Sala de armas del castillo de don Nuño Manso de Jarama, Conde de Olmo. En el lateral derecho, primer término, una puerta. En segundo término y en ochava, una enorme chimenea. En el foro, puertas y ventanales que comunican con una terraza. En el lateral izquierdo, primer término, el arranque de una galería abovedada. En último término, otra puerta. Tapices, muebles riquísimos, armaduras, etc. Es de noche. Hermosos candelabros dan luz a la estancia. En la chimenea, viva lumbre. La acción en las cercanías de León, allá en el siglo XII, durante el reinado de Alfonso VII.
Al levantarse el telón, están en escena el CONDE NUÑO, MAGDALENA, su hija; DOÑA RAMÍREZ, su dueña; DOÑA NINÓN, BERTOLDINO, un joven juglar, LORENZANA, ALDANA, OLIVA, varios escuderos y todas las mujeres que componen la servidumbre del castillo, dos FRAILES y dos PAJES. EL CONDE, en un gran sillón, cerca de la lumbre, presidiendo el cotarro, y los demás formando artístico grupo y escuchando a BERTOLDINO, que en el centro de la escena está recitando una trova.
NUÑO.— (A Bertoldino muy campanudamente)
Ese canto, juglar, es un encanto.
Hame gustado desde su principio,
y es prodigioso que entre tanto canto
no exista ningún ripio.
MAGDALENA.— Verdad.
NUÑO.— (A Bertoldino) Seguid.
BERTOLDINO.— (Inclinándose respetuoso) Mandad.
NUÑO.— (Enérgico a varios que cuchichean) ¡Callad!
BERTOLDINO.— Oid. (Se hace un gran silencio y recita enfáticamente)
Los cuatro hermanos Quiñones
a la lucha se aprestaron,
y al correr de sus bridones,
como a cuatro exhalaciones,
hasta el castillo llegaron.
¡Ah del castillo! —Dijeron—
¡Bajad presto ese rastrillo!
Callaron y nada oyeron,
sordos sin duda se hicieron
los infantes del castillo.
¡Tended el puente!… ¡Tendello!
Pues de no hacello, ¡pardiez!,
antes del primer destello
domaremos la altivez
de esa torre, habéis de vello…
Entonces los infanzones
contestaron: ¡Pobres locos!…
Para asaltar torreones,
cuatro Quiñones son pocos.
¡Hacen falta más Quiñones!
Cesad en vuestra aventura,
porque aventura es aquesta
que dura, porque perdura
el bodoque en mi ballesta…
Y a una señal, dispararon
los certeros ballesteros,
y de tal guisa atinaron,
que por el suelo rodaron
corceles y caballeros. (Murmullos de aprobación)
Y según los cronicones
aquí termina la historia
de doña Aldonza Briones,
cuñada de los Quiñones
y prima de los Hontoria. (Nuevos murmullos)
NUÑO.— Esas estrofas magnánimas
son dignas del estro vuestro. (Suena una campana)
BERTOLDINO.— Gracias, gran señor.
NUÑO.— (Levantándose solemne) ¡Las ánimas! (Todos se ponen en pie)
Padre nuestro… (Se arrodilla y reza)
TODOS.— (Imitándole) Padre nuestro… (Pausa. La campana, dentro, continúa un breve instante sonando lastimosamente)
NUÑO.— Y ahora, deudos, retiraos,
que es tarde y no es ocasión
de veladas ni saraos.
Recibid mi bendición.
(Los bendice)
Magdalena y vos, quedaos.
(Magdalena y doña Ramírez se inclinan y se colocan tras él, en tanto desfila ante el Conde toda la servidumbre)
Adiós, mi fiel Lorenzana
y Guillena de Aragón…
Buenas noches, Pedro Aldana.
Descansad… Hasta mañana,
Luis de Oliva… Adiós, Ninón…
(Quedan en escena el Conde, Magdalena y doña Ramírez. Bueno, el Conde, que ya es anciano, es un tío capaz de quitar, no digo el hipo, sino la hipocondria; Magdalena es una muchacha como de veinte años, de trenzas rubias, y doña Ramírez una mujer como de cincuenta, algo bigotuda y tal)
Ahora que estamos solos, oídme atentas.
Necesito que hablemos un instante
de algo para los dos muy importante.
(Magdalena toma asiento y el Conde la imita, diciéndola sin reproche)
Me sentaré, puesto que tú te sientas.
MAGDALENA.— Dime, padre y señor.
NUÑO.— Digo, hija mía,
y al decirlo Dios sabe que lo siento,
que he concertado al fin tu casamiento,
cosa que no es ninguna tontería.
(Magdalena se estremece, casi pierde el sentido)
¿Te inmutas?
MAGDALENA.— (Reponiéndose y procurando sonreír)
¡No, por Dios!
NUÑO.— (Trágicamente escamado) Pues parecióme.
MAGDALENA.— No te extrañe que el rubor mi rostro queme;
de improviso cogióme
la noticia feliz… e impresionéme.
NUÑO.— Has cumplido, si yo mal no recuerdo,
veinte abriles.
MAGDALENA.— Exacto.
NUÑO.— No eres lerda.
Pues toda la familia está de acuerdo
en que eres mi trasunto, y si yo soy cuerdo,
siendo tú mi trasunto, serás cuerda.
Eres bella… ¿Qué dije? Eres divina,
como lo fue tu madre doña Evina.
MAGDALENA.— Gracias, padre y señor.
NUÑO.— Modestia aparte.
Sabes latín, un poco de cocina,
e igual puedes dorar una lubina
que discutir de ciencias y aun de arte.
Tu dote es colosal, cual mi fortuna,
y es tan alta tu cuna,
es nuestra estirpe de tan alta rama,
que esto grabé en mi torre de Porcuna:
«La cuna de los Manso de Jarama,
a fuerza de ser alta cual ninguna,
más que una cuna dijérase que es cama».
MAGDALENA.— (Atajándole nerviosamente)
¿Y con quién mi boda, padre, has concertado?
NUÑO.— Con un caballero gentil y educado
que es Duque y privado del Rey mi señor.
MAGDALENA.— ¿El Duque de Toro?…
NUÑO.— Lo has adivinado,
El Duque de Toro, don Pero Collado,
que ha querido hacernos con su amor, honor.
MAGDALENA.— ¿Y te habló con Pero?…
NUÑO.— Y don Pero hablóme
y afable y rendido tu mano pidióme,
y yo que era suya al fin contestelle;
y él agradecido besóme, abrazóme,
y al ver el agrado con que yo mirelle
en la mano diestra cuatro besos dióme;
y luego me dijo con voz embargada:
Dígale, don Nuño, que presto mi espada
rendiré ante ella, que presto iré a vella,
que presto la boda será celebrada
para que termine presto mi querella… (Levantándose)
Conque, Magdalena, tu suerte está echada,
mi palabra dada y mi honor en ella;
serás muy en breve duquesa y privada;
no puedes quejarte de tu buena estrella.
MAGDALENA.— Gracias, padre, gracias.
NUÑO.— Noto tu alegría.
MAGDALENA.— Haré lo que ordenas.
NUÑO.— De tu amor lo espero.
MAGDALENA.— Puesto que lo quieres, seré de don Pero.
NUÑO.— Serás de don Pero. (La besa)
Adiós, hija mía. (Se va por la puerta de la derecha)
MAGDALENA.— (Aterrada, dejándose caer sin fuerzas en una silla, digo sin fuerzas, porque si se deja caer con fuerza puede hacerse daño) ¡Ya escuchaste lo que dijo!…
RAMÍREZ.— Claro está que escuché,
y sólo a fuerza de fuerzas
me he podido contener,
que tal temblor dio a mi cuerpo,
tal hormiguillo a mis pies,
que no sé cómo don Nuño
no lo advirtió, no lo sé.
¡Casarte tú con el Duque
siendo amante del Marqués!…
¡Ser esposa de don Pero
la que de don Mendo es!…
¡Si el marqués lo sabe!…
MAGDALENA.— ¡Calla!
RAMÍREZ.— ¡Si el Duque se entera!…
MAGDALENA.— ¡Bien!
RAMÍREZ.— ¡Si al conde le dicen!…
MAGDALENA.— ¡Cielos!
RAMÍREZ.— ¡Y si tú lo ocultas!…
MAGDALENA.— (Nerviosa, cargada) ¡Eh!
¡Basta ya, doña Ramírez!
¿No ves cómo sufro? ¡Rediez!
RAMÍREZ.— Muda seré si lo ordenas.
Si lo mandas, callaré;
pero ante Dios sólo puedes
casarte con el Marqués,
porque al Marqués entregaste
tu voluntad y tu fe;
porque te pasas las noches
en tierno idilio con él;
porque esa escala maldita
le arrojaste una vez
sólo por darle una mano
y él se ha tomado los pies. (A un gesto de Magdalena)
No te ofendas, Magdalena,
más yo sé, porque lo sé,
que la mujer que recibe
en su castillo a un doncel,
con él se casa, o no tiene
todo lo que hay que tener.
MAGDALENA.— Me insultas, doña Ramírez.
No sé cómo en mi altivez
me contengo.
RAMÍREZ.— Reflexiona
que lo digo por tu bien.
MAGDALENA.— ¡Pero si ya no le amo;
si ya no tengo en él fe;
si es de mi padre enemigo!
¡Si no sé por qué le amé!
RAMÍREZ.— Él te idolatra.
MAGDALENA.— ¿Qué importa?
¿Qué puedo esperar de él,
si carece de fortuna
y no es amigo del Rey?
No, doña Ramírez, nunca:
no me conviene el Marqués.
Quiero triunfar en la corte,
quiero brillar, quiero ser
algo que mucho ambiciono.
¡Quiero serlo y lo seré!
RAMÍREZ.— ¿Pero y don Mendo, señora?
MAGDALENA.— Yo sabré librarme de él.
RAMÍREZ.— ¿Y si don Pero se entera
de aqueste engaño?
MAGDALENA.— ¿Por quién?
RAMÍREZ.— ¿Y si don Nuño?…
MAGDALENA.— Mi padre
dio su palabra anteayer
al de Toro, y yo por fuerza
le tengo que obedecer. (Suena dentro un laúd que toca el conocido cuplé de El Relicario)
RAMÍREZ.— Entonces…
MAGDALENA.— ¡Calla! (Escucha)
RAMÍREZ.— ¡Dios mío!
¡Esa música!…
MAGDALENA.— ¡El marqués!
Arroja presto la escala.
Déjame a solas con él. (Se sienta pensativa. Doña Ramírez abre una de las puertas del foro, se asoma a la terraza y arroja una escala)
Quisiera amarle y no puedo.
Fue mi amor una mentira,
porque no es amor, es miedo
lo que don Mendo me inspira.
RAMÍREZ.— (Haciendo mutis por la galería de la izquierda)
Pues lo mandan, es razón
que sea muda, ciega y sorda,
pero me da el corazón
que aquí se va a armar la gorda. (Vase. Por la puerta del foro que deja abierta doña Ramírez, entra en escena don Mendo, apuesto caballero como de treinta años, bien vestido y mejor armado)
MAGDALENA.— (Yendo hacia él y cayendo en sus brazos) ¡Don Mendo!
MENDO.— (Declamando tristemente) ¡Magdalena!
Hoy no vengo a tu lado
cual otras noches, loco, apasionado…
porque hoy traigo una pena
que a mi pecho destroza, Magdalena.
MAGDALENA.— ¿Tú triste? ¿Tú apenado? ¿Tú sufriendo?
¿Pero qué estoy oyendo?
Relátame tus cuitas, ¡oh, don Mendo! (Ofreciéndole una dura banqueta, bastante incómoda)
Acomódate aquí.
MENDO.— Preferiría
aquél, de cuero, blando catrecillo,
pues del arzón, sin duda, vida mía,
tengo no sé si un grano o un barrillo.
MAGDALENA.— ¡Y has venido sufriendo!
MENDO.— ¡Mucho!… ¡Mucho!
MAGDALENA.— ¿Cómo no quieres, di, que te idolatre?
Apóyate en mi brazo, ocupa el catre
y cuéntame tu mal, que ya te escucho. (Ocupa don Mendo un catrecillo de cuero y Magdalena se arrodilla a su lado. Pausa)
Ha un rato que te espero, Mendo amado,
¿por qué restas callado?
MENDO.— No resto, no; es que lucho,
pero ya mi mutismo ha terminado;
vine a desembuchar y desembucho.
Voy a contarte, amor mío,
la historia de una velada
en el castillo sombrío
del Marqués de Moncada.
Ayer… ¡triste día el de ayer!…
Antes del anochecer
y en mi alazán caballero
iba yo con mi escudero
por el parque de Alcover,
cuando cerca de la cerca
que pone fin a la alberca
de los predios de Albornoz,
me llamó en alto una voz,
una voz que insistió terca.
Hice en seco una parada,
volví el rostro, y la voz era
del Marqués de Moncada,
que con otro camarada
estaba al pie de una higuera.
MAGDALENA.— ¿Quién era el otro?
MENDO.— El Barón
de Vedia, un aragonés
antipático y zumbón
que está en casa del Marqués
de huésped o de gorrón.
Hablamos… ¿Y vos qué hacéis?
Aburrirme… Y el de Vedia
dijo: No os aburriréis;
os propongo, si queréis,
jugar a las siete y media.
MAGDALENA.— ¿Y por qué marcó esa hora
tan rara? Pudo ser luego…
MENDO.— Es que tu inocencia ignora
que a más de una hora, señora,
las siete media es un juego.
MAGDALENA.— ¿Un juego?
MENDO.— Y un juego vil
que no hay que jugarlo a ciegas,
pues juegas cien veces, mil,
y de las mil, ves febril
que o te pasas o no llegas.
Y el no llegar da dolor,
pues indica que mal tasas
y eres del otro deudor.
Más ¡ay de ti si te pasas!
¡Si te pasas es peor!
MAGDALENA.— ¿Y tú… don Mendo?
MENDO.— Serena
escúchame, Magdalena,
porque no fui yo… ¡no fui!
Fue el maldito cariñena
que se apoderó de mí.
Entre un vaso y otro vaso
el Barón las cartas dio;
yo vi un cinco, y dije «paso»,
el Marqués creyó otro el caso,
pidió carta… y se pasó.
El Barón dijo «plantado»;
el corazón me dio un brinco;
descubrió el naipe tapado
y era un seis, el mío era un cinco;
el Barón había ganado.
Otra y otra vez jugué,
pero nada conseguí,
quince veces me pasé,
y una vez que me planté
volví mi naipe… y perdí.
Ya mi peculio en un brete
al fin me da Vedia un siete;
le pido naipe al de Vedia,
y Vedia pone una media
sobre el mugriento tapete.
Más otro siete él tenía
y también naipe pidió…
y negra suerte la mía,
que siete y media cantó
y me ganó en la porfía…
Mil dineros se llevó,
¡por vida de Satanás!
Y más tarde… ¡qué sé yo!
de boquilla se jugó,
y me ganó diez mil más.
¿Te haces cargo, di, amor mío?
¿Te haces cargo de mis males?
¿Ves ya por qué no sonrío?
¿Comprendes por qué este río
brota de mis lagrimales? (Se seca una lágrima de cada ojo)
Yo mal no quedo, ¡no quedo!
¡Quién diga que yo un borrón
eché a mi grey que alce el dedo!…
Y como pagar no puedo
los dineros al Barón,
para acabar de sufrir
he decidido… partir
a otras tierras, a otro abrigo.
MAGDALENA.— (Ocultando su alegría)
¿Qué me dices?… ¿Vas a huir?
MENDO.— Voy a huir, pero contigo.
MAGDALENA.— ¿Perdiste el juicio?
MENDO.— No tal.
Resuelto está, vive Dios.
Y si te parece mal,
aquí mesmo, este puñal (Saca un puñal enorme)
nos dará muerte a los dos.
Primero lo hundiré en ti,
y te daré muerte, sí,
¡lo juro por Belcebú!,
y luego tú misma, tú,
hundes el acero en mí.
MAGDALENA.— (Ocultando su miedo)
Es que tú puedes pagar
con algo… que alguien te preste…
y luego para medrar
puedes partir con la hueste
que organiza el de Melgar.
Y yo aquí te aguardaría
y al Conde prepararía,
y al volver de tu cruzada
nuestra unión sancionaría.
MENDO.— ¡Calla!
MAGDALENA.— ¡Sí!… ¿Qué piensas?
MENDO.— ¡Nada!
MAGDALENA.— ¡Salvado, don Mendo, estás!
Pagas las deudas, te vas,
luchas, vences y al regreso
loca de amor me hallarás
aquí.
MENDO.— ¡Nunca!… ¡Nunca!…
MAGDALENA.— ¿Y eso?
MENDO.— Porque… ¿cómo a pagar voy?
MAGDALENA.— ¿Cómo? (Se dirige a un mueble y saca un estuche de orfebrería)
Si ya tuya soy
y lo mío tuyo es… (Le da el estuche)
este collar que te doy
has de aceptarlo, Marqués.
MENDO.— ¡Dios santo!
MAGDALENA.— Ve mi intención,
de rodillas te lo ruego,
véndelo, paga al Barón,
tu honor salva, y parte luego
a unirte al rey de Aragón.
MENDO.— (Dudando) Es que…
MAGDALENA.— Todo está arreglado.
MENDO.— Pero mi honor…
MAGDALENA.— No comprendo…
MENDO.— Temo que algún deslenguado
lo sepa, y diga: don Mendo
es un vil y un desahogado,
que sin pizca de aprensión
aprovechó la ocasión
que él creyó propicia y obvia
y pagó a cierto Barón
con alhajas de su novia.
Y me anulo y me atribulo
y mi horror no disimulo,
pues aunque el nombre te asombre
quien obra así tiene un nombre,
y ese nombre es el de… chulo.
MAGDALENA.— ¡Basta, don Mendo!
MENDO.— ¡No!… ¡No!
MAGDALENA.— (Trágica) ¡O aceptas ese collar
que mi mano te donó,
o tú no me has de matar,
pues he de matarme yo! (Ruido de espadas que chocan entre sí)
MENDO.— ¡Calla!
MAGDALENA.— ¿Qué es eso?… ¡Dios santo!…
MENDO.— Al pie de este torreón
alguien riñe con tesón…
RAMÍREZ.— (Entrando en escena asustadísima)
¡Ay, Magdalena! ¡Qué espanto!…
MENDO.— ¿Qué ocurre?
RAMÍREZ.— (A Magdalena) ¡Salva tu honor!
Un rufián o un caballero
a vuestro fiel escudero
ha puesto en fuga.
MAGDALENA.— ¡Qué horror!
RAMÍREZ.— ¡Y diciendo no se qué,
por la escala está subiendo!
MAGDALENA.— ¡Tú tienes mi honor, don Mendo!
MENDO.— Pues ten en mi espada fe.
Y de ese honor al conjuro,
juro que morir prefiero
a delatarte, lo juro
por mi fe de caballero (Se van por la izquierda doña Ramírez y Magdalena. Pausa. Don Mendo desenvaina su espada y se emboza)
¡Por vida!… Si hay que luchar
y luchar habrá, si hay quien luche,
puede estorbarme el estuche…
el estuche del collar. (Arroja el estuche al suelo y se cuelga el collar del brazo.) (Por el fondo, y también embozado, entra don Pero, por una de las ventanas, y se detiene al ver a don Mendo)
¿Quién se acerca inoportuno?
PERO.— ¡Uno!
MENDO.— ¿Sabe qué suerte le cabe?
PERO.— ¡Qué sabe! (Saca la espada)
MENDO.— ¿Y qué le impulsó a subir?
PERO.— ¡Reñir!
MENDO.— ¿Dijo reñir o morir?
PERO.— Reñir y matar si cabe,
que entró por ese arquitrabe
uno que sabe reñir.
MENDO.— Morirás, ¡rayos y truenos!
PERO.— ¡Menos!
MENDO.— Que mi espada vidas roba.
PERO.— ¡Coba!
MENDO.— ¿Eres juglar o escudero?
PERO.— ¡Caballero!
MENDO.— Entonces con más esmero.
PERO.— Pues entonces presto a reñir,
que no os tenga que decir
menos coba, caballero.
MENDO.— Decid cuál es vuestro nombre.
PERO.— ¿Mi nombre queréis? ¡Pardiez!
Pues… un hombre.
MENDO.— ¿Solo un hombre?
PERO.— Uno que vale por diez.
MENDO.— ¡Vive el cielo!… ¡Venga el duelo!…
PERO.— ¡Vive Dios!… ¡Aunque sean dos!…
MENDO.— Habéis de medir el suelo.
PERO.— Habéis de medirlo vos.
MENDO.— ¡Por mi dama! ¡Vive el cielo!…
PERO.— ¡Por mi dama! ¡Vive Dios!… (Cruzan las espadas y se acometen fieramente. Dentro gritan pidiendo socorro Magdalena y doña Ramírez)
MENDO.— (Haciendo alto y mirando hacia ambos laterales temerosamente)
(Voces, ayes, luces, ruido…
si me ven, está perdida
y yo con ella perdido…
Hay que buscar la salida…).
¡Paso franco!
PERO.— (Gritando) ¡Ah de la casa!
MENDO.— ¡Paso!
PERO.— Lo impide mi acero.
MENDO.— ¡Paso digo, caballero!
PERO.— Yo digo que no se pasa.
MENDO.— ¡Por favor!…
PERO.— ¡No hay compasión!
No salís, lo he decidido.
MENDO.— (Desesperado) (¡Y si vienen!… ¡Sí! ¡Estoy perdido!).
¡Paso!
PERO.— ¡Nunca!
MENDO.— ¡Maldición! (Se emboza y queda con la espada desnuda en el centro de la escena. En el foro, también embozado y espadi-desnudo, queda don Pero. Por las distintas puertas y galerías entran todos los personajes que había en escena al comenzar el acto. Vienen muchos de ellos con armas y otros con hachones encendidos. Magdalena se presenta con el pelo suelto, como si se acabara de levantar, y sostenida por doña Ramírez)
LORENZANA.— ¿Quién llama?
ALDANA.— ¿Quién grita?
OLIVA.— ¿Qué ocurre?
NINÓN.— ¡Dios Santo!
BERTOLDINO.— ¿Qué es esto?
¡Dos hombres
espadas en mano!…
LORENZANA.— ¡Dos hombres!…
RAMÍREZ.— ¡Qué espanto!
NINÓN.— ¡Qué miedo!
MAGDALENA.— ¡Qué horror!
BERTOLDINO.— (Por don Nuño) ¡El Conde!
NUÑO.— (Entrando en escena con la espada desnuda)
¡Silencio!
¡Atrás todo el mundo!
Qué sólo a mí me toca
defender mi honor. (Avanzando sublime)
Aunque anciano, matar a los dos puedo,
que cuando empuño la tajante espada,
ni nadie supo resistir, ni nada
logró borrar la máxima sagrada
que hice grabar en su hoja de Toledo.
«Viva mi dueño», dice como un grito.
«Viva su madre», añádese en el puño;
y yo ambos gritos con valor repito,
que está para cumplir lo en ella escrito
el brazo de granito de don Nuño.
¡Presto!… ¡Fuera el embozo!… ¡Presto fuera!
¡Explicar por qué estáis en mi castillo!…
¿Quién sois? ¿A qué venís?
PERO.— (Desembozándose y avanzando un paso altaneramente) Es muy sencillo.
TODOS.— ¡El de Toro!
NUÑO.— ¡Gran Dios!
MAGDALENA.— (A doña Ramírez) ¡El Duque era!
NUÑO.— Un rayo que a mis plantas cayese de la altura…
un sol que a media noche luciera en la negrura…
un cuervo que trocase su negror en albura…
extrañáranme menos que esta loca aventura.
¡El de Toro en mi casa de tan rara manera!…
Ocultas por el manto la faz y la cimera…
con la espada desnuda y la voz altanera…
violando mi castillo, mi honor y mi bandera.
PERO.— Tu honor, nunca, don Nuño, porque tu honor es mío,
y por serlo, don Nuño, vine a tu señorío,
y te juro, don Nuño, que no vine en baldío.
NUÑO.— No entiendo.
PERO.— Pues yo mesmo te explicaré este lío.
Al despuntar el día,
y en unión de mi paje Ginesillo,
dejé la Corte y vine a tu castillo,
para ver a su dueña, y dueña mía,
cuya regia hermosura me enamora.
Llegué de noche, más llegué en buena hora,
porque cuando a llamar me disponía
vi una escala de cuerda que pendía
de esa terraza, y que a sus pies estaba
un hombre que la escala defendía.
Quise saber lo que aquel hombre hacía
y quién era el doncel que aquí se hallaba,
y a quién la escala, ¡vive Dios!, servía
y qué mano la echaba
y qué mano la recogía.
Que ya que aquí moraba
la dama que el amor me destinaba,
era muy justo hacer lo que pensaba
y muy justo saber lo que quería.
Puse en fuga al follón que me estorbaba,
subí y entré, y en esta estancia había
un hombre, y cuando yo con él reñía
llegasteis… y eso es todo. Agora espero
que me digáis con claridad del día
qué aguarda y qué hace aquí tal caballero.
NUÑO.— (A don Mendo) ¡Hablad! (Don Mendo ni le mira) ¿Calla?… (Terriblemente) ¡¡Magdalena!!
MAGDALENA.— ¡Padre! ¿Qué piensas de mí?
NUÑO.— ¿Eres inocente?
MAGDALENA.— (Con grandísima energía) ¡¡Sí!!
¡Pura como la azucena!…
Tú mesmo has de verlo aquí,
en mis ojos, clara luna,
de donde tú siempre lees.
NUÑO.— (Amenazador) Entonces… voy a armar una
de las de no te menees. (Muy enérgico)
¡A ver, pronto! ¿Quién la escala
a ese embozado arrojó?
MENDO.— Yo mesmo.
NUÑO.— ¿Qué dices?
MENDO.— ¡Yo!
NUÑO.— No es posible.
MENDO.— Nadie iguala
mi destreza en el trepar
para una torre invadir.
Excusaos de preguntar:
yo la eché para bajar,
no la usé para subir.
Por las grietas del torreón
trepé cual raposa,
que eso en mí, Conde, no es cosa
que llame ya la atención;
pero como en el descenso
suele más peligro haber,
y yo cuando subo, pienso
que tengo que descender,
llevo siempre a previsión
una escala de garduño,
y esa es la escala, don Nuño,
que pende del torreón.
NUÑO.— ¿Y a qué subisteis?
MENDO.— Señor…
NUÑO.— No acabo de imaginar.
¿Fue el amor?
MENDO.— No fue el amor.
NUÑO.— Entonces…
MENDO.— Subí a robar. (Asombro en todos)
NUÑO.— ¡Miserable!… ¡Presto, a él!…
MENDO.— ¡Quietos!… ¡Infeliz de aquel
que intentare, ay Dios, llegar
a don Mendo Salazar
y Bernáldez de Montiel! (Se desemboza)
NUÑO.— ¿Ladrón vos, don Mendo? ¿Vos?
RAMÍREZ.— (Aparte a Magdalena) Por salvarnos a las dos
ya ves, su infortunio labra.
MENDO.— (De salvarla di palabra,
y la cumplo, vive Dios).
NUÑO.— Un Marqués cual vos, ¡qué afrenta!
¿Cuándo vióse acción tan doble?
MENDO.— Nunca ha de faltar un noble
que robe más de la cuenta.
NUÑO.— ¿Pero vos?…
MENDO.— Y a fuer de honrado,
antes de rendir la espada
que mi delito ha manchado
quiero confesar, que nada
de amor hame aquí arrastrado.
PERO.— ¡No! ¡No!… ¡Nunca lo creeré!
LORENZANA.— Ni yo.
MAGDALENA.— ¿Qué decís?
PERO.— ¡No sé!
Permitid que en creerlo luche.
MAGDALENA.— (Recogiendo del suelo el estuche que tiró don Mendo) Mirad… hay aquí un estuche.
NUÑO.— El de tu collar.
MAGDALENA.— ¡Sí!
PERO.— ¿Eh?
MENDO.— Como tan poco valía
no lo quise para mí.
PERO.— ¿Pero y el collar?
MENDO.— (Enseñándolo) ¡Aquí!
PERO.— ¡Es verdad!
NUÑO.— Lo tenía.
MENDO.— Tomadlo, y perdón, señora,
si os lo quise arrebatar. (Le da el collar)
MAGDALENA.— (A Pero) ¿Estáis convencido ahora
de que vino aquí a robar?
PERO.— Convencido y dolorido
de haber dudado de vos,
y os pido en nombre de Dios
para mi crimen olvido.
Pronto mi esposa os haré
como ya está concertado.
¿Me perdonáis?
MAGDALENA.— ¡Perdonado!
MENDO.— (¡Santo cielo! ¿Qué escuché?
Ella su esposa. ¡Su esposa!…
si tal es verdad, estimo
que salvándola hice el primo
de una manera espantosa.
Pronto he de saberlo, sí,
que he de preguntarle yo
y he de arrancarle… (Conteniéndose)
Mas, ¡oh!
¿Y la palabra que di?).
NUÑO.— Presto, tomadle la espada
y a un calabozo sombrío
llevadle.
PERO.— (Rendidamente a Magdalena) ¡Prenda adorada!
MAGDALENA.— (Ídem) ¡Don Pero!… ¡Don Pero mío!…
MENDO.— (Enloquecido) (¡Ah! ¡No! ¡Mi venda cayó!
¡He de confesarlo aquí! (Conteniéndose de nuevo)
¡Pero no es posible, no!
¡Dios santo! ¿Qué iba a hacer yo?
¿Y la palabra que di?
NUÑO.— Sujetadle.
MENDO.— ¡Atrás, follones!
Que sólo así un caballero
puede entregar el acero
que combatió en cien acciones. (Rompe la espada y arroja los pedazos en el suelo)
NUÑO.— ¡Vive Dios, que tal pujanza
ni tal orgullo comprendo!
MENDO.— (Sujeto ya fuertemente por Lorenzana, Aldana y Oliva) ¡Venganza, cielos, venganza! (Mirando al cielo)
Juro, y al jurar te ofrendo,
que los siglos en su atuendo
habrán de mí una enseñanza
pues dejará perduranza
la venganza de don Mendo. (Cae desmayada Magdalena. Inician el mutis los que conducen a don Mendo, y cae el telón)
FIN DE LA JORNADA PRIMERA