravesando por completo la ciudad para llegar a la federal 1 y volver a Goose Cove. Pensaba en Jenny, no debía darle falsas esperanzas. Esa chica le daba mucha pena. Cuando llegó a la intersección con la carretera, sus piernas le abandonaron; los músculos se habían enfriado en la marina, sintió que iba a sufrir calambres y estaba solo en una carretera desierta. Se arrepintió de haber llegado hasta Aurora, era impensable que volviera a Goose Cove corriendo. En ese instante, un Mustang azul que no había visto se detuvo a su altura. El conductor bajó la ventanilla y Harry reconoció a Luther Caleb.

—¿Nezezita ayuda?

—He corrido demasiado… Creo que me he hecho daño.

—Zuba. Le llevadé.

—Es una suerte haberme cruzado con usted —dijo Harry instalándose en el asiento del acompañante—. ¿Qué está haciendo en Aurora tan temprano?

Caleb no respondió: condujo a su pasajero a Goose Cove sin pronunciar una sola palabra. Tras haber dejado a Harry en su casa, el Mustang deshizo el camino, pero en lugar de dirigirse hacia Concord, giró a la izquierda, en dirección a Aurora, hasta llegar a un pequeño sendero forestal sin salida. Caleb dejó el coche escondido entre los pinos y después, con paso ágil, atravesó las hileras de árboles y se escondió en la espesura cerca de la casa. Eran las seis y cuarto. Se apoyó en un tronco y esperó.

Sobre las nueve, Nola llegó a Goose Cove para ocuparse de su enamorado.

*

13 de agosto de 1975

—Compréndalo, doctor Ashcroft, siempre hago lo mismo, y luego me arrepiento.

—¿Qué es lo que le sucede?

—No lo sé. Es como si saliese de mí a mi pesar. Una especie de impulso, no puedo evitarlo. Y luego me siento muy mal. ¡Me siento tan mal! Pero no puedo evitarlo.

El doctor Ashcroft miró fijamente a Tamara Quinn durante un instante, después le preguntó:

—¿Se ve capaz de decir a la gente lo que siente por ellos?

—Pues… No. No lo digo nunca.

—¿Por qué?

—Porque lo saben.

—¿Está usted segura?

—¡Por supuesto!

—¿Y cómo lo saben si usted no se lo dice?

Se encogió de hombros:

—No lo sé, doctor…

—¿Sabe su familia que viene a verme?

—No. ¡Claro que no! Eso… eso no es cosa suya.

El doctor asintió con la cabeza.

—¿Sabe, señora Quinn? Debería escribir lo que siente. A veces, escribir calma.

—Si lo hago, lo escribo todo. Desde que lo comentamos, escribo en un cuaderno que guardo cuidadosamente.

—¿Y eso la ayuda?

—No lo sé. Un poco, sí. Eso creo.

—Hablaremos la semana que viene. Ya es la hora.

Tamara Quinn se levantó y se despidió del médico con un apretón de manos. Luego abandonó la consulta.

*

14 de agosto de 1975

Eran cerca de las once. Desde muy temprano, instalada en la terraza de la casa de Goose Cove, Nola mecanografiaba aplicadamente las hojas manuscritas con su Remington mientras, frente a ella, Harry proseguía su trabajo de escritura. «¡Qué bueno! —se entusiasmaba a medida que descubría las palabras—. ¡Es realmente bueno!». A modo de respuesta, Harry sonreía, se sentía repleto de una inspiración eterna.

Hacía calor. Nola se dio cuenta de que Harry ya no tenía nada de beber y dejó un instante la terraza para ir a preparar té helado en la cocina. Apenas entró en el interior de la casa, un visitante apareció en la terraza: Elijah Stern.

—¡Harry Quebert, trabaja usted demasiado! —exclamó Stern con voz atronadora sobresaltando a Harry, que no le había oído llegar y que se sintió invadido por un tremendo pánico: nadie debía ver a Nola allí.

—¡Elijah Stern! —gritó Harry lo más fuerte que pudo para que Nola lo oyese y permaneciese en la casa.

—¡Harry Quebert! —repitió aún más fuerte Stern, que no comprendía por qué Harry gritaba así—. He llamado a la puerta, pero no ha contestado nadie. Como he visto su coche, pensé que quizás estaría en la terraza, y me he permitido rodear la casa.

—¡Ha hecho usted muy bien! —exclamó Harry a voz en grito.

Stern vio las hojas, y después la Remington al otro lado de la mesa.

—¿Escribe y mecanografía al mismo tiempo? —preguntó con curiosidad.

—Sí. Esto… escribo varias páginas a la vez.

Stern se derrumbó sobre una silla. Estaba sudando.

—¿Varias páginas a la vez? Es usted un escritor genial, Harry. Andaba por la zona y pensé que podría pasarme por Aurora. Estupenda ciudad. Dejé el coche en la calle principal y me fui a dar un paseo. Y así llegué hasta aquí. La costumbre, sin duda.

—Esta casa, Elijah…, es increíble. Es un lugar fabuloso.

—Me siento muy feliz de que haya podido quedarse.

—Gracias a su generosidad. Le debo todo.

—No quiero que me lo agradezca, no me debe nada.

—Un día, tendré suficiente dinero y le compraré la casa.

—Me parece bien, Harry, muy bien. Se lo deseo sinceramente. Estaría encantado de que reviviera con usted. Perdóneme, estoy empapado de sudor, me muero de sed.

Harry, nervioso, miraba hacia la cocina, esperando que Nola los hubiese oído y no se mostrara. Debía encontrar sin falta una forma de librarse de Stern.

—Por desgracia, aparte de agua, no tengo nada que ofrecerle…

Stern se echó a reír:

—Venga, amigo mío, no se preocupe… Estaba seguro de que no habría nada de comer ni beber en su casa. Y eso es lo que me preocupa: escribir está bien, ¡pero no se descuide! Ha llegado la hora de que se case, de tener a alguien que se ocupe de usted. ¿Sabe? Lléveme a la ciudad y allí le invito a comer, eso nos dará la oportunidad de charlar un poco, si le apetece, claro.

—¡Por supuesto! —respondió Harry, aliviado—. ¡Estaré encantado! Buena idea. Déjeme ir a por las llaves del coche.

Entró en la casa. Al pasar por delante de la cocina, encontró a Nola, escondida bajo la mesa. Le regaló una sonrisa magnífica y cómplice, poniéndose un dedo en los labios. Harry le devolvió la sonrisa y salió fuera con Stern.

Montaron en el Chevrolet y fueron hasta el Clark’s. Se instalaron en la terraza, donde pidieron huevos, tostadas y tortitas. Los ojos de Jenny brillaron al ver a Harry. Hacía tanto tiempo que no venía.

—Qué cosas —dijo Stern—. Créame que sólo quería dar un paseo, y de pronto me encontré en Goose Cove. Es como si el paisaje me hubiese empujado a ello.

—La costa entre Aurora y Goose Cove es maravillosa —respondió Harry—. No me canso de ella.

—¿La recorre a menudo?

—Casi todas las mañanas. La bordeo corriendo. Es una buena forma de empezar la jornada. Me despierto al amanecer y corro mientras se levanta el sol. Es una sensación estupenda.

—Mi querido amigo, es usted un atleta. Me gustaría tener su disciplina.

—Un atleta, no sé. Antes de ayer, por ejemplo, cuando tuve que volver a Aurora, me dieron unos calambres terribles. No podía avanzar. Por suerte, me crucé con su chófer. Me llevó amablemente a casa.

A Stern se le escapó una sonrisa crispada.

—¿Luther estaba aquí antes de ayer por la mañana? —preguntó.

Jenny los interrumpió para servir café y desapareció inmediatamente.

—Sí —prosiguió Harry—. A mí también me extrañó verle en Aurora tan temprano. ¿Vive por aquí?

Stern intentó eludir la pregunta.

—No, vive en mi propiedad. Dispongo de un anexo para mis empleados. Pero a él le gusta esta zona. Debo decir que Aurora es preciosa con las luces del alba.

—¿No me dijo usted que se ocupaba de los rosales de Aurora? Porque no lo he visto nunca…

—Pero las plantas siguen magníficas, ¿no? Eso es que es muy discreto.

—Pero yo paso mucho tiempo en casa… De hecho, estoy casi siempre.

—Luther es extremadamente discreto.

—Me preguntaba qué le pasó. Su forma de hablar es tan extraña…

—Un accidente. Una vieja historia. Es una bella persona, ¿sabe?… A veces puede asustar, pero en el fondo es muy buena persona.

—No lo dudo.

Jenny volvió para traerles más café, a pesar de que las tazas seguían llenas. Colocó el servilletero, rellenó el salero y cambió la botella de ketchup. Sonrió a Stern e hizo una seña a Harry antes de desaparecer en el interior.

—¿Avanza con su libro? —preguntó Stern.

—Estoy avanzando mucho. Gracias de nuevo por dejarme disponer de la casa. Me siento muy inspirado.

—Inspirado por esa chica, sobre todo —sonrió Stern.

—¿Cómo dice? —respondió Harry, atragantándose.

—Soy muy bueno adivinando este tipo de cosas. Se la está tirando, ¿eh?

—¿Co… cómo dice?

—Vamos, no ponga usted esa cara, amigo mío. No hay nada de malo en ello. Jenny, la camarera, se la está tirando, ¿verdad? Porque no hay más que ver su comportamiento desde que llegamos aquí: uno de los dos se la está tirando. Y como sé que no soy yo, he deducido que es usted. ¡Ja, ja, ja! Hace bien. Bonita chica. Mire lo perspicaz que soy.

Quebert se esforzó por reír, aliviado.

—Jenny y yo no estamos juntos —dijo—. Digamos que sólo flirteamos un poco. Es una buena chica, pero, si quiere que le diga la verdad, me aburro un poco con ella… Me gustaría encontrar a alguien de quien estuviera muy enamorado, alguien especial, alguien… diferente.

—Bah, no me preocupo por usted. Acabará encontrando su media naranja, la que le haga feliz.

Mientras Harry y Stern comían, Nola volvía a su casa por la federal 1, azotada por el sol, transportando su máquina de escribir. Un coche llegó por detrás y se detuvo a su altura. Era el jefe Pratt, al volante de un vehículo de la policía de Aurora.

—¿Dónde vas con esa máquina de escribir? —preguntó, algo divertido.

—Vuelvo a casa, jefe.

—¿Andando? ¿De dónde demonios vienes? No importa. Sube, te llevo.

—Gracias, jefe Pratt, pero prefiero caminar.

—No seas ridícula. Hace un calor de muerte.

—No, gracias, jefe.

El jefe Pratt cambió repentinamente a un tono agresivo.

—¿Por qué no quieres que te lleve? ¡Sube, te digo! ¡Sube!

Nola acabó aceptando y Pratt hizo que se sentara en el asiento del acompañante, a su lado. Pero en lugar de continuar en dirección a la ciudad, dio media vuelta y partió en dirección contraria.

—¿Adónde vamos, jefe? Aurora está del otro lado.

—No te preocupes, pequeña. Sólo te voy a enseñar algo bonito. No estás asustada, ¿verdad? Quiero enseñarte el bosque, es un sitio muy bonito. Quieres ver un sitio bonito, ¿no? A todo el mundo le gustan los sitios bonitos.

Nola no dijo nada más. El coche llegó hasta Side Creek, se internó en un camino forestal y se detuvo al abrigo de los árboles. El jefe se quitó entonces el cinturón, abrió su bragueta y, agarrando a Nola por la nuca, le ordenó hacer lo que había hecho tan bien en su despacho.

*

15 de agosto de 1975

A las ocho de la mañana, Louisa Kellergan fue a buscar a su hija a su cuarto. Nola la esperaba sentada en la cama, en ropa interior. Era el día. Lo sabía. Louisa le dedicó una sonrisa llena de ternura.

—Sabes por qué hago esto, Nola…

—Sí, mamá.

—Es por tu bien. Para que vayas al Paraíso. Quieres ser un ángel, ¿no?

—No sé si quiero ser un ángel, mamá.

—Vamos, no digas tonterías. Ven, cariño.

Nola se levantó y siguió dócilmente a su madre hasta el cuarto de baño. El gran barreño estaba listo, puesto en el suelo, lleno de agua. Nola miró a su madre: era una hermosa mujer, con un magnífico pelo rubio y ondulado. Todo el mundo decía que se parecían mucho.

—Te quiero, mamá —dijo Nola.

—Yo también te quiero, cariño.

—Siento ser una niña mala.

—No eres una niña mala.

Nola se arrodilló delante del barreño; su madre la agarró por la cabeza y la hundió dentro, sosteniéndola por el pelo. Contó hasta veinte, lenta y severamente, después sacó del agua helada la cabeza de Nola, que dejó escapar un grito de pánico. «Vamos, cariño, es tu penitencia —le dijo Louisa—. Otra vez, otra vez». Y hundió de nuevo la cabeza bajo el agua helada.

Encerrado en el garaje, el reverendo escuchaba su música.

Harry estaba espantado por lo que acababa de escuchar.

—¿Tu madre te ahoga? —dijo, atónito.

Eran las doce. Nola acababa de llegar a Goose Cove. Había estado llorando toda la mañana y, a pesar de sus esfuerzos por secar sus ojos enrojecidos en el momento de llegar a la gran casa, Harry se había dado cuenta de inmediato de que algo no marchaba bien.

—Me mete la cabeza en el barreño grande —explicó Nola—. ¡El agua está helada! Me mete la cabeza dentro y aprieta. Cada vez tengo la impresión de que voy a morir… No puedo más, Harry. Ayúdame…

Se acurrucó contra él. Harry propuso que bajaran a la playa; la playa siempre la alegraba. Cogió la caja metálica RECUERDO DE ROCKLAND, MAINE y fueron a repartir pan a las gaviotas por las rocas, y después se sentaron en la arena a contemplar el horizonte.

—¡Quiero que nos marchemos, Harry! —exclamó Nola—. ¡Quiero que me lleves lejos de aquí!

—¿Marcharnos?

—Tú y yo, lejos de aquí. Me dijiste que un día nos marcharíamos. Quiero marcharme a un sitio seguro. ¿No quieres estar lejos de todo junto a mí? Marchémonos, te lo suplico. Marchémonos en cuanto termine este horrible mes. Digamos el 30, eso nos deja exactamente quince días para prepararnos.

—¿El 30? ¿Quieres que el 30 de agosto nos marchemos tú y yo? ¡Pero eso es una locura!

—¿Una locura? Lo que es una locura, Harry, es vivir en esta miserable ciudad. Lo que es una locura es amarnos como nos amamos y no tener derecho. Lo que es una locura es tener que escondernos, como si fuéramos monstruos. ¡No puedo más, Harry! Yo me marcho. La noche del 30 de agosto me voy de esta ciudad. No puedo quedarme más aquí. Ven conmigo, te lo suplico. No me dejes sola.

—¿Y si nos detienen?

—¿Detenernos? ¿Quién? En dos horas estaremos en Canadá. Además, ¿por qué nos iban a detener? Marcharnos no es un crimen. Marcharnos es ser libre, ¿quién podría impedirnos ser libres? ¡La libertad es el fundamento de América! Está escrito en nuestra Constitución. Yo me voy a marchar, Harry, lo tengo decidido: en quince días me voy. La noche del 30 de agosto dejaré esta maldita ciudad. ¿Vendrás conmigo?

Respondió sin pensárselo:

—¡Sí! ¡Por supuesto! No puedo imaginarme mi vida sin ti. El 30 de agosto, nos marcharemos juntos.

—¡Oh, mi querido Harry, soy tan feliz! ¿Y tu libro?

—Mi libro está casi terminado.

—¿Casi terminado? ¡Eso es formidable! ¡Qué rápido has escrito!

—Ahora el libro ya no importa. Si me marcho contigo, ya no creo que pueda ser escritor. ¡Y no me importa nada! ¡Todo lo que importa eres tú! ¡Todo lo que importa somos nosotros! Todo lo que importa es ser feliz.

—¡Claro que seguirás siendo escritor! ¡Enviaremos el manuscrito a Nueva York por correo! ¡Me encanta tu nueva novela! Es probablemente la novela más bonita que he leído nunca. Te vas a convertir en un escritor grandioso. ¡Creo en ti! Entonces ¿el 30? Dentro de quince días. Dentro de quince días, huiremos, ¡tú y yo! En dos horas estaremos en Canadá. Seremos muy felices, ya verás. El amor, Harry, el amor es lo único que puede hacer que la vida sea realmente hermosa. El resto es superficial.

*

18 de agosto de 1975

Sentado al volante de su coche patrulla, la miraba a través de la cristalera del Clark’s. Apenas habían hablado después del baile; ella había impuesto cierta distancia y eso le entristecía. Desde hacía algún tiempo, parecía especialmente desgraciada. Se preguntaba si había alguna relación entre su comportamiento y lo que le había contado cuando la había encontrado llorando en el porche de su casa; que un hombre le había hecho daño. ¿Qué había querido decir con daño? ¿Estaría en problemas? Peor aún: ¿le habrían pegado? ¿Quién? ¿Qué estaba pasando? Decidió armarse de valor e ir a hablar con ella. Esperó, como siempre, a que el diner se vaciara un poco antes de aventurarse dentro. Cuando finalmente se decidió, Jenny estaba recogiendo una mesa.

—Hola, Jenny —dijo, con el corazón a mil por hora.

—Hola, Travis.

—¿Qué tal?

—Bien.

—No hemos tenido muchas ocasiones de vernos después del baile —dijo.

—He tenido mucho trabajo aquí.

—Quería decirte que me sentí muy feliz por haberte acompañado.

—Gracias.

Tenía aspecto preocupado.

—Jenny, de un tiempo a esta parte pareces distante conmigo.

—No, Travis… Yo… No tiene nada que ver contigo.

Jenny pensaba en Harry; pensaba en Harry día y noche. ¿Por qué la rechazaba? Hacía unos días había venido con Elijah Stern y apenas le había dirigido la palabra. Se había dado cuenta de que incluso habían bromeado sobre ella.

—Jenny, si tienes problemas, puedes contármelo todo.

—Lo sé. Eres muy bueno conmigo, Travis. Ahora tengo que terminar de recoger.

Se dirigió a la cocina.

—Espera —dijo Travis.

Quiso retenerla agarrándola por la muñeca. Fue un gesto ligero, pero Jenny lanzó un grito de dolor y soltó los platos que llevaba en la mano, que se estrellaron contra el suelo. Travis había presionado un enorme hematoma que marcaba su brazo derecho desde que Luther lo había agarrado con tanta fuerza, y que Jenny intentaba esconder llevando manga larga a pesar del calor.

—Lo siento de veras —se disculpó Travis, agachándose para recoger los pedazos.

—No es culpa tuya.

La acompañó hasta la cocina y cogió una escoba para limpiar la sala. Cuando volvió, Jenny estaba lavándose las manos y, entonces, al verla remangada, se fijó en la marca azulada en su muñeca.

—Pero ¿qué es eso?

—Nada, me di un golpe contra la puerta de la cocina el otro día.

—¿Un golpe? ¡No me cuentes historias! —explotó Travis—. ¡Lo que pasa es que te han pegado! ¿Quién te ha hecho eso?

—No tiene importancia.

—¡Claro que es importante! Quiero saber quién es ese hombre que te ha hecho daño. Dímelo, no me iré de aquí hasta que lo sepa.

—Fue… fue Luther Caleb. El chófer de Stern. Él… Fue la otra mañana, estaba enfadado. Me agarró de la muñeca y me hizo daño. Pero no lo hizo adrede, ¿sabes? No supo medir sus fuerzas.

—¡Eso es grave, Jenny! ¡Es muy grave! ¡Si vuelve por aquí, quiero que me lo digas inmediatamente!

*

20 de agosto de 1975

Cantaba por el camino de Goose Cove. Se sentía invadida por una dulce sensación de alegría: dentro de diez días, se marcharían juntos. Dentro de diez días, empezaría a vivir de verdad. Contaba las noches antes del gran día, estaba tan cerca. Cuando vio la casa, al final del camino de grava, aceleró el paso, impaciente por ver a Harry. No se fijó en la silueta escondida en la espesura que la observaba. Entró en la casa por la puerta principal, sin llamar, como hacía siempre.

—¡Harry, querido! —llamó para anunciarse.

No hubo respuesta. La casa parecía desierta. Volvió a llamar. Silencio. Atravesó el comedor y el salón, sin encontrarle. No estaba en su despacho. Ni en la terraza. Bajó entonces las escaleras hasta la playa y gritó su nombre. ¿Habría ido a bañarse? Solía hacerlo cuando trabajaba demasiado. Pero tampoco había nadie en la playa. Sintió que la invadía el pánico: ¿dónde podría estar? Regresó a la casa, volvió a llamar. Nadie. Pasó revista a todas las habitaciones del piso bajo y subió a la primera planta. Al abrir la puerta del dormitorio, lo encontró sentado en su cama, leyendo un paquete de folios.

—¿Harry? ¿Estás aquí? Hace casi diez minutos que te estoy buscando…

Él se sobresaltó al oírla.

—Perdona, Nola, estaba leyendo… No te he oído.

Se levantó, apiló las hojas que tenía en las manos y las metió en un cajón de su cómoda.

Ella sonrió:

—¿Y qué estabas leyendo tan apasionante que ni siquiera me has oído gritar tu nombre por toda la casa?

—Nada importante.

—¿Es la continuación de tu novela? ¡Enséñamelo!

—No es nada importante, ya te lo enseñaré.

Le miró con aire coqueto.

—¿Estás seguro de que te encuentras bien, Harry?

Él rio.

—Todo va bien, Nola.

Salieron a la playa. Ella quería ver las gaviotas. Abrió los brazos, como si tuviese alas, y corrió describiendo grandes círculos.

—¡Me gustaría poder volar, Harry! ¡No quedan más que diez días! ¡Dentro de diez días volaremos! ¡Nos marcharemos de esta maldita ciudad para siempre!

Se creían solos en la playa. Ni Harry ni Nola sospechaban que Luther Caleb los observaba, desde el bosque, por encima de las rocas. Esperó hasta que volvieron a la casa para salir de su escondite: bordeó el camino de Goose Cove corriendo y llegó hasta su Mustang, en el sendero forestal paralelo. Condujo hasta Aurora y aparcó su coche delante del Clark’s. Se precipitó dentro: tenía que hablar sin falta con Jenny. Alguien debía saberlo. Tenía un mal presentimiento. Pero Jenny no tenía ninguna gana de verle.

—¿Luther? No deberías estar aquí —le dijo cuando apareció frente al mostrador.

—Jenny… Ziento lo de la ota mañana. No debí agadazte del bazo como lo hice.

—Me hiciste un cardenal…

—Lo ziento.

—Ahora tienes que marcharte.

—No, ezpeda…

—He puesto una denuncia contra ti, Luther. Travis ha dicho que si vuelves por aquí, debo llamarle y tendrás que vértelas con él. Harías bien en marcharte antes de que te vea.

El gigante parecía contrariado.

—¿Me haz denunciado?

—Sí. Me asustaste mucho el otro día.

—Pedo debo decidte una coza muy impodtante.

—No hay nada importante, Luther. Vete…

—Ez acedca de Hady Quebedt…

—¿Harry?

—Zí, dime qué pienzaz de Hady Quebedt…

—¿Por qué me hablas de él?

—¿Confíaz en él?

—¿Confiar? Sí, claro. ¿Por qué me lo preguntas?

—Tengo que decidte una coza…

—¿Decirme qué? Dime.

En el instante en que Luther iba a responder, un coche de policía apareció en la plaza frente al Clark’s.

—¡Es Travis! —exclamó Jenny—. ¡Vete, Luther, vete! No quiero que te metas en problemas.

Caleb salió corriendo. Jenny le vio subirse al coche y marcharse disparado. Instantes después, Travis Dawn entró precipitadamente.

—¿El que acabo de ver era Luther Caleb? —preguntó.

—Sí —respondió Jenny—. Pero no pasa nada. Es un buen chico, me arrepiento de haberle denunciado.

—¡Te dije que me avisaras! ¡Nadie tiene derecho a levantarte la mano! ¡Nadie!

—¡Te lo suplico, Travis!, ¡déjale en paz! Por favor. Creo que ya lo ha entendido.

Travis la miró y de pronto se dio cuenta de lo que se le escapaba. Por eso estaba tan distante últimamente.

—No, Jenny… No me digas que…

—¿Qué?

—Que te gusta ese pirado.

—¿Eh? Pero ¿qué tonterías dices?

—¡Dios! ¡Cómo he podido ser tan estúpido!

—No, Travis, no digas tonterías…

Travis había dejado de escuchar. Volvió a su coche y arrancó como un loco, con la sirena a todo volumen.

En la federal 1, poco antes de Side Creek Lane, Luther vio por el retrovisor el coche de policía que acababa de alcanzarle. Se detuvo en el arcén, tenía miedo. Travis salió de su coche, furioso. Por su mente pasaban miles de ideas: ¿cómo era posible que Jenny se sintiese atraída por ese monstruo? ¿Cómo podía preferirle a él? Él, que lo hacía todo por ella, que se había quedado en Aurora para estar cerca de ella, y ahora venía este tío a quitársela. Ordenó a Luther que saliese del coche y le miró de arriba abajo.

—Maldito chiflado, ¿estás molestando a Jenny?

—No, Taviz. Te pometo que no ez lo que pienzaz.

—¡He visto los cardenales en el brazo!

—No zupe contolar mi fuedza. Lo ziento de vedad. No quiedo poblemaz.

—¿Problemas? ¡Si eres tú el que crea problemas! Te la estás tirando, ¿eh?

—¿Cómo?

—Jenny y tú, ¿folláis juntos?

—¡No! ¡No!

—Yo… yo hago todo para hacerla feliz, ¿y eres tú el que se la tira? Pero, joder, ¿así es como funciona el mundo?

—Taviz… No ez lo que pienzaz.

—¡Cierra la boca! —gritó Travis agarrando a Luther por el cuello de la camisa antes de tirarlo al suelo.

No sabía muy bien lo que debía hacer: pensó en Jenny, que le rechazaba, se sentía humillado y miserable. También sentía cólera, estaba harto de que le pisoteasen sin parar, ya era hora de que se comportase como un hombre. Así que sacó la porra de su cinturón, la levantó en el aire y, en un acto de locura, empezó a golpear a Luther salvajemente.