Uno de los inconvenientes de las pequeñas ciudades de la América profunda es que no disponen más que de brigadas de bomberos voluntarios, que se movilizan con menos rapidez que las profesionales. La noche del 20 de junio de 2008, mientras veía cómo las llamas devoraban el Corvette y se propagaban al pequeño anexo que servía de garaje, transcurrió bastante tiempo entre mi llamada a los bomberos y su llegada a Goose Cove. Así pues, puede calificarse de milagroso el hecho de que la casa no se viese afectada, incluso si, según la opinión del jefe de bomberos de Aurora, el milagro se debió sobre todo a la circunstancia de que el garaje fuese un edificio separado, lo que permitió aislar rápidamente el incendio.
Mientras la policía y los bomberos trabajaban en Goose Cove, Travis Dawn, que también había sido avisado, llegó a la propiedad.
—¿Te ha pasado algo, Marcus? —me preguntó abalanzándose sobre mí.
—No, yo estoy bien, pero la casa ha estado a punto de arder por completo…
—¿Qué ha ocurrido?
—Cuando volví de la playa de Grand Beach y entré por el sendero, vi una silueta que huía a través del bosque. Después vi las llamas…
—¿Tuviste tiempo de identificar a esa persona?
—No. Todo sucedió demasiado deprisa.
Un policía que había llegado al lugar al mismo tiempo que los bomberos y que estaba registrando los alrededores de la casa nos llamó. Acababa de encontrar, encajado en el quicio de la puerta, un mensaje que decía:
Vuelve a tu casa, Goldman
—Joder. Si recibí otro ayer —dije.
—¿Otro? ¿Dónde? —preguntó Travis.
—En mi coche. Entré diez minutos en el supermercado, y al volver encontré ese mismo mensaje en el limpiaparabrisas.
—¿Crees que te están siguiendo?
—Pues… ni idea. Hasta ahora no le he hecho mucho caso. Pero ¿qué significa?
—Este incendio tiene toda la pinta de ser una advertencia, Marcus.
—¿Una advertencia? ¿Y de qué tienen que advertirme?
—Parece ser que alguien no aprecia tu presencia en Aurora. Todo el mundo sabe que andas haciendo muchas preguntas…
—¿Y entonces? ¿Alguien teme lo que pueda descubrir sobre Nola?
—Quizás. En todo caso, no me gusta. Todo este asunto huele muy mal. Voy a dejar una patrulla aquí durante la noche, será más prudente.
—No necesito patrullas. Si ese tipo me está buscando, que venga y me encontrará.
—Cálmate, Marcus. Una patrulla se quedará aquí esta noche, lo quieras o no. Si, como creo, se trata de una advertencia, eso significa que pasarán más cosas. Vamos a tener que ser muy precavidos.
A primera hora del día siguiente, fui hasta la prisión estatal para informar del incidente a Harry.
—¿Vuelve a tu casa, Goldman? —repitió cuando le mencioné el hallazgo del mensaje.
—Tal y como le cuento. Escrito a ordenador.
—¿Qué ha hecho la policía?
—Vino Travis Dawn. Se llevó la nota y dijo que la mandaría a analizar. Según él, se trata de una advertencia. Quizás alguien que no desea que revuelva este asunto. Alguien que considera que usted es el culpable ideal y que no tiene ganas de que meta las narices.
—¿El asesino de Nola y Deborah Cooper?
—Por ejemplo.
Harry me miró con aire preocupado.
—Roth me ha dicho que pasaré ante el Gran Jurado el martes que viene. Un puñado de buenos ciudadanos que van a estudiar mi caso y decidir si las acusaciones son fundadas. Parece ser que el Gran Jurado sigue siempre la opinión del fiscal… Es una pesadilla, Marcus, cada día que pasa tengo la impresión de hundirme más. De perder el equilibrio. Primero me detienen, y pienso que es un error, cosa de unas horas, y después me encuentro encerrado aquí hasta el juicio, que tendrá lugar Dios sabe cuándo, en el que me pueden condenar a muerte. ¡La pena capital, Marcus! No dejo de pensar en ello. Tengo miedo.
Comprendí que Harry se estaba derrumbando. Hacía apenas una semana que estaba en prisión, era evidente que no aguantaría un mes.
—Le sacaré de aquí, Harry. Descubriremos la verdad. Roth es un abogado excelente, debemos confiar en él. Siga contándome, ¿quiere? Hábleme de Nola, siga con su relato. ¿Qué pasó después?
—¿Después de qué?
—Después del episodio de la playa. Cuando Nola vino a su encuentro ese sábado, después del espectáculo del instituto, y le dijo que no debía sentirse solo.
Mientras hablaba, coloqué la grabadora sobre la mesa y la puse en marcha. Harry esbozó una sonrisa.
—Es usted un tipo sagaz, Marcus. Porque eso es lo importante: Nola yendo a la playa y pidiéndome que no me sienta solo, que está allí por mí… En el fondo, yo siempre había sido un tipo bastante solitario, y de pronto todo cambiaba. Con Nola sentía que pertenecía a un todo, de una entidad que formábamos juntos. Cuando no estaba a mi lado, sentía un vacío dentro de mí, una sensación de falta que nunca había experimentado hasta entonces: como si, en el instante en que ella había entrado en mi vida, mi mundo no pudiese girar correctamente sin su presencia. Sabía que mi felicidad pasaba por ella, pero era igualmente consciente de que nuestra relación era algo terriblemente complicado. De hecho, mi primera reacción fue rechazar mis sentimientos: era una historia imposible. Ese sábado nos quedamos un rato en la playa, y después le dije que era tarde, que debía volver a casa antes de que sus padres se preocuparan, y obedeció. Se marchó bordeando la playa, y yo me quedé mirando cómo se alejaba, esperando que se volviese, sólo una vez, para hacerme una pequeña seña con la mano. N-O-L-A. Era absolutamente necesario que saliese de mi cabeza… Entonces, durante toda la semana siguiente, me esforcé en acercarme a Jenny para olvidarme de Nola, la misma Jenny que ahora es dueña del Clark’s.
—Espere… ¿Quiere usted decir que la Jenny de la que habla, la camarera del Clark’s, la de 1975, es Jenny Dawn, la mujer de Travis, la que dirige ahora el restaurante?
—La misma. Con treinta años más. En aquella época era una mujer muy guapa. De hecho, sigue siendo una mujer muy guapa. Habría podido probar suerte en Hollywood, como actriz. Hablaba mucho de eso. Irse de Aurora y marcharse a vivir la gran vida en California. Pero no hizo nada: se quedó aquí, se hizo cargo del restaurante de su madre, y al final se habrá pasado la vida vendiendo hamburguesas. Es culpa suya: tenemos la vida que elegimos, Marcus. Sé de lo que estoy hablando…
—¿Por qué dice eso?
—No tiene importancia… Divago y me desvío de mi relato. Le estaba hablando de Jenny. Jenny, veinticuatro años, guapísima: reina de la belleza en el instituto, una rubia sensual que haría perder la cabeza a cualquiera. De hecho, todo el mundo se la disputaba en aquella época. Yo me pasaba los días en el Clark’s en su compañía. Tenía una cuenta allí y hacía que lo apuntasen todo en ella. No me preocupaba de lo que gastaba, a pesar de que había dilapidado mis ahorros para alquilar la casa y no me quedaba mucho de donde tirar.
*
Miércoles 18 de junio de 1975
Desde la aparición de Harry en Aurora, Jenny Quinn necesitaba una hora larga más para arreglarse por la mañana. Se había enamorado de él el primer día que le vio. Nunca antes había sentido algo parecido: era el hombre de su vida, lo sabía. El que había esperado siempre. Cada vez que le veía, imaginaba su vida juntos: su boda triunfal y su vida neoyorquina. Goose Cove se convertiría en su casa de verano, donde él podría releer sus manuscritos tranquilamente, y ella vendría para visitar a sus padres. Él era el que la sacaría de Aurora; ya no tendría que limpiar mesas cubiertas de grasa ni los baños de ese restaurante de paletos. Haría carrera en Broadway y rodaría películas en California. Las revistas hablarían de su relación.
No se estaba inventando nada, su imaginación no la engañaba: era evidente que había algo entre Harry y ella. Él la amaba también, no había duda alguna. Si no, ¿por qué iba a venir todos los días al Clark’s? ¡Todos los días! ¡Y esas conversaciones en la barra! Le gustaba tanto que fuese a sentarse frente a ella para charlar un poco. Era diferente a todos los hombres que había conocido hasta entonces, mucho más maduro. Su madre, Tamara, había dado consignas a los empleados, había prohibido expresamente hablarle y distraerle, y alguna vez se había enfadado con ella en casa porque juzgaba su comportamiento inadecuado. Pero su madre no entendía nada, no entendía que Harry la amaba hasta el punto de escribir un libro sobre ella.
Hacía varios días que sospechaba lo del libro, y lo supo con certeza esa mañana. Harry llegó al Clark’s al amanecer, sobre las seis y media, poco después de abrir. Era extraño que llegase tan pronto; en principio, sólo los camioneros y los representantes entraban a esa hora. Apenas se instaló en su mesa habitual, se puso a escribir, frenéticamente, casi tumbado sobre la hoja, como temiendo que alguien pudiese leer sus palabras. A veces se detenía, y se quedaba mirándola; ella simulaba no enterarse, pero sabía que la estaba devorando con los ojos. Al principio no captó la razón de esas miradas insistentes. Fue poco antes del mediodía cuando comprendió que estaba escribiendo un libro sobre ella. Sí, ella, Jenny Quinn, era el tema central de la nueva obra maestra de Harry Quebert. Por eso no quería que nadie viese lo que escribía. En cuanto se convenció, le invadió una inmensa excitación. Aprovechó la hora de la comida para llevarle la carta y charlar un poco.
Se había pasado la mañana escribiendo las cuatro letras de su nombre: N-O-L-A. Tenía su imagen en la cabeza, su rostro invadía su mente. A veces, cerraba los ojos para imaginársela; después, como intentando curarse, se obligaba a mirar a Jenny con la esperanza de olvidarla por completo. Jenny era una mujer muy hermosa, ¿por qué no podría amarla?
Cuando, poco antes de las doce, vio a Jenny acercarse a él con la carta y café, cubrió su página con una hoja en blanco, como hacía cada vez que alguien se acercaba.
—Es hora de comer algo, Harry —ordenó con tono demasiado maternal—. No se ha echado nada al estómago en todo el día aparte de litro y medio de café. Va a tener ardor de estómago si se queda en ayunas.
Se esforzó en sonreír amablemente y darle un poco de conversación. Sintió que su frente estaba llena de sudor y se la secó con el dorso de la mano.
—Tiene usted calor, Harry. ¡Trabaja demasiado!
—Es posible.
—¿Está usted inspirado?
—Sí. Se puede decir que no me está yendo mal últimamente.
—No ha levantado la nariz en toda la mañana.
—Efectivamente.
Jenny esbozó una sonrisa cómplice para darle a entender que sabía lo del libro.
—Harry… Sé que esto es atrevido, pero… ¿podría leerlo? Sólo algunas páginas. Tengo curiosidad por ver lo que escribe. Deben de ser palabras maravillosas.
—Todavía no está bien del todo…
—Seguro que está formidable.
—Ya veremos más tarde.
Ella volvió a sonreír.
—Deje que le traiga una limonada para que se refresque. ¿Quiere comer algo?
—Tomaré huevos con beicon.
Jenny desapareció inmediatamente en la cocina y gritó al cocinero: ¡Huevos con beicon para el grrrrran escritor! Su madre, que la había visto tontear en la sala, la llamó al orden:
—Jenny, quiero que dejes de molestar al señor Quebert.
—¿Molestarle? Ay, mamá, no te enteras: soy su inspiración.
Tamara Quinn miró a su hija con aire poco convencido. Su Jenny era una chica estupenda, pero demasiado ingenua.
—¿Quién te ha metido esa ridiculez en la cabeza?
—Sé que Harry está loco por mí, mamá. Y creo que figuro en un lugar importante de su libro. Sí, mamá, tu hija no se pasará la vida sirviendo beicon y café. Tu hija será alguien.
—¿Qué tonterías dices?
Jenny exageró un poco para que su madre lo entendiese.
—Lo de Harry conmigo pronto será oficial.
Y, triunfante, esbozó una sonrisa socarrona y volvió a la sala dándose aires de Primera Dama.
Tamara Quinn no pudo reprimir una sonrisa de satisfacción: si su hija conseguía echarle el guante a Quebert, se hablaría del Clark’s en todo el país. Quién sabe, hasta podría celebrarse allí la boda, ya se encargaría de convencer a Harry. El tráfico cortado, grandes veladores en la calle, invitados cuidadosamente escogidos; la mitad de la flor y nata neoyorquina, decenas de periodistas cubriendo el acontecimiento, y el brillo inagotable de los flashes. Harry era un hombre providencial.
Ese día, Harry dejó el Clark’s a las cuatro de la tarde, de forma precipitada, como si se hubiese sorprendido de la hora. Se metió en su coche, aparcado delante del establecimiento, y arrancó rápidamente. No quería llegar tarde, no quería perdérsela. Poco después de su partida, un coche de la policía de Aurora aparcó en la plaza que había dejado libre. El oficial de policía Travis Dawn observó discretamente el interior del restaurante mientras se agarraba nerviosamente al volante. Juzgó que todavía había demasiada gente dentro y no se atrevió a entrar. Aprovechó para ensayar la frase que tenía preparada. Una sola frase, de eso sí era capaz; no podía ser tan tímido. Una miserable frase, apenas una decena de palabras. Se miró en el retrovisor y declamó: Yuenos días, Benny. Si te cienes al vine el sábado… ¡Así no era! Se maldijo. Una frasecita de nada y no conseguía recordarla. Desplegó un trocito de papel y releyó las palabras que había escrito:
Buenos días, Jenny:
Estaba pensando que, si estás libre, podríamos ir al cine a Montburry el sábado por la tarde.
Pero si no era tan difícil: sólo tenía que entrar en el Clark’s, sonreír, sentarse en la barra y pedir un café. Mientras ella llenaba la taza, debía decir la frase. Se colocó el pelo y fingió hablar por el micro de la radio para parecer ocupado si alguien le veía. Esperó diez minutos: cuatro clientes salieron juntos del Clark’s. Vía libre. Su corazón latía con fuerza: lo sentía golpear en su pecho, en sus manos, en su cabeza, hasta las yemas de los dedos parecían reaccionar a cada una de sus pulsaciones. Salió del coche, con el trozo de papel estrujado en su puño. La amaba. La amaba desde que estaban en el instituto. Era la mujer más maravillosa que había conocido. Se había quedado en Aurora por ella: en la academia de policía habían advertido sus aptitudes, le habían sugerido que apuntase más alto que la policía local. Le habían hablado de la policía estatal e incluso de la federal. Un tipo de Washington le había dicho: «Chico, no pierdas el tiempo en un pueblucho perdido. Te puede contratar el FBI, y el FBI no es cualquier cosa». El FBI. Le habían ofrecido el FBI. Habría podido incluso pedir destino en el prestigioso Secret Service, encargado de la protección del Presidente y los altos cargos del país. Pero estaba esa chica que servía en el Clark’s, en Aurora, esa chica de la que siempre había estado enamorado y de la que siempre había esperado que algún día pusiese sus ojos en él: Jenny Quinn. Así que había pedido que le destinaran a Aurora. Sin Jenny, su vida no tenía sentido. Al llegar a la puerta del restaurante, inspiró profundamente y entró.
Ella pensaba en Harry mientras secaba tazas ya secas con gesto mecánico. Últimamente se marchaba siempre sobre las cuatro; se preguntaba adónde iría con tanta regularidad. ¿Tendría alguna cita? ¿Con quién? Un cliente se instaló en la barra, sacándola de sus pensamientos.
—Hola, Jenny.
Era Travis, su buen amigo del instituto convertido en policía.
—Qué tal, Travis. ¿Te sirvo un café?
—Muchas gracias.
Cerró los ojos un instante para concentrarse: debía decirle la frase. Ella puso una taza ante él y la llenó. Era el momento de lanzarse.
—Jenny… Quería decirte…
—¿Sí?
Plantó sus grandes ojos claros en los de él y se sintió completamente desestabilizado. ¿Qué era lo que seguía de la frase? El cine.
—El cine —dijo.
—¿Qué pasa con el cine?
—Esto… Ha habido un atraco en el cine de Manchester.
—¿Ah, sí? ¿Un atraco en un cine? Qué cosa más curiosa.
—En la oficina de correos de Manchester, quería decir.
¿Por qué diablos estaba hablando de ese atraco? ¡El cine! ¡Tienes que hablarle del cine!
—¿En correos o en el cine? —preguntó Jenny.
El cine. El cine. El cine. El cine. ¡Háblale del cine! Su corazón iba a explotar. Se lanzó:
—Jenny… Me gustaría… Bueno, estaba pensando que quizás… En fin, si quieres…
En ese instante Tamara llamó a su hija desde la cocina y Jenny tuvo que interrumpir su declamación.
—Perdóname, Travis, tengo que ir. De un tiempo a esta parte, mamá está de un humor de perros.
La joven desapareció tras las puertas batientes sin dejar al joven policía terminar su frase. Suspiró y murmuró: Estaba pensando que, si estás libre, podríamos ir al cine a Montburry el sábado por la tarde. Después dejó cinco dólares para pagar un café de cincuenta centavos que ni siquiera se había bebido y salió del Clark’s, decepcionado y triste.
*
—¿Dónde iba usted todos los días a las cuatro, Harry? —pregunté.
No me respondió inmediatamente. Miró por la ventana y me pareció que sonreía de felicidad. Al final me dijo:
—Necesitaba tanto verla…
—A Nola, ¿verdad?
—Sí. Jenny era una chica formidable, ¿sabe? Pero no era Nola. Estar con Nola era vivir de verdad. No sabría decirlo de otro modo. Cada segundo que pasaba con ella era un segundo de vida vivido plenamente. Eso es lo que significa el amor, creo. Esa risa, Marcus, esa risa, la escucho en mi cabeza todos los días desde hace treinta y tres años. Esa mirada extraordinaria, esos ojos deslumbrantes de vida, todavía están ahí, delante de mí… Lo mismo que sus gestos, su forma de colocarse el pelo, de morderse los labios. Su voz sigue resonando dentro de mí, a veces es como si estuviera aquí. Cuando voy al centro, a la marina, al supermercado, la vuelvo a ver hablarme de la vida y de los libros. En ese mes de junio de 1975, ni siquiera hacía un mes que había entrado en mi vida y sin embargo tenía la impresión de que siempre había formado parte de ella. Y cuando no estaba, me parecía que nada tenía sentido: un día sin ver a Nola era un día perdido. Tenía tanta necesidad de verla que no podía esperar al sábado siguiente. Entonces empecé a esperarla a la salida del instituto. Eso era lo que hacía cuando salía del Clark’s a las cuatro. Cogía mi coche e iba al instituto de Aurora. Lo dejaba en el aparcamiento de profesores, justo delante de la puerta principal, y esperaba a que saliese, escondido en mi coche. Tan pronto como aparecía, me sentía infinitamente más vivo, más fuerte. La felicidad de percibirla me bastaba: la miraba hasta que subía al autobús escolar, y me quedaba allí un rato, esperando a que el autobús desapareciese por la calle. ¿Acaso estaba loco, Marcus?
—No, no lo creo, Harry.
—Todo lo que sé es que Nola vivía dentro de mí. Literalmente. Llegó de nuevo el sábado, y ese sábado fue un día maravilloso. Ese sábado, el buen tiempo había animado a la gente a ir a la playa: el Clark’s estaba desierto y Nola y yo pudimos charlar tranquilamente. Decía que había pensado mucho en mí, en mi libro, y que lo que estaba escribiendo sería seguramente una obra maestra. Al final de su turno, sobre las seis, le propuse llevarla en coche. La dejé a una manzana de su casa, en una calle desierta, al abrigo de las miradas. Me preguntó si quería dar un paseo con ella, pero le expliqué que era complicado, que la gente empezaría a hablar si nos veían juntos. Recuerdo que me dijo: «Pasear no es un crimen, Harry…». «Lo sé, Nola. Pero creo que la gente murmuraría». Hizo una pequeña mueca. «Me gusta tanto su compañía, Harry. Es usted una persona excepcional. Estaría bien que pudiésemos estar un poco juntos sin tener que escondernos».
*
Sábado 28 de junio de 1975
Era la una de la tarde. Jenny Quinn se afanaba detrás de la barra del Clark’s. Cada vez que la puerta del restaurante se abría, se sobresaltaba esperando que fuese él. Pero no venía. Estaba nerviosa y molesta. La puerta se abrió otra vez, y otra vez no era Harry. Era su madre, Tamara, que se extrañó de la indumentaria de su hija: llevaba un resplandeciente conjunto color crema que normalmente reservaba para las grandes ocasiones.
—Cariño, ¿qué haces vestida así? —preguntó Tamara—. ¿Qué has hecho con tu delantal?
—Quizás me haya hartado de llevar tus horribles delantales que tan mal me sientan. Tengo derecho a ponerme guapa de vez en cuando, ¿no? ¿Crees que me gusta pasarme el día sirviendo filetes?
Jenny tenía lágrimas en los ojos.
—Pero bueno, ¿qué te pasa? —preguntó su madre.
—¡Pasa que es sábado y no debería estar trabajando! ¡Nunca trabajo los fines de semana!
—Pero si has sido tú la que insistió en sustituir a Nola cuando me pidió el día libre.
—Sí. Quizás. Ya no sé. ¡Ay, mamá, soy tan desgraciada!
Jenny, que jugueteaba con una botella de ketchup entre sus manos, la dejó caer torpemente al suelo: la botella se rompió y sus zapatillas blancas inmaculadas se cubrieron de salpicaduras rojas. Estalló en sollozos.
—Pero ¿qué te pasa, cariño? —se inquietó su madre.
—¡Estoy esperando a Harry! Viene todos los sábados… ¿Por qué no éste? ¡Qué tonta soy, mamá! ¿Cómo he podido pensar que me quería? Un hombre como Harry no querrá nunca a una vulgar camarera como yo, que sirve hamburguesas. ¡Soy una imbécil!
—Venga, no digas eso —la consoló Tamara abrazándola—. Ve a divertirte, cógete el día libre. Yo te sustituyo. No quiero que llores. Eres una chica maravillosa y estoy segura de que Harry está loco por ti.
—Entonces ¿por qué no está aquí?
Mamá Quinn reflexionó un instante:
—¿Acaso sabía que trabajarías hoy? Nunca trabajas los sábados, ¿para qué iba a venir si no estás? ¿Sabes lo que creo, cariño? Que Harry debe de sentirse muy infeliz los sábados, porque es el día que no te ve.
El rostro de Jenny se iluminó.
—Oh, mamá, ¿por qué no se me había ocurrido eso?
—Deberías ir a hacerle una visita a su casa. Estoy segura de que se alegrará mucho de verte.
El rostro de Jenny se iluminó: ¡qué idea tan maravillosa acababa de tener su madre! Ir a ver a Harry a Goose Cove y llevarle una buena cesta de pícnic: el pobre debía de estar trabajando mucho, seguramente se habría olvidado de comer. Y entró precipitadamente en la cocina a buscar provisiones.
En ese mismo instante, a ciento veinte millas de allí, en la pequeña ciudad de Rockland, Maine, Harry y Nola daban cuenta de su pícnic en un paseo al borde del océano. Nola tiraba trozos de pan a unas gaviotas enormes que lanzaban roncos graznidos.
—¡Me encantan las gaviotas! —exclamó Nola—. Son mis pájaros preferidos. Quizás porque me gusta el mar, y allí donde hay gaviotas, hay mar. Es cierto: incluso cuando el horizonte se esconde detrás de los árboles, el vuelo de las gaviotas en el cielo nos recuerda que el mar está justo detrás. ¿Su libro habla de las gaviotas, Harry?
—Si quieres. Pondré todo lo que quieras en ese libro.
—¿De qué habla?
—Me gustaría decírtelo, pero no puedo.
—¿Es una historia de amor?
—En cierto modo.
La miraba divertido. Tenía un cuaderno a mano e intentó dibujar la escena a lápiz.
—¿Qué está haciendo?
—Un boceto.
—¿También sabe dibujar? Sabe usted hacer de todo. ¡Enséñemelo, quiero verlo!
Se acercó y se entusiasmó al ver el dibujo.
—¡Qué bonito, Harry! ¡Tiene usted tanto talento!
En un impulso de ternura, se estrechó contra él, pero él la rechazó, casi como por reflejo, y miró a su alrededor para asegurarse de que no los habían visto.
—¿Por qué hace eso? —se enfadó Nola—. ¿Se avergüenza de mí?
—Nola, tienes quince años… Yo tengo treinta y cuatro. A la gente no le gustaría.
—¡La gente es imbécil!
Él rio y esbozó su aspecto furioso en pocos trazos. Ella volvió a estrecharse contra él y él la dejó hacer. Miraron juntos cómo las gaviotas se peleaban por los trozos de pan.
Habían planeado esa escapada días antes. La había esperado cerca de su casa, después de clase. Cerca de la parada del autobús. Ella se había alegrado mucho y extrañado a la vez de verle.
—¿Harry? ¿Qué está haciendo aquí? —preguntó.
—El caso es que no lo sé. Tenía ganas de verte. Yo… Sabes, he vuelto a pensar en tu idea.
—¿Estar solos los dos?
—Sí. Pensé que podríamos salir este fin de semana. No muy lejos. A Rockland, por ejemplo. Donde nadie nos conozca. Para sentirnos más libres. Si te apetece, claro.
—¡Harry, sería formidable! Pero tendría que ser el sábado, no puedo faltar a misa el domingo.
—Entonces el sábado. ¿Puedes arreglártelas para librar?
—¡Claro! Pediré el día libre a la señora Quinn. Ya pensaré lo que les diré a mis padres. No se preocupe.
Pensará lo que les dirá a sus padres. Cuando ella pronunció esas palabras, se preguntó qué demonios estaba haciendo enamoriscándose de una adolescente. Y, en esa playa de Rockland, pensó en ellos dos.
—¿En qué está pensando, Harry? —preguntó Nola, abrazada todavía contra él.
—En lo que estamos haciendo.
—¿Qué hay de malo en lo que estamos haciendo?
—Lo sabes muy bien. O quizá no. ¿Qué les has dicho a tus padres?
—Piensan que estoy con mi amiga Nancy Hattaway y que nos hemos marchado por la mañana temprano a pasar todo el día en el barco del padre de Teddy Bapst, su novio.
—¿Y dónde está Nancy?
—En el barco con Teddy. Solos. Les ha dicho a sus padres que yo iría con ella para que los padres de Teddy los dejasen ir a navegar solos.
—Así que su madre la cree contigo, la tuya con Nancy y, si hablan por teléfono, lo confirmarán.
—Eso es. Es un plan infalible. Debo volver antes de las ocho, ¿nos dará tiempo a ir a bailar? Tengo tantas ganas de que bailemos juntos.
Eran las tres de la tarde cuando Jenny llegó a Goose Cove. Al aparcar su coche delante de la casa, constató que el Chevrolet negro no estaba. Probablemente Harry había salido. A pesar de todo, llamó a la puerta: como esperaba, no hubo respuesta. Dio la vuelta para comprobar si estaba en la terraza, pero allí tampoco había nadie. Al final decidió entrar. Seguramente Harry se había marchado a tomar un poco el aire. Últimamente trabajaba mucho, necesitaba descansar. Seguro que se alegraría mucho de encontrarse un buen tentempié sobre la mesa a su regreso: sándwiches de carne, huevos, queso, verdura para mojar en una salsa a las finas hierbas de elaboración propia, un trozo de tarta y algo de fruta bien jugosa.
Jenny no había entrado nunca en la casa de Goose Cove. Todo le pareció magnífico. El lugar era amplio, decorado con gusto, vigas vistas en el techo, grandes librerías en las paredes, parqué de madera lacada y amplios ventanales que ofrecían una inigualable vista al océano. No pudo evitar imaginarse viviendo allí con Harry: desayunos de verano en la terraza, bien abrigados en invierno, acurrucados cerca de la chimenea del salón mientras él leía pasajes de su nueva novela. ¿Para qué irse a Nueva York? Serían tan felices juntos incluso aquí. No necesitarían nada más que ellos mismos. Colocó la comida sobre la mesa del comedor, dispuso la vajilla que encontró en una alacena y después, cuando hubo terminado, se sentó en un sillón y esperó. Para darle una sorpresa.
Esperó una hora. ¿Qué estaría haciendo? Como se aburría, decidió visitar el resto de la casa. La primera habitación en la que entró fue el despacho de la planta baja. El sitio era más bien estrecho pero bien amueblado, con un armario, un escritorio de ébano, una librería mural y un gran pupitre de madera, cubierto de hojas y bolígrafos. Allí trabajaba Harry. Se acercó al pupitre, sin otra intención que echar un vistazo. No quería violar su creación, no quería traicionar su confianza, simplemente quería ver lo que escribía sobre ella durante todo el día. Y además, nadie se enteraría. Convencida de su derecho, cogió la primera hoja que había encima de la pila y la leyó, el corazón en un puño. Las primeras líneas estaban tachadas y cubiertas de rotulador negro hasta hacerlas ilegibles. Pero después, leyó claramente:
Llena de felicidad, Jenny empezó a besar la hoja y la estrechó contra su pecho. Después dio unos pasos de baile y gritó en voz alta: «¡Harry, amor mío, no está loco! ¡Yo también le quiero y tiene todo el derecho del mundo a amarme! ¡No huya, mi amor! ¡Le quiero tanto!». Excitada por su descubrimiento, volvió a poner apresuradamente la hoja sobre el pupitre, temiendo ser sorprendida, y volvió de inmediato al salón. Se tumbó en el sofá, levantó su falda para dejar sus muslos al aire y se desabrochó la blusa para que se entrevieran sus senos. Nunca nadie le había escrito nada tan bonito. En cuanto volviese, se ofrecería a él. Le regalaría su virginidad.
En ese mismo instante, David Kellergan entró en el Clark’s y se sentó en la barra, donde pidió, como siempre, un gran vaso de leche tibia con granadina.
—Su hija no viene hoy, reverendo —le dijo Tamara Quinn mientras le servía—. Ha cogido el día libre.
—Lo sé, señora Quinn. Está en el mar, con unos amigos. Se marchó al amanecer. Me ofrecí a llevarla, pero se negó, me dijo que descansara, que me quedase en la cama. Es una buena chica.
—Tiene usted toda la razón, reverendo. Aquí trabaja muy bien.
David Kellergan sonrió, y Tamara observó por un instante a ese hombrecillo jovial, de rostro amable tocado con gafas. Debía de rondar los cincuenta, era delgado, de apariencia más bien frágil, pero irradiaba una gran fuerza. Tenía una voz tranquila y pausada, nunca pronunciaba una palabra más alta que otra. Le apreciaba mucho, como todo el mundo allí. Le gustaban sus sermones, aun pronunciados con ese fuerte acento sureño. Su hija se le parecía: dulce, amable, servicial, afectuosa. David y Nola Kellergan eran buena gente, buenos americanos y buenos cristianos. Eran muy queridos en Aurora.
—¿Cuánto tiempo hace que llegó usted a Aurora, reverendo? —preguntó Tamara Quinn—. Tengo la impresión de que está aquí desde siempre.
—Pronto hará seis años, señora Quinn. Seis hermosos años.
El reverendo escrutó durante un instante a los otros clientes y, como buen habitual, observó que la mesa 17 estaba libre.
—Anda, ¿hoy no ha venido el escritor? Qué raro, ¿no?
—Hoy no. Es un hombre encantador, ¿sabe?
—A mí también me cae muy bien. Le conocí aquí. Tuvo la amabilidad de ir a ver el espectáculo de fin de curso del instituto. Me gustaría que fuera un miembro de la parroquia. Necesitamos personalidades que hagan avanzar esta ciudad.
Tamara pensó entonces en su hija y, esbozando una sonrisa, no pudo evitar compartir la gran noticia:
—No se lo diga a nadie, reverendo, pero está cuajando algo entre él y mi Jenny.
David Kellergan sonrió y bebió un trago de su leche con granadina.
Las seis de la tarde en Rockland. En una terraza, empachados de sol, Harry y Nola saboreaban zumos de fruta. Nola quería que Harry le hablase de su vida neoyorquina. Quería saberlo todo. «Cuéntemelo todo —pidió—, cuénteme lo que significa ser una estrella allí». Harry sabía que Nola se imaginaba una vida de cócteles y canapés, así que ¿qué podía decirle? ¿Que no era nada de lo que se imaginaban en Aurora? ¿Que nadie le conocía en Nueva York? ¿Que su primer libro había pasado desapercibido y que, hasta entonces, no había sido más que un anodino profesor de instituto? ¿Que no tenía apenas dinero porque había gastado todos sus ahorros en alquilar Goose Cove? ¿Que no conseguía escribir nada? ¿Que era un impostor? ¿Que el soberbio Harry Quebert, escritor de renombre, instalado en la lujosa casa al borde del mar y que pasaba el tiempo escribiendo en los cafés, sólo existiría lo que iba a durar un verano? No podía arriesgarse a decir la verdad: se exponía a perderla. Decidió inventar, interpretar el papel de su vida hasta el final: el de un artista dotado y respetado, harto de alfombras rojas y de la agitación neoyorquina, que había venido a tomarse el necesario descanso para su genio en una pequeña ciudad de New Hampshire.
—Tiene tanta suerte, Harry —se maravilló ella al escuchar su relato—. ¡Vaya vida excitante que lleva! A veces me gustaría volar y partir lejos de aquí, lejos de Aurora. Aquí me falta el aire, ¿sabe? Mis padres son gente difícil. Mi padre es un hombre estupendo, pero un hombre de iglesia: tiene ideas muy definidas. En cuanto a mi madre, ¡es tan dura conmigo! Se diría que nunca ha sido joven. Y después la iglesia, todos los domingos por la mañana, ¡qué lata! No sé si creo en Dios. ¿Cree en Dios, Harry? Si cree, entonces yo también creeré.
—No lo sé, Nola. Ya no lo sé.
—Mi madre dice que debemos creer en Dios, si no nos castigará severamente. A veces pienso que, ante la duda, mejor caminar derecho.
—En el fondo —replicó Harry—, el único que sabe si Dios existe o no es el mismo Dios.
Se echó a reír con una risa ingenua e inocente. Le cogió la mano con ternura y preguntó:
—¿Se puede elegir no querer a una madre?
—Eso creo. El amor no es una obligación.
—Pero está escrito en los mandamientos. Amarás a tus padres. El cuarto o el quinto. No me acuerdo. Eso sí, el primer mandamiento es creer en Dios. Así que, como no creo en Dios, no estoy obligada a querer a mi madre, ¿verdad? Mi madre es muy severa. A veces me encierra en mi habitación, me llama desvergonzada. Y yo no soy una desvergonzada, simplemente me gusta ser libre. Me gustaría tener derecho a soñar un poco. ¡Dios mío, ya son las seis! Desearía que el tiempo se detuviera. Tenemos que volver, ni siquiera hemos tenido tiempo de bailar.
—Bailaremos, Nola. Bailaremos. Tenemos toda la vida para bailar.
A las ocho de la tarde, Jenny se despertó sobresaltada. Estaba adormilada, de tanto esperar. El sol empezaba a ocultarse, acababa la tarde. Se había quedado tendida en el sofá, con un hilillo de baba en la comisura del labio y mal aliento. Se subió las bragas, se guardó los senos, se apresuró a recoger su pícnic y huyó de la casa de Goose Cove, avergonzada.
Minutos más tarde, llegaron a Aurora. Harry se detuvo en una callejuela, cerca del puerto, para que Nola se uniese a su amiga Nancy y volviesen juntas. Permanecieron un momento en el coche. La calle estaba desierta, oscurecía. Nola sacó un paquete de su bolso.
—¿Qué es? —preguntó Harry.
—Ábralo. Es un regalo. Lo encontré en esa tiendecita del centro, donde tomamos los zumos. Es un recuerdo para que no olvide este día maravilloso.
Deshizo el embalaje: era una caja de latón, pintada en azul y con la inscripción RECUERDO DE ROCKLAND, MAINE.
—Es para meter pan duro —dijo Nola—. Para que alimente a las gaviotas de su casa. Hay que alimentar a las gaviotas, es importante.
—Gracias. Te prometo que siempre alimentaré a las gaviotas.
—Ahora dígame cosas bonitas, Harry. Dígame que soy su querida Nola.
—Mi querida Nola…
Sonrió y acercó su rostro para besarle. Él se retiró bruscamente.
—Nola —dijo con sequedad—, no es posible.
—¿No? Pero ¿por qué?
—Lo nuestro es demasiado complicado.
—¿Qué tiene de complicado?
—Todo, Nola, todo. Ahora vete con tu amiga, se hace tarde. Creo… creo que deberíamos dejar de vernos.
Bajó precipitadamente del coche para abrirle la puerta. Tenía que marcharse de inmediato; era tan difícil no decirle cuánto la amaba.
*
—Así que la caja de pan, en la cocina, es un recuerdo del día en Rockland —dije.
—Eso es, Marcus. Doy de comer a las gaviotas porque Nola me pidió que lo hiciese.
—¿Qué pasó después de Rockland?
—Ese día fue tan maravilloso que me asusté. Era maravilloso pero demasiado complicado. Entonces decidí que debía alejarme de Nola y centrarme en otra chica. Una chica a la que pudiese amar. ¿Adivina quién?
—¿Jenny?
—Bingo.
—¿Y?
—Se lo contaré otro día, Marcus. Hemos hablado mucho, estoy cansado.
—Claro, lo entiendo.
Apagué la grabadora.