Perspectiva de un campamento en el siglo XII. En el telón de fondo habrá pintadas aquí y allá, entre macizos de árboles y sorteando los accidentes del terreno, varias tiendas de campaña. Lejos se verá una ciudad circundada por espesas murallas y enhiestos torreones. En el lateral derecho, frondoso arbolado. En el lateral izquierdo una lujosa tienda de campaña que se pierde por el propio lateral. Es de día.
Al levantarse el telón están en escena FROILÁN y MANFREDO, nobles y apuestos guerreros. Dentro suena, cerca, un redoble de tambor, luego otro redoble más lejano, y así un rato hasta perderse el sonido lejanísimos.
FROILÁN.— Ya los roncos atambores
dan al aire las noticias. (A Girona, que entra por la derecha, primer término)
¡Albricias, Girona!
MANFREDO.— ¡Albricias!
GIRONA.— Muy buenas tardes, señores.
¿Es cierto lo que pregona
ese parche que resuena?
MANFREDO.— Es cierto; de enhorabuena
estamos todos, Girona.
FROILÁN.— (Mirando hacia la derecha último término)
Pero ¡Vive Dios! ¿Qué vedo?
¡Aquel aire, aquella espada!…
¿Es que deliro, Manfredo,
o es el Marqués de Moncada?
MANFREDO.— El Marqués es, en efecto,
que ni en Burgos ni en León
hay jubón cual su jubón
ni peto como su peto.
MONCADA.— (Entrando en escena por el término indicado)
¿Redoblan? ¡Por San Dionís!
¿A quién tal ruido precede?
FROILÁN.— Capitán, ¿de do salís
que ignoráis lo que sucede?
MONCADA.— Pues, ¿qué sucede, Froilán?
¿Anuncian alguna ley?
FROILÁN.— Anuncian al Rey.
MONCADA.— ¿Al Rey?
¿No me engañáis?
FROILÁN.— ¡Capitán!
MONCADA.— Perdonad. Herido fui
cuando Baños fue asaltado,
y de Burgos he llegado
recientemente.
FROILÁN.— Pues sí;
don Alfonso hace un momento
salió de la ciudadela,
y con doña Berenguela
va a llegar al campamento.
Viene a ver a su privado,
y no es extraño el honor,
que muerto el Cid Campeador
no hay otro más esforzado;
pues con su arresto y su hueste,
es sabido que el de Toro
supo contener al moro
al Este, al Sur y al Oeste.
El fuerte de Olivo fue
su principal objetivo,
y sabéis, Moncada, que
don Pero tomó el Olivo.
En la villa de Al-coló
bien demostró sus redaños;
y después, al tomar Baños,
su mayor triunfo alcanzó.
Ayer juró ante la tropa
y ante toda la nobleza
que hasta no entrar en Baeza
no ha de mudarse de ropa;
y siendo ayer once, infiero
que en entrar tendrá interés,
pues él se muda el primero
y el quince de cada mes.
¿No valen estos trabajos
que el propio Rey le visite
y le abrace y felicite
y le colme de agasajos?
MONCADA.— ¿Y no será otro el motivo
que obliga al Rey a venir?
FROILÁN.— No sé, Marqués, qué decir.
Aquí no hay otro atractivo…
MONCADA.— Hailo.
FROILÁN.— ¡Cielo! ¿Hailo? ¿Y eso?
MONCADA.— Yo no soy ningún Licurgo,
mas aquí, Froilán, ni en Burgos
me la da nadie con queso.
No hay que emular a la ardilla
para saber, ¡vive Dios!,
cómo es el Rey de Castilla.
FROILÁN.— ¿Sabéis vos…?
MONCADA.— ¡Mejor que vos!
Que en mi infancia, allá en Sagley,
y en Pozal, y hasta en Bordallo,
hemos corrido el caballo
juntamente yo y el Rey.
Mas de cien noches de oculto,
él portando un anafil
y yo llevando el candil,
hemos escurrido el bulto
en busca de galanteos
con damas de baja estofa,
y hasta con la vil gallofa
hubo lances y escarceos.
Él es, Froilán, muy osado
al par que afable y cortés,
¡si sabré yo cómo es
después de haberle alumbrado!
MANFREDO.— ¿Y opináis vos?…
MONCADA.— ¡Claro está!
GIRONA.— ¿Que aquí viene?…
MONCADA.— Es muy creíble.
MANFREDO.— ¿Alguna mujer?
MONCADA.— ¡Quizá!
GIRONA.— ¿Algún amor?
MONCADA.— Es posible.
MANFREDO.— Entonces, ¿vos suponéis
que viene por la…? (Señala la tienda de la izquierda)
MONCADA.— ¡Manfredo,
en la llaga vuestro dedo
con gran tino puesto habéis! (Confidencial)
El privado se casó
con la Manso de Jarama,
y tanto gustó la dama
al propio Rey, que exclamó
al conocella: ¡Por Cristo,
que en mi vida logré ver
una tan linda mujer
como la que agora he visto!
A su conquista me lanzo,
que esa Manso es un tesoro;
y sabiendo que el de Toro
al par que Toro era Manso,
rápido como un cohete
puso cerco a la señora,
y al cabo de media hora
era ya de Alfonso siete.
Y pues que agora la bella
mora en aqueste vergel,
viene el Rey, no a verle a él,
el Rey viene a verla a ella.
FROILÁN.— (Enfáticamente, dando un paso atrás)
Pues pierde su tiempo el Rey,
señor Marqués de Moncada,
que la esposa de don Pero
no está ya del Rey prendada,
sino de un bardo errabundo
que la dejó fascinada
una mañana en Fuenfría
al pie de Navacerrada.
MONCADA.— ¿De un bardo? ¿De un trovador
la Duquesa enamorada?
¿Estáis seguro?
FROILÁN.— Lo estoy,
señor Marqués de Moncada;
de un trovador, que no lleva
ni crestón, ni barberada,
ni casco, ni cruz, ni peto
ni porta en el cinto espada,
sino un puñal toledano
de hoja fina y bien templada
con rubíes que parecen
robados a la alborada
y en su puño, vuestro cuño,
señor Marqués de Moncada.
MONCADA.— ¿Mi cuño?… (¡Cielos! ¿Acaso
es la joya regalada
por mí a don Mendo, o la otra
que en Burgos dejé empeñada
en el Mesón de Paredes?).
Vive el cielo que me agrada
lo que me contáis del bardo
que hizo empresa tan osada.
¿Podréis, Froilán, describilla?
FROILÁN.— Puedo, que su faz grabada
quedó en mis ojos al vello,
al pie de Navacerrada.
Tiene la color oscura,
tiene la su voz velada,
la su cabeza es pequeña
y algo braquicefalada.
Tiene rubios los cabellos,
tiene la barba afeitada,
breve el naso, noble el belfo,
la su frente despejada,
y una mirada tan dulce,
tan triste, tan apenada,
que hay que preguntarle al vella:
¿qué tienes en la mirada?
MONCADA.— ¿Sabéis su nombre?
FROILÁN.— Renato.
MONCADA.— Le va bien.
FROILÁN.— ¿Cómo?
MONCADA.— No, nada.
¿Y se apellida?
FROILÁN.— Lo ignoro,
señor Marqués de Moncada.
MONCADA.— (Es él; don Mendo,
sin duda).
FROILÁN.— Va de mesnada en mesnada
en unión de tres judías
y dos moras de Granada,
que bailan, mientras que él
recita alguna balada.
Y dizque una de las moras,
la que Azofaifa es llamada,
sabe de augurios y hechizos
y fabrica una pomada
que aunque al verla se os antoja
vaselina boricada,
es pomada milagrosa,
pues con una pincelada
torna al anciano en adulto
y a la nieve en llamarada.
MANFREDO.— (Mirando hacia la derecha)
Ved, Froilán, ya se columbra
el tropel por la cañada.
MONCADA.— Es verdad. El Rey se acerca,
se ve su enseña morada
junto a los verdes pendones
del Privado y la Privada.
¿Vamos, señores?
FROILÁN.— Sí, vamos,
señor Marqués de Moncada. (Se van por la derecha último término.) (Por el primer término de la izquierda entran en escena don Mendo, Azofaifa, Rezaida, Aljalamita, Raquel, y Ester. Las dos primeras son moras; las tres últimas judías; don Mendo viene afeitado y disfrazado de juglar)
MENDO.— (Por la tienda de la izquierda)
Aquí ha de hospedarse el Rey.
Hagamos alto aquí mesmo,
que si en su honor se hacen fiestas
como dicen, y yo espero,
vamos a sacar tajada
y bien gorda, vive el cielo.
Ester y tú, Aljalamita,
por ese camino estrecho
avanzad, y dadme aviso
de cuando el Rey y su séquito
se avecine. (Hacen mutis por la derecha Ester y Aljalamita)
Tú, Rezaida
acércate al arroyuelo
y lávate barba y boca,
porque después del almuerzo
no lo hiciste y tienes manchas
de chorizamen y huevo. (Vase Rezaida por la izquierda)
Raquel, haz tú otra tomita
y remienda el roto velo,
que para danzar la rumba
puede hacer falta.
RAQUEL.— Al momento. (Mutis por la derecha)
MENDO.— Y tú, Azofaifa, averigua
si al Barón de Vasconcello
plació la silva que ayer
dediqué a sus mesnaderos. (Azofaifa no se mueve)
¿No me escuchaste, Azofaifa?
¿No obedeces?
AZOFAIFA.— (Resuelta) ¡No obedezco!
MENDO.— ¡Cielos, qué fue lo que oí!
¡Azofaifa!… ¿Qué es aquesto?
AZOFAIFA.— Aquesto es, Renato, que muero de amores;
aquesto es, Renato, que muero de celos.
Aquesto es que anhelas restar aquí solo
para hablar con ella… ¡No niegues aquesto!
Que yo sé, Renato, que aquesta es la tienda
del noble Privado, del Duque don Pero,
y sé que a su esposa tú adoras, Renato.
MENDO.— ¡Mientes, Azofaifa!… ¡Mientes, sí!…
AZOFAIFA.— No miento.
La quieres, la adoras, suspiras por ella,
la nombras dormido, la buscas despierto.
Magdalena, dices, al abrir los ojos,
Magdalena, dices, al rendirte al sueño.
Y hasta hace unas horas, cuando en la hostería
te desayunabas, pediste al hostero
en vez de ensaimada, una magdalena,
y eso fue una daga que horadó mi pecho.
MENDO.— (Mirándola con profundísima pena)
¡Pobre morabita, nieta de Mahoma,
fuego de mi nieve, nieve de mi fuego,
luminar lejano de mi eterna noche,
rosa que perfumas en mi campo yermo!…
¿Qué traidora mano vertió en tus entrañas
la negra semilla de los tristes celos?
AZOFAIFA.— Mis ojos, Renato, que vieron los tuyos
y vieron los suyos y en ambos leyeron.
¡Ella te idolatra!
MENDO.— ¿Qué dices?
AZOFAIFA. ¡Te adora!
¡Lo he visto en sus ojos!
MENDO.— (Si tal fuera cierto,
qué hermosa venganza matalla de amores).
AZOFAIFA.— Y tú…
MENDO.— Calla, calla, ¿qué sabes de eso?
AZOFAIFA.— ¿Por qué me engañaste? ¿Por qué me dijiste
que en ti los amores y la fe habían muerto?
¿Por qué me dijiste que esos labios rojos
que me vuelven loca, no darían más besos?
¿Por qué me dijiste que tus ojos claros
nunca mirarían con loco deseo?
¿Por qué me dijiste que no me abrazabas
porque las traiciones tanto mal te hicieron,
que en huelga tranquila de brazos caídos
tus brazos nervudos por siempre cayeron?
¿Por qué me engañaste, Renato? Responde.
Ya ves que, llorando, mis penas te cuento. (Cae de rodillas, llorando)
MENDO.— (Conmovido, poniéndole una mano sobre la cabeza) ¡Mora de la morería!…
¡Mora que a mi lado moras!….
¡Mora que ligó sus horas
a la triste suerte mía!…
¡Mora que a mis plantas lloras
porque a tu pecho desgarro!…
¡Alma de temple bizarro!
¡Corazón de cimitarra!
¡Flor la más bella del Darro
y orgullo de la Alpujarra!…
¡Mora en otro tiempo atlética
y hoy enfermiza y escuálida,
a quien la pasión frenética
trocó de hermosa crisálida
en mariposa sintética!…
¡Mora digna de mi amor,
pero a quien no puedo amar
porque un hálito traidor
heló en mi pecho la flor
aun antes de perfumar!… (Levantándola)
Deja de estar en hinojos.
Cese tu amarga congoja,
seca tus rasgados ojos
y déjame que te acoja
en mis brazos, sin enojos. (La abraza)
No celes, que no es razón
celar, del que por su suerte
en una triste ocasión
por escapar de la muerte
dejó en prenda el corazón.
No cele del desgraciado
que sin merecer reproche
fue vilmente traicionado
y cambióse en media noche
por no ser emparedado.
Ni a ti ni a nadie ha de amar.
Déjame a solas pensar
sentado en aqueste ripio,
sin querer participar
del dolor que participio.
Déjame con mi revés:
si quieres besarme, bésame,
consiento por esta vez,
pero déjame después.
Déjame, Azofaifa, déjame.
AZOFAIFA.— (Arrodillándose ante él y besándole la mano)
Adiós, mi amor, mi destino,
asesino peregrino
de mi paz y mi sosiego.
Adiós, Renato divino.
MENDO.— Adiós, adiós. Hasta luego.
AZOFAIFA.— (Haciendo mutis por la izquierda primer término) (De quien causó su quebranto
y le fizo llorar tanto,
he de vengarme colérica). (Vase)
MENDO.— (Viéndola ir, con cierta lástima)
(La infeliz es una histérica
que no sé cómo la aguanto.) (Sentándose)
¿Pero lo que me indicó
de Magdalena, será
una ilusión suya o no?
Si eso fuera cierto… ¡oh!
Si se confirmara… ¡ah!
Que de estar enamorada
mi venganza tendría efeto,
pues que podría, discreto,
herirla de una balada
y matalla de un soneto.
Y debe ser cierto, sí,
porque siempre que me ve
me mira de un modo que
parece como que se
face pedazos por mí.
¡Ironías de la suerte:
la que condenóme a muerte
y te arrojó de sus brazos,
agora sin conocerte
se muere por tus pedazos! (Queda pensativo, con la frente apoyada en el índice de la mano diestra). (Por la derecha último término, entran en escena Magdalena y doña Ramírez)
MAGDALENA.— ¿Es él?
RAMÍREZ.— Él es.
MAGDALENA.— ¡Ya era hora!
RAMÍREZ.— Sin duda alguna os acecha…
MAGDALENA.— Doña Ramírez.
RAMÍREZ.— Señora.
MAGDALENA.— Dejadme con él agora.
RAMÍREZ.— Pues buena mano derecha. (Haciendo el mutis)
(Hoy quien priva es el poeta
de las baladas divinas,
y ayer privaba un atleta…
¡Infeliz! Es más coqueta
que las clásicas gallinas). (Entran en la tienda)
MAGDALENA.— (A don Mendo) Trovador, soñador,
un favor.
MENDO.— ¿Es a mí?
MAGDALENA.— Sí, señor.
Al pasar por aquí
a la luz del albor
he perdido una flor.
MENDO.— ¿Una flor de rubí?
MAGDALENA.— Aún mejor:
un clavel carmesí.
Trovador.
¿No lo vio?
MENDO.— No le vi.
MAGDALENA.— ¡Qué dolor!
No hay desdicha mayor
para mí,
que la flor que perdí,
era signo de amor.
Búsquela,
y si al cabo la ve,
démela.
MENDO.— Buscaré,
más no sé si sabré
cuál será.
MAGDALENA.— Lo sabrá,
porque al ver la color
de la flor
pensará
¿seré yo
el clavel carmesí
que la dama perdió?
MENDO.— ¿Yo decís?
MAGDALENA.— Lo que oís,
que en aqueste vergel
cual no hay dos,
no hay joyel ni clavel
como vos.
MENDO.— Quedad, señora, con Dios.
MAGDALENA.— ¿Por mi desdicha os molesto,
os importuno y agravo?
MENDO.— No, señora, no es aquesto:
es que cual flor, soy modesto
y me estáis subiendo el pavo.
MAGDALENA.— ¿Es que tal mal expreséme,
doncel, que no comprendióme?
¿No miróme? ¿No escuchóme?
¿Tan poco afable mostréme
que apenas vióme ya odióme?
MENDO.— Escuchéla y contempléla,
vila, señora, y oíla;
pero cuando más miréla
y cuanto más escuchéla,
menos, señora, entendila.
¿Quién sois que venís a mí,
a un errante trovador,
y me comparáis así
con un clavel carmesí
que es signo de vuestro amor?
MAGDALENA.— Trovador a quien adoro:
soy la Duquesa de Toro,
la más rica de Alcover.
Tengo en mi casa un tesoro:
para amarme, ¿queréis oro?
MENDO.— ¿Para qué lo he de querer
si el oro no da placer?
MAGDALENA.— Trovador de baja grey,
soy yo la amante del Rey,
la que reina por amor.
Mi capricho es siempre ley.
¿Quieres ser Duque o Virrey?
MENDO.— Honor que otorga el favor,
¿para qué si no es honor?
MAGDALENA.— (Cada vez más loca)
Trovador, soy muy hermosa,
mi piel es pulida rosa
que goce y perfume da.
Soy volcánica y mimosa,
tómame y hazme dichosa.
MENDO.— ¿Quién habla de goces ya
si el goce la muerte da?
MAGDALENA.— Hombre de hielo, que así
responde a mi frenesí,
¿dónde tu acento escuché?
¿En dónde tus ojos vi?
¿Dónde la tu voz oí?
MENDO.— No sé, señora, no sé,
ni do os vi, ni do os hablé. (Adoptando una postura gallarda)
Algún fantasma está viendo
vuestro cerebro exaltado.
MAGDALENA.— (Retrocediéndose horrorizada)
¡No, sí, no, sí, no!… ¡¡Don Mendo!! (Reponiéndose)
(¿Pero qué estoy yo diciendo?
¡Don Mendo está emparedado!).
Perdonad. Tuve un repente,
más ya pasó, por ventura.
Sin duda la calentura
trajo de pronto a mi mente
el recuerdo, la figura
de un ladrón, de un perdulario,
de un Marqués estrafalario,
que, aunque noble y de Sigüenza,
por robar como un corsario,
murió como un sinvergüenza.
MENDO.— Si me quisierais contar
esa historia, gran señora,
pudiérala yo glosar.
MAGDALENA.— Luego, que no hay tiempo ahora.
Si la queréis escuchar,
¡bellísimo trovador!…
en la cueva de Algodor
aguardadme al dar la una;
que hay allí sombra y frescor
y una fuente que oportuna
saciará, sin duda alguna,
mi sed ardiente de amor.
¿Faltarás?
MENDO.— No faltaré.
MAGDALENA.— Gracias, mi tesoro, adiós.
Con mi dueña acudiré,
y tan en punto estaré,
que, al sentirnos, diréis vos:
«Es la una, y son las dos».
¡Adiós, mi vida, mi fe!…
¡Adiós, mi tesoro, adiós!… (Le tira un beso y entra en la tienda de la izquierda)
MENDO.— (Horrorizado) ¿Qué es eso? ¿Tiróme un beso?
(Limpiándose)
¿Dónde, ¡ay, Dios!, el beso dióme,
y dónde quedóme impreso?
¡Pardiez! ¿Por qué fizo aquesto
y por qué me lo tiróme?
¡Trapalona! ¡Lagartona!
¡Furia, catapulta, aborto!…
que de perjurio blasona,
has de ver cómo me porto;
pues esta tarde en la cueva
adonde el hado te lleva,
juro por quien fui y no soy
que he de vengarme y que voy
a dejarte como nueva.
Porque al hacer explosión
todo el odio que hay en mí,
seré para tu expiación,
no ya un clavel carmesí,
sino un clavel reventón. (Jura y se va por la derecha último término)
AZOFAIFA.— (Surgiendo por la izquierda)
¡Ah! ¡No, miserable, no!…
A esa cita que te dio
no irás solo con la bella.
Habrá otra mujer en ella,
y esa mujer seré yo. (Se va tras de don Mendo. Por la derecha, primer término, entran en escena sigilosamente don Lope y don Lupo)
LUPO.— ¡Válgame el cielo, don Lope!
¡Válganme todos los santos!
LOPE.— ¿Qué ha sucedido, don Lupo?
LUPO.— Que don Nuño y el privado
hacia la tiendan venían
a fin de tomar descanso,
cuando al llegar a la orilla
de ese chaparral cercano
vio don Pero que su esposa
con un hombre estaba hablando.
Celoso, pretendió oilla:
detuvo a don Nuño el paso
y hoy han sabido los dos
lo que nunca sospecharon:
que la privada es capaz
de pegársela al privado
no ya con el propio Rey,
que tal pegamento, es caso
de honor para la familia,
sino con cualquier bellaco
que le recite una trova
junto a la trompa de eustaquio.
LOPE.— ¡Pobre Toro! Tan boyante
que venía, tan ufano
con los honores que el Rey
ha un instante le ha otorgado.
LUPO.— ¿Honores?
LOPE.— ¿No lo sabíais?
LUPO.— No por cierto.
LOPE.— ¡Qué milagro!
Pues sí; por su loca audacia
y su arrojo al tomar Baños,
hale otorgado el honor
de poner en lo más alto
de su escudo, donde ostenta
una cruz de luengos brazos,
cinco banderillas blancas
con ribetes encarnados.
LUPO.— ¡Cinco banderillas!
LOPE.— Cinco:
a bandera por asalto.
Y por tomar Al-coló
y el Olivo, le ha donado
para su escudo también
aqueste lema preclaro:
«No hay barreras para mí,
pues si hay barreras, las salto».
LUPO.— Aquí llegan. Reparad
cuán tristes y cabizbajos
se acercan ambos, don Lope.
LOPE.— Y con razón, qué diablos.
Yo en el pellejo de Toro
embistiera sin reparo
desde el rey al trovador.
NUÑO.— (A don Pero por la derecha primer término)
¡Valor, don Pero!…
PERO.— (A don Lupo y Lope) ¡Dejadnos! (Se deja caer en una piedra y oculta el rostro entre las manos)
LUPO.— (Haciendo mutis con don Lope por la derecha, último término) Parte el alma ver a un Toro
tan noble y tan castigado. (Vase)
PERO.— (Incorporándose, desalentado, tras una pausa)
¡Qué fue, don Nuño amigo,
lo que escuché desde la vil maleza!…
¡Qué horóscopo infernal nació conmigo!
¿Por qué cayó este peso, este castigo
sobre mi corazón y mi cabeza?…
¡Ella, la blanca flor que yo estimaba
pura como el albor de primavera,
aprovechando mi fatal ceguera,
con éste y con el otro enredaba,
y más que blanca flor que perfumaba,
era torpe y maldita enredadera!…
¡Con lo que yo la amaba, que ella era
mi norte, mi pendón y mi bandera!…
¡Triste suerte la mía!
¿A quién sale con tal coquetería?
¿Lo imagináis tal vez?
NUÑO.— (Tristemente) Sale a una tía:
a mi hermana menor doña Mencía,
que dos veces casóse
y con los dos esposos divirtióse.
PERO.— Yo fui siempre un marido comedido,
que en tal comedimiento está mi flaco.
Jamás se oyó de mí nada atrevido,
que cuando algún bellaco
mi calma exasperaba y distraído
soltaba en su presencia cualquier taco,
procuraba al instante
disimular la frase malsonante
y usaba de vocablos
que eran sustitutivos de venablos.
¡Cuántas veces he dicho centellante:
«Córcholi», que es un taco italiano,
en lugar del venablo castellano!
NUÑO.— ¿Y qué piensas hacer?
PERO.— ¡Matalla!
NUÑO.— ¡Calla!
Al ladrón que en su amor te sustituya
mátale, sí, porque su vida es tuya;
pero a la vil canalla
que el honor de los Mansos avasalla,
yo solo he de matar. ¡Nadie me arguya!
Mi sangre lleva, que mi sangre es suya,
y yo mesmo, su padre, he de matalla.
PERO.— ¡Pero si el golpe os falla…
dejaréis que a mi vez contribuya!…
NUÑO.— Debes en caso tal, apuñalalla
y con furia de tigre rematalla
hasta que el deshonor en ti concluya.
PERO.— (Abrazándose conmovido)
Esa respuesta noble y bondadosa
aguardaba yo de vos y no otra cosa.
Si no escuchamos mal, es a la una
la cita de mi cónyuge.
NUÑO.— En efeto.
Y en la cueva moruna,
lugar que por su aspeto,
se presta, ¡vive Dios!, a mi proyeto.
PERO.— Pues la comedia acabará en tragedia.
Nos reuniremos a las doce y media
y sereno… ¡Sereno, sí, sereno,
mi honor he de librar de tanto cieno! (Trompetazos y musiquilla dentro)
NUÑO. (Mirando hacia la derecha) ¡El Rey se acerca!
PERO.— ¡El Rey!… ¡Qué desengaños!
¡Después de una amistad de tantos años
resulta que era él, mi condiscípulo,
el que en la corte me ponía en ridículo!…
Y debe amarla aún, que aunque sostiene
que viene aquí por mí, por mí no viene.
Esas son ocurrencias de retórico.
¡Viene por mi mujer!
NUÑO.— Eso es histórico…
PERO.— De haberlo yo sabido
no hubiera, no, don Nuño, consentido
que por premiar mi táctica certera
al tomar esos fuertes por asalto,
en el escudo de mi padre hiciera
insertar la inscripción de la barrera,
y luego, esto es peor, ¡ay!, me pusiera
las cinco banderillas en lo alto;
que agora me avergüenza y me mancilla
al llevar en la cruz las banderillas.
NUÑO.— ¡Disimulo, don Pero!
PERO.— Soy valido
y sé disimular como es debido. (La musiquilla suena ya en el último rompimiento de la izquierda y al mismo tiempo que Magdalena y doña Ramírez salen de la tienda, entran en escena por la derecha último término los siguientes personajes y en este mismo orden: dos heraldos, seis soldados, dos pajes, don Alfonso, doña Berenguela, Marquesa, Duquesa, don Gil, don Suero, Moncada, Froilán, Manfredo, Girona, don Lupo, don Lope, don Mendo, Azofaifa, Raquel, Ester, Aljalamita, Rezaida, Moro 1, Moro 2 y cuantos guerreros sean posibles. Magdalena saluda cortésmente a los Reyes en tanto que los pajes entran en la tienda y sacan dos sillones, que ocupan doña Berenguela y don Alfonso)
ALFONSO.— Cese ya el atambor, que están mis nobles
cansados de redobles
y yo ahíto
de tanto parchear y tanto pito. (Cesa la música.) (Dirigiéndose a la Duquesa)
Ha un momento, señora, que a tu esposo
por su mando glorioso
en esta magna empresa
le demostré gustoso
el amor que mi pecho le profesa.
A ti, noble Duquesa,
que por valles, y cúspides y oteros,
vas tras él animando a los guerreros
que te llaman «la bélica leonesa»,
cumpliendo una promesa
que hice a la Reina ayer, de sobremesa,
te nombro capitán de coraceros. (Murmullos)
Y a tu cintura breve y torneada
yo mesmo he de ceñir mi regia espada.
MAGDALENA.— No me estimo acreedora
a gracia tan loadora y valedora.
BERENGUELA.— Tal merced nuestro afeto conmemora.
MAGDALENA.— ¡Gracias, Rey y señor!… ¡Gracias, señora!…
ALFONSO.— (Ciñéndole su espada)
¿Por qué no me has escrito, vida mía?
MAGDALENA.— (También en voz baja)
Porque Pero me acecha noche y día.
ALFONSO.— Luego te buscaré.
MAGDALENA.— ¿Pero esta gente?
ALFONSO.— Yo les daré esquinazo fácilmente. (Se separa. Don Alfonso vuelve a ocupar su sitio)
PERO.— (A don Alfonso) Señor, de veras lamento
y me duele y me molesta
no poder haceros fiesta
en mi pobre campamento;
pero aunque a todos convoque
no he de hallar, porque no haile,
nadie que cante, ni toque,
ni que recite, ni baile;
que son mis garridas huestes,
huestes de recios soldados
a quienes han sin cuidados
los romances y los «tuestes».
BERENGUELA.— ¿Pero es posible, don Pero,
que quien distraiga no haiga?
PERO.— Señora, no hay quien distraiga.
MENDO.— (Avanzando) Perdonadme, caballero.
PERO.— (Furioso) ¡Cielos! ¿Quién osa?
MENDO.— ¡Yo oso!
ALFONSO.— ¡Un trovador!
MONCADA.— (¿Qué estoy viendo?
Es él, don Mendo ¡Don Mendo!…).
BERENGUELA.— (Calándose los impertinentes y mirando a don Mendo con codicia) (¡Qué trovador tan hermoso!).
MENDO.— Rey de Castilla y León,
si tu permiso me dieras,
yo trovara una canción
al son del mago danzón
de mis cinco bayaderas.
ALFONSO.— ¿Cinco bayaderas? ¡Vaya!
MENDO.— Vedlas, señor. (A las moras y judías que estarán tras él)
¡Avanzad! (Las cinco saludan)
Dudo que en Hispania haya
desde Cádiz a Vizcaya
nada mejor, Majestad.
Judías son estas tres,
y hacen tan raras estrías
con los brazos y los pies
al danzar, que raro es
no repitan las judías.
Estas otras dos son moras
de la Alpujarra, y compiten
con las otras danzadoras
de tal modo, que repiten
aunque son moras, señoras.
Si ver sus gracias quieredes
y permiso me concedes
para una trova entonar,
yo sabré, señor, pagar
con un canto tus mercedes.
ALFONSO.— Trove, trove el trovador,
que no ha de causarme enojos.
MAGDALENA.— (¡Es bello como una flor!).
BERENGUELA.— (¿Qué fuego tiene en sus ojos
que ha despertado en mí amor?).
MAGDALENA.— (Que no quita ojo a don Mendo)
Doña Ramírez, le quiero;
muero por ese doncel.
BERENGUELA.— (A don Suero, que está tras ella)
Ese trovador, don Suero,
ha de ser mío, o me muero. (Siguen hablando)
AZOFAIFA.— (¡Todas se fijan en él!).
ALFONSO.— (A don Gil, que está tras él)
Haced que yo y Magdalena
tengamos alguna escena
antes de sonar las cuatro. (Siguen hablando)
BERENGUELA.— (A don Suero) Decidle que me enajena,
decidle que le idolatro,
que su voz me suena a trinos,
que su boca es un edén,
y que quiero, por mi bien,
verme en sus ojos divinos
antes que las cuatro den.
GIL.— (A don Alfonso) Yo hablaré luego a la bella.
SUERO.— (A doña Berenguela) Satisfarás tu quillotro.
PERO.— (A don Nuño, rugiendo de ira)
¡Qué estrella tengo! ¡Qué estrella!
¡Cómo mira el Rey a ella!…
¡Y ella cómo mira al otro!…
MENDO.— (Que ha estado templando su laúd)
Templado está ya el laúd.
ALFONSO.— Pues vuestra trova cantad.
MENDO.— ¡Reyes, y nobles, salud!… (Al Rey)
Para ti mi gratitud
por tu indulgencia.
ALFONSO.— Empezad. (Música)
MENDO.— (Mientras las tres judías y las dos moras bailan, recita a compás de la música)
Era don Lindo García
el Marqués de Fuente-Amor,
el más noble caballero
de Castilla y de León.
Sangre de reyes tenía
y sangre de rey vertió,
que fue don Lindo el que en Clunia
dio muerte al rey Almanzor.
Oro don Lindo, no había,
ni jamás en él pensó,
que el oro con valer tanto,
nunca fue el triunfo mejor
para quien pone en el puño
de su espada el corazón.
AZOFAIFA, REZAIDA, RAQUEL, ESTER Y ALJALAMITA.— (Todas a una)
Era don Lindo García,
el Marqués de Fuente-Amor,
el más noble caballero
de Castilla y de León.
MENDO.— En doña Sancha Mendoza,
hija del Conde de Aldoz,
puso don Lindo los ojos,
y con los ojos su amor;
y doña Sancha una noche
a don Lindo se entregó,
porque cantóla una trova
al pie de su torreón,
y era la trova tan linda
y tan lindo el trovador,
que doña Sancha rindióse
con el do re mi fa sol.
El Conde, que no sabía
d’este enredo, concertó
la boda de doña Sancha
con Suero de Waldeflor,
qu’era valido del Rey
de Castilla y de León.
Y doña Sancha, ambiciosa
de riquezas y de honor,
quiso alejar a don Lindo
de su castillo de Aldoz
para casar con don Suero
con pompa y con esplendor,
que en aquel Suero veía
un remedio a su ambición.
AZOFAIFA, REZAIDA, RAQUEL, ESTER Y ALJALAMITA.— (Todas a una)
En doña Sancha Mendoza,
hija del Conde de Aldoz,
puso don Lindo los ojos,
y con los ojos su amor.
MENDO.— Un collar Sancha tenía
y a don Lindo le entregó
para perdelle, y aluego
matalle sin compasión.
Que la noche que donóle
el collar, don Suero entró
por la escala que pendía
del macizo torreón
y halló a don Lindo en la estancia,
y con don Lindo luchó;
y cuando el furioso Conde,
para defender su honor,
a don Lindo y a don Suero
pidió franca explicación,
doña Sancha, la perjura,
con serena y firme voz,
confesó que por roballa
don Lindo en la estancia entró;
y como el collar tenía
de su brazo en derredor
y delatalla no pudo
porque salvalla juró,
como ladrón fue tenido
el Marqués de Fuente-Amor,
y como ladrón juzgado,
y muerto como ladrón. (Magdalena, que ha estado escuchándole nerviosísima, da un grito y cae desmayada en brazos de doña Ramírez. Cesa la música)
PERO.— ¡Cielos! ¿Qué es esto?
RAMÍREZ.— ¡Venid! (Acuden los pajes)
NUÑO.— (Acercándose) ¿Qué sucede?
MONCADA.— (A don Mendo, con intención) ¡Por Satán!
Que el valiente capitán
se ha desmayado. (Don Mendo le mira, se estremece, y muy azorado le vuelve la espalda)
ALFONSO.— (A doña Ramírez y los pajes) Partid.
En su tienda la dejad
con gran mesura y cuido.
RAMÍREZ.— (Al ver que Magdalena se agita convulsa)
(¡Hija, qué barbaridad,
y qué histérico has cogido!) (Entran en la tienda, transportando a Magdalena, los dos pajes y doña Ramírez)
PERO.— (Severamente a don Nuño)
El trovador ha trovado
mi casorio, caballero.
Ella es Sancha, yo don Suero
y vos el Conde Menguado.
Y si es cierto, ¡vive Dios!,
que desde que me casé
hice el burro, juro que
habréis de llorar los dos.
NUÑO.— ¿Hacéis caso de un poeta? (Siguen hablando)
AZOFAIFA.— (¿Qué colijo de este trance?
¿Por qué escuchando el romance
cayó con la pataleta?
¿Será acaso esa mujer
la que mató su ilusión?
Si es ella, le he de morder
la lengua y el corazón.) (Se desliza y entra en la tienda de Magdalena)
BERENGUELA.— (Que le anda dando vueltas a don Mendo)
comiéndosele con los ojos)
(Yo mesma decirle quiero
que por su boca estoy loca,
y que el coral de su boca
ha de besarme o me muero).
MONCADA.— Detrás de don Mendo, que continúa en el centro de la escena con los brazos cruzados y la vista en las nubes)
¡Don Mendo!
MENDO.— (Estremeciéndose) Así no me llamo.
MONCADA.— Vos sois don Mendo.
MENDO.— ¡Jamás!
BERENGUELA.— (A don Mendo, a media voz y comiéndoselo)
¡Te amo, trovador! ¡¡Te amo!! (Se separa de él)
MONCADA.— Pero Mendo, ¿qué les das?
MENDO.— (¡La Reina!… Lo estaba viendo).
ALFONSO.— ¡Señores, siga la danza!…
MENDO.— (¡Qué cerca está la venganza,
la venganza de don Mendo!…). (Cae telón)
FIN DE LA JORNADA TERCERA