15

El funeral.

La noche invernal era oscura y sin estrellas. La brisa se había convertido en un huracán que arrastraba cellisca y nieve, cuyos copos traspasaban las armaduras con la crudeza de las flechas hasta congelar la sangre y el ánimo. No se establecieron turnos de vigilancia, cualquier hombre apostado en las almenas de la torre del Sumo Sacerdote habría muerto bajo los rigores del ventisquero.

Tampoco eran necesarios los centinelas. Durante todo el día, mientras brilló el sol, los caballeros otearon el llano sin percibir indicios del regreso de los ejércitos de los dragones. Ni siquiera después de anochecer se distinguieron más que algunas fogatas aisladas en el horizonte.

En esta impenetrable oscuridad, con el vendaval aullando entre las ruinas de la derrumbada torre, como si pretendiera imitar los gritos de los dragones asesinados, los Caballeros de Solamnia enterraron a sus muertos.

Los cadáveres fueron trasladados a un sepulcro cavado en la roca debajo de la torre. Tiempo atrás, se había utilizado para albergar los despojos de los miembros de la Orden. Pero eso ocurrió en un pasado inmemorial, cuando Huma cabalgó hacia su gloriosa muerte en los campos. La cámara mortuoria habría caído en el olvido de no ser por la curiosidad de un kender. En una época debió estar custodiada e incólume pero el transcurrir de los años la había arruinado. Cubría los pétreos ataúdes una capa de polvo. Una vez la hubieron limpiado, nada pudo leerse de las inscripciones talladas en la roca.

Llamado la Cámara de Paladine, el sepulcro era una estancia rectangular construida en un subterráneo donde no pudo sufrir los efectos de la destrucción de la mole. Una larga y angosta escalera conducía a sus entrañas desde una inmensa puerta de hierro en la que aparecía grabado el emblema de Paladine: el dragón de platino, antiguo símbolo de la muerte y el renacer. Los caballeros iluminaron la sala con antorchas, que ajustaron a oxidados pedestales metálicos sujetos por herrumbrosas tachuelas a los muros.

Los féretros de piedra de los caballeros muertos en viejas lides jalonaban las paredes de la estancia. Sobre cada uno de ellos una placa de hierro anunciaba el nombre de su ocupante, su familia y su fecha de nacimiento. Un pasillo central conducía, entre las hileras de tumbas, hacia un altar de mármol. Fue en este corredor de la Cámara de Paladine donde los caballeros depositaron a los fallecidos de las últimas jornadas.

No había tiempo para construir ataúdes. Todos sabían que las hordas hostiles volverían y los caballeros tuvieron que consagrar cada minuto disponible a reforzar las murallas de la fortaleza, no a confeccionar moradas eternas para quienes no habían de precisarlas. Llevaron los restos de sus compañeros a la Cámara y los distribuyeron en una larga fila sobre el frío suelo de piedra. Amortajaron sus cuerpos mediante vetustas telas de lino que en principio estaban destinadas a las ceremonias de investidura. Tampoco había tiempo para confeccionar lienzos adecuados. Se colocaron las espadas encima de los pechos de los yacientes, mientras que a sus pies se dispusieron algunas pertenencias del enemigo: aquí una flecha, allí un escudo abollado o las garras de un dragón.

Una vez hubieron transportado a la cámara todos los despojos, los caballeros se reunieron. A la luz de las antorchas, cada uno se situó junto al cuerpo del amigo, del compañero o del hermano. Al fin, en medio de un silencio tan impenetrable que todos odian su propio pálpito, fueron entrados en la sala los tres últimos cadáveres. Tendidos sobre parihuelas, los escoltaba una solemne guardia de honor.

Debería haberse celebrado un regio funeral, resplandeciente, con los requisitos prescritos por la Medida. En el altar se habría erguido el Gran Maestre, revestido con la armadura de gala. Le habrían acompañado el Sumo Sacerdote, ataviado también con una armadura engalanada por el manto blanco de los clérigos de Paladine, y el Juez Supremo, que se reconocía gracias a la capa negra de la judicatura. El altar habría sido circundado por guirnaldas de rosas, y los dorados emblemas del martín pescador, la corona y la espada habrían refulgido sobre la marmórea superficie.

Pero en el ara sólo había una muchacha elfa, vestida con una armadura abollada y manchada de sangre. La flanqueaban un viejo enano, con la cabeza inclinada a causa del dolor, y un kender cuyo rostro exhibía también los surcos del sufrimiento. La única rosa que adornaba el altar era una de color negro, hallada en el cinto de Sturm, al lado de una dragonlance de plata ennegrecida por la sangre seca.

La guardia llevó los cuerpos al fondo de la cámara y los depositó, en actitud reverente, frente a los tres amigos.

A la derecha estaba el cadáver del comandante Alfred Markenin, ocultos piadosamente sus mutilados restos bajo un retazo de lino blanco. A la izquierda se hallaba el también comandante Derek Crownguard, al que habían tapado el rostro con un paño para que nadie viese la espantosa mueca adoptada al sobrevenirle la muerte. En el centro yacía Sturm Brightblade. Ningún lienzo lo cubría, tan sólo la armadura que luciera durante el día. La espada de su padre descansaba en su pecho, sujeta por sus rígidas manos. Se vislumbraba otro ornamento sobre su devastado pectoral, una prenda que no reconoció ninguno de los caballeros.

Era la joya Estrella, que Laurana había encontrado en un charco de sangre del propio caballero. Su superficie estaba opaca, habiéndose extinguido su brillo mientras la elfa la sostenía en su palma. Más tarde comprendió su secreto, cuando tuvo ocasión de estudiarla. Era así como habían compartido el sueño en Silvanesti. ¿Había descubierto Sturm el poder de la gema? ¿Conocía la dimensión del vínculo que lo unía a Alhana? Probablemente no, se dijo la muchacha con tristeza, ni tampoco había adivinado la intensidad del amor que representaba. Ningún humano podía hacerlo. Pensó, afligida, en aquella mujer elfa de cabello azabache, que debía saber que el corazón sobre el cual yacía había enmudecido para siempre.

La guardia de honor retrocedió, manteniéndose en posición de firmes. Los caballeros allí congregados inclinaron unos segundos la cabeza, antes de alzar los ojos hacia Laurana.

Había llegado el momento de los discursos, de las inflamadas evocaciones de las proezas realizadas por los caballeros muertos. Sin embargo, no se oían en la sala sino los sollozos del viejo enano y los quedos gemidos de Tasslehoff. Laurana contempló el sereno rostro de Sturm, y se ahogaron las palabras que afloraban ya a sus labios.

Por un instante envidió al caballero con toda su alma. Estaba más allá del dolor, del sufrimiento y de la soledad. Había librado su batalla, saliendo victorioso del trance.

«¡Me has abandonado! ¡Permites que me enfrente a la situación sin ayuda! Primero Tanis, luego Elistan y ahora tú. ¡No puedo, no soy lo bastante fuerte! No dejaré que te vayas, Sturm. ¡Tu muerte carece de sentido! Ha sido un fraude y una vergüenza. No dejaré que te vayas. ¡No en silencio, no sin cólera!», le imprecó en plena agonía.

Cuando levantó la cabeza, sus ojos centelleaban bajo las antorchas.

—Esperáis una noble arenga —declaró, con voz tan fría como el ambiente del sepulcro—. Una noble arenga para honrar las hazañas de estos tres caballeros. ¡Pues bien, no vais a oírla! No por mi boca.

Los presentes intercambiaron sombrías miradas.

—Estos hombres, que deberían haber permanecido unidos en una hermandad forjada cuando Krynn era aún joven, murieron en una abyecta discordia provocada por el orgullo y la ambición. Vuestros ojos confluyen en Derek Crownguard, pero guardaos de culparle sólo a él. Mis reproches se dirigen a todos vosotros. ¡Sí, a vosotros que habéis tomado partido en tan cruenta lucha por el poder!

Algunos de los caballeros palidecieron, presas de sentimientos encontrados como el arrepentimiento y la cólera, mientras Laurana hacía una pausa. El llanto le impedía continuar, pero, de pronto, palpó la mano que Flint deslizaba en la suya para apretársela. Su contacto la reconfortó. Tragó saliva, respiró hondo y dijo:

—Sólo un hombre se mantuvo ajeno a tales intrigas, sólo uno entre vosotros vivió el Código cada día de su existencia. Y, sin embargo, durante la mayor parte del tiempo no fue un caballero. O si lo fue no constaba así en las listas oficiales, tan sólo en su corazón y en su alma. En lo más importante.

Estirando la mano hacia atrás, Laurana asió la ensangrentada dragonlance que yacía en el altar y la alzó sobre su cabeza. Al hacerlo, sintió que su espíritu también se elevaba y que se desvanecían las alas de negrura esparcidas en su derredor. Se fortaleció su voz, y los caballeros la contemplaron admirados. Su belleza los bendecía como un amanecer primaveral.

—Mañana abandonaré este lugar —anunció, fijando su mirada en la lanza—. Iré a Palanthas como portadora de la historia de este día. Llevaré conmigo este arma y la cabeza de un dragón. ¡Arrojaré la siniestra cerviz en la escalinata del magnífico palacio de los Caballeros Solámnicos, me erguiré sobre ella y los obligaré a escucharme! Los habitantes de Palanthas oirán mi relato, comprenderán el peligro. Luego viajaré a Sancrist, a Ergoth y a todos aquellos rincones de nuestro mundo donde las personas rehúsan olvidar sus mezquinos odios y unirse contra el enemigo común. Porque hasta que no venzamos la mediocridad que anida en nosotros, como hizo este hombre, no conquistaremos la perversa fuerza que amenaza con aniquilarnos.

«¡Paladine! —exclamó vuelta hacia el invisible cielo, y sus palabras resonaron como la llamada de una trompeta—. ¡Paladine, te invocamos como leal escolta de los caballeros que murieron en la torre del Sumo Sacerdote. Otorga a quienes quedamos en un mundo arrasado por la guerra la nobleza de espíritu que encarnó Sturm durante toda su existencia!».

Laurana cerró los ojos y dejó que las lágrimas fluyeran por sus mejillas. Ya no lloraba por Sturm. El pesar que la abrumaba era por sí misma, por añorar su presencia, por tener que revelar a Tanis la muerte de su amigo, por seguir viviendo sin el respaldo de tan digno caballero.

Despacio, depositó la lanza en el altar. Se arrodilló unos instantes frente a ella, sintiendo el brazo de Flint en torno a su hombro y los acariciadores dedos de Tasslehoff en su mano.

Como respuesta a su plegaria oyó las voces de los caballeros a su espalda, unidas en el cántico que todos dedicaban a Paladine, el gran dios de la Antigüedad.


Devuelve a este hombre el seno de Huma.

Deja que se pierda en el sol luminoso,

en el coro de aire donde se funde el aliento;

recíbelo en la frontera del firmamento.

Más allá del cielo imparcial

asentaste tu morada,

en constelaciones de estrellas donde la espada traza

un arco anhelante, donde nuestro canto se realza.

Concédele el descanso de un guerrero;

por nuestras voces alentados, por la música del mundo,

converjan los lustros de paz en un día

en el que habitar pueda las entrañas de Huma.

Y guarda el último destello de sus ojos

en un lugar seguro, sagrado,

por encima de palabras y de esta tierra que tanto estimamos,

mientras de las eras recuento pasamos.

Libre de la asfixiante nube de la guerra,

como un infante que sano crece,

vivirá en un mundo eterno y brillante

donde Paladine será el estandarte.

Sobre las antorchas de las estrellas

se dibuja la gloria inmaculada de la inocencia;

de este país errado, nido de violencia

líbrale ¡oh, Huma!

Haz que la última bocanada de su aliento

perpetúe el vino, la esencia de las rosas;

del amor abyecto, de lides no venturosas,

líbrale ¡oh, Huma!

Haz que se refugie en el tibio aire

de la espada de acero que gélida desciende,

del peso de la batalla siempre inclemente

líbrale ¡oh, Huma!

Por encima de los sueños de las aves de rapiña, donde

quiso descansar, sin rendirse, en un mundo inmutable;

si allí encuentra ahora el estigma abominable de la guerra,

líbrale ¡oh, Huma!

Sólo el halcón recuerda la muerte

en un universo perdido; de la oscuridad,

de la aniquilación de los sentidos,

te lo suplicamos agradecidos

líbrale ¡oh, Huma!

Pronto se alzará la sombra de Huma

del seno de la muerte, quebrando su vaina,

del cobijo de la mente en una bruma vana,

te lo suplicamos agradecidos

líbrale ¡oh, Huma!

Más allá del cielo imparcial

asentaste tu morada,

en constelaciones de estrellas donde la espada traza

un arco anhelante, donde nuestro canto se realza

Devuelve a este hombre al seno de Huma,

más allá del cielo imparcial,

concédele el descanso del guerrero

y guarda el último destello de sus ojos,

libre de la asfixiante nube de la guerra, sobre las antorchas de las estrellas.

Haz que la última bocanada de su aliento,

haz que se refugie en el tibio aire,

por encima de los sueños de las aves del rapiña, donde

sólo el halcón recuerda la muerte.

Pronto se alzará la sombra de Huma

más allá del cielo imparcial.

Terminado el cántico, los caballeros desfilaron despacio, uno tras otro, con paso solemne, por delante de los muertos. Todos se arrodillaron unos momentos frente al altar para rendir el debido homenaje a quienes los habían guiado. Abandonaron acto seguido la Cámara de Paladine, regresando a sus fríos lechos en un intento de hallar cierto reposo antes de que amaneciera.

Laurana, Flint y Tasslehoff quedaron solos junto a su amigo, estrechados en un abrazo y con los corazones palpitantes. El gélido viento penetró, con su poderoso silbido, en la sala de los sepulcros donde la Guardia de Honor esperaba para sellar su puerta.

Kharan bea Reorx —susurró Flint en lengua enanil, a la vez que se frotaba el rostro con su mano ajada y temblorosa. «Los amigos se reunirán en el seno de Reorx». Revolvió en su saquillo, extrajo un pequeño tronco tallado en forma de rosa y colocó tan delicada obra de artesanía en el pecho de Sturm, al lado de la joya Estrella de Alhana.

—Adiós, Sturm —dijo Tas trastornado—. Sólo puedo hacerte un obsequio que merezca tu aprobación. No creo que comprendas su significado, aunque nunca se sabe. Quizá lo conozcas mejor que yo mismo —el kender introdujo una liviana pluma blanca en la inerte mano del caballero.

Quisalan elevas —le tocaba ahora el turno a Laurana, que habló en elfo. «El nexo de nuestro amor es eterno». Hizo una pausa, incapaz de abandonarlo en la penumbra.

—Vamos, Laurana —le ordenó Flint con dulzura—. Nos hemos despedido de él, debemos dejar que se vaya. Reorx lo aguarda.

La muchacha obedeció. En silencio, sin volver la mirada atrás, los tres amigos ascendieron la angosta escalera del sepulcro y salieron al exterior, donde la cellisca de aquella cruda noche invernal azotó sus rostros.

Muy lejos de la helada región de Solamnia, otra persona se despidió de Sturm Brightblade.

Silvanesti no había cambiado con el paso de los meses. Aunque había concluido la pesadilla de Lorac y su cuerpo yacía bajo la tierra de su amado país, en la superficie quedaban vestigios del espantoso sueño. El aire olía a muerte y podredumbre, los árboles se inclinaban y retorcían en una interminable agonía y los maltrechos animales vagaban por el bosque, ansiosos de poner fin a su torturada existencia.

En vano acechaba Alhana, desde su alcoba en la torre de las Estrellas, una señal que anunciara el cambio. Los grifos habían regresado, de acuerdo con sus predicciones, al desaparecer el dragón. En un principio abrigaba la intención de dejar Silvanesti para volver a Ergoth, junto a su pueblo. Pero los grifos trajeron inquietantes noticias: había estallado la guerra entre elfos y humanos.

El hecho de que la perturbasen tales nuevas demostraba la transformación que se había obrado en Alhana, sobre todo, después de tantos meses de sufrimiento. Antes de conocer a Tanis y a los otros habría aceptado una contienda entre ambas razas, quizá incluso la habría aplaudido. Pero ahora sólo veía en ella la evidencia de que unas fuerzas malignas querían destruir el mundo.

Sabía que debía regresar al lado de su pueblo, desde donde quizá podría poner fin a aquella locura. Pero no cesaba de repetirse que el tiempo era inadecuado para emprender el viaje. En realidad, temía enfrentarse a la sorpresa y desconfianza que manifestarían los suyos cuando les contase la destrucción de su tierra y la promesa que hiciera a su padre moribundo de que los elfos volverían y la reconstruirían, después de ayudar a los humanos en su lucha contra la Reina de la Oscuridad y sus esbirros.

Vencería, no le cabía la menor duda. Pero le asustaba la idea de abandonar la soledad del exilio que ella misma se había impuesto para mezclarse con el tumulto que bullía fuera de Silvanesti.

También la espantaba, aunque en el fondo lo deseaba, el encuentro con el humano que amaba, aquel caballero cuya noble y orgullosa faz se le aparecía en sueños, cuya alma compartía a través de la joya Estrella. Sin que él lo supiera Alhana sufrió su agonía y llegó a descubrir los íntimos recodos de su espíritu. Crecía cada día su amor, a la vez que el miedo que le causaba amarlo.

La elfa posponía su marcha, inmersa en tales cavilaciones. «Partiré —se decía—, cuando vea una señal que pueda transmitir a mi pueblo a fin de infundirle nuevas esperanzas. De otro modo no regresarán. Se hundirán en el desánimo».

Día tras día, se asomaba a su ventana. No recibió la señal.

Las noches invernales se alargaron, la oscuridad se tornó más intensa. Un atardecer Alhana paseaba por las almenas de la torre de la Estrellas mientras en Solamnia, en plena mañana, Sturm Brightblade combatía a un dragón azul y su jinete, la Dama Oscura. De pronto asaltó a la elfa una extraña y lacerante sensación, como si el mundo hubiera cesado de girar. Un dolor insoportable se adueñó de su cuerpo, arrojándola sobre la piedra. Entre sollozos de pesar y miedo, aferró la joya Estrella que pendía de una cadena ceñida a su cuello y contempló angustiada la progresiva extinción de su brillo.

—Así que ésta es mi señal —balbuceó amargamente, estrujando en su mano la empañada gema y agitándola frente al cielo—. ¡No hay esperanza! ¡No nos resta sino morir en el más hondo de los desalientos!

Sujetando la joya con tal fuerza que sus afiliados cantos se hundían en su carne, Alhana atravesó a ciegas la penumbra hacia su alcoba en la torre. Desde allí espió una vez más su agostada tierra antes de cerrar los postigos de madera de su ventana con un estremecimiento.

«Dejemos que el mundo siga su camino. Mi pueblo elegirá cuál ha de ser su fin. El Mal prevalecerá, y no hay nada que podamos hacer para evitarlo. Yo moriré aquí, junto a mi padre», pensó entristecida.

Aquella misma noche hizo su última excursión por los dominios que la rodeaban. Cubrió sus hombros, en actitud despreocupada, con una liviana capa y se encaminó hacia una tumba situada bajo un árbol nudoso y torturado. Sostenía en su mano la joya Estrella.

Se lanzó al suelo y empezó a cavar frenéticamente con las manos desnudas, arañando la helada tierra con los dedos hasta hacerlos sangrar. Agradeció aquel dolor, más llevadero que el que atenazaba su corazón.

Abrió un pequeño agujero. Lunitari, la luna roja, se alzó en el cielo y al hacerlo tiñó de sangre la plateada esfera de su hermana Solinari. Alhana clavó sus ojos en la joya Estrella hasta que las lágrimas le impidieron verla, instante en que la arrojó al hoyo. Hizo un esfuerzo de voluntad para contener el llanto, se enjugó el humedecido rostro y comenzó a llenar el hueco.

De pronto se detuvo. Las manos le temblaban cuando, vacilante, se inclinó y limpió de polvo a la joya Estrella mientras se preguntaba si el exceso de pesar le había trastornado el juicio. No, de la gema brotaban tenues resplandores que se intensificaron bajo su mirada. Alhana retiró de la tumba paterna el refulgente objeto.

—El ha muerto —se repetía en voz alta sin apartar los ojos de la alhaja, que se iluminaba bajo el influjo de Solinari—. Sé que la muerte lo ha reclamado. Nadie puede cambiar este hecho. Mas entonces, ¿por qué esta luz?

Un repentino crujido interrumpió sus meditaciones retrocedió sin incorporarse, temerosa de que el deformado árbol que custodiaba la última morada de su padre hubiese estirado sus resecas ramas para aprisionarla. Pero, al levantar la vista, descubrió que los retorcidos miembros se liberaban de su tormento y, tras permanecer un instante suspendidos, se volvían hacia el cielo entre quedos suspiros. El tronco se enderezó y la corteza, alisada su superficie, reavivó los reconfortantes rayos de plata. Las hojas, antes sin vida, sintieron de nuevo en sus venas el fluir de la savia vital.

Alhana emitió una ahogada exclamación. Se puso en pie para, tambaleándose, otear el horizonte. Nada había cambiado en su entorno, los otros árboles conservaban sus siniestros perfiles. Únicamente se había transformado el guardián de la tumba de Lorac.

—Estoy perdiendo la razón —murmuró y, temiendo ver confirmada su sospecha, centró su atención en el árbol, la metamorfosis era real. Todo su contorno se embellecía por segundos.

Alhana restituyó la joya Estrella a su lugar, prendida de su pecho. Giró entonces sobre sus talones y regresó a la torre. Le quedaba mucho por hacer antes de partir hacía Ergoth.

A la mañana siguiente, cuando el sol derramó su pálida luz sobre la maltrecha tierra de Silvanesti, Alhana escudriñó el bosque. No había sufrido la menor alteración, una bruma verdosa. Se extendía sobre los retorcidos árboles. Supo que nada cambiaría hasta que los elfos regresasen y trabajaran para recuperarlo. Sólo el custodio de la tumba de Lorac ofrecía un esperanzador contraste con el fantasmal paisaje.

—Adiós, Lorac —se despidió Alhana—. Prometo volver.

Llamó a su grifo, trepó a su fornido lomo y pronunció una orden. El animal desplegó sus emplumadas alas y se alzó en el aire, trazando raudas espirales sobre la marchita tierra de Silvanesti. Al recibir una breve indicación de Alhana, giró la cabeza hacia el oeste y emprendió el largo vuelo rumbo a Ergoth.

A sus pies, en lontananza, las verdeantes hojas de un árbol se destacaban en la negra desolación del bosque. Se mecían en el viento invernal, entonando dulces acordes mientras sus ramas se desplegaban para proteger la tumba de Lorac de los rigores de la estación. La primavera estaba cerca.