El año 1998, aparte de haber sido el de las grandes heladas que paralizaron el norte de Estados Unidos y una parte de Canadá, dejando a millones de infelices en la oscuridad durante varios días, fue el de mi encuentro con Harry. Ese otoño, al salir de Felton, ingresé en el campus de la Universidad de Burrows, mezcla de módulos prefabricados y edificios victorianos, rodeados de vastas explanadas de césped magníficamente cuidado. Se me asignó una bonita habitación en el ala este de los dormitorios, que compartía con un simpático delgaducho de Idaho llamado Jared, un afable negro con gafas que dejaba atrás una familia absorbente y quien, visiblemente asustado por su nueva libertad, preguntaba siempre si se podía. «¿Se puede salir a comprar una Coca-Cola? ¿Se puede salir del campus después de las diez? ¿Se puede tener comida en la habitación? ¿Se puede faltar a clase si se está enfermo?». Yo le respondía siempre que, desde la decimotercera enmienda, que había abolido la esclavitud, tenía derecho a hacer todo lo que quisiese, y él saltaba de felicidad.
Jared tenía dos obsesiones: repasar apuntes y telefonear a su madre para decirle que todo iba bien. Por mi parte, sólo tenía una: convertirme en un escritor famoso. Me pasaba el tiempo escribiendo cuentos para la revista de la universidad, pero no me publicaban más que la mitad, y en las peores páginas, las de los encartes publicitarios para empresas locales que no interesaban a nadie: Imprenta Lukas, Cambios de aceite Forster, Peluquería François o Floristería Julie Hu. Consideraba esa situación completamente escandalosa e injusta. En realidad, desde mi llegada al campus, tenía que enfrentarme a un duro competidor llamado Dominic Reinhartz, un estudiante de tercero, dotado de un excepcional talento para escribir y ante el que mi narrativa palidecía por completo. Él acaparaba todos los honores de la revista, y cada vez que aparecía un número, me encontraba a alguien en la biblioteca soltándole halagos. El único que me apoyaba de manera incondicional era Jared: leía mis cuentos con pasión al salir de mi impresora y los volvía a leer cuando aparecían en la revista. Yo siempre le regalaba un ejemplar, pero él insistía en ir a gastarse a la oficina de la revista los dos dólares que costaba y que él mismo ganaba con tanto esfuerzo, trabajando en el equipo de limpieza de la universidad los fines de semana. Creo que sentía hacia mí una admiración sin límite. Con frecuencia me repetía: «Eres un tío genial, Marcus… ¿Qué estás haciendo en un agujero como Burrows, Massachusetts?» Recuerdo una noche de finales de septiembre en la que estábamos tumbados en el césped del campus escrutando el cielo con unas cervezas. Jared, cómo no, había preguntado si se podía beber cerveza en el recinto del campus, y después si podía tumbarse en el césped por la noche. En ésas estaba cuando vio una estrella fugaz en el cielo y exclamó:
—¡Pide un deseo, Marcus! ¡Pide un deseo!
—Deseo que triunfemos en la vida. ¿Qué te gustaría hacer de tu vida, Jared?
—Me gustaría simplemente ser un buen tipo, Marc. ¿Y tú?
—Me gustaría convertirme en un grandísimo escritor. Vender millones y millones de libros.
Abrió los ojos como platos y vi sus órbitas brillar en la noche como dos lunas.
—Seguro que lo consigues, Marc. ¡Eres un tío fantástico!
Y yo pensé que una estrella fugaz era una estrella muy bonita que tenía miedo de brillar, y huía lo más lejos posible. Un poco como yo.
Los jueves, Jared y yo no nos perdíamos nunca la clase de uno de los personajes centrales de la universidad: el escritor Harry Quebert. Era un hombre muy impresionante, por su carisma y su personalidad, un profesor fuera de serie, adulado por sus alumnos y respetado por sus compañeros. Tenía una gran influencia en Burrows, todo el mundo le escuchaba y su opinión tenía mucho peso, no sólo porque era Harry Quebert, la pluma de América, sino porque imponía respeto, por su alta estatura, su elegancia natural y su voz a la vez cálida y atronadora. En los pasillos de la universidad y en las avenidas del campus, cualquiera se giraba a su paso para saludarle. Su popularidad era inmensa: los estudiantes le estaban agradecidos por ofrecer su tiempo en una universidad tan pequeña, conscientes de que le bastaba con una simple llamada para ocupar las cátedras más prestigiosas del país. De hecho, era el único de todo el claustro de profesores que daba sus clases en el gran anfiteatro, que normalmente sólo se utilizaba en las ceremonias de entrega de diplomas o en las representaciones teatrales.
Ese año de 1998 fue también el del caso Lewinsky. 1998, año de la mamada presidencial, el de la infiltración del erotismo, para horror de todo Estados Unidos, en las más altas esferas del país. El que vio a nuestro respetable presidente Clinton obligado a una sesión de contrición delante de toda la nación por haberse dejado lamer las partes pudendas por una abnegada becaria. El sabroso asunto iba de boca en boca: en el campus nadie hablaba de otra cosa y nos preguntábamos, inocentes, qué iba a pasar con nuestro querido gobernante.
Un jueves por la mañana de finales de octubre, Harry Quebert empezó su clase más o menos así: «Señoras y señores, todos andamos muy revueltos por lo que está pasando en Washington, ¿verdad? El caso Lewinsky… Sepan que desde George Washington, en toda la historia de los Estados Unidos de América han existido dos causas para poner fin a un mandato presidencial: ser un destacado rufián, como Richard Nixon, o morir. Y, hasta hoy, nueve presidentes han visto interrumpido su mandato por una de estas dos razones: Nixon dimitió y los ocho restantes se murieron, la mitad de ellos asesinados. Pero he aquí que a esta lista podría añadirse una tercera causa: la felación. La relación bucal, el francés, el chupa chupa, la mamada. Y cada uno de nosotros debe preguntarse si nuestro poderoso Presidente, cuando tiene el pantalón bajado hasta las rodillas, sigue siendo nuestro poderoso Presidente. Porque eso es lo que apasiona a América: las historias de sexo, las historias de moral. América es el paraíso de la pilila. Y ya verán ustedes, de aquí a unos años nadie recordará que el señor Clinton levantó nuestra desastrosa economía, gobernó de forma experta con una mayoría republicana en el Senado o hizo que Rabin y Arafat se estrecharan la mano. En cambio, todo el mundo recordará el caso Lewinsky, porque las mamadas, señoras y señores, permanecen grabadas en la memoria. Bueno, a nuestro Presidente le gusta que le purguen de vez en cuando. ¿Y qué? Seguramente no es el único. ¿A quién de esta sala también le gusta?».
Tras estas palabras, Harry se interrumpió y escrutó el auditorio. Hubo un largo silencio: la mayoría de los estudiantes empezó a mirarse los zapatos. Jared, sentado a mi lado, cerró incluso los ojos para no cruzarse con su mirada. Yo levanté la mano. Estaba sentado en las últimas filas, y Harry, señalándome con el dedo, declaró dirigiéndose a mí:
—Levántese, mi joven amigo. Levántese para que le vean bien y dígame en qué está pensando.
—Me gustan mucho las mamadas, señor. Me llamo Marcus Goldman y me gusta que me la chupen. Como a nuestro querido Presidente.
Harry se bajó las gafas de lectura y me miró con aire divertido. Más tarde me confesó: «Ese día, cuando le vi, Marcus, cuando vi a ese joven orgulloso, de cuerpo sólido, de pie ante su silla, me dije: Dios mío, he aquí un hombre de verdad». En aquel momento, simplemente me preguntó:
—Díganos, joven: ¿le gusta que se la chupen los chicos o las chicas?
—Las chicas, profesor Quebert. Soy un buen heterosexual y un buen americano. Dios bendiga a nuestro Presidente, al sexo y a América.
El auditorio, pasmado, se echó a reír y aplaudió. Harry estaba encantado. Explicó, dirigiéndose a mis compañeros:
—Ya ven, a partir de ahora nadie mirará a este pobre chico de la misma forma. Todo el mundo pensará: ése es el cerdo asqueroso al que le gustan las mamadas. Y poco importarán sus talentos, poco importarán sus cualidades, será para siempre «Señor Mamada» —se giró de nuevo en mi dirección—. Señor Mamada, ¿podría explicarnos ahora por qué ha realizado tales confidencias mientras sus compañeros han tenido el buen gusto de callarse?
—Porque en el paraíso de la pilila, profesor Quebert, el sexo puede hundirte, pero también propulsarte hasta la cima. Y ahora que todo el auditorio tiene puestos sus ojos en mí, tengo el placer de informarles que escribo cuentos muy buenos que se publican en la revista de la universidad, que venderé a la salida de clase por cinco dólares de nada el ejemplar.
A final de clase, Harry vino a mi encuentro a la salida del anfiteatro. Mis compañeros habían desvalijado mi stock de ejemplares de la revista. Él me compró el último.
—¿Cuántos ha vendido? —me preguntó.
—Todos los que tenía, cincuenta ejemplares. Y me han encargado un centenar, pagados por adelantado. Los he pagado a dos dólares cada uno y los he vendido a cinco. Así que acabo de ganar cuatrocientos cincuenta dólares. Sin contar con que uno de los miembros del consejo de redacción de la revista acaba de proponerme que me convierta en redactor jefe. Dice que acabo de dar un golpe publicitario enorme para la revista y que nunca había visto algo parecido. Ah, sí, se me olvidaba: una decena de chicas me han dejado sus números de teléfono. Tenía usted razón, estamos en el paraíso de la pilila. Y debemos saber cuándo utilizar esa información en el momento oportuno.
Sonrió y me tendió la mano.
—Harry Quebert —se presentó.
—Ya sé quién es usted, señor. Yo soy Marcus Goldman. Sueño con convertirme en un gran escritor, como usted. Espero que le guste mi cuento.
Nos estrechamos afectuosamente la mano y me dijo:
—Mi querido Marcus, no tengo ninguna duda de que llegará usted lejos.
A decir verdad, aquel día no fui más lejos que el despacho del decano del departamento de Literatura, Dustin Pergal, que me convocó muy enfadado.
—Joven —me dijo con su voz excitada y nasal mientras se agarraba a los brazos de su sillón—. ¿Ha expresado usted hoy, en pleno anfiteatro, propósitos de carácter pornográfico?
—De carácter pornográfico, no.
—¿No ha realizado usted, delante de trescientos de sus compañeros, apología de las relaciones bucales?
—He hablado de mamadas, señor. Efectivamente.
Miró al cielo.
—Señor Goldman, ¿reconoce usted haber utilizado las palabras Dios, bendecir, sexo, heterosexual, homosexual y América en la misma frase?
—No recuerdo con exactitud lo que expresé, pero sí, había algo de eso.
Intentó tranquilizarse y articuló lentamente:
—Señor Goldman, ¿puede usted explicarme qué tipo de frase obscena puede contener todas esas palabras a la vez?
—Oh, no se preocupe, señor decano, no era obscena. Era simplemente una bendición dirigida a Dios, a América, al sexo y a todas las prácticas que pueden derivar de él. Por delante, por detrás, a la izquierda, a la derecha y en todas direcciones, si entiende lo que quiero decir. Ya sabe, nosotros, los americanos, somos un pueblo al que le gusta bendecir. Es cultural. Cada vez que nos ponemos contentos, bendecimos.
Miró al cielo.
—¿Ha montado usted después un puesto de venta irregular de la revista de la universidad a la salida del anfiteatro?
—Totalmente cierto, señor. Pero sólo era un caso de fuerza mayor que le voy a explicar. Mire, trabajo mucho para escribir cuentos para la revista, pero la redacción se limita a publicármelos en las peores páginas. ¿Para qué escribir si nadie te lee?
—¿Se trata de un cuento de carácter pornográfico?
—No, señor.
—Me gustaría echarle un vistazo.
—Por supuesto. Son cinco dólares el ejemplar.
Pergal estalló.
—¡Señor Goldman! ¡Creo que no se da usted cuenta de la gravedad de la situación! ¡Sus opiniones han causado malestar! ¡He recibido quejas de alumnos! Es una situación desagradable para usted, para mí y para todo el mundo. Aparentemente ha declarado usted —leyó un folio que tenía delante—: «Me gustan las mamadas… Soy un buen heterosexual y un buen americano. Dios bendiga a nuestro Presidente, al sexo y a América». Pero, por Dios, ¿qué tipo de circo es éste?
—No es más que la verdad, señor decano: soy un buen heterosexual y un buen americano.
—¡Eso no quiero saberlo! ¡Su orientación sexual no interesa a nadie, señor Goldman! En cuanto a las asquerosas prácticas que realice a la altura de su entrepierna, ¡no interesan en absoluto a sus compañeros!
—No hacía más que responder a las preguntas del profesor Quebert.
Al escuchar esa frase, Pergal estuvo a punto de ahogarse.
—Cómo… ¿Cómo dice? ¿Las preguntas del profesor Quebert?
—Sí, él preguntó a quién le gustaba que se la mamasen, y como levanté la mano porque no es educado no responder cuando alguien hace una pregunta, añadió que si prefería que me la mamasen los chicos o las chicas. Eso es todo.
—¿El profesor Quebert le preguntó si a usted le gustaba que…?
—Eso mismo. Compréndalo, señor decano, es culpa del presidente Clinton. Lo que hace el Presidente todo el mundo quiere hacerlo.
Pergal se levantó para ir a buscar una carpeta en sus archivadores. Volvió a sentarse a su mesa y me miró directamente a los ojos.
—¿Quién es usted, señor Goldman? Hábleme un poco de usted. Tengo curiosidad por saber de dónde viene.
Le expliqué que había nacido a finales de los años setenta en Montclair, New Jersey, de madre empleada en unos grandes almacenes y padre ingeniero. Una familia de clase media, buenos americanos. Hijo único. Infancia y adolescencia felices a pesar de una inteligencia superior a la media. Instituto de Felton. El Formidable. Hincha de los Giants. Aparato dental a los catorce. Vacaciones en casa de una tía en Ohio, abuelos en Florida, por el sol y las naranjas. Todo absolutamente normal. Ninguna alergia, ninguna enfermedad notable que señalar. Intoxicación alimentaria con pollo en un campamento de vacaciones con los scouts a los ocho. Me gustan los perros pero no los gatos. Práctica deportiva: lacrosse, marcha y boxeo. Ambición: convertirme en un escritor famoso. No fumo porque produce cáncer de pulmón y provoca mal aliento por la mañana al despertarse. Bebo razonablemente. Plato preferido: filete y macarrones con queso. Consumo ocasional de marisco, sobre todo en Joe’s Stone Crab, en Florida, incluso si mi madre dice que trae mala suerte, por nuestras creencias.
Pergal escuchó mi biografía sin rechistar. Cuando terminé me dijo simplemente:
—Señor Goldman: déjese de historias, ¿quiere? Acabo de consultar su informe. Ahora recuerdo que en su momento hice algunas llamadas, hablé con el director del instituto Felton. Me dijo que era usted un alumno fuera de lo común y que hubiese podido ingresar en las universidades más importantes. Entonces, dígame: ¿qué está haciendo usted aquí?
—¿Cómo dice, señor decano?
—Señor Goldman: ¿quién elige Burrows cuando puede elegir Harvard o Yale?
Mi golpe de efecto en el anfiteatro me cambiaría la vida por completo, incluso estuvo a punto de costarme mi plaza en Burrows. Pergal concluyó nuestra entrevista diciéndome que reflexionaría sobre mi suerte, y al final el asunto no tuvo consecuencias para mí. Años más tarde me enteré de que Pergal, que consideraba que un estudiante que planteaba problemas una vez los plantearía siempre, había querido echarme y que fue Harry el que insistió para que pudiese permanecer en Burrows.
Al día siguiente de ese memorable episodio, fui elegido para tomar las riendas de la revista de la universidad y darle una nueva dinámica. Como buen Formidable, decidí que esa nueva dinámica consistiría en dejar de publicar las obras de Reinhartz y apropiarme de la portada de cada número. Después, el lunes siguiente, me encontré por casualidad a Harry en la sala de boxeo del campus, que visitaba con asiduidad desde mi llegada. Era, en cambio, la primera vez que le veía allí. El sitio estaba normalmente poco frecuentado; en Burrows la gente no boxea y, aparte de mí, la única persona que venía con regularidad era Jared, al que había conseguido convencer para que echáramos unos rounds uno de cada dos lunes, porque necesitaba un compañero, preferentemente muy débil, para asegurarme de vencerle. Y, una vez cada quince días, le zurraba con cierto placer: el de ser, como siempre, el Formidable.
El lunes que Harry apareció en la sala, yo estaba ocupado trabajando mi posición de defensa frente a un espejo. Llevaba su ropa deportiva con la misma elegancia que sus trajes cruzados. Al entrar, me saludó de lejos y me dijo simplemente: «Ignoraba que le gustase también el boxeo, señor Goldman». Después empezó a ejercitarse con el saco, en una esquina de la sala. Sus gestos eran muy buenos, era vivo y rápido. Estaba deseando hablarle, contarle cómo, después de su clase, había sido convocado por Pergal, hablarle de mamadas y de libertad de expresión, decirle que era el nuevo redactor jefe de la revista de la universidad y cuánto le admiraba. Pero estaba demasiado impresionado como para atreverme a abordarlo.
Volvió a la sala el lunes siguiente, así que asistió a la tunda quincenal de Jared. Al borde del ring, observó con interés cómo daba un correctivo en toda regla a mi compañero, y tras el combate me dijo que yo era un buen boxeador, que él mismo tenía ganas de volver a dedicarse seriamente a entrenar, por lo de conservar la forma, y que mis consejos serían bienvenidos. Tenía cincuenta y tantos años, pero se adivinaba bajo su holgada camiseta un cuerpo ancho y vigoroso: golpeaba la pera con destreza, se asentaba bien, su juego de piernas era un poco lento pero estable, su guardia y sus reflejos estaban intactos. Le propuse pues trabajar un poco el saco para empezar, y así pasamos la velada.
Y volvió el lunes siguiente, y los siguientes a ése. Me convertí, de alguna forma, en su entrenador particular. Fue entonces, durante los ejercicios, cuando Harry y yo empezamos a estrechar lazos. Solíamos charlar un momento después del entrenamiento, sentados uno al lado del otro en los bancos de madera del vestuario, mientras nos secábamos el sudor. Al cabo de algunas semanas, llegó el temido instante en el que quiso subir al ring para enfrentarse en un combate de tres rounds contra mí. Por supuesto, yo no me atrevía a golpearle, pero él no tardó mucho en endosarme algunos directos bien colocados en el mentón, enviándome varias veces a la lona. Reía, decía que hacía años que no había hecho eso y que había olvidado lo divertido que era. Tras haberme dado una auténtica tunda y haberme llamado alfeñique, me propuso ir a cenar. Le llevé a un antro para estudiantes de una animada avenida de Burrows y, mientras comíamos hamburguesas chorreantes de grasa, hablamos de libros y escritura.
—Es usted un buen estudiante —me dijo—, se nota que ha leído mucho.
—Gracias. ¿Ha leído ya mi relato?
—Todavía no.
—Me gustaría saber lo que opina.
—Pues bien, amigo mío, si eso le complace, le prometo echarle un vistazo y decirle lo que pienso.
—Sobre todo, sea severo —dije.
—Se lo prometo.
Me había llamado amigo mío, y eso me enardeció. Esa misma noche llamé a mis padres para ponerles al corriente: en sólo unos meses de universidad, ya cenaba con el gran Harry Quebert. Mi madre, loca de alegría, se dedicó a llamar a medio New Jersey para anunciarles que el prodigioso Marcus, su Marcus, el Formidable, había estrechado ya lazos con las más altas esferas de la literatura. Marcus iba a convertirse en un gran escritor, eso estaba claro como el agua.
Pronto las cenas después del boxeo empezaron a formar parte del ritual de las tardes de lunes, momentos a los que no hubiese renunciado bajo ninguna circunstancia y que galvanizaban mi sensación de ser el Formidable. Vivía una relación privilegiada con Harry Quebert; a partir de entonces, los jueves, cuando intervenía durante sus clases, mientras los demás estudiantes debían contentarse con un banal señora o señor, él me trataba de Marcus.
Meses más tarde —debió de ser en enero o febrero, poco después de las vacaciones de Navidad—, durante una de nuestras cenas de los lunes, insistí en saber lo que pensaba de mi relato, ya que todavía no me había hablado de él. Tras un momento de duda, me preguntó:
—¿De verdad quiere saberlo, Marcus?
—Por supuesto. Y muéstrese crítico. Estoy aquí para aprender.
—Escribe usted bien. Tiene un talento enorme.
Enrojecí de placer.
—¿Y qué más? —exclamé, impaciente.
—Tiene usted dotes, eso no se puede negar.
Aquello era el colmo de la felicidad.
—¿Existe algún aspecto que deba mejorar, según usted?
—Oh, por supuesto. ¿Sabe?, tiene usted mucho potencial, pero, en el fondo, lo que he leído es malo. Muy malo, a decir verdad. No vale nada. De hecho, pasa lo mismo con todos los demás textos que he podido leer en la revista de la universidad. Cortar árboles para imprimir semejante periodicucho es criminal. No existen bosques suficientes en proporción al número de malos escritores que pueblan este país. Es necesario hacer un esfuerzo.
Mi corazón dio un vuelco. Como si hubiese recibido un mazazo enorme. Así que Harry Quebert, rey de la literatura, era en realidad el mayor de los cabrones.
—¿Siempre es usted así? —le pregunté con tono mordaz.
Sonrió, divertido, mirándome fijamente con su aspecto de pachá, como si saboreara el instante.
—¿Y cómo soy? —preguntó.
—Infumable.
Se echó a reír.
—Mire, Marcus, sé exactamente qué tipo de persona es usted: un pequeño pretencioso de primera que se piensa que Montclair es el centro del mundo. Un poco como los europeos pensaban serlo en la Edad Media, antes de coger un barco y descubrir que la mayoría de las civilizaciones más allá del océano estaban más desarrolladas que la suya, cosa que intentaron disimular a base de grandes masacres. Lo que quiero decir, Marcus, es que es usted un tipo sensacional, pero corre el peligro de apagarse si no se espabila un poco. Sus textos son buenos. Pero hay que revisarlo todo: el estilo, las frases, los conceptos, las ideas. Tiene que ponerse en cuestión y trabajar mucho más. Su problema es que no trabaja lo suficiente. Se contenta usted con muy poco, desgrana palabras sin elegirlas bien y eso se nota. Se cree usted un genio, ¿eh? Se equivoca. Su trabajo es una chapuza y en consecuencia no vale nada. Queda todo por hacer. ¿Me sigue?
—No mucho…
Estaba furioso: ¿cómo se atrevía, por muy Quebert que fuera? ¿Cómo se atrevía a dirigirse de esa forma a alguien a quien llaman «el Formidable»? Él prosiguió:
—Le voy a dar un ejemplo muy sencillo. Es usted un buen boxeador. Es un hecho. Sabe usted pelear. Pero mírese, no se enfrenta más que a ese pobre tipo, ese delgaducho al que da usted más palos que a una estera con esa especie de autosatisfacción que me da ganas de vomitar. Sólo se enfrenta a él porque está usted seguro de dominarle. Eso hace de usted un débil, Marcus. Un cobardica. Un acojonado. Un don nadie, un arrastrado, un fanfarrón, un perdonavidas. Es usted una cortina de humo. ¡Enfréntese a un verdadero adversario! ¡Demuestre coraje! El boxeo no miente, subir a un ring es un medio muy fiable de saber lo que uno vale: o das una paliza, o te la dan, pero no se puede mentir, ni a uno mismo, ni a los demás. Sin embargo, usted se las arregla siempre para escapar. Es lo que se dice un impostor. ¿Sabe por qué la revista ponía sus textos al final de la publicación? Porque eran malos. Así de simple. ¿Y por qué los de Reinhartz se llevaban todos los honores? Porque eran muy buenos. Eso podría haberle animado a superarse, a trabajar como un loco y crear un texto magnífico, pero era mucho más simple montar su pequeño golpe de Estado, borrar a Reinhartz y publicarse usted mismo en vez de ponerse en cuestión. Déjeme adivinar, Marcus, usted ha funcionado así toda su vida. ¿Me equivoco?
Yo estaba loco de rabia. Exclamé:
—¡No sabe usted nada, Harry! ¡Yo era muy apreciado en el instituto! ¡Yo era el Formidable!
—Pero mírese, Marcus, ¡no sabe usted caer! Tiene miedo al batacazo. Y por esa razón, si no cambia, se convertirá en un ser vacío y falto de interés. ¿Cómo se puede vivir sin saber caer? ¡Mírese a la cara, por Dios, y pregúntese qué demonios hace en Burrows! ¡He leído su informe! ¡He hablado con Pergal! ¡Estaba a dos pasos de ponerle de patitas en la calle, genio de pacotilla! Podría haber entrado en Harvard, Yale o en toda la maldita Poison Ivy Leage si hubiese querido, pero no, tenía que venir aquí, porque el Señor Jesús le ha dotado de un par de cojones tan pequeños que no tiene usted agallas para enfrentarse a adversarios de verdad. También he llamado a Felton, he hablado con el director, ese pobre pardillo, que me ha hablado del Formidable con lágrimas en su voz. Viniendo aquí, Marcus, usted sabía que sería ese personaje invencible que ha creado usted de arriba abajo, ese personaje que en realidad no tiene armas para enfrentarse a la vida real. Aquí, sabía desde el principio que no habría peligro de caer. Porque creo que ése es su problema: no se ha dado cuenta de la importancia de saber caer. Y eso es lo que provocará su fracaso si no lo remedia.
Tras esas palabras anotó, en su servilleta, una dirección de Lowell, Massachusetts, que se encontraba a una hora de coche. Me dijo que era un club de boxeo que organizaba todos los jueves por la tarde combates abiertos a todo el que quisiera participar. Y se fue, dejando la cuenta a mi cargo.
El lunes siguiente, Quebert no apareció por la sala de boxeo, ni el siguiente. En el anfiteatro, me trató de señor y se mostró desdeñoso. Finalmente, me decidí a abordarle a la salida de una de sus clases.
—¿Ya no viene usted al gimnasio? —le pregunté.
—Me cae bien, Marcus, pero, como ya le he dicho, no es usted más que un llorica disfrazado de pretencioso, y mi tiempo es demasiado valioso para perderlo con usted. Su lugar no está en Burrows y no me interesa su compañía.
Así fue como el jueves siguiente, furioso, pedí a Jared que me prestara su coche y me presenté en la sala de boxeo que Harry me había indicado. Era una gran nave en plena zona industrial. Un sitio terrorífico, con mucha gente dentro, donde el aire apestaba a sudor y a sangre. En el ring central se desarrollaba un combate de extrema violencia, y los numerosos espectadores, que llenaban el lugar hasta casi las mismas cuerdas, lanzaban gritos bestiales. Tenía miedo, tenía ganas de huir, de confesarme vencido, pero ni siquiera tuve la ocasión: un negro colosal, el propietario del garito, se colocó ante mí. «¿Vienes a boxear, whitey?», me preguntó. Respondí que sí y me envió a cambiarme al vestuario. Un cuarto de hora más tarde estaba en el ring, frente a él, para un combate de dos rounds.
Recordaré toda mi vida el correctivo que me infligió esa noche, tan grande que pensé que iba a morir. Me masacró, literalmente, entre los gritos salvajes de la sala, encantada de ver cómo partían la cara al buen estudiantito blanco llegado de Montclair. A pesar de mi estado, conservé mi honor aguantando hasta el final del tiempo reglamentario, cuestión de orgullo, esperando al gong final para derrumbarme sobre la lona, KO. Cuando volví a abrir los ojos, completamente sonado pero agradeciendo al Cielo el no estar muerto, vi a Harry inclinado sobre mí, con una esponja y agua.
—¿Harry? ¿Qué hace usted aquí?
Me limpió delicadamente el rostro. Sonreía.
—Mi buen Marcus, tiene usted un par de cojones que sobrepasan lo imaginable: ese tipo debe de pesar sesenta libras más que usted… Ha librado un combate magnífico. Estoy muy orgulloso de usted…
Intenté levantarme, pero me disuadió de ello.
—No se mueva todavía, creo que tiene la nariz rota. Es usted un buen tipo, Marcus. Estaba convencido de ello, pero acaba de demostrármelo. Al librar ese combate, acaba de probarme que las esperanzas que tengo puestas en usted desde el día que nos conocimos no son vanas. Acaba de demostrarme que es capaz de enfrentarse a sí mismo y sobrepasarse. A partir de ahora, podemos ser amigos. Quería decirle que es la persona más brillante que he conocido estos últimos años y que no tengo duda alguna de que se convertirá en un gran escritor. Yo le ayudaré.
*
Así fue como, tras el episodio de la monumental paliza en Lowell, empezó realmente nuestra amistad y como Harry Quebert se convirtió en mi profesor de Literatura de día, mi compañero de boxeo los lunes por la tarde y mi amigo y maestro ciertas tardes libres en las que me enseñaba a convertirme en escritor. Esa última actividad tenía lugar por regla general los sábados. Nos reuníamos en un diner cercano al campus e, instalados en una gran mesa donde podíamos desplegar libros y folios, releía mis textos y me daba consejos, animándome a volver a empezar, a pensar mis frases una y otra vez. «Un texto no es nunca perfecto —me decía—. Simplemente hay un momento en el que es menos malo que antes». Entre cita y cita me tiraba horas y horas en mi habitación, corrigiendo una y otra vez. Y así fue como yo, que había sobrevolado siempre la vida con cierta facilidad, que había sabido siempre engañar a todo el mundo, pinché en hueso, ¡pero qué hueso! El mismísimo Harry Quebert, la primera y única persona que me enfrentó a mí mismo.
Harry no se contentó con enseñarme a escribir: me enseñó a abrir mi mente. Me llevó al teatro, a exposiciones, al cine. También al Symphony Hall, en Boston; decía que una ópera bien cantada podía hacerle llorar. Consideraba que él y yo nos parecíamos mucho, y a menudo me contaba su pasado de escritor. Decía que la escritura había cambiado su vida a mediados de los setenta. Un día, mientras íbamos a Teenethridge para escuchar a un coro de jubilados, me abrió el desván de su memoria. Había nacido en 1941 en Benton, en New Jersey, hijo único, de madre secretaria y padre médico. Creo que había sido un niño totalmente feliz y que no hay gran cosa que contar de sus primeros años. Para mí, su historia comenzaba realmente a finales de los años sesenta, cuando, tras haber terminado los estudios de letras en la Universidad de Nueva York, encontró un trabajo de profesor de Literatura en un instituto de Queens. Pronto la clase se le quedó pequeña; no tenía más que un sueño, que habitaba en él desde siempre: ser escritor. En 1972 publicó una primera novela, en la que había puesto muchas esperanzas pero que no cosechó más que un discreto éxito. Decidió entonces comenzar una nueva etapa. «Un día —me explicó—, saqué mis ahorros del banco y me lancé, convencido de que ya era hora de escribir un libro puñeteramente bueno, a buscar una casa en la costa para poder pasar algunos meses tranquilos y trabajar en paz. La encontré en Aurora: supe inmediatamente que era la que me convenía. Dejé Nueva York a finales de mayo de 1975 y me instalé en New Hampshire, para no volver jamás. Porque el libro que escribí ese verano me abrió las puertas de la gloria. Ese año, Marcus, en el que me instalé en Aurora, escribí Los orígenes del mal. Con los derechos compré la casa, y allí sigo viviendo. Es un sitio sensacional, ya verá, tendrá que venir algún día…».
Fui por primera vez a Aurora a principios de enero de 2000, durante las vacaciones de Navidad. En ese momento, hacía aproximadamente año y medio que Harry y yo nos conocíamos. Recuerdo que me presenté con una botella de vino para él y flores para su mujer. Harry, al ver el inmenso ramo, me miró con aire extrañado y me dijo:
—¿Flores? Qué interesante, Marcus. ¿Tiene usted alguna confidencia que hacerme?
—Son para su mujer.
—¿Mi mujer? Pero si no estoy casado.
Me di cuenta entonces de que en todo el tiempo que nos conocíamos no habíamos hablado nunca de su vida íntima: no había señora de Quebert. No había familia de Harry Quebert. Sólo había Harry Quebert. Quebert a secas. Quebert, al que la casa se le venía encima hasta el punto de trabar amistad con uno de sus estudiantes. Comprendí aquello sobre todo al abrir su frigorífico. Poco después de mi llegada, instalados en su magnífico salón de muros tapizados de madera y libros, Harry me preguntó si quería algo de beber.
—¿Limonada? —me propuso.
—Con mucho gusto.
—Hay una jarra en el frigorífico, hecha expresamente para usted. Vaya pues a servirse, y tráigame también un vaso para mí, gracias.
Hice lo que dijo. Al abrir la nevera, constaté que estaba vacía: en su interior no había más que una miserable jarra de limonada preparada con cuidado, con hielos en forma de estrella, cortezas de limón y hojas de menta. Era el frigorífico de un hombre solo.
—Su frigorífico está vacío, Harry —dije al volver al salón.
—Oh, iré a comprar después. Debe perdonarme, no tengo costumbre de recibir visitas.
—¿Vive usted solo aquí?
—Por supuesto. ¿Con quién quiere que viva?
—Quiero decir, ¿no tiene usted familia?
—No.
—¿Ni mujer, ni hijos?
—Nada.
—¿Ni novia?
Sonrió tristemente:
—Tampoco novia. Nada.
Durante esa primera estancia en Aurora me di cuenta de que la imagen que tenía de Harry era incompleta: su casa al borde del mar era inmensa pero estaba totalmente vacía. Harry L. Quebert, estrella de la literatura americana, respetado profesor, adulado por sus alumnos, encantador, carismático, elegante, boxeador, intocable, se convertía en Harry a secas cuando volvía a su casa, en su pequeña ciudad de New Hampshire. Un hombre apartado, a veces un poco triste, al que le gustaban los largos paseos por la playa, bajo su casa, y que ponía mucho empeño en distribuir para las gaviotas el pan seco que guardaba en una caja de latón grabada con la inscripción RECUERDO DE ROCKLAND, MAINE. Me preguntaba lo que había podido pasar en la vida de ese hombre para que terminase de esa manera.
La soledad de Harry no me habría atormentado si nuestra amistad no hubiese empezado a despertar los inevitables rumores. Los otros estudiantes, conscientes de que mantenía una relación privilegiada con él, insinuaron que lo nuestro era algo más que una amistad. Un sábado por la mañana, harto de los comentarios de mis compañeros, acabé preguntándole sin rodeos:
—Harry, ¿por qué está usted siempre tan solo?
Balanceó la cabeza, vi sus ojos brillar.
—Intenta usted hablarme de amor, Marcus, pero el amor es complicado. El amor es algo muy complicado. Es a la vez la cosa más extraordinaria y la peor que puede pasar. Un día lo descubrirá. El amor puede hacer mucho daño. Así que no debe tener usted miedo de caer, y sobre todo de enamorarse, porque el amor también es muy hermoso, pero, como todo lo que es hermoso, deslumbra y daña los ojos. Por esa razón a menudo se llora después.
A partir de ese día, visité regularmente a Harry en Aurora. A veces venía desde Burrows sólo para pasar el día, otras me quedaba a dormir. Harry me enseñaba a convertirme en escritor, y yo hacía que se sintiese menos solo. Y fue así como durante los años que siguieron y que llegaron hasta el final de mi carrera universitaria, me cruzaba en Burrows con Harry Quebert, el escritor estrella, y me relacionaba en Aurora con Harry a secas, el hombre solo.
En el verano de 2002, tras pasar cuatro años en Burrows, obtuve mi diploma en Literatura. El día de la graduación, tras la ceremonia en el gran anfiteatro donde pronuncié mi discurso como número uno de la promoción (lo que dio pie a mi familia y amigos de Montclair a constatar con emoción que seguía siendo el Formidable), paseé un rato con Harry por el campus. Deambulamos bajo los grandes plátanos, y el zigzag de nuestro paseo nos llevó hasta la sala de boxeo. El sol era radiante, era un día magnífico. Hicimos nuestra última peregrinación entre los sacos y los rings.
—Aquí comenzó todo —dijo Harry—. ¿Qué va usted a hacer ahora?
—Volver a Nueva York. Escribir un libro. Convertirme en escritor. Tal y como me ha enseñado. Una gran novela.
Sonrió:
—¿Una gran novela? Paciencia, Marcus, tiene usted toda la vida para eso. Volverá de vez en cuando por aquí, ¿verdad?
—Por supuesto.
—Siempre habrá sitio para usted en Aurora.
—Lo sé, Harry. Gracias.
Me miró y me agarró por los hombros.
—Han pasado años desde que nos conocimos. Ha cambiado usted mucho, se ha convertido en un hombre. Estoy deseando leer su primer libro.
Nos miramos fijamente durante un momento y añadió:
—En el fondo, ¿por qué quiere usted escribir, Marcus?
—No tengo ni idea.
—Eso no es una respuesta. ¿Por qué escribe usted?
—Porque lo llevo en la sangre… Y cuando me levanto por la mañana, es la primera cosa que me viene a la mente. Es todo lo que puedo decir. ¿Y usted, por qué se convirtió en escritor, Harry?
—Porque escribir dio un sentido a mi vida. Por si no se ha dado cuenta todavía, la vida, en términos generales, no tiene sentido. Salvo si se esfuerza usted en dárselo y lucha cada día que Dios nos da para llegar a ese fin. Tiene usted talento, Marcus: dele sentido a su vida, que el viento de la victoria haga ondear su nombre. Ser escritor es estar vivo.
—¿Y si no lo consigo?
—Lo conseguirá. Será difícil, pero lo conseguirá. El día en el que escribir dé un sentido a su vida, será un verdadero escritor. Hasta entonces, sobre todo, no tenga miedo de caer.
La novela que escribí durante los dos años siguientes fue la que me propulsó a la cima. Varias editoriales se ofrecieron para comprarme el manuscrito y, al final, durante el año 2005, firmé un contrato por una buena suma con la prestigiosa editorial neoyorquina Schmid & Hanson, cuyo poderoso director Roy Barnaski, curtido hombre de negocios, me hizo firmar un compromiso global para cinco obras. En cuanto se publicó, en otoño de 2006, el libro tuvo un éxito inmenso. El Formidable del instituto Felton se convirtió en un novelista famoso y mi vida cambió radicalmente: tenía veintiocho años y me había convertido en un hombre rico, conocido y con talento. Estaba lejos de sospechar que la lección de Harry no había hecho más que empezar.