JORNADA CUARTA

La escena es una gran oquedad abovedada, perteneciente a una cantera o mina abandonada. En el fondo, un gran arco irregular sirve de entrada. El telón del foro será una alegre y luminosa perspectiva de campo andaluz, con algún que otro pino frondoso en primer término.

Dentro ya de esta gran cueva habrá, a la derecha y en ochava, una cascada cuyas aguas corren hacia el foro. Sobre la cascada y como a dos metros de altura un agujero sobre las rocas por el que puedan asomarse dos personas. En primero y segundo términos del lateral derecho al arranque de dos galerías que se pierden en el lateral. Entre uno y otro algún macizo de zarzas donde pueda ocultarse una persona. En el lateral izquierdo se inician tres de estas galerías, también practicables. Dichas galerías serán de altura y anchura distintas y alguna de ellas estará semioculta por los arbustos y malezas que crecen entre los riscos. Es de día. Luz intensa en el campo.

Al levantarse el telón entran en escena por el foro y guardando todo género de precauciones AZOFAIFA y ALÍ-FAFÉZ, un morazo muy mal encarado.

ALÍ.— ¿Qué me quieres, Azofaifa,

que a tan lejano lugar

de mi tienda me conduces?

AZOFAIFA.— Alí-Faféz, por Alá

te suplico que me ayudes.

ALÍ.— ¿Qué intentas, di?

AZOFAIFA.— Castigar

a una cristiana maldita

a quien tengo por rival.

ALÍ.— Si es cristiana, con mi brazo

puedes al punto contar;

que tanto mi pecho odia

a la infame cristiandad,

que si sangre de cristianos

corriera por el pinar

como corre por la rocas

ese puro manantial;

tal vez por lavarme en sangre

me llegaría a lavar.

AZOFAIFA.— Mucho les odias, Alí.

ALÍ.— Y quisiera odiarles más,

que aunque fabrico babuchas

sé de memoria el Corán.

Dispón de mí.

AZOFAIFA.— Sólo quiero

que oculto en el olivar

que ese camino bordea,

mediante alguna señal

me avises cuando se acerque

mi amor y señor el juglar

a quien sirvo.

ALÍ.— ¿Sólo eso?

AZOFAIFA.— Eso, Alí-Faféz, no más.

ALÍ.— ¿Y la señal?

AZOFAIFA.— Un silbido.

ALÍ.— ¿Un silbido? ¿No creerá

que le silbo, recordando

lo mal que suele trovar?

AZOFAIFA.— No lo creerá. Ve tranquilo.

ALÍ.— ¿Y tú, entretanto, qué harás?

AZOFAIFA.— Entre esas piedras oculta,

afilaré mi puñal.

Márchome, pues por aquí,

y vete, Alí, ¡por Alá! (Azofaifa hace mutis por la derecha primer término)

ALÍ.— ¡Cristianos!… ¡Raza maldita!…

Aunque yo os finja amistad

y os venda rojas babuchas

de orillo y de cordobán,

os desprecio y abomino!… (Viendo entrar por el foro a doña Berenguela, seguida de la Duquesa y la Marquesa)

¡Oh, señora!… ¡Majestad!… (Se inclina hasta partirse el esternón y se va por el foro haciendo zalemas)

BERENGUELA.— Esta es la bella cueva que indiquéle

al lindo trovador que enloquecióme.

A recedal y yerbaluisa huele,

como su puro aliento cuando hablóme.

Quiero que aquí mi boca le revele

todo lo que su amor me reconcome,

y le he de conceder, ¡tanto me embarga!

No ya un cuarto de hora, una hora larga.

DUQUESA.— Ved, señora, que acaso sea imprudente

lo que hacéis al venir a aquesta cueva.

Esa pasión satánica y vehemente

que, justo es confesallo, en vos no es nueva,

paréceme importuna.

MARQUESA.— (Con marcado acento catalán) Ciertamente.

Mi criterio también te lo reprueba,

que con nobles, tal vez, más con pigmeos

no se deben tener tales flirteos.

Si el Conde de Provenza y Barcelona,

tu buen padre, a quien tanto te pareces,

viera cómo Cupido te aprisiona,

de ti renegaría cual mereces.

Repara que te juegas la corona;

que estás buscando al gato los tres pieces

y que es, ¡oh, reina!, torpe e insensato

el pretender buscar tres pies al gato.

BERENGUELA.— No me enojes, marquesa de Tarrasa;

ya sé que no hago bien; pero el cuitado

es tan gentil, que su mirar abrasa.

¿Dónde viste doncel más bien formado?

Mi virtud ante él muere y fracasa.

¡Pecado quiero ser si él es pecado!…

que por un beso de su boca diera

cien coronas, cien vidas que tuviera.

MARQUESA.— Loca estás a la fe.

BERENGUELA.— (Malhumorada) ¡Dejadme digo!

Por estas galerías discurramos

hasta oír la señal. Venid conmigo.

MARQUESA.— A tu servicio, Majestad, estamos.

DUQUESA.— Despacio caminad, que me fatigo.

BERENGUELA.— (Por la primera galería de la izquierda)

Entremos por aquí. Seguidme.

MARQUESA.— Vamos.

(En cuanto ve un doncel como una rosa

lo escoge para sí; es una ansiosa.) (Se van los tres por el sitio indicado. Por el foro entran en escena don Alfonso y Moncada)

ALFONSO.— Este es el sitio, Moncada.

MONCADA.— Bravo lugar, a fe mía;

hay en él frescor, poesía,

poca luz… y asaz velada.

Siempre te plació buscar

para tus hechos corruptos,

lugares un poco abruptos,

y no me debe extrañar;

que para amar, lo mejor

es lo más concupiscente:

al remanso de una fuente

el amor es más amor.

Y entre estos peñascos romos,

en este lugar perdido,

que semeja un bello nido

de ninfas, hadas y gnomos;

en esta penumbra grata,

bajo esta bóveda oscura,

y oyendo cómo murmura

la limpia fuente de plata,

cualquier dicho gallofero

parecerá un verso adonio;

cualquier corcova, un Petronio,

y cualquier besugo, Homero.

ALFONSO.— Hablas, Marqués, sabiamente,

cosa nada nueva en ti.

A la que yo aguardo aquí

ha de placerle este ambiente;

que es alma de dulce albura,

rosicler de Alejandría,

toda luz, gracia y poesía,

exquisitez y ternura.

Un bello ser delicado

que ignora lo que es maldad.

MONCADA.— Es… Magdalena, ¿verdad?

ALFONSO.— La misma.

MONCADA.— (Estás apañado).

ALFONSO.— Y me remuerde este exceso.

Temo que piense el marido

que por ser él mi valido

yo me he valido de eso.

Y aún más confuso me hallo,

por traicionar a mi esposa

que es dama tan virtuosa.

MONCADA.— (Este rey es un caballo).

ALFONSO.— Pero cuando amor azota

y clava su dardo cruel,

tienen que rendirse a él

lo mismo el Rey que la Sota.

Y el dardo en esta ocasión

llegó al alma tan derecho,

que no sé ya si en el pecho

tengo dardo o corazón.

MONCADA.— Creo, señor, que viene gente.

ALFONSO.— Aún es temprano, aguardemos,

entremos y paseemos.

MONCADA.— Lo estimo asaz pertinente.

ALFONSO.— Ve delante.

MONCADA.— ¡Nunca!

ALFONSO.— Sí.

Que si peligro o tropiezo

debes cargar con eso

antes que me toque a mí.

MONCADA.— Razón tienes en verdad

pues que tu vida es sagrada.

ALFONSO.— Pues vamos presto, Moncada.

MONCADA.— Vamos presto, Majestad. (Hacen mutis por la izquierda último término.) (Por el foro entran en escena, primero don Nuño y luego don Pero. Este último con la espada desenvainada)

NUÑO.— Pasad, don Pero, en buena hora,

y ese acero vengador

enfundad, que aún no ha llegado

al lugar de la traición

la que manchó vuestro nombre

y mi vida ensombreció.

PERO.— (Enfundando la espada)

¡Plegue al cielo que no tarde,

y plegue al santo patrón

San Ildefonso, que al vella

mis iras contenga yo;

que es mi cólera tan sorda

y es tan grande mi furor

que plegue a Dios, no le plegue

un golpe en el corazón

que se le rompa en pedazos!

NUÑO.— ¡Don Pero, teneos, por Dios,

y habed calma!

PERO.— (Despectivo) Un padre puede,

cuando se falta a su honor,

hablar de calma; un marido

vilmente ultrajado, no.

La sangre de veinte Toros

presta a mi pecho calor;

y la sangre de los veinte

pídeme con recia voz

que lave, también con sangre,

la mancha de mi blasón.

NUÑO.— (Con rabia) Si veinte fueron los Toros,

fueron pocos, vive Dios,

que para veinte, hay cien Mansos

cuya sangre llevo yo,

y los cien también me piden

que castigue ese baldón.

Comparad, Duque, quién puede

hablar más alto y mejor;

si los Toros o los Mansos:

si yo como padre o vos.

PERO.— Me place escucharos.

NUÑO.— ¡Basta!

Venid. Este corredor (Por la primera galería de la derecha)

después de mil vueltas, lleva

a aquel hueco. En él los dos

podremos ver sin ser vistos,

y cuando llegue el traidor

y con la traidora hable

de trovas y de pasión

saldremos y… ¡Dios les valga!

Vamos, noble Duque.

PERO.— ¡Allón! (Se van por la primera galería de la derecha)

RAMÍREZ.— (Con Magdalena por la segunda galería de la izquierda) Gracias a Dios que se ve,

Señora, que este antro está

tan oscuro, que no sé

cómo con vos no quedé

perdida por siempre allá.

MAGDALENA.— ¿Oscuro dices? ¡Por Dios!

RAMÍREZ.— Permitid que en ello insista.

¿No era oscuro para vos?

MAGDALENA.— No tal.

RAMÍREZ.— Entonces, las dos

no tenemos igual vista.

Porque aunque anduve con flema

tropecé, cosa en mí rara,

y ved, señora, qué eccema. (Le enseña un dedo)

MAGDALENA.— ¡Jesús!…

RAMÍREZ.— No estaría tan clara

cuando me he roto una yema.

Sin duda en vos el amor

es fuego que tanto alumbra,

que ha trocado a su sabor

en albores la penumbra,

y la sombra en resplandor.

Mas yo que nunca he sabido

lo que es la dicha de amar,

porque así plugo a Cupido,

y por tanto no he tenido

ocasiones de alumbrar,

cuando a sitio oscuro voy

mi pobre infortunio labro,

pues me ocurre lo que hoy

que voy, más segura estoy

de que al ir me descalabro. (Silbido dentro)

MAGDALENA.— ¡Cielos!…

RAMÍREZ.— ¡Silbaron!…

MAGDALENA.— ¡Qué horror!

RAMÍREZ.— Temblor entróme al oírlo.

MAGDALENA.— Asomaos, por favor. (Se asoma al foro doña Ramírez)

¡Dios santo! ¿Será algún mirlo

o será un reventador?

¿Veis algo?

RAMÍREZ.— ¡Por más que ojeo!…

MAGDALENA.— Heme quedado de estuco,

doña Ramírez.

RAMÍREZ.— ¡Ya veo!

MAGDALENA.— ¿Y es un mirlo como creo?

RAMÍREZ.— No señora, que es un cuco.

¡El trovador!

MAGDALENA.— ¡Ah! ¡Por fin!

Idos.

RAMÍREZ.— Claro está señora.

¿Qué hago yo en este trajín?

MAGDALENA.— Aguardad sólo una hora.

RAMÍREZ.— Aunque sean dos. A mí… plin. (Al hacer mutis por el foro, se encuentra con don Mendo y le saluda ceremoniosamente. Vase)

MENDO.— Guárdeos Dios, pulida dama.

MAGDALENA.— Y a vos, flor de la poesía,

que venís por dicha mía

adonde mi amor os llama.

MENDO.— (Señores, valiente arpía).

MAGDALENA.— Gracias os doy, trovador,

por atender mi cuidado,

que es un cuidado de amor.

MENDO.— ¿Quién pudo haberos negado,

gran señora, tal honor?

MAGDALENA.— Pues eres asaz cortés

ven aquí, pulcro trovero;

que voy, postrada a tus pies,

a explicarte cómo es

el amor con que te quiero. (Sienta a don Mendo sobre una piedra y se arrodilla a sus pies)

¿Has visto cómo la flor

cuando despunta la aurora

abre sus pétalos tiernos

buscando luz en las sombras?

Pues así mi boca busca

el aliento de tu boca.

AZOFAIFA.— (Oculta entre los riscos y arbustos del primer término derecha)

(Yo haré que tu boca infame

bese el polvo de tu fosa).

MAGDALENA.— ¿Has visto cómo los ríos

buscan el mar con anhelo

para darle cuanto llevan

porque es el mar su deseo?

Pues así mis labios buscan

los suspiros de tu pecho.

AZOFAIFA.— (Yo arrancaré de tus labios

los suspiros con mi acero.) (Por el agujero del foro derecha, asoman don Nuño y don Pero)

MAGDALENA.— ¿Has visto cómo la luna

busca en el bosque frondoso

un lago de linfa clara

donde mirarse a su antojo?

Pues así mis ojos buscan

el espejo de tus ojos.

PERO.— Este puñal, ¡vive Cristo!,

será quien tu fuego venza.

Vamos, que más no resisto.

NUÑO.— ¿Has visto qué sinvergüenza?

PERO.— ¡Vive Cristo, que lo he visto! (Desaparecen)

MENDO.— (Levantándose) O yo mucho desvarío

o alguien en la cueva habló.

MAGDALENA.— Dices bien. Saber ansío…

MENDO.— Aguardadme.

MAGDALENA.— No, bien mío.

Soy capitán; iré yo. (Hace mutis por la derecha primer término. Azofaifa se oculta)

MENDO.— (Viendo marchar a Magdalena)

¡Aborto de Satanás!…

Dentro de poco sabrás

quién es el Marqués de Cabra,

que ahora me he dado palabra

de matarte y morirás. (Mirando hacia la izquierda primer término)

¡Mas qué es esto! ¿Es ilusión? (Viendo entrar a la Reina)

¡La Reina! ¡Qué situación!

BERENGUELA.— (Cayendo a sus pies y tomándole una mano)

¡Doncel, que eres ya mi vida,

mira a tus plantas rendida

a la Reina de León!

MENDO.— (¡Malhaya sea la hora!…).

Alzad del suelo, señora.

BERENGUELA.— Ante tan grande hermosura

esta ha de ser la postura

que yo adopte desde ahora.

MENDO.— (Estaba por darla un lapo…

Todas por mí como un trapo,

y con igual pretensión…

¡Ay, infeliz del varón

que nace cual yo tan guapo!).

Alzad, porque el suelo os mancha. (La levanta)

PERO.— (Entrando con don Nuño, sigilosamente, por la derecha segundo término) ¡Dejadme!

NUÑO.— ¡No!

PERO.— ¡Es mi revancha!

NUÑO.— ¡A mí toca!

PERO.— ¡Toca a mí!

NUÑO.— ¡Quieto, que es la Reina!

PERO.— ¡Sí!

¡La Reina! ¡Cielos, qué plancha!

NUÑO.— El hierro con furia empuño.

PERO.— Volvamos al agujero.

NUÑO.— ¡Qué cosas se ven, don Pero!

PERO.— ¡Qué cosas se ven, don Nuño! (Se van sigilosamente por la derecha segundo término)

BERENGUELA.— ¡Trovador, ámame o muero!

AZOFAIFA.— (¡Pues agora has de morir!) (Se dispone a salir, pero al ver a la Marquesa, que entra en escena por la izquierda primer término, se contiene)

MARQUESA.— (Muy asustada) ¡Señora, acabo de oír

por aquesta galería

la voz del Rey, que decía

algo de vos! ¡Hay que huir

enseguida, Majestad!

BERENGUELA.— ¡El Rey! ¡Qué contrariedad!

MARQUESA.— Venid, por Dios.

BERENGUELA.— (A don Mendo) Ya sabéis en dónde estoy.

MENDO.— Iré a buscaros.

MARQUESA.— ¡Pasad! (Se va por la izquierda primer término doña Berenguela. La Marquesa, mirando rendidamente a don Mendo, dice más catalanamente que nunca)

¡Qué preciós, Mare de Deu!

No vi duncel más hermós

ni en Sitges ni en Palamós,

ni en San Feliú… ni en Manlleu. (Vase)

AZOFAIFA.— (Ella vuelve: escucharé).

MAGDALENA.— (Entrando en escena nuevamente)

Nada vi. Nada encontré.

Sin duda el viento zumbó

y eso fue lo que se oyó.

MENDO.— El viento sin duda fue.

MAGDALENA.— (Intentando abrazar a don Mendo)

¡Amor de mi vida!

MENDO.— (Sujetándola colérico) ¡¡Basta!!

¡Que ya el furor me domina!

MAGDALENA.— ¡Cielos!

MENDO.— ¡Mujer asesina,

baldón de tu infame casta,

a quien mi pecho abomina!…

¡Mírame bien!…

MAGDALENA.— (Asustada) ¡No comprendo!

MENDO.— ¡Pálpame aquí, es bien sencillo!… (Le lleva una mano a su coronilla)

MAGDALENA.— (Horrorizada)

¿Qué toco, Dios? ¿Qué estoy viendo?

¿Tú tienes un lobanillo

como el que tenía don Mendo?…

MENDO.— (Remangándose y enseñándole el brazo izquierdo)

¡Mira el recuerdo sagrado

vestigio de diez combates!…

MAGDALENA.— ¡La cicatriz! ¡Mi bocado!… (Como loca)

¡Don Mendo! ¡Tú!… ¡No me mates!

¡No me mates!… (Cae desmayada en sus brazos)

MENDO.— ¡Se ha privado!

AZOFAIFA.— (Hice bien al suponer

que era esa infame mujer

la causa de su aflicción.

¡Oh! ¡Con qué gusto he de hacer

pedazos su corazón!).

MENDO.— Largo el desmayo va siendo.

PERO.— (En el agujero) ¡Ahora es ella! De ira enciendo

y a vengar mi afrenta voy.

NUÑO.— Y yo también. (Desaparecen)

MAGDALENA.— (Abriendo los ojos) ¿Dónde estoy?

MENDO.— En brazos de don Mendo.

MAGDALENA.— (Horrorizada) ¡Cielos! ¡El emparedado

con vida!…

MENDO.— ¡Al cielo le plugo!…

¡Tiemble tu pecho menguado

que don Mendo se ha tornado

de emparedado en verdugo!

¡Y vas a morir, arpía!

¡Vas a morir sin tardanza!…

MONCADA.— (Precipitadamente, por la última galería de la izquierda) Huid, Marqués, por vida mía,

que el Rey llega. Tu venganza

aplaza para otro día.

MAGDALENA.— (¡Me he salvado!) (Se parapeta tras de Moncada)

MENDO.— (Puñal en mano amenazando a Magdalena) ¡Muere!

MONCADA.— ¡Atrás!

MENDO.— ¡Marqués!

MONCADA.— ¡La defiendo yo!

MENDO.— ¡Te juro que morirás!

MONCADA.— Más tarde la matarás,

pero con mi daga, no. (Le arrebata el puñal y le señala imperiosamente la primera galería de la izquierda. Don Mendo hace mutis por ella mordiéndose las manos)

MAGDALENA.— ¡Gracias, Moncada!

MONCADA.— (Con la mayor naturalidad) De nada.

MAGDALENA.— Vuestro favor.

MONCADA.— No es favor.

AZOFAIFA.— (¡Un Marqués el trovador!

Azofaifa desgraciada…

¿En quién pusiste tu amor?) (Entra don Alfonso por la izquierda último término. Moncada se inclina ante él reverenciosamente y hace mutis por el foro)

ALFONSO.— ¡Oh, mi gentil Magdalena!

MAGDALENA.— ¡Oh, Rey a quien tanto amo! (Se abrazan)

ALFONSO.— Siervo llámame y no rey,

que de ti soy tan esclavo

que morir quisiera agora

en la cárcel de tus brazos. (Por último término de la derecha entran en escena, espada en mano, don Nuño y don Pero)

PERO.— ¡Pues morirás, miserable,

en sus brazos y a mis manos! (Magdalena da un grito y se separa del Rey. Éste vuelve y mira altivo a don Nuño y don Pero, que sofocan al verle una exclamación)

ALFONSO.— ¡Hiéreme, Duque de Toro,

si tu valor llega a tanto! (A don Pero se le cae la espada de la mano)

PERO.— ¡Por el alma bendita

de mi abuelo el conde Alarco!

¡Por los huesos de mis padres,

que fueron huesos de santo!…

¡Por los dioses de los cielos

y el satanás de los Antros!…

¡Por las parcas guadañudas

y los monstruos y los trasgos,

que no sé cómo mis ojos

para siempre se cegaron

antes que ver lo que han visto

para su vergüenza y daño!…

¡Vos dando coba a mi esposa!

¡Vos mi escudo baldonando!

¡Vos, don Alfonso, mi Rey,

haciendo a mi honor agravio!…

¡Vos, a quien di en cuatro meses

cien pueblos, cuatro condados

y la sangre de mis venas

que derramé al tomar Baños!…

¡Ah, no! No es de rey tal hecho,

ni aun es siquiera de hidalgo;

el que como vos procede,

Majestad, es un villano.

ALFONSO.— ¡Detén, don Pero, la lengua

y detenga yo mi brazo,

porque de no detenello,

vive Dios, que te la arranco!

PERO.— Nada puedo contra vos,

que estáis, Alfonso, muy alto:

pero no quiero tampoco

vivir por vos deshonrado,

y antes que servir de burla,

de befa, mofa y escarnio,

ya que no puedo vengarme

de tal perfidia me mato. (Saca una daga)

¡Mirad cómo muere un Toro

por vos mismo apuntillado! (Se clava la daga cae en brazos de don Nuño. Todos lanzan un grito de horror)

NUÑO.— ¡¡Cielos!!

MAGDALENA.— ¡¡Qué horror!!

PERO.— (Agonizando) ¡¡Magdalena!!

¡¡Yo te maldigo!!

ALFONSO.— ¡¡Qué espanto!!

MAGDALENA.— ¡¡Don Pero!!

NUÑO.— ¡¡Atrás, miserable!! (Don Pero hipa, ronca, se retuerce, se estremece y la diña)

¡¡Muerto!!

MAGDALENA.— ¡¡Muerto!!

ALFONSO.— ¡Desgraciado!

NUÑO.— Feneció como un valiente.

ALFONSO.— ¿Mas con un solo pinchazo?…

NUÑO.— El pinchazo, Majestad,

estaba en todo lo alto.

ALFONSO.— ¿Pero quién pudo decirle?…

¿Quién pudo, di, traicionarnos?

¿Lo sabes tú?

MAGDALENA.— ¡Sí lo sé!

ALFONSO.— ¿Quién fue? Responde…

MAGDALENA.— Renato;

ese trovador maldito

que de mí está enamorado,

y como yo despreciéle

llevó tal venganza a cabo.

¡Por el amor que me tienes,

oh, Rey don Alfonso, mátalo!

NUÑO.— ¡Calla, hija maldita!

MAGDALENA.— ¡Padre!

NUÑO.— ¡Maldita, sí!

ALFONSO.— ¡Reportaos!

NUÑO.— Como padre, Rey Alfonso,

puedo, por mi honor velando,

castigar a la perjura

que mi nombre ha deshonrado.

Esa pérfida, sabello,

hora es ya de confesallo,

burló a su esposo con vos,

os burló a vos con Mendaro,

a Mendaro con el Conde

de Velilla de Montarco.

Ella citó al trovador

aquí mesmo, y en sus brazos

cayó rendida ha un instante.

Ved, señor, si bien no hago

castigando sus traiciones

y su infamia castigando.

MAGDALENA.— ¡Miente, Alfonso!

AZOFAIFA.— ¡Que es tu padre!

MAGDALENA.— ¡Miente mi padre cuitado!

¡Por nuestro amor te lo juro!

NUÑO.— (Espada en mano queriendo matarla) ¡Ah, miserable! ¡Quitaos!

ALFONSO.— (Cubriendo con su cuerpo el de Magdalena) ¡¡Quieto!! (Saca su espada)

NUÑO.— (Furioso) ¡Rey, que no respondo!

AZOFAIFA.— ¡Basta!

NUÑO.— ¡No!

ALFONSO.— ¡Don Nuño!

NUÑO.— ¡Paso!

ALFONSO.— ¡Es la mi dama!

NUÑO.— ¡Pues muere!

ALFONSO.— ¡Muere tú, desventurado! (Luchan)

MAGDALENA.— (Gritando hacia el foro)

¡Socorro! ¡Doña Ramírez!… (Don Alfonso hiere a Nuño)

NUÑO.— ¡¡Ah!! (Se lleva una mano al pecho y deja caer la espada)

¡¡Muero!! (Cae moribundo)

MAGDALENA.— (Acudiendo a él como loca) ¡¡Padre!!

ALFONSO.— (Horrorizado) ¡Dejadlo!

NUÑO.— (Agonizando) ¡Maldita!… ¡¡Maldita seas!! (Muere)

MAGDALENA.— ¡¡Me maldijo!!… ¡¡Cielo santo!! (Queda arrodillada junto al cadáver de don Nuño.) (Por el foro entran precipitadamente doña Ramírez, Moncada y Alí-Faféz)

MONCADA.— ¿Qué sucede?

RAMÍREZ.— ¡Magdalena!…

¡Cielos! ¿Privado el Privado?

MONCADA.— ¡Majestad!

ALFONSO.— ¡Moncada amigo!

RAMÍREZ.— (Cayendo de rodillas al lado de Magdalena)

¡Conde!… ¡Don Nuño!… ¡¡Mi amo!!

ALÍ.— ¡¡Muertos los dos!!

MONCADA.— ¡Ambos muertos!

ALFONSO.— ¡Dios lo quiso!

MONCADA.— ¡Sea loado!

AZOFAIFA.— (Surgiendo de repente puñal en mano)

¡Rey de Castilla y León,

Rey asesino y tirano

que con espada o sin ella

das muerte a Toros y Mansos!…

¡Por Alá que es el Dios mío,

por el Dios de los cristianos,

por doña Urraca, tu madre,

que fue de virtud dechado,

y por Raimundo Borgoña,

tu padre, juro y declaro,

que es verdad cuanto te dijo

ese viejo infortunado,

espejo de nobles frentes

y de pechos fijosdalgos!

Esa mujer, mal nacida,

es la pérfida que antaño

para casar con don Pero

engañó a don Mendo.

MAGDALENA.— (Levantándose) ¡Falso!

AZOFAIFA.— Don Mendo es el trovador

a quien ella ha denunciado

vilmente, porque le teme.

MAGDALENA.— ¡Calla, víbora!

AZOFAIFA.— ¡No callo!

MAGDALENA.— ¿Sales de la zarza, mora,

para cebarte en mi daño?

AZOFAIFA.— Salgo para hacer justicia,

y he de hacella por mi mano.

ALFONSO.— Prueba, mora, lo que dices,

y si no logras probarlo,

el verdugo tu cabeza

cortará de un solo tajo.

AZOFAIFA.— ¡Yo lo probaré!

ALFONSO.— ¡Aquí mesmo!

AZOFAIFA.— Aquí mesmo, Rey menguado,

que al calor de mi conjuro

hará la Parca un milagro. (Revolviéndose y trazando en el aire con su puñal líneas y signos)

¡¡Alcalajá, salujó!!

¡Belimajé, tajalí!!

¿Es ella culpable?

NUÑO y PERO.— (Incorporándose como movidos por un resorte y diciendo lúgubremente, sin abrir los ojos) ¡¡Sí!!

AZOFAIFA.— ¿Debo perdonalla?

NUÑO y PERO.— (Como antes) ¡¡No!! (Vuelven a tumbarse. Todos retroceden horrorizados)

AZOFAIFA.— (Clavando su puñal en el pecho de Magdalena) ¡Baldón de mujeres, muere!

MAGDALENA.— ¡Ay, mi madre; muerta soy! (Cae en brazos de don Alfonso, que cuidadosamente la deposita en el suelo. Doña Ramírez sofoca también un grito y cae en brazos de Alí-Faféz, que también la deja en el suelo como sin vida)

MONCADA.— (A Azofaifa) ¡A segar tu cuello voy!

AZOFAIFA.— ¡Hiere, castellano, hiere!

ALFONSO.— ¡¡Mi Magdalena!!… ¡¡Qué horror!!

¡Muerta!… ¡Magdalena mía!

MONCADA.— (A don Alfonso) Oigo en esa galería

de unas voces el rumor.

¡Ocultaos!

ALFONSO.— ¡Ay de mí!

¡Qué horrible trance, Marqués!

MONCADA.— Cierta mi sospecha es;

el ruido viene hacia aquí…

¡Pronto!

ALFONSO.— ¡Vamos!

MONCADA.— ¿Quién será? (Medio se ocultan en el momento en que entran en escena, por la primera galería de la izquierda, doña Berenguela con don Mendo, seguidos de la Marquesa y la Duquesa. Doña Berenguela y don Mendo vienen del brazo, y derretidísimos)

MENDO.— Berenguelilla, tutéame,

y si te place, osculéame,

en las dos mejillas.

ALFONSO.— (Surgiendo lívido) ¡¡Ah!!

¡¡Miserable!!

MENDO.— ¡¡Cielos!!

BERENGUELA.— ¡¡Oh!! (Cae desmayada y acude a sostenerla la Marquesa y la Duquesa)

MENDO.— (¡El Rey don Alfonso, sí!).

ALFONSO.— ¡Mátalo, Moncada!…

AZOFAIFA.— (Resguardándolo con su cuerpo) ¡No!

¡Primero, Marqués, a mí!

MENDO.— ¡Azofaifa!…

AZOFAIFA.— ¡Mendo amado!

¡Mira!

MENDO.— ¡Sangre! ¡Dios clemente!…

AZOFAIFA.— A la que nubló tu frente

con esta daga he matado.

MENDO.— (Como loco) ¡Magdalena!… ¡Nuño!… ¡Pero!…

¿Qué has hecho, maldita mora!

¿En quién me vengo yo ahora?

AZOFAIFA.— ¡Clava en mis carnes tu acero!…

¡Sacia tu venganza en mí

si no has de quererme ya!

¡Hiere, Mendo, por Alá!

MENDO.— ¡Qué por Alá; por aquí! (Le clava el puñal. Cae Azofaifa muerta)

MONCADA.— ¡Otra muerte! ¡Cielo santo!

MENDO.— (Riendo locamente) ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja!…

MONCADA.— ¡La razón perdido ha!

ALFONSO.— ¡Qué espanto, Marqués, qué espanto!

FROILÁN.— (Dentro) Majestad.

ALFONSO.— Aquí, Velloso.

FROILÁN.— (Entrando por el foro con don Lope, don Lupo, Manfredo, don Gil, etc.) ¿Qué es aquesto?

MONCADA.— ¡Un panteón!

ALFONSO.— (Por don Mendo) ¡Sujetadle!

MENDO.— ¡Fuera ocioso!

¡Ved cómo muere un león

cansado de hacer el oso! (Se clava el puñal y cae en brazos de Moncada y de Froilán)

MANFREDO.— ¡Qué puñalada!

MONCADA.— ¡Tremenda!

¡Infeliz, se está muriendo!

MENDO.— (Agonizando) Sabed que menda… es don Mendo,

y don Mendo… mató a menda. (Muere y cae el telón)

FIN DE LA CARICATURA