Interior de la torre abovedada que sirve de prisión a don Mendo. Una claraboya en el foro, cerca del techo, y una puerta en el lateral izquierdo. Cuando se levanta el telón está amaneciendo.
En escena está únicamente DON MENDO, recostado sobre un mal camastro. No hay más muebles que el susodicho camastro y un par de taburetes toscos.
MENDO.— (Incorporándose, restregándose los ojos y mirando a la claraboya) Ya amanece. Por esa claraboya
las luces del crepúsculo atalayo:
pronto entrará del sol el puro rayo
que a las sombras arrolla
y en bienestar convierte mi desmayo… (Por la claraboya entra triunfante un rayo de sol)
¡Ya el rayo destella!…
¡Ya mi prisión se enjoya de luz bella!…
¡Ya soy dueño de mí!… ¡Ya bien me hallo!… (Canta un gallo dentro, lejos)
¡Ya trina el ruiseñor!… ¡Ya canta el gallo!… (Pausa)
¡Trece de mayo ya!… ¡Quién lo diría!
Llevo en esta prisión un mes y un día,
sin por nadie saber lo que acontece… (Estremeciéndose)
¡Y hoy martes, gran Dios!… ¡Martes y trece!…
¿Por qué el terror invade el alma mía?
¿Por qué me inspira un miedo extraordinario
esa cifra, ¡ay de mí!, del calendario? (Como loco)
¡Ah, no, cifra fatal!… No humillaréis
el valor de don Mendo; no podréis;
todos iguales para mí seréis…
¡Trece, catorce, quince y dieciséis! (Pausa)
¿Moriré sin venganza? ¡Cielos! ¡Nunca!
Ha de morir la que mi vida trunca
y morirá a mis manos… Mas, ¿qué exclamo?
¿Cómo podré matalla si aún la amo?
Acaso por salvarse aquella noche
aceptó del de Toro sin reproche
el amor y la fe y el galanteo…
Mas aquel «Pero mío», aquel sobeo
delante de mi faz, estuvo feo;
porque él llegó a palpalla,
que yo lo vi con estos ojos, ¡ay!
y ella debió oponerse, ¡qué caray!,
al ver lo que yo hacía por salvalla. (Escuchando hacia la derecha)
Oigo pasos. ¿Acaso
es Magdalena que en amor se abrasa
o el carcelero vil, que con retraso
tráeme el bollo de pan que él mismo amasa?… (Viendo que la puerta se abre y que aparece en el umbra Clodulfo, viejo mal encarado y cetrino, que trae un gran pan y un cántaro)
Es el vil carcelero.
CLODULFO.— ¿Paso?
MENDO.— (Desalentado) Pasa. (Clodulfo deja en escena el pan y el cántaro y se dispone a hacer el mutis)
¿Hoy también, viejo Clodulfo,
habrás de guardar silencio?
¿Hoy tampoco mis preguntas
habrán en tus labios eco?
¿Cuándo saldré de esta torre?
¿Pronto o tarde? ¿Vivo o muerto?
¿No sabré tampoco hoy
lo que con ansias espero?
CLODULFO.— Hoy lo sabrás.
MENDO.— ¿Por fin hablas?
CLODULFO.— Hablo ya, porque hablar puedo,
que hoy de gala está el castillo
y hoy es día grande, don Mendo.
MENDO.— ¿Día grande?
CLODULFO.— Más brilla el sol
hoy que ayer, aun siendo el mesmo.
MENDO.— ¿Pues qué ocurre?
CLODULFO.— Que el privado
del Rey don Alfonso séptimo,
el noble duque de Toro
y conde de Recovedo,
señor de catorce villas,
seis castillos y un convento,
a las nueve ha de casarse
con Magdalena… (Al ver que don Mendo medio se desvanece)
¡Don Mendo! (Acude a él y le sujeta)
¿Qué mal os dio que os pusisteis
pálido, convulso y trémulo?…
MENDO.— (Reponiéndose y después de una breve pausa)
Nada, Clodulfo, un vahído,
un malestar, un mareo,
una locura, un repente,
una turbación, un vértigo…
Mas ya pasó, por ventura.
CLODULFO.— Yo creo que estáis neurasténico.
MENDO.— Tal vez; ¡ay de mí! Mas sigue,
viejo Clodulfo. Ha un momento
decías…
CLODULFO.— Que Magdalena
hoy se casa con don Pero
y está don Nuño gozoso
y las galas del gozo haciendo
ha mandado que las puertas
queden francas a sus deudos;
y que la despensa se abra
y que corra el vino añejo,
y que en la más alta torre
luzca el pendón de su abuelo,
que no hay un pendón más grande,
ni más noble, ni más viejo.
Colmada está ya la iglesia;
en fiesta arde ya el pueblo;
y los tres primos del Conde,
don Juan, don Tirso y don Crespo,
llegaron esta mañana
desde Pravia, con su séquito.
MENDO.— (Dejándose caer, abatido, en el camastro)
¡Que ella se casa!… ¡¡Se casa!!…
¡Y yo en esta torre preso,
haciendo el primo!… ¿Qué dije?
El primo es poco… ¡el canelo!…
¡Martes y trece, por algo
os tomé aborrecimiento!…
CLODULFO.— ¿Qué os sucede?
MENDO.— Nada, nada…
CLODULFO.— ¿Es que teméis?
MENDO.— ¡Nada temo!
CLODULFO.— Pensé que…
MENDO.— (Altivo) Pensaste mal.
CLODULFO.— Os vi temblar…
MENDO.— ¡Yo no tiemblo!
Nada en la vida, Clodulfo,
hizo temblar a don Mendo.
CLODULFO.— Perdonad, marqués de Cabra,
si mis frases os hirieron…
MENDO.— Perdonado estás, Clodulfo;
y agora, si no es secreto,
dime qué suerte me espera
y dilo sin titubeos,
bueno o malo, lo que fuera.
¡Qué me importa, vive el cielo!
Cuando hace un rato, ¡ay de mí!,
no rodé a tus plantas muerto,
es que un rayo no me mata.
Habla, por Dios, habla presto.
CLODULFO.— ¿Tendréis valor?…
MENDO.— (Altivísimo) ¿Olvidaste
que te escucha un caballero?
CLODULFO.— Pues bien, el conde don Nuño,
vuestra prosapia atendiendo,
pensó sacaros los ojos
y daros libertad luego;
pero terció Magdalena…
MENDO.— ¡Magdalena!… ¡Blando pecho
que envidia diera a las aves!…
¡Corazón de suaves pétalos!…
¡Alma pura, cual la ninfa
del transparente arroyuelo!…
¡Magdalena!… ¡Magdalena!…
¡Ave, rosa, luz, espejo,
rayo, ninfa, luna, fuente,
ángel, joya, vida, cielo!…
¿Y dices que ella terció?
CLODULFO.— Terció y os hizo mal tercio,
porque pidió que la lengua
os arrancasen primero
y que os cortasen las manos
y que mudo, manco y ciego
en esta torre quedaseis
para siempre prisionero.
MENDO.— ¡¡Mientes!!
CLODULFO.— ¡No!
MENDO.— ¡Mientes te digo!
¡Infame sayón!
CLODULFO.— (Amenazador) ¡Don Mendo!…
MONCADA.— (Entrando en escena)
¡Vive Dios, que hasta en prisiones
y con vuestro carcelero
habéis de reñir!
MENDO.— (Asombrado) ¡Moncada!
¿Pero sois vos?
MONCADA.— En efeto.
CLODULFO.— (¡El de Moncada en la torre!…)
MONCADA.— (A Clodulfo) Dejadnos, buen hombre.
CLODULFO.— (Sin moverse) Eso…
MONCADA.— (Imperioso) ¡Dejadnos digo!
CLODULFO.— (Resistiéndose) Es que yo…
MONCADA.— Si desenvaino el acero,
vais a quedar en la torre;
pero vive Dios, que muerto.
CLODULFO.— (Temeroso) Pues que así lo suplicáis,
señor marqués… obedezco. (Se va, cerrando la puerta)
MONCADA.— Aunque cierre no me importa:
me abrirán mis escuderos. (Este Marqués de Moncada es joven y apuestísimo)
MENDO.— (Que aún no ha vuelto de su asombro)
En vano pretendo, Marqués de Moncada,
hallar las razones que aquí os han traído.
MONCADA.— ¿No sois por ventura, mi buen camarada?
MENDO.— ¿Camarada vuestro quien ha delinquido?
Perpetrando un robo me vi sorprendido,
así plugo al cielo o al Hado… o al Hada,
y no creo Moncada, que ganéis vos nada,
siendo camarada de quien a su espada
ha infido, escupido, torcido y rompido.
MONCADA.— (Sonriente) Mentís.
MENDO.— ¿Qué decís?
MONCADA.— Mentís.
Y vos de vos os reís,
como yo me río de vos.
MENDO.— No comprendo qué decís.
MONCADA.— Será porque no querís,
que está claro, ¡vive Dios!
MENDO.— Siempre fuisteis enigmático
y epigramático y ático
y gramático y simbólico,
y aunque os escucho flemático
sabed que a mí lo hiperbólico
no me resulta simpático.
Habladme claro, Marqués,
que en esta cárcel sombría
cualquier claridad de día
consuelo y alivio es.
MONCADA.— Claro he de hablar, a fe mía.
Si vos fueseis un ladrón,
o por ladrón yo os tuviera,
juro a Dios, que os escupiera
a la frente, con razón;
y en vez de en esta prisión
hallarme, cual ahora ve,
sin fe en vos ni en nadie fe,
a vuestra amistad y afeto
puesto hubiera con respeto
el consabido R.I.P.
Mas sé, Marqués… ¡lo sé yo!,
que en esta torre cautivo
está un caballero altivo
que nunca en robar soñó;
que si en un castillo entró,
no entró en él para robar
el aljófar de un collar
que aun valiendo es baladí,
sino que entró en él…
MENDO.— (Imperioso) ¡¡No!!
MONCADA.— (Ídem y achicándole) ¡¡¡Sí!!!
Yo lo juro… ¡para amar!
MENDO.— ¡Miente quien tal cosa diga!
MONCADA.— El que confeséis no espero,
pues sé que sois caballero
y a enmudecer os obliga
algo que os ata y que os liga.
Pero, por casualidad,
que tal cosa en mí no cabe,
como todo al fin se sabe,
yo he sabido la verdad.
MENDO.— (Irónico) ¿Con la verdad disteis?
MONCADA.— Di.
MENDO.— ¡Pues suerte tuvisteis!
MONCADA.— ¡Oh!
MENDO.— ¿Y si os engañasteis?
MONCADA.— ¡No!
MENDO.— ¿Estáis bien seguro?
MONCADA.— ¡Sí!
MENDO.— ¿Acaso visteis?…
MONCADA.— ¡Lo vi!
MENDO.— ¿Y sabéis que yo?…
MONCADA.— ¡Lo sé!
MENDO.— ¿Pero cómo?…
MONCADA.— Os lo diré:
más por Dios tranquilizaos.
MENDO.— Estoy tranquilo. Sentaos.
MONCADA.— Muchas gracias.
MENDO.— No hay de qué. (Se sientan los dos. Pausa)
MONCADA.— Ha de antiguo la costumbre
mi padre, el barón de Mies,
de descender de su cumbre
y cazar aves con lumbre:
ya sabéis vos cómo es.
En la noche más cerrada
se toma un farol de hierro
que tenga la luz tapada,
se coge una vieja espada
y una esquila o un cencerro,
a fin de que al avanzar
el cazador importuno
las aves oigan sonar
la esquila y puedan pensar
que es un animal vacuno;
y en medio de la penumbra
cuando al cabo se columbra
que está cerca el verderol,
se alumbra, se le deslumbra
con la lumbre del farol,
queda el ave temblorosa,
cautelosa, recelosa,
y entonces, sin embarazo,
se le atiza un estacazo,
se la mata y a otra cosa.
MENDO.— No es torpe, no, la invención;
mas un cazador de ley
no debe hacer tal acción,
pues oyendo el esquilón
toman las aves por buey
a vuestro padre el Barón.
MONCADA.— Es verdad. No había caído…
Vuestra advertencia es muy justa
y os agradezco el cumplido.
¡El Barón, por buey tenido!…
No me gusta; no me gusta.
MENDO.— ¿Y a qué viene, ¡vive el cielo!,
cuando tan grande es mi duelo,
esa conseja endiablada
del cencerro y de la espada
y del farol y del celo?
MONCADA.— Viene, amigo, a que el Barón,
cierta noche que cazaba
con la luz y el esquilón,
vio una escala que colgaba
de no sé qué torreón.
MENDO.— Acaso el Barón soñaba…
MONCADA.— Y otra noche, vio algo más.
MENDO.— ¿Qué me decís, vive Dios?…
MONCADA.— Que vio… soñando quizás,
que echaron la escala… y zas,
por ella bajasteis vos. (Don Mendo baja los ojos y se deja caer abatidísimo en su camastro)
Y esto, don Mendo, tal vez
por alguien se ha comentado,
y al de Collado ha llegado,
y don Pero, que es un pez,
está por vos escamado.
Y como al cabo no es bobo,
de Magdalena abomina
y, lógicamente, opina
que la comedia del robo
sólo fue una pantomima.
Y ella, que anhela el sosiego
o que ve perder su juego
y en casarse tiene prisa,
quiere que quedéis, ¡qué risa!,
preso, mudo, manco y ciego.
Pero no será, ¡no! ¡No!
Que aunque vos, Marqués de Cabra,
a ella le disteis palabra
de salvalle, hablaré yo.
Mas para hablar, sólo espero
vuestra indicación somera.
MENDO.— ¿Y es caballero el que espera
que no sea yo caballero?
MONCADA.— ¿Y es caballero, Marqués,
el que por una perjura
muere vilmente?
MENDO.— Lo es:
mi palabra os lo asegura,
y soy leonés.
MONCADA.— Basta, pues.
Y en premio de esa hidalguía
que en vos es norte y es guía;
en premio de ese valor,
tomad esta daga mía. (Le da una daga)
Os la da un hombre de honor.
Ponedla oculta y salvaos
si ocasión para ello habéis;
y si la afrenta teméis
de una muerte vil, mataos;
porque es tan grande la insidia,
la perfidia y la falsidia
del mundo, que casi envidio
al que apelando al suicidio
toma un arma y se «suicidia».
MENDO.— (Abrazándole conmovido)
¡Marqués de Moncada! ¡Hermano!
¡Permitid que os dé ese nombre!…
MONCADA.— ¿Os afectáis?
MENDO.— No os asombre,
que este dolor sobrehumano
en niño convierte a un hombre.
Gracias mil por el puñal;
gracias mil, porque mi mal
será por él menos cruel,
pues muy pronto, amigo fiel,
habré de hundírmelo en el
quinto espacio intercostal.
Y cuando os hablen de mí,
decid, Marqués, decid vos
que caballero morí,
pues una palabra di
y la cumplí, vive Dios. (Le abraza de nuevo)
CLODULFO.— (Entrando muy azorado y muy nervioso, a Moncada) Salid, caballero,
salid en seguida
porque de no hacello
mi vida peligra.
MENDO.— ¿Qué ocurre?
MONCADA.— ¿Qué pasa?
CLODULFO.— Nadie se lo explica.
MENDO.— Hablad.
CLODULFO.— Que la novia
ya estaba vestida
aguardando al Duque
y a su comitiva
y el Abad mitrado
calada la mitra
aguardaba a entrambos
en la sacristía,
cuando de repente
las tropas avisan
que llega el de Toro;
y el de Toro arriba,
sin pajes, ni escoltas,
ni bandas, ni insignias.
Llega tembloroso;
pálido de ira;
echando venablos
y tacos y ristras,
y dice a la novia:
«¡Perjura!… ¡Maldita!…
¡Fuiste de don Mendo
la amante y la amiga;
y tú le idolatras
y por él suspiras;
lo sé, miserable,
de muy buena tinta!»…
¡Mientes! —grita ella.
¡Falso! —el conde grita,
y los tres Pravianos,
rugiendo de ira,
al de Toro quieren
segarle la vida.
¡Callen todos!… dice
ella enfurecida.
¿Quieres que te pruebe
que aquesto es mentira?
— Si me lo probaras
yo me casaría.
— Pues ven a la torre
que el cautivo habita,
ven a la su cárcel
y en su cárcel misma
yo sabré librarte
de tanta falsía.
Y ya suben todos
escaleras arriba…
MONCADA.— ¡Valor, pobre amigo! (Se abrazan)
CLODULFO.— Salid enseguida.
MENDO.— ¡Adiós! ¡Hasta nunca!
CLODULFO.— ¡Que ya se avecinan!
MONCADA.— ¿Hablaréis?
MENDO.— Primero me arranco la vida. (Se van Moncada y Clodulfo. Don Mendo queda alicaidísimo)
¡Voy a verla! Sí. ¿Qué incoa
mi espíritu? Lo que incoe
ya mi cerebro corroe.
¿Mas qué importa que corroa?
¡Áspid que en mi pecho roe,
prosigue tu insana roa
que aunque soy digno de loa
no he de ser yo quien se loe!
¡Fuerzas, cielos, porque al vella
querré matalla y mordella
y eso sería delatalla!
¡Juro a Dios que he de miralla
y escuchalla sin vendella!
Mas si juré no perdella
también vengarme juré
en la infausta noche aquella.
Y he de vengarme; sí, a fe.
¿Mas qué haré, qué intentaré?
¿Cómo vengarme podré
si lo que juré, sé que
lacra mi boca y la sella?
¿Cómo, ¡ay Dios!, compaginallo
si este desengaño, ¡ah!,
no puede dejarme ya
ni tiempo para pensallo?… (Saca el puñal, lo besa y lo contempla con arrobo)
¡Puñal de puño de aluño!…
¡Puñal de bruñido acero,
orgullo del puñalero
que te forjó y te dio bruño!…
Puñal que en mi mano empuño,
en cuyos finos estríes
hay escritas con rubíes
dos frases a cual más bella:
«Si hay que luchar, no te enfríes.
Si hay que matar… descabella».
Tú con tu lengua me llamas
y deshaces mi congoja,
pues teniendo yo tu hoja
no he de andarme por las ramas.
Penetra, puñal, en mí,
llega pronto al corazón
y a quien pregunte, di
que a pesar de su traición
adorándola morí. (Ocultando el puñal al ver que se abre la puerta)
¡Mas ya llegan: maldición!
¡Qué lindo tiempo perdí! (Entran en escena, primero dos frailes cistercianos, caladas las capuchas, luego don Nuño, don Pero, doña Ramírez, el Abad con su gran mitra, don Juan, don Tirso y don Crespo, tres nobles de Pravia, frailes, soldados, etc. Por último entra Magdalena, con el traje de boda, apoyada en doña Ninón)
Un fraile… dos frailes… Mi mente no sueña.
El conde don Nuño… Don Pero, la dueña…
El Abad mitrado, los nobles pravianos,
que son los tres primos porque son hermanos…
¿Pero y ella?… ¿Y ella?… ¿Do está, vive Cristo?… (Entra Magdalena, don Mendo se estremece)
¡Ah! ¡Por fin la he visto! ¡La he visto!… ¡La he visto! (Pausa. Todos miran a Magdalena)
MAGDALENA.— ¿Dónde está quien mi paz turba?
¿Dónde está, que quiero vello?
¿Dónde está el que fue motivo
de los celos de don Pero?
¿Es éste?
PERO.— ¡Sí!…
MENDO.— (¡Cuán hermosa
está con su traje nuevo!…).
MAGDALENA.— Pues escuchad: ante todos
digo que su muerte quiero,
que si importunóme vivo
no ha de importunarme muerto.
Yo juro que nada mío
ha sido nunca de don Mendo;
que él, que me escucha, responda
si digo verdad o miento.
MENDO.— Dice verdad. (Rumores)
RAMÍREZ.— (Es un primo.)
PERO.— (Humildemente) ¡Magdalena!
MAGDALENA.— (Altivísima deteniéndose con el gesto) ¡Caballero!
RAMÍREZ.— (Don Pero se lo ha creído.
Este Pero es un camueso.)
MAGDALENA.— Padre y señor, ya lo oíste.
Ya lo escuchaste, don Pero.
Jamás mis labios le hablaron;
jamás mis ojos le vieron;
para robar, escaló
la torre de mi aposento.
Ladrón, ladrón, no mereces
otro nombre y a él apelo.
PERO.— ¡Perdóname, Magdalena!…
MAGDALENA.— No he terminado. Un momento.
Por los males que me fizo
pido a todos que ahora mesmo
y aquí mesmo le empareden;
y para escarnio y ejemplo,
le dejen una mano,
la mano del brazo diestro. (Rumores)
MENDO.— (¡Caray, qué bruta!)
PERO.— (Cayendo de rodillas a los pies de Magdalena, y tomándole una mano) Amor mío,
¡perdón mil veces!
MAGDALENA.— ¡Don Pero!…
PERO.— Con señales tan prolijas
la vil calumnia tejieron,
que yo, encelado, caí
como la zorra en el cepo.
¡Perdóname!
MAGDALENA.— Perdonado.
NUÑO.— (Desenvainando la espada)
¿Qué lo perdonas? ¿Qué es esto? (Sensación. Pausa. Don Pero se levanta y le mira con altivez)
Poco a poco, Magdalena;
tú eres mujer y eres buena
y perdonas; pero yo,
a quien la calumnia oyó
como canto de sirena,
y la creyó y difundió
y me ofendió y ultrajó
y mi honor pisoteó,
no he de perdonarle. ¡Oh!
MAGDALENA.— ¡Padre! ¡Padre!
NUÑO.— ¡No, no, no!
Aunque cumplí los setenta
aún mi brazo tiene brío
para saldar esa cuenta
con Pero.
MAGDALENA.— ¡Pero Dios mío!…
RAMÍREZ.— ¿Lavar vos, Conde, la afrenta
a vuestra edad? Es salirse
de lo que por justo estimo.
Vuestro valor, no escatimo,
mas por vos, debe batirse… (Por don Juan y don Crespo)
este primo… o aquel primo.
CRESPO.— Dice bien.
JUAN.— Tiene razón.
Para lavar el baldón,
la mancha que nos agravia
Conde Nuño, henos de Pravia.
ABAD.— (Mediando con voz hueca campanuda)
Un solo instante…
NUÑO.— Atención.
ABAD.— Caballeros, escuchad.
RAMÍREZ.— Escuchad, que habla el Abad.
ABAD.— Un consejo permitid,
en nombre de la piedad
de la que soy adalid
como Abad y por edad.
PERO.— Decid, don David, decid.
NUÑO.— Hablad, buen Abad, hablad.
ABAD.— El gran Duque, como yo,
cree que su esposa futura
es pura, cual aura pura.
¿Opino bien?
PERO.— ¿Cómo no?
ABAD.— Pues si todos, según veo,
creen lo mismo que yo creo
¿a qué más sangre verter?
¿A qué este asunto mover
si ha de haber luego himeneo?
¿Que él al dudar la ofendió?
Pues al casarse, coligo
que su pecado purgó,
que el casamiento, creo yo
que es suficiente castigo.
¿A qué batirse? ¿Qué alcance
tiene ese duelo que infama?
¿Que un ilustre nombre dance?
¿Que alguien diga que esta dama
es una dama de lance?
Esa idea del averno
dad, Conde, por no pensada.
Turpiter atrum, fraterno!
Abrazad a vuestro yerno
y aquí no ha pasado nada.
NUÑO.— (Humilde) Del Evangelio la voz,
siempre sabia y eficaz,
vibró en mi pecho y veloz
quiero brindaros la paz.
PERO.— Y yo la acepto veraz,
porque hubiera sido atroz
ese duelo contumaz. (Se abrazan)
En cuanto a don Mendo, apruebe
lo por mi dama indicado.
NUÑO.— Aprobado, sí, aprobado.
En esta boda no debe
faltar ese emparedado. (Gritando hacia el lateral)
A ver, Mendingundinchía…
Otalaorreta… Sarmiento…
Acudan, por mi vida…
MENDO.— (¡Qué momento!… ¡Qué momento!) (Entran en escena Marcial y León, hombres de armas con capuchas rojas. No se les verá la cara)
NUÑO.— Que aqueste muro vacíen,
que en él fabriquen su nicho,
y en la forma que se ha dicho
le sepulten.
MENDO.— ¿Es capricho
eso de la mano?
NUÑO.— Sí;
fuera y de aquesta manera,
en actitud pordiosera,
para que al salir de aquí
todo el que a veros viniera
diga a la ciudad entera:
«Allí está don Mendo, allí,
en la torre, yo le vi;
tenía una mano fuera,
por eso le conocí».
ABAD.— Don Pero, ya el ara espera.
PERO.— Vamos al ara preclara,
pues sólo el ara remedia
la inquietud que me acibara.
MENDO.— (¡Esto, ay Dios, cuán me apesara,
quedar yo con mi tragedia
mientras ellos van al ara
para ver una comedia!…).
NUÑO.— (A uno de los frailes, el que oculta más el rostro)
Quedad con él y exhortalle,
fray Luis de Jerusalén;
confesalle y preparalle
para bien morir, amén.
¿Vamos todos?
ABAD.— Vamos, sí. (Van haciendo mutis)
MENDO.— (Lo que prometí, cumplí.)
MAGDALENA.— (¡Lo que prometió, cumplió!)
RAMÍREZ.— (¡Jamás tal lealtad se vio!)
MENDO.— (¡Jamás tal perjurio vi!
¡No sé si oí lo que oí
o si mi mente lo urdió!)
MAGDALENA.— (Con tal de ser feliz yo,
¿qué puede importarme a mí
que lo empareden o no?) (Vase)
MENDO.— (Monstruo de maldad, quimera
con forma de ángel divino…).
RAMÍREZ.— (Y el pobre duque en la higuera…
¡Los hay que tienen un sino!…) (Vase. Quedan en escena don Mendo y los dos frailes, es decir, Moncada y Sigüenza y los dos verdugos)
MENDO.— Basta ya de sufrimientos;
acabemos de una vez
y con altivez, ¡pardiez!,
esta vida de tormentos. (A los frailes, sacando el puñal)
Se empareda a los villanos,
no a los hombres de raigambre.
Sed testigos, cisterianos,
de que muero por mis manos
y emparedan a un fiambre. (Intenta clavarse el puñal; pero Moncada y Sigüenza echan atrás sus capuchas respectivas y le sujetan)
MONCADA.— ¡Quieto!
MENDO.— ¡Moncada!… ¡Sigüenza!…
SIGÜENZA.— ¿Qué es esto? ¿Qué vais a hacer?
MENDO.— ¡Matarme!
MONCADA.— ¿Cuándo comienza
vuestra vida a renacer?
MENDO.— No comprendo.
MONCADA.— (Llamando) ¡Pronto! ¡Alenza…
Gorostiza… León!…
El cadáver y el avío. (Se quitan Marcial y León las caperuzas rojas)
MENDO.— (Boquiabierto) ¿Pero qué es esto, Dios mío?
¡El Vizconde y el Barón!…
¡Oh, virtud de la amistad!
MONCADA.— ¡Presto, Vizconde, avisad;
no hay que perder un instante!
MARCIAL.— (Asomándose al lateral izquierda)
Vamos, señores, pasad,
con vuestra carga y adelante. (Entran cuatro gachós con unas parihuelas en las que traen un cadáver tapado con una manta)
MENDO.— ¿Ese cadáver?… No acierto…
MONCADA.— En ocasión a que está
don Mendo, el castillo abierto,
hemos embriagado a
vuestros verdugos.
MENDO.— ¿Es cierto?
MONCADA.— Y en lugar de vos se hará
emparedar a este muerto.
Ponga el anillo en su mano,
y aprovechando la fiesta
y el bullicio cortesano,
huya de la torre aquesta
vestido de cisterciano. (Se quita el hábito)
MENDO.— Huiré, sí; pero yo juro
que nadie sabrá de mí;
que don Mendo queda aquí
sepultado en este muro.
Yo ya no soy el que era;
he muerto, y el que ha nacido
ni es don Mendo ni lo ha sido,
ni volverlo a ser quisiera.
Soy un ente, una quimera;
soy un jirón, una sombra;
alguien sin patria y sin nombre
que de ser hombre se asombra.
Cual una nota perdida
con la ceniza en la frente,
naufragaré en el torrente
proceloso de la vida.
¿De qué viviré?… ¿Qué haré?
¿Dónde al cabo moriré?…
¿Aquí o allá?… ¿Qué más da?
¿Seré malo?… No lo sé.
¿Seré bueno?… ¡Qui lo sa!
Malo o bueno, para vos
será mi postrimer hálito.
Acabemos. Venga el hábito. (Lo toma)
Ahí va mi anillo, y adiós.
MONCADA.— (Conmovido) ¡Don Mendo!
MENDO.— ¿Qué estáis diciendo?
¿Don Mendo yo? ¿Estáis seguro? (Por el cadáver)
Ese, Moncada, es don Mendo,
el que sin pompas ni estruendo
vais a enterrar en el muro.
Despedidme de otra suerte,
porque yo no tengo nombre.
MONCADA.— ¿Y cómo os diré que acierte?
MENDO.— Decidme sólo: ¡Adiós, hombre!
MONCADA.— ¡Adiós, hombre!… ¡Buena suerte! (Cae telón)
FIN DE LA JORNADA SEGUNDA