El domingo 22 de junio de 2008 me enfrenté por primera vez al reverendo David Kellergan. Era uno de esos días de verano grises como sólo pueden existir en Nueva Inglaterra, en los que la bruma del océano es tan espesa que se queda pegada a la copa de los árboles y a los tejados. La casa de los Kellergan se encontraba en el 245 de Terrace Avenue, en el corazón de un bonito barrio residencial. Al parecer la residencia no había cambiado desde su llegada a Aurora. El mismo color en la fachada y la misma valla rodeándola. Los rosales, entonces recién plantados, se habían convertido en macizos y el cerezo que estaba ante la entrada había sido reemplazado por otro igual tras su muerte, hacía diez años.
A mi llegada, una música ensordecedora salía de la casa. Llamé varias veces, sin respuesta. Al final, alguien que pasaba me gritó: «Si busca usted al padre Kellergan, no sirve de nada llamar. Está en el garaje». Llamé a la puerta del garaje, de donde procedía efectivamente esa música. Tras insistir un buen rato, la puerta se abrió por fin y encontré ante mí a un viejecillo minúsculo, aparentemente frágil, de cabellos y piel grises, vestido con un mono de trabajo y con gafas de protección en los ojos. Era David Kellergan, ochenta y cinco años.
—¿Qué desea? —gritó amablemente a pesar de la música, cuyo volumen era apenas soportable.
Tuve que poner las manos a modo de altavoz para que me escuchara.
—Me llamo Marcus Goldman. Usted no me conoce pero estoy investigando la muerte de Nola.
—¿Es usted policía?
—No, soy escritor. ¿Podría usted apagar la música o bajar un poco el volumen?
—Imposible. Nada de apagar la música. Pero podemos ir al salón si quiere.
Entramos en la casa a través del garaje: lo había transformado en un taller, presidido en el centro por una Harley-Davidson de coleccionista. En una esquina, un viejo tocadiscos portátil conectado a una cadena estéreo hacía resonar clásicos del jazz.
Esperaba ser mal recibido. Pensé que el padre Kellergan, tras haber sido acosado por los periodistas, aspiraba a un poco de tranquilidad; por el contrario, se mostró muy amable. A pesar de mis numerosas estancias en Aurora, no le había visto nunca. Estaba claro que él ignoraba mi relación con Harry y yo me guardé bien de mencionarla. Preparó dos vasos de té helado y nos instalamos en el salón. Había conservado las gafas de protección sobre sus ojos, como si debiera estar listo para volver a su moto en cualquier momento, y todavía se podía escuchar la ensordecedora música como ruido de fondo. Intenté imaginármelo treinta y tres años antes, cuando era el dinámico pastor de la parroquia de St. James.
—¿Qué le trae por aquí, señor Goldman? —me preguntó tras observarme con curiosidad—. ¿Un libro?
—Todavía no lo sé muy bien, reverendo. Sobre todo quiero saber lo que le pasó a Nola.
—No me llame usted reverendo, ya no soy reverendo.
—Siento mucho lo de su hija, señor.
Sonrió de forma extrañamente calurosa.
—Gracias. Es usted la primera persona que me presenta sus condolencias, señor Goldman. Toda la ciudad habla de mi hija desde hace dos semanas, todos se precipitan sobre los periódicos para conocer las últimas novedades, pero no hay uno solo que venga aquí para saber cómo estoy. La única gente que llama a mi puerta, aparte de los periodistas, son los vecinos que vienen a quejarse del ruido. Los padres en duelo tienen perfecto derecho a escuchar música, ¿no?
—En efecto, señor.
—Entonces ¿está usted escribiendo un libro?
—Ya no sé si soy capaz de escribir. Escribir bien es muy difícil. Mi editor me ha propuesto escribir un libro sobre este caso, dice que daría un impulso a mi carrera. ¿Se opondría usted a la idea de un libro acerca de Nola?
Se encogió de hombros.
—No, si eso puede ayudar a los padres a ser más prudentes. Sabe, el día que mi hija desapareció, estaba en su habitación. Yo estaba trabajando en el garaje, con la música. No oí nada. Cuando quise ir a verla, ya no estaba en casa. La ventana de su habitación estaba abierta. Era como si se hubiese evaporado. No supe velar por mi hija. Escriba un libro para los padres, señor Goldman. Los padres deben cuidar mucho de sus hijos.
—¿Qué hacía usted aquel día en el garaje?
—Estaba arreglando esa moto. La Harley que ha visto.
—Bonita máquina.
—Gracias. La recuperé en aquella época en una chatarrería de Montburry. El chatarrero me dijo que no podía hacer nada con ella y me la cedió por cinco dólares simbólicos. Eso es lo que estaba haciendo cuando desapareció mi hija: ocuparme de esa maldita moto.
—¿Vive usted aquí solo?
—Sí. Mi mujer murió hace mucho tiempo…
Se levantó y trajo un álbum de fotos. Me enseñó a Nola de pequeña, y a su mujer, Louisa. Parecían felices. Me extrañé de la facilidad con la que me confiaba aquello, teniendo en cuenta que en el fondo no me conocía. Creo que sobre todo tenía ganas de recordar un poco a su hija. Me contó que habían llegado a Aurora en otoño de 1969 procedentes de Jackson, Alabama. A pesar de tener allí una congregación en plena expansión, la llamada del mar había sido más fuerte: la comunidad de Aurora buscaba un nuevo reverendo, y él había sido el elegido. La principal razón de la mudanza a New Hampshire había sido la voluntad de encontrar un lugar tranquilo para educar a Nola. En aquella época, el país ardía en su interior, entre disensiones políticas, segregación y guerra de Vietnam. Los acontecimientos de 1967 —los motines raciales en Saint-Quentin y la quema de los barrios negros de Montclair y Detroit— los habían empujado a buscar un sitio recogido, al abrigo de toda aquella agitación. Cuando su pequeño y decrépito coche, agotado por el peso de la caravana, había llegado hasta el borde de los grandes estanques cubiertos de nenúfares de Montburry, antes de empezar la bajada hasta Aurora, David Kellergan se había felicitado por su elección. ¿Cómo podía imaginarse que sería allí donde, seis años más tarde, desaparecería su única hija?
—He pasado delante de su antigua parroquia —dije—. Se ha convertido en un McDonald’s.
—El mundo entero se está convirtiendo en un McDonald’s, señor Goldman.
—Pero ¿qué pasó con la parroquia?
—Durante años fue de maravilla. Después desapareció mi Nola y todo cambió. En el fondo, cambió una sola cosa: dejé de creer en Dios. Si Dios existiera de verdad, los niños no desaparecerían. Empecé a hacer tonterías, pero nadie se atrevía a echarme. Hace quince años, la parroquia de Aurora se fusionó con la de Montburry por razones económicas. Vendieron el edificio. Ahora los fieles van a Montburry los domingos. Después de la desaparición, nunca estuve en condiciones de volver a mis funciones, incluso aunque no dimitiera oficialmente hasta seis años más tarde. La parroquia me paga todavía una pensión. Y me cedió esta casa por un precio irrisorio.
David Kellergan me describió después los años de vida feliz y despreocupada en Aurora. Los mejores de su vida según él. Recordaba esas noches de verano en las que le daba permiso a Nola para quedarse leyendo bajo la marquesina; hubiese querido que los veranos no terminasen nunca. También me contó que su hija ahorraba concienzudamente el dinero que ganaba en el Clark’s todos los sábados; decía que con ese dinero se iría a California a ser actriz. Él mismo estaba orgulloso de ir al Clark’s y ver cómo los clientes y Tamara Quinn estaban satisfechos con ella. Durante mucho tiempo, después de su desaparición, se preguntó si no se habría marchado a California.
—¿Por qué marchado? —pregunté—. ¿Quiere usted decir que se habría fugado?
—¿Fugado? ¿Por qué habría de fugarse? —preguntó indignado.
—¿Y Harry Quebert? ¿Le conocía usted bien?
—No. Apenas. Me lo crucé algunas veces.
—¿Apenas? —me extrañé—. Pero si viven en la misma ciudad desde hace treinta años.
—No conocía a todo el mundo, señor Goldman. Y además, vivo más bien recluido, sabe usted. ¿Lo que dicen es verdad? ¿Lo de Harry Quebert y Nola? ¿Escribió ese libro para ella? ¿Qué significa ese libro, señor Goldman?
—Para ser franco con usted, creo que su hija amaba a Harry y que era recíproco. Ese libro cuenta la historia de un amor imposible entre dos personas que no pertenecen a la misma clase social.
—Lo sé —exclamó—. ¡Lo sé! Pero ¿sabe qué? ¡Quebert reemplazó perversión por clase social para parecer digno, y vendió millones de ejemplares! ¡Un libro que cuenta historias obscenas con mi hija, con mi pequeña Nola, que toda América ha leído y exaltado durante treinta años!
El reverendo Kellergan se había dejado llevar, había pronunciado sus últimas palabras con un acceso de violencia que no hubiese podido sospechar de un hombre aparentemente tan frágil. Calló un instante y se puso a dar vueltas por la habitación como si necesitara expulsar su cólera. La música seguía tronando como ruido de fondo. Le dije:
—Harry Quebert no mató a Nola.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—Nunca se está seguro de nada, señor Kellergan. Por eso la existencia se vuelve muy complicada a veces.
Hizo una mueca.
—¿Qué quiere saber, señor Goldman? Si está usted aquí, ¿no es usted el que debería estar haciéndome preguntas?
—Intento comprender lo que pudo pasar. La noche que desapareció su hija, ¿no oyó usted nada?
—Nada.
—Algunos vecinos declararon en aquel momento haber escuchado gritos.
—¿Gritos? No hubo ningún grito. Nunca hubo gritos en esta casa. ¿Por qué los tendría que haber habido? Ese día yo estuve ocupado en el garaje. Toda la tarde. Cuando dieron las siete, empecé a preparar la cena. Fui a buscarla a su habitación para que me ayudase, pero ya no estaba. Primero pensé que quizás había salido a dar un paseo, aunque no era su costumbre. Esperé un poco y después, como empecé a preocuparme, salí a dar una vuelta por el barrio. No había caminado ni cien metros cuando me topé con un grupo de gente, los vecinos se estaban avisando mutuamente de que una joven ensangrentada había sido vista en Side Creek, y que estaban llegando coches de policía de toda la región y cerrando todos los accesos. Me metí en la primera casa que vi para llamar a la policía y avisarles de que quizás podía ser Nola… Su habitación estaba en la planta baja, señor Goldman. Me he pasado más de treinta años preguntándome qué le había pasado a mi hija. Y durante mucho tiempo me dije que si hubiese tenido otros hijos, los habría hecho dormir en el desván. Pero no hubo otros hijos.
—¿Observó usted algún comportamiento extraño en su hija el verano de su desaparición?
—No. Ya no lo sé. No creo. Ésa es otra pregunta que me hago a menudo y que no puedo responder.
Sin embargo, recordaba que aquel verano, cuando las vacaciones acababan de empezar, Nola le había parecido muy melancólica. Lo había achacado a la adolescencia. Después pedí visitar la habitación de su hija; me escoltó como el vigilante de un museo, ordenándome: «Sobre todo, no toque nada». Desde su desaparición, había mantenido la habitación intacta. Todo estaba allí: la cama, la estantería llena de muñecas, la pequeña librería, el pupitre donde se amontonaban los bolígrafos, una larga regla metálica y hojas de papel amarillento. Era papel de carta, el mismo sobre en el que había escrito la nota para Harry.
—Compraba ese papel en una papelería de Montburry —me explicó su padre cuando vio que me interesaba—. Lo adoraba. Siempre lo llevaba encima, lo utilizaba para sus notas. Ese papel era ella. Siempre tenía varios blocs de reserva.
También había, en una esquina de la habitación, una Remington portátil.
—¿Era de ella? —pregunté.
—Era mía. Pero ella también la utilizaba. Decía que tenía documentos importantes que mecanografiar. Incluso solía llevársela fuera de casa. Yo me ofrecía a cargarla, pero ella nunca quería. Se marchaba andando, llevándosela debajo del brazo.
—Así que la habitación está igual que en el momento de la desaparición de su hija.
—Todo estaba exactamente como está. Esta habitación vacía fue la que vi cuando entré a buscarla. La ventana estaba abierta de par en par y un viento suave agitaba las cortinas.
—¿Cree que alguien pudo entrar en la habitación aquella noche y llevársela a la fuerza?
—No sabría decirle. No oí nada. Pero, como puede ver, no hay señales de lucha.
—La policía ha encontrado un bolso junto a ella. Un bolso con su nombre grabado en su interior.
—Sí, me pidieron que lo identificara, se lo regalé cuando cumplió quince años. Había visto ese bolso en Montburry, un día que estábamos juntos. Todavía recuerdo la tienda, en la calle principal. Volví al día siguiente para comprárselo. E hice grabar su nombre en el interior a un guarnicionero.
Intenté plantear una hipótesis:
—Pero entonces, si era su bolso, se lo había llevado ella. Y si se lo llevó, iría a alguna parte, ¿no? Señor Kellergan, sé que es duro de imaginar, pero ¿no cree que Nola podría haber huido?
—Ya no lo sé, señor Goldman. La policía ya me hizo esa pregunta hace treinta años, y de nuevo hace unos días. Pero aquí no falta nada. Ni ropa, ni dinero, nada. Mire, su hucha está ahí, en la estantería, repleta —cogió un bote de galletas de un estante superior—. Mire, ¡hay ciento veinte dólares! ¡Ciento veinte dólares! ¿Los habría dejado aquí si se hubiese fugado? La policía dice que en su bolso no había nada más que ese maldito libro. ¿Es cierto?
—Sí.
En mi cabeza continuaban agitándose preguntas: ¿por qué habría huido Nola sin llevarse ni ropa ni dinero? ¿Por qué habría cogido sólo ese manuscrito?
En el garaje, el disco terminó de interpretar su último corte y el padre se precipitó para volverlo a poner desde el principio. No quise molestarle más tiempo: me despedí y me fui, tomando de paso una foto de la Harley-Davidson.
De vuelta a Goose Cove, bajé a boxear a la playa. Para mi gran sorpresa, enseguida se me unió el sargento Gahalowood, que llegó desde la casa. Llevaba los cascos puestos y no me di cuenta de su presencia hasta que me golpeó un hombro.
—Está usted en forma —me dijo contemplando mi torso desnudo, secándose la mano llena de mi sudor en su pantalón.
—Intento mantenerme.
Saqué mi grabadora del bolsillo para apagarla.
—¿Un minidisc? —dijo con su desagradable tono—. ¿Sabe que Apple ha revolucionado el mercado y que ahora se puede guardar música de forma casi ilimitada sobre un disco duro portátil llamado iPod?
—No estoy escuchando música, sargento.
—¿Qué escucha usted mientras hace deporte, entonces?
—No importa. Dígame más bien a qué debo el honor de su visita. Un domingo, además.
—El jefe Dawn me llamó por teléfono: me contó lo del incendio del viernes por la noche. Está preocupado y debo confesarle que lo comprendo: no me gusta cuando los casos dan este tipo de giros.
—¿Está usted diciéndome que le preocupa mi seguridad?
—Ni lo más mínimo. Quiero evitar simplemente que esto degenere. Es bien sabido que los asesinatos de niños afectan sensiblemente a la población. Puedo asegurarle que cada vez que se habla de la chiquilla muerta en la tele hay, sin duda alguna, montones de padres de familia perfectamente civilizados que estarían dispuestos a cortarle los cojones a Quebert.
—Salvo que, en este caso, el objetivo soy yo.
—Por eso estoy aquí. ¿Por qué no me dijo que había recibido una carta anónima?
—Porque usted me echó a patadas de su despacho.
—Eso es cierto.
—¿Quiere tomar una cerveza, sargento?
Dudó un instante y después aceptó. Subimos a la casa y fui a buscar dos botellas que bebimos en la terraza. Le conté cómo, la noche antes, al volver de Grand Beach, me había cruzado con el pirómano.
—Imposible describirlo —dije—. Llevaba la cara tapada. Era una silueta. Y de nuevo el mismo mensaje: Vuelve a tu casa, Goldman. Ya van tres.
—El jefe Dawn me lo contó. ¿Quién más sabe que está usted investigando por su cuenta?
—Todo el mundo. Quiero decir, que me paso el día haciendo preguntas a todo el que me encuentro. Podría ser cualquiera. ¿Qué piensa usted? ¿Que es alguien que no quiere que meta las narices en este asunto?
—Alguien que no quiere que descubra la verdad con respecto a Nola. Por cierto, ¿cómo avanza su investigación?
—¿Mi investigación? ¿Ahora le interesa?
—Quizás. Digamos que su credibilidad se ha disparado desde que le amenazan para que se calle.
—He hablado con el padre Kellergan. Es un buen tipo. Me ha enseñado la habitación de Nola. Me imagino que usted también la ha visitado…
—Sí.
—Entonces, si es una fuga, ¿cómo se explica que no se llevase nada? Ni ropa, ni dinero, ni nada.
—Porque no era una fuga —me dijo Gahalowood.
—Pero si no lo era, ¿por qué no había señales de lucha? ¿Y por qué se habría llevado ese bolso con el manuscrito?
—Habría bastado con que conociese al asesino. Quizá mantuvieran una relación. Aparecería en su ventana, como tal vez solía hacer, y la convencería para que le siguiese. Igual sólo para dar un paseo.
—Ahora está usted hablando de Harry.
—Sí.
—¿Y entonces qué? ¿Ella coge el manuscrito y sale por la ventana?
—¿Y quién le ha dicho que se llevó ese manuscrito? ¿Quién le ha dicho que tuvo nunca ese manuscrito en sus manos? Ésa es la explicación de Quebert, su forma de justificar la presencia de su manuscrito junto al cadáver de Nola.
Durante una fracción de segundo, dudé en contarle lo que sabía a propósito de Harry y Nola, que habían quedado en verse en el Sea Side Motel y huir. Pero preferí no decirle nada por el momento, para no perjudicar a Harry. Simplemente pregunté a Gahalowood:
—¿Así que ésa es su hipótesis?
—Quebert mató a la chiquilla y enterró el manuscrito junto a ella. Quizá por remordimiento. Era un libro sobre su amor, y su amor la había matado.
—¿Qué le hace pensar eso?
—Hay una nota en el manuscrito.
—¿Una nota? ¿Qué nota?
—No puedo decírselo. Es confidencial.
—Venga, ¡déjese de tonterías, sargento! Me ha dicho usted demasiado o no lo suficiente: no se puede esconder detrás del secreto de sumario cuando le conviene.
—Pone: Adiós, mi querida Nola.
Me quedé sin habla. Mi querida Nola. ¿No era así como Nola le había pedido a Harry que la llamara en Rockland? Intenté guardar la calma.
—¿Y qué piensa hacer con esa nota? —pregunté.
—Vamos a realizar un examen grafológico. Esperamos sacar algo en limpio.
Esa revelación me había confundido por completo. Mi querida Nola. Eran exactamente las palabras pronunciadas por el mismo Harry, las palabras que yo había grabado.
Me pasé el resto de la tarde cavilando sin saber qué hacer. A las nueve de la noche en punto, recibí una llamada de mi madre. Parece ser que habían mencionado el incendio en la televisión. Me dijo:
—Dios mío, Markie, ¿vas a morir por culpa de ese diabólico criminal?
—Cálmate, mamá. Cálmate.
—Están hablando de ti por aquí, y no muy bien si quieres que te diga. En el barrio la gente empieza a murmurar… Se preguntan por qué te empeñas en seguir con ese Harry.
—Sin Harry nunca me habría convertido en el Gran Goldman, mamá.
—Tienes razón: sin ese tipo, te habrías convertido en el Grandísimo Goldman. Desde que empezaste a relacionarte con ese sujeto, en la universidad, cambiaste. Tú eres el Formidable, Markie. ¿Recuerdas? Incluso la pequeña señora Lang, la cajera del supermercado, me preguntó el otro día: ¿Cómo le va al Formidable?
—Mamá… Nunca hubo ningún Formidable.
—¿Ningún Formidable? ¿Ningún Formidable? —llamó a mi padre—. ¡Nelson, ven aquí! ¿Quieres? Markie dice que nunca ha sido el Formidable —oí a mi padre gruñir por detrás de forma incomprensible—. ¿Ves? Tu padre dice lo mismo: en el instituto eras el Formidable. Ayer me crucé con tu antiguo director. Me dijo que conservaba un gran recuerdo de ti… Pensé que se iba a echar a llorar de lo emocionado que estaba. Y después añadió: «Ay, señora Goldman, no sé en qué berenjenal se ha metido ahora su hijo». Ya ves lo triste que es: incluso tu antiguo director se hace preguntas. ¿Y nosotros qué? ¿Por qué corres a preocuparte por un viejo profesor en lugar de buscarte una mujer? ¡Tienes treinta años y todavía estás soltero! ¿Quieres que nos muramos sin verte casado?
—Tienes cincuenta y dos años, mamá. Todavía queda algo de tiempo.
—¡Deja de replicarme! ¿Acaso te hemos enseñado a replicarnos? Otra de las cosas que has sacado de ese maldito Quebert. ¿Por qué no te preocupas de presentarnos a una chica guapa? ¿Eh? ¿Qué pasa? ¿Ya no respondes?
—No he conocido a nadie que me gustase estos últimos tiempos, mamá. Entre mi libro, la gira, el próximo libro…
—¡Eso no son más que excusas! ¿Y el próximo libro? ¿Será un libro sobre qué? ¿Historias de un pervertido? Ya no te reconozco, Markie… Markie, cariño, escucha, tengo que preguntártelo: ¿estás enamorado de ese Harry? ¿Practicas la homosexualidad con él?
—¡No! ¡Para nada!
La oí decirle a mi padre: «Dice que no. Eso quiere decir que sí». Después mi madre me preguntó susurrando:
—¿Tienes esa enfermedad? Tu mamá te querrá igual si estás enfermo.
—¿Cómo? ¿Qué enfermedad?
—La de los hombres que son alérgicos a las mujeres.
—¿Me preguntas si soy homosexual? ¡No! E incluso si fuese el caso, no habría nada malo en ello. Pero me gustan las mujeres, mamá.
—¿Las mujeres? ¿Cómo que las mujeres? ¡Conténtate con una sola y con casarte con ella! ¿Quieres? ¡Las mujeres! No eres capaz de ser fiel, ¿es eso lo que quieres decir? ¿Eres un obseso sexual, Markie? ¿Quieres que vayamos a un psiquiatra para que te ponga en tratamiento?
Acabé colgando, harto. Me sentía muy solo. Me instalé en el despacho de Harry, puse en marcha la grabadora y escuché su voz. Necesitaba un elemento nuevo, una prueba tangible que cambiase el curso de la investigación, algo que pudiese aclarar este rompecabezas absurdo que intentaba resolver y que hasta entonces se limitaba a Harry, un manuscrito y una adolescente muerta. A medida que reflexionaba, me sentí invadido por una sensación extraña que no había experimentado desde hacía mucho tiempo: tenía ganas de escribir. Escribir lo que estaba viviendo, lo que sentía. Pronto un aluvión de ideas brotó en mi cabeza. Más que tener ganas, necesitaba escribir. Aquello no me había pasado desde hacía año y medio. Como un volcán que se despertara de pronto y se preparase para entrar en erupción. Me precipité sobre mi ordenador portátil y, después de haberme preguntado un instante cómo debería empezar esta historia, comencé a escribir las primeras líneas de lo que se convertiría en mi siguiente libro:
*
El martes 24 de junio de 2008, un Gran Jurado popular confirmó el fundamento de las acusaciones presentadas por el fiscal e inculpó oficialmente a Harry de secuestro y de doble asesinato en primer grado. Cuando Roth me comunicó esa decisión, estallé a través del teléfono: «Usted, que aparentemente ha estudiado Derecho, ¿puede decirme en qué fundan todas estas estupideces?». La respuesta era simple: en el informe de la policía. Y en su calidad de defensor, la inculpación de Harry nos daba acceso a éste. La mañana que pasé con Roth estudiando las pruebas fue tensa, sobre todo porque a medida que analizaba los documentos, repetía: «Uf, uf, uf, esto no es bueno. Incluso diría que nada bueno». Yo replicaba: «Eso de que no es bueno no quiere decir nada: es usted el que debe ser bueno, ¿no?». Y él me respondía con mímicas perplejas que disminuían mi confianza en su talento como abogado.
El dossier contenía fotografías, testimonios, informes, análisis y actas de interrogatorios. Una parte de las fotos databa de 1975: fotos de la casa de Deborah Cooper, de su cuerpo tendido en el suelo de la cocina, bañado en un charco de sangre, y por fin el lugar del bosque donde se habían encontrado los restos de sangre, de pelo y los jirones del vestido. Hacían después un viaje en el tiempo de treinta y tres años para encontrarse en Goose Cove, donde podía verse, yaciendo en el fondo del agujero excavado por la policía, un esqueleto en posición fetal. Quedaban trozos de carne pegada todavía a los huesos y algo de cabello diseminado en el cráneo; llevaba puesto un vestido medio descompuesto y a su lado se encontraba el famoso bolso de piel. Sentí un mareo.
—¿Es Nola? —pregunté.
—Es ella. Y ése es el bolso donde estaba el manuscrito de Quebert. Ese manuscrito y nada más. El fiscal dice que una chiquilla que se fuga no lo hace sin llevarse nada.
El informe de la autopsia revelaba una importante fractura en el cráneo. Nola había recibido un golpe extremadamente violento que había destrozado el hueso occipital. El forense estimaba que el asesino había utilizado una maza muy pesada o un objeto similar, como un bate o una porra.
Leímos después algunas declaraciones, las de los jardineros, la de Harry y sobre todo una, firmada por Tamara Quinn, que afirmaba al sargento Gahalowood haber descubierto entonces que Harry se había encaprichado de Nola pero que la prueba en la que se fundaba se había volatilizado y que, en consecuencia, nadie la había creído.
—¿Su testimonio es creíble? —me inquieté.
—Frente al jurado, sí —estimó Roth—. Y no tenemos nada para contraatacar, el mismo Harry reconoció durante su interrogatorio haber tenido una relación con Nola.
—Vamos a ver, ¿hay algo en este dossier que no le culpe?
Sobre eso, Roth tenía su propia idea: registró los documentos y me tendió un paquete de folios unidos por un trozo de banda adhesiva.
—Una copia del famoso manuscrito —me dijo.
La página de portada estaba virgen, sin título; aparentemente, a Harry se le había ocurrido más tarde. Pero se veían, en el centro, cuatro palabras que podían leerse claramente, escritas a mano con tinta azul:
Adiós, mi querida Nola
Roth comenzó una larga explicación. Estimaba que utilizar ese manuscrito como principal prueba de cargo contra Harry era un tremendo error por parte de la fiscalía: en cuanto se realizase el examen grafológico y se conociesen los resultados —estaba convencido de que exculparían a Harry—, el dossier se derrumbaría como un castillo de naipes.
—Es el pilar de mi defensa —me dijo, triunfal—. Con un poco de suerte, ni siquiera necesitaremos llegar a juicio.
—Pero ¿qué pasaría si la letra fuese identificada como la de Harry? —pregunté.
Roth me miró con aire extrañado:
—¿Y por qué diablos iba a ser la de Harry?
—Tiene que saber algo muy importante: Harry me contó que había pasado un día en Rockland con Nola, y que ella le había pedido que la llamara mi querida Nola.
Roth palideció. Me dijo: «Entenderá que si, de algún modo, Harry es el autor de esa nota…», y antes incluso de terminar su frase recogió sus cosas y me llevó de camino a la prisión estatal. Estaba furioso.
Apenas entró en la sala, Roth blandió el manuscrito ante las narices de Harry y exclamó:
—¿Le pidió ella que la llamase mi querida Nola?
—Sí —respondió Harry bajando la cabeza.
—Pero ¿ve usted lo que hay escrito aquí? ¿En la primera página de este maldito manuscrito? ¿Cuándo cojones pensaba decírmelo?
—Le aseguro que no es mi letra. ¡Yo no la maté! ¡Yo no maté a Nola! Dios, usted lo sabe, ¿no? ¡Usted sabe que no soy un asesino de niñas!
Roth se calmó y se sentó.
—Lo sabemos, Harry —dijo—. Pero todas estas coincidencias son desconcertantes. La fuga, la nota… Y yo debo defender su trasero frente a un jurado de buenos ciudadanos que tendrán ganas de condenarle a muerte antes incluso de que empiece el juicio.
Harry tenía muy mala cara. Se levantó y empezó a dar vueltas por la salita de hormigón.
—El país entero está levantándose contra mí. Pronto todo el mundo pedirá mi cabeza. Si no lo está haciendo ya… La gente me dedica palabras sin medir su alcance: pedófilo, pervertido, degenerado. Ensucian mi nombre y queman mis libros. Pero debe usted saberlo, y se lo repito por última vez: yo no soy ningún maniaco. Nola fue la única mujer que he querido y, para mi desgracia, sólo tenía quince años. ¡El amor no se decide, joder!
—¡Pero estamos hablando de una chica de quince años! —exclamó Roth.
Harry puso cara de hartazgo. Se volvió hacia mí.
—¿Piensa usted lo mismo, Marcus?
—Harry, lo que me confunde es que nunca me habló de todo esto… Hace diez años que somos amigos y no mencionó a Nola una sola vez. Pensaba que teníamos confianza.
—Pero, por Dios, ¿qué quería que le dijese? «Mi querido Marcus, hay una cosa que nunca le he dicho, pero en 1975, al llegar a Aurora, me enamoré de una chica de quince años, una chiquilla que cambió mi vida pero que desapareció tres meses más tarde, una noche de finales de verano, y nunca me he recuperado del todo».
Dio una patada a una de las sillas de plástico y la envió contra la pared.
—Harry —dijo Roth—. Si no fue usted quien escribió esa nota, y le creo cuando me lo asegura, ¿tiene usted idea de quién pudo ser?
—No.
—¿Quién sabía lo suyo con Nola? Tamara Quinn afirma que lo sospechaba desde siempre.
—¡No lo sé! Quizás Nola habló de nosotros a alguna de sus amigas…
—Pero ¿cree usted probable que alguien hubiese podido estar al corriente? —prosiguió Roth.
Hubo un silencio. Harry tenía una expresión tan triste y desgarrada que me encogía el corazón.
—Vamos —insistió Roth para incitarle a hablar—, creo que no me lo ha dicho todo. ¿Cómo quiere que le defienda si me esconde información?
—Hubo… hubo esas cartas anónimas.
—¿Qué cartas anónimas?
—Justo después de la desaparición de Nola, empecé a recibir cartas anónimas. Las encontraba siempre en el marco de la puerta, cuando volvía a casa. En aquella época aquello me aterrorizó: quería decir que alguien me espiaba, que estaba al corriente de cuándo salía y entraba. En un momento dado tuve tanto miedo que llamaba sistemáticamente a la policía cuando encontraba una. Decía que me parecía haber visto a alguien rondando, venía una patrulla y eso me tranquilizaba. Por supuesto, no podía mencionar el verdadero motivo de mi inquietud.
—Pero ¿quién pudo haber enviado esas cartas?
—No tengo ni la menor idea. En todo caso, aquello duró seis meses. Luego nada.
—¿Las ha conservado?
—Sí. En mi casa. Entre las páginas de una gran enciclopedia, en mi despacho. Me imagino que la policía no las encontró porque nadie me lo ha comentado.
De regreso a Goose Cove, eché mano rápidamente de la enciclopedia a la que se había referido, y encontré un sobre de estraza que contenía una decena de cuartillas. Cartas, en papel amarillento. Un mensaje idéntico y escrito a máquina figuraba en cada una de ellas:
Sé lo que le hizo a esa chiquilla de 15 años.
Y pronto toda la ciudad lo sabrá.
Así que alguien estaba al corriente de lo de Harry y Nola. Alguien que había guardado silencio durante treinta y tres años.
*
A lo largo de los dos días siguientes, me dediqué a interrogar a todas las personas que, de una u otra forma, hubiesen podido conocer a Nola. Erne Pinkas fue de nuevo una inestimable ayuda en esta empresa: encontró en el archivo de la biblioteca el yearbook de 1975 del instituto de Aurora y consiguió redactar, gracias a la guía telefónica y a Internet, una lista de las direcciones actuales de una gran parte de los antiguos compañeros de clase que todavía vivían en la zona. Desgraciadamente, tanto trabajo no dio ningún fruto: toda esa gente había llegado ya a la cincuentena, pero no tenían más que contarme que recuerdos infantiles, sin gran interés para el avance del caso. Hasta que me di cuenta de que uno de los nombres de la lista no me era desconocido: Nancy Hattaway. Aquella que según Harry había servido de coartada a Nola durante su escapada a Rockland.
La información que me había dado Pinkas decía que Nancy Hattaway tenía una tienda de costura y patchwork en un complejo industrial algo apartado de la ciudad, en la federal 1 en dirección a Massachusetts. Me presenté allí por primera vez el jueves 26 de junio de 2008. Era una bonita tienda con un colorido escaparate, entre un snack-bar y una ferretería. En su interior, la única persona que había era una mujer que rondaba los cincuenta años y tenía el pelo grisáceo y corto. Estaba sentada en una mesa de despacho, con gafas de lectura en los ojos, y tras haberme saludado cortésmente le pregunté:
—¿Es usted Nancy Hattaway?
—Yo misma —respondió—. ¿Nos conocemos? Su cara me suena.
—Me llamo Marcus Goldman. Soy…
—Escritor —me cortó—. Ahora lo recuerdo. Usted es el que está haciendo preguntas sobre Nola.
Parecía a la defensiva. De hecho, añadió inmediatamente:
—Imagino que no está usted aquí por mis patchworks.
—Efectivamente. Y también es exacto que estoy investigando la muerte de Nola Kellergan.
—¿Y qué tengo que ver yo con eso?
—Si es usted quien creo, conocía muy bien a Nola. Cuando tenía quince años.
—¿Quién se lo ha dicho?
—Harry Quebert.
Se levantó de su silla y se dirigió con paso decidido hacia la puerta. Pensaba que iba a pedirme que me fuera, pero colgó el cartel de cerrado en la cristalera y echó el cerrojo de entrada. Después se volvió hacia mí y me preguntó:
—¿Cómo le gusta el café, señor Goldman?
Pasamos más de una hora en su trastienda. Era en efecto la Nancy de la que me había hablado Harry, la amiga de Nola en aquella época. No se había casado y había conservado su apellido.
—¿No se marchó nunca de Aurora? —le pregunté.
—No. Estoy demasiado apegada a esta ciudad. ¿Cómo me ha encontrado?
—Por Internet, creo. Internet hace milagros.
Asintió.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué quiere usted saber exactamente, señor Goldman?
—Llámeme Marcus. Necesito que alguien me hable de Nola.
Sonrió.
—Nola y yo estábamos en la misma clase en el colegio. Estábamos muy unidas desde su llegada a Aurora. Vivíamos casi al lado, en Terrace Avenue, y venía a menudo a mi casa. Decía que le gustaba venir a mi casa porque tenía una familia normal.
—¿Normal? ¿Qué quiere usted decir?
—Me imagino que ha conocido usted al padre Kellergan…
—Sí.
—Era un hombre muy estricto. Es difícil imaginar que tuviera una hija como Nola: inteligente, dulce, amable, sonriente.
—Me extraña lo que dice a propósito del reverendo Kellergan, señora Hattaway. Fui a visitarle hace unos días y me dio la impresión de ser un hombre más bien dulce.
—Puede dar esa impresión, sí. Al menos en público. Había sido llamado para rescatar la parroquia de St. James, que estaba casi abandonada, tras haber, parece ser, hecho milagros en Alabama. Efectivamente, poco después de su llegada, St. James se llenaba todos los domingos. Pero, aparte de eso, es difícil explicar lo que pasaba de verdad en casa de los Kellergan.
—¿Qué quiere usted decir?
—A Nola le pegaban.
—¿Cómo?
El episodio que me relató Nancy Hattaway se desarrolló, según mis cálculos, el lunes 7 de julio de 1975, es decir, durante el periodo en el que Harry había rechazado a Nola.
*
Lunes 7 de julio de 1975
Eran las vacaciones. Hacía un tiempo absolutamente magnífico y Nancy había venido a buscar a Nola a su casa para ir a la playa. Mientras recorrían Terrace Avenue, Nola preguntó de pronto:
—Nancy, ¿tú crees que soy una chica mala?
—¿Una chica mala? ¡No, qué horror! ¿Por qué dices eso?
—Porque en casa me dicen que soy mala.
—¿Cómo? ¿Por qué te dicen algo así?
—No importa. ¿Dónde vamos a bañarnos?
—A Grand Beach. Respóndeme, Nola: ¿por qué te dicen eso?
—Quizás porque es verdad —respondió Nola—. Quizás por lo que pasó cuando vivíamos en Alabama.
—¿En Alabama? ¿Qué pasó allí?
—No tiene importancia.
—Pareces triste, Nola.
—Estoy triste.
—¿Triste? ¡Estamos de vacaciones! ¿Cómo se puede estar triste durante las vacaciones?
—Es complicado, Nancy.
—¿Tienes problemas? ¡Si tienes problemas, cuéntamelo!
—Estoy enamorada de alguien que no me quiere.
—¿De quién?
—No tengo ganas de hablar de él.
—¿No será Cody, el chico de segundo que te hacía tilín? ¡Estaba segura de que te gustaba! ¿Qué se siente al salir con un chico de segundo? Pero es un gilipollas, ¿no? ¡Es un pedazo de gilipollas! ¿Sabes?, no porque esté en el equipo de baloncesto se convierte en un chico majo. ¿Fue con él con quien te fuiste el sábado pasado?
—No.
—Entonces ¿con quién? Vamos, dímelo. ¿Os habéis acostado juntos? ¿Te has acostado ya con un chico?
—¡No! ¿Estás loca? Me reservo para el hombre de mi vida.
—Pero ¿con quién estabas el sábado?
—Es alguien mayor. Pero no le des más vueltas. De todas formas, no me querrá nunca. Nadie me querrá nunca.
Llegaron a Grand Beach. La playa no era muy bonita pero estaba desierta. Lo mejor era que las mareas, que vaciaban tres metros de océano cada vez, dejaban piscinas naturales en los huecos de las grandes rocas que se calentaban al sol. Les gustaba chapotear allí, la temperatura del agua era mucho más agradable que la del océano. Como no había nadie en la playa, no tuvieron que esconderse para ponerse los bañadores y Nancy se fijó en que Nola tenía hematomas en los senos.
—¡Nola! ¡Eso es horrible! ¿Qué tienes ahí?
Nola se cubrió el pecho.
—¡No mires!
—¡Pero lo he visto! Tienes unas marcas…
—No es nada.
—¿Cómo que no es nada? ¿Qué es eso?
—Mamá me pegó el sábado.
—¿Cómo? No digas tonterías…
—¡Es la verdad! Es ella la que me dice que soy una niña mala.
—Pero bueno, ¿qué me estás contando?
—¡La verdad! ¿Por qué nadie quiere creerme?
Nancy no se atrevió a hacer más preguntas y cambió de tema. Después de bañarse fueron a casa de los Hattaway. Nancy cogió la pomada de farmacia del cuarto de baño de su madre y la aplicó en los magullados senos de su amiga.
—Nola —dijo—, en cuanto a tu madre… creo que deberías hablar con alguien. En el instituto, quizás la señora Sanders, la enfermera…
—Olvídalo, Nancy. Por favor…
*
Al recordar su último verano con Nola, los ojos de Nancy se llenaron de lágrimas.
—¿Qué pasó en Alabama? —pregunté.
—No lo sé. Nunca lo supe. Nola nunca me lo dijo.
—¿Está relacionado con su partida?
—No lo sé. Me gustaría poder ayudarle, pero no lo sé.
—Y esa pena de amor, ¿sabía usted de quién se trataba?
—No —respondió Nancy.
Yo sabía que se trataba de Harry; sin embargo, necesitaba saber si ella también conocía ese dato.
—Pero usted estaba al corriente de que se veía con alguien —dije—. Si no me equivoco, era la época en que se servían mutuamente de coartada habitual para encontrarse con chicos.
Esbozó una sonrisa.
—Veo que está bien informado… Las primeras veces que lo hicimos fue para pasar un día en Concord. Para nosotras, Concord era la gran aventura, siempre había algo que hacer allí. Teníamos la impresión de ser grandes señoras. Después repetimos aquello, yo para irme sola en barco con mi novio de entonces, y ella para… ¿Sabe?, en aquella época estaba segura de que se veía con un hombre mayor. Me lo contaba a medias.
—Así que usted sabía lo de ella y Harry Quebert.
Respondió espontáneamente:
—¡No, por Dios!
—¿Cómo que no? Acaba de decirme que Nola se veía con un hombre mayor.
Hubo un silencio incómodo. Comprendí que Nancy poseía información que no tenía ninguna gana de compartir.
—¿Quién era ese hombre? —pregunté—. No era Harry Quebert, ¿verdad? Señora Hattaway, sé que usted no me conoce, que me presento por las buenas y que la obligo a ahondar en su memoria. Si tuviese más tiempo, haría las cosas mejor. Pero tengo prisa: Harry Quebert se pudre en prisión mientras yo estoy convencido de que no mató a Nola. Así que, si sabe algo que pueda ayudarme, debe decírmelo.
—Yo ignoraba todo lo de Harry —confesó—. Nola nunca me lo dijo. Me enteré por la televisión hace diez días, como todo el mundo… Pero me habló de un hombre. Sí, sabía que había tenido una relación con un hombre mucho mayor. Pero ese hombre no era Harry Quebert.
Me quedé completamente aturdido.
—Pero ¿quién era? —pregunté.
—No recuerdo toda la historia con detalle, hace demasiado tiempo de eso, pero puedo asegurarle que en el verano de 1975, el verano que Harry Quebert llegó aquí, Nola tuvo una relación con un hombre de unos cuarenta años.
—¿Cuarenta años? ¿Recuerda usted su nombre?
—No hay manera de que lo olvide. Era Elijah Stern, probablemente uno de los hombres más ricos de New Hampshire.
—¿Elijah Stern?
—Sí. Ella me contaba que debía desnudarse para él, obedecerle, dejarse hacer. Tenía que ir a su casa, en Concord. Stern enviaba a su hombre de confianza a buscarla, un tipo raro, Luther Caleb se llamaba. Venía a buscarla a Aurora y la llevaba a casa de Stern. Lo sé porque lo vi con mis propios ojos.