14

El Orbe de los Dragones.

Las dragonlance.

Los caballeros corrían hacia el interior de la torre del Sumo Sacerdote a uno y otro lado de Laurana, apostándose donde ella les había indicado. Aunque escépticos al principio, renacieron las esperanzas cuando la elfa les expuso su plan.

El patio quedó vacío al abandonarlo los soldados. Laurana sabía que debía apresurarse. En aquel momento tendría que haber estado junto a Tas, preparándose para utilizar el Orbe, pero no lograba desviar los ojos de la solitaria figura que se erguía sobre el parapeto.

Se recortó la silueta de los dragones frente al sol, y lanza y espada relampaguearon en el luminoso día que no había hecho más que comenzar.

El universo de la elfa cesó de girar. El tiempo transcurría lento, como en su sueño.

El acero se tiñó de sangre. El reptil aulló. La lanza permaneció equilibrada durante una eternidad. El astro rey se detuvo. El arma enemiga se incrustó en su diana.

Un objeto destellante cayó despacio al patio. Era el acero de Sturm, desprendido de su inerte mano, el único movimiento que detectó Laurana en un mundo estático. El cuerpo del caballero se paralizó, ensartado en la lanza del Señor del Dragón. El animal quedó suspendido en las alturas con las alas extendidas. Nada se agitaba, reinaba una quietud absoluta.

Liberó la lanza de su presa el dignatario hostil y los despojos de Sturm se desplomaron sobre el muro, convertidos en una masa oscura que se perfilaba a contraluz. El dragón rugió encolerizado, y un ígneo relámpago brotó de su boca ensangrentada para estrellarse contra la torre del Sumo Sacerdote. Con un resonante estallido, las piedras se partieron. Ardieron llamas que eclipsaron al sol. Los otros dos reptiles se lanzaron en picado hacia el patio, en el mismo momento en que la espada de Sturm aterrizaba con un ominoso repiqueteo.

El tiempo reanudó su avance.

Laurana vio a los dragones que la acosaban. El suelo tembló bajo sus pies cuando los fragmentos de roca llovieron sobre ella, levantando una densa nube de humo y polvo. Aun así, no pudo moverse. Hacerlo significaba transformar en realidad la pesadilla. Una voz inane le susurraba al oído: «Si permaneces donde estás, nada de esto habrá ocurrido».

La espada, no obstante, yacía a unos pies de ella. Y, bajo su hipnótica mirada, el Señor del Dragón agitaba su lanza para incitar al ataque a las tropas que aguardaban en el llano. Laurana oyó el clamor de las trompetas. Visualizaba en su imaginación a los ejércitos avanzando por la planicie cubierta de nieve.

De nuevo azotó su cuerpo un intenso temblor. Vaciló un instante más, mientras se despedía en silencio del espíritu del caballero. Al fin echó a correr, tropezando contra las protuberancias del resquebrajado patio y abrumada por los espantosos relámpagos que rasgaban el aire. Se detuvo para recoger la espada del suelo y blandirla en actitud de desafío.

—¡Soliasi Arath! —exclamó en lengua elfa, y su voz resonó más poderosa que el estruendo de la destrucción. No pretendía sino excitar a los dragones que se aprestaban a atacarla.

Los jinetes se rieron, y respondieron a su llamada con desdeñosos retos. Los animales, a coro con sus monturas, emitieron bramidos de júbilo ante la matanza que se avecinaba. Los dos rezagados que escoltaban al Señor del Dragón emprendieron la persecución de su víctima.

Laurana corrió hacia los enormes y abiertos rastrillos, aquellas absurdas entradas de la torre. Los pétreos muros retrocedían en una nebulosa, tal era la velocidad que imprimía a sus piernas. Oía a su espalda las evoluciones de un reptil, sus estentóreos resoplidos y el aire que desplazaban sus alas. También alcanzó sus tímpanos la orden que impartía a su animal uno de los jinetes, que interrumpió la persecución hacia las entrañas de la mole. «¡Espléndido!», se dijo la muchacha con una triste sonrisa.

Tras cruzar la primera sala, atravesó otro rastrillo. Había allí algunos caballeros, preparados para bajar la reja.

—¡Mantenedlo abierto! —les recordó casi sin aliento.

Asintieron, y la elfa siguió corriendo. Se hallaba ahora en la sombría cámara de extrañas y dentadas columnas, que parecían volcarse sobre ella como amenazadores colmillos. Detrás de los pilares, vio varios rostros lívidos embutidos en los metálicos yelmos. La luz reverberaba en las puntas de las lanzas dragonlance. Los caballeros espiaban su paso en silencio.

—¡Retroceded, ocultaos tras las columnas! —vociferó.

—¿Y Sturm? —preguntó alguien.

Laurana meneó la cabeza, demasiado agotada para hablar. Traspasó el tercer rastrillo, aquel que exhibía un boquete en su centro. Aguardaban junto a él cuatro caballeros, y también Flint. Era la posición clave. Laurana quería que la ocupase uno de sus amigos, uno de los seres en quien podía confiar. Sólo tuvo tiempo para intercambiar una mirada con el enano, pero fue suficiente. Flint leyó el desenlace de la batalla de Sturm en su rostro. Inclinó un momento la cabeza, a la vez que cobijaba el rostro entre sus manos.

Laurana no titubeó. Al fondo de la pequeña sala, salvó la doble puerta de recio acero y se introdujo en la estancia donde reposaba el Orbe de los Dragones.

Tasslehoff había limpiado el polvo del objeto con su pañuelo. La elfa veía en su interior una bruma rojiza, que se arremolinaba en medio de destellos multicolores. El kender estaba frente a él, escudriñándolo, calados los anteojos mágicos en su exigua nariz.

—¿Qué debo hacer ahora? —preguntó Laurana con voz entrecortada, casi sin aliento.

—Recapacita —le suplicó él—. He leído que si no logras controlar la esencia de los Dragones que contiene esta esfera serán ellos quienes vendrán, Laurana, y se adueñarán de ti.

—Dime qué debo hacer —repitió ella con resuelto ademán.

—Coloca tus manos sobre el Orbe y… —se quebró su voz—. ¡No, detente!

Era demasiado tarde. La muchacha ya había posado sus delicados dedos sobre el gélido globo de cristal. Se produjo en el torbellino un estallido de luz, tan brillante que el kender tuvo que apartar los ojos

—¡Laurana, escúchame! —vociferó con su agudo timbre—. Debes concentrarte, descartar todo pensamiento que no sea el de doblegar el Orbe a tu voluntad. Laurana, por favor…

Si lo oyó, no emitió ninguna respuesta. Tas comprendió que estaba ya enzarzada en la batalla que debía librar para; dominar la esencia del poder. Recordó tembloroso la advertencia de Fizban, su augurio de muerte y, peor aún, la pérdida del alma. Apenas interpretaba las palabras escritas en los llameantes colores del Orbe, pero era consciente de que la integridad espiritual de Laurana pendía de un hilo.

La contemplaba desencajado, ansioso por ayudarla pero a sabiendas de que no osaría actuar. La princesa permaneció varios minutos inmóvil, extendidas sus manos sobre el objeto y tan pálida que la vida parecía escapar en pos de la bruma. Tenía la mirada absorta en los arremolinados colores y, cuando el kender trató de imitarla, se sintió mareado y se alejó unos pasos. Se produjo otra explosión en el exterior. El polvo que se acumulaba en el techo se esparció por la cámara. Tas se estremeció, mas Laurana se mantuvo impertérrita.

Cerró los ojos e inclinó la cabeza sin apartar las manos: del Orbe. Tal era la fuerza con que ahora lo aferraba, que sus dedos se tornaron blancos. De pronto comenzó a convulsionarse y a gemir, como si intentara desesperadamente soltar la maligna esfera. Si era ésa su intención no lo logró, el objeto la atenazaba.

Tas se preguntó desconcertado qué podía hacer. Deseaba correr junto a Laurana y liberarla. Lamentó no haber roto el Orbe. No le restaba sino contemplar la escena en una total impotencia.

El cuerpo de la elfa se retorció en un estremecimiento y el kender la vio caer de rodillas, aunque sin desasir la redonda superficie. Su sumisión, sin embargo, duró poco. Meneó la cabeza iracunda y, farfullando frases ininteligibles en lengua elfa, forcejeó para incorporarse ayudada por la fuerza que manaba de su singular contrincante. Sus manos palidecieron aún más debido al esfuerzo, y el sudor goteó sobre su frente. Era ostensible que aplicaba a su empeño toda la fuerza que albergaba en su ser. Al fin, con agónica lentitud, se levantó.

El Orbe derramó un nuevo fulgor y sus colores se fundieron en uno solo, indescriptible. Una luz pura, fúlgida, brotó de su circunferencia. Laurana, erguida ante ella en majestuosa postura, relajó sus facciones en una sonrisa.

No había hecho más que esbozarla cuando se derrumbó, inconsciente, sobre el suelo.

En el patio de la torre del Sumo Sacerdote, los dragones se afanaban en reducir a escombros los muros de piedra. El ejército se aproximaba al recinto con los draconianos en primera línea, preparados para atravesar las brechas de las paredes y matar a toda criatura viviente. Su comandante trazaba círculos sobre el caos, teñido el hocico de su animal por su propia y negruzca sangre, mientras supervisaba la destrucción. Todo parecía desarrollarse de un modo satisfactorio cuando la luz diurna fue eclipsada por un resplandor puro, deslumbrador, surgido de las tres enormes entradas que conducían a las entrañas de la mole.

Los jinetes contemplaron los misteriosos fulgores, preguntándose su significado sin darle excesiva importancia. Pero los dragones que montaban tuvieron una reacción muy distinta. Alzaron sus cabezas, se empañó su vista. Habían oído la señal.

Capturada por antiguos magos, sometida al control de la muchacha elfa, la esencia de los dragones que se revolvía en el Orbe hizo lo que debía al recibir órdenes: lanzó su irresistible llamada y los reptiles no tenían otra opción que responder al reclamo y tratar de hallar su fuente.

En vano se esforzaron los jinetes para detener a sus cabalgaduras. Los dragones no oían las imperativas voces de quienes hasta ahora los conducían, sino el mensaje del Orbe. Los animales volaron en dirección a los incitantes rastrillos mientras los gritos y forcejeos de los desesperados humanos se malgastaban sin atraer su atención.

La alba luz se extendió más allá de la torre, bañando las filas de las tropas, y los comandantes tuvieron que contemplar inermes cómo sus subordinados se dispersaban enloquecidos.

La llamada del Orbe era oída con total claridad por los dragones. Pero los draconianos, que sólo eran reptiles en parte, la captaron como una voz ensordecedora que impartía confusos mandatos. A cada uno le llegaba de forma distinta, cada uno recibía un estímulo diferente.

Unos caían de rodillas, sujetándose la cabeza en medio de un dolor agónico. Otros huían en desbandada como si un horror invisible les acechara en la torre, y no faltaron los que soltaron las armas para echar a correr hacia aquélla. En escasos momentos un ataque organizado, bien concebido, se convirtió en un caos irrefrenable en el que los draconianos corrían en todas las direcciones posibles. Al ver cómo se rompían las formaciones, los goblins también se dieron a la fuga y los humanos quedaron aturdidos en el campo de batalla, a la espera de órdenes que nadie había de comunicarles.

La cabalgadura del Señor del Dragón mantuvo la serenidad, aunque a duras penas, merced a la fuerza de voluntad de su jinete. Mas los otros dos reptiles y el deshecho ejército eran ingobernables. El dignatario se agitaba en su ira impotente, tratando de averiguar qué significaba aquella luz blanca y de dónde procedía para desvirtuarla si podía.

Uno de los dos dragones azules llegó al primer rastrillo y se adentró en la enorme sala, con tal ímpetu que su montura apenas tuvo tiempo de bajar la cabeza para no estrellarse contra el muro. Obediente a la llamada del Orbe, el animal atravesó rápidamente la estancia con las puntas de sus alas rozando la piedra.

Franqueó la segunda reja y se introdujo en la cámara de los pilares aserrados. Olió aquí a acero y carne humana, pero era tal el poder de atracción del haz luminoso que hizo caso omiso de los efluvios. La anchura de la sala, inferior a la de la precedente, le obligó a doblar las alas sobre su cuerpo y dejarse llevar por el impulso.

Flint observó su accidentado vuelo. En sus ciento cuarenta años de existencia nunca había presenciado una escena semejante, y esperaba que no se repitiera. El miedo a los dragones se enseñoreó de los hombres apostados en la cámara como una ola hipnotizadora. Los jóvenes caballeros se arrimaron a las paredes y sin desasir las lanzas, cubrieron sus ojos cuando aquel monstruo de escamas azules pasó por su lado.

El enano tropezó hacia atrás, apoyando débilmente su temblorosa mano en el mecanismo que debía bajar el rastrillo. Nunca le había invadido un terror tan intenso, hasta la muerte se le antojó acogedora si debía poner fin a aquel espanto. El dragón, ignorante de todo salvo de la llamada del Orbe, siguió su camino ajeno a todo lo que le rodeaba.

La descomunal cabeza se asomó por el rastrillo con el boquete en el centro. En un acto instintivo, consciente tan sólo de que no debía alcanzar su objetivo, Flint liberó el manubrio. Se cerró la verja que cubría el curioso hueco en torno al cuello del animal, aprisionándolo. Su forcejeante cuerpo se debatió inútilmente, se apretaron las alas contra los flancos en la estancia donde los caballeros lo espiaban con las dragonlance prestas para el ataque.

El dragón comprendió demasiado tarde que estaba atrapado. Rugió con tal furia que las rocas temblaron y se resquebrajaron, antes, incluso, de que abriera la boca para destruir el Orbe mediante su ígneo aliento. Tasslehoff, absorto hasta entonces en reanimar a Laurana, se encontró frente a dos ojos llameantes. Vio un par de gigantescas mandíbulas que se abrían, al parecer para tomar aliento.

Brotó el relámpago de la cavernosa garganta, arrojando al kender al suelo. Estalló la piedra en la estancia y la mágica bola se tambaleó sobre su pedestal. Tas yacía cuan largo era, anonadado por el impacto. No podía moverse, pero tampoco deseaba hacerlo. Permaneció donde estaba aguardando la segunda bocanada, que sin duda mataría a Laurana —si aún vivía y a él mismo. Llegado a este punto, poco le importaba.

El dragón nunca lanzó su segunda llama. Después de activarse el mecanismo que desplomó la primera verja, la doble puerta de acero se cerró frente al hocico de reptil y dejó inmovilizada su cabeza en la estancia intermedia.

Se sumió el recinto en un letal pero breve silencio, que rompió un estremecedor aullido. Retumbaron en la sala agudas, quejumbrosas y agónicas notas, provocadas por los caballeros al salir de sus escondrijos tras los pilares y hundir sus plateadas dragonlance en el cuerpo azul y convulsionado del dragón.

Tas se cubrió las orejas con las manos a fin de amortiguar los terribles ecos. Evocó una y otra vez las imágenes de la destrucción infligida por los reptiles malignos al asolar las ciudades, al matar a centenares de inocentes. Sabía que aquel monstruoso animal lo habría aniquilado sin piedad, que quizá ya habría acabado con la vida de Sturm. Se lo repitió incesantemente, deseoso de endurecer su corazón, pero no pudo sino enterrar la cabeza entre sus manos y prorrumpir en sollozos.

—Tas —susurró una voz, a la vez que lo acariciaban unos suaves dedos.

—¡Laurana! —El kender alzó la vista—. Lo lamento, Laurana. No debería importarme lo que hacen con esa criatura abyecta, y sin embargo su sufrimiento se me hace insoportable. ¿Por qué matar? ¡Es superior a mis fuerzas! —las lágrimas fluían por sus mejillas.

—Lo comprendo —lo reconfortó la elfa, mezclándose en su mente los recuerdos de la muerte de Sturm con los gemidos del dragón—. No te avergüences, Tas. Alégrate por ser capaz de compadecerte de la muerte de un enemigo. El día en que cese de afectarnos, aunque se trate de seres hostiles, habremos perdido la batalla.

Se intensificaron los alaridos de dolor y Tas se abrazó a Laurana, quien lo estrujó contra su cuerpo. Ambos se aferraban el uno al otro para aliviar el horror que les producían aquellos gritos desgarradores. De pronto oyeron un sonido distinto, la llamada de alerta de unos caballeros. El segundo dragón había penetrado en la estancia contigua, aplastando a su jinete contra el muro en un intento de traspasar la estrecha estancia para responder a los designios del Orbe.

En aquel instante la Torre se agitó sobre sus cimientos, sacudida por la violenta lucha del reptil torturado.

—¡Sígueme! —vociferó Laurana—. Tenemos que salir de aquí.

La elfa incorporó a Tas de un fuerte tirón y emprendió carrera hacia una pequeña puerta empotrada en el muro, que los conduciría al patio, a través de un túnel. Abrió la puerta de madera, en el mismo momento en que aparecía en la sala la cabeza del segundo animal. Los caballeros habían corrido la tapia de acero al comprobar que tenían dominado al que volaba en cabeza, preparados para repetir la estratagema. Tas no pudo evitar el detenerse, y contemplar tan fascinante espectáculo. Vio los furibundos ojos del gigantesco animal, enloquecido al oír los estertores del moribundo y comprendiendo que había caído en la misma trampa. Retorció la boca en una agresiva mueca, y tomó aliento. La doble puerta comenzó a cerrarse frente al prisionero, pero se detuvo a medio camino.

—¡Laurana, se ha atascado la tapia! —advirtió el kender—. El Orbe…

—¡Vámonos! —lo apremió ella, arrastrándolo hacia el pasadizo. Brotó el relámpago de fuego y Tas percibió cómo las llamas prendían en la cámara. Al volver la mirada, reticente a abandonar la escena, vio que el rocoso techo se derrumbaba sobre la estancia. La alba luz del Orbe quedó enterrada entre los escombros cuando la Torre se desmoronó sin remisión.

La sacudida hizo perder el equilibrio a Laurana y a Tas, arrojándolos contra el sólido umbral de la cámara. Tas ayudó a la elfa a ponerse en pie y reanudaron la precipitada marcha en pos de la luz del día.

La tierra cesó de agitarse, se disipó el retumbar de las rocas al desprenderse. Sólo se oían ocasionales zumbidos, ecos difusos que anunciaban nuevas resquebrajaduras. Deteniéndose para recobrar el aliento, Tas y Laurana giraron la cabeza y vieron que el final del pasadizo había sido bloqueado por las rocas de la Torre.

—¿Qué ocurrirá con el Orbe? —preguntó Tas.

—Supongo que se ha destruido. Es mejor para todos.

Ahora que la luz diurna alumbraba el rostro de la elfa, Tasslehoff la contempló. Quedó atónito. Su tez revestía una lividez mortal, incluso sus labios se habían tomado blancos. Tan sólo había color en sus verdes ojos, que espantaban por las dilatadas pupilas y las sombras purpúreas que los cercaban.

—No podría volver a utilizarlo —murmuró, más para sus adentros que para el kender—. Casi abandoné. Mis manos… ¡No quiero hablar de ello!

Se cubrió los ojos, aún temblorosa…

—De pronto recordé a Sturm erguido en el parapeto, afrontando la muerte en solitario. Si me dejaba vencer, su sacrificio carecería de sentido. No podía permitirlo, no podía defraudarlo. Obligué al Orbe a obedecer, pero sería incapaz de repetirlo. ¡No soportaría de nuevo tan terrible trance!

—¿Ha muerto Sturm? —inquirió Tas. Casi no le salían las palabras.

—Discúlpame, Tas, olvidé que lo ignorabas —respondió Laurana ya más serena—. Pereció en la lucha contra el Señor del Dragón.

—¿Fue…?

—Sí, fue rápido —explicó la elfa en tonos apagados—. Apenas sufrió.

Tas inclinó afligido la cabeza, pero la alzó de nuevo cuando otra explosión agitó lo que quedaba de la fortaleza.

—¡Los ejércitos de los dragones! La batalla no ha concluido. —Laurana apoyó la mano en la empuñadura de la espada de Sturm, que había ajustado a su delgado talle—. Ve a buscar a Flint.

Laurana abandonó el túnel para aparecer en el patio, donde la luz la hizo parpadear. Le sorprendió que no hubiera anochecido. Tantos eran los sucesos acaecidos que tenía la impresión de que habían transcurrido años enteros. Sin embargo, el sol estaba empezando a elevarse tras los muros del recinto.

La Torre del Sumo Sacerdote había desaparecido, derruyéndose sobre sí misma hasta convertirse en un montón de escombros acumulados en el centro del patio. Las entradas y salas que conducían al Orbe no habían sufrido más daño que el provocado por los dragones al atravesarlas. Los muros exteriores estaban en pie, aunque presentaban numerosas brechas y manchas negras allí donde los reptiles habían lanzado sus bocanadas.

Ningún ejército se filtraba a través de las grietas. Reinaba una extraña paz, que apenas mancillaban los gemidos del segundo dragón y los ásperos gritos de sus verdugos al otro lado de los abiertos túneles.

¿Qué les había sucedido a las tropas?, se preguntó Laurana, examinando asombrada su entorno. Deberían haber traspasado las murallas. Miró temerosa hacia las almenas, convencida de ver a las fieras criaturas dispuestas a abalanzarse.

Lo único que vislumbró fue el reverberar de los rayos solares sobre una armadura, la masa informe de Sturm tendida en el parapeto.

Recordó entonces el sueño, la imagen que ofrecían las ensangrentadas manos de los draconianos al despedazar el cuerpo del caballero.

«¡Impediré que cometan semejante atrocidad!», se dijo. Desenvainando la antigua espada de su amigo, atravesó presurosa el patio. Unos pocos pasos la persuadieron de que el arma era demasiado pesada para ella. Pero ¿de qué otro artilugio podía valerse? Escudriñó el patio en busca de una alternativa. ¡Las lanzas dragonlance! Dejó caer el acero para hacerse con una de aquéllas más livianas que portaban los soldados pedestres, e inició la escalada sin el más mínimo entorpecimiento.

Llegó a las almenas y oteó el panorama, esperando divisar en el llano la negra marea de las huestes enemigas. No ocupaban la vasta superficie más que algunos grupos dispersos de humanos, que miraban desconcertados a su alrededor.

¿Qué significaba todo aquello? La elfa no acertaba a adivinarlo, y además, estaba demasiado cansada para pensar. Decayó su momentáneo ánimo, sustituido por el agotamiento y una pesadumbre que parecía aplastarla. Culminó el ascenso y, arrastrando la lanza, se acercó a trompicones al cadáver que yacía en la nieve manchada de sangre.

Laurana se arrodilló junto al caballero, extendió la mano y apartó el enmarañado cabello para contemplar una vez más el rostro de su amigo. Descubrió en sus ojos sin vida una paz que nunca antes había observado.

—Duerme, querido Sturm —susurró cogiéndole la ya rígida mano y apoyándola contra su mejilla—, no permitas que los dragones enturbien tus sueños.

Al depositar de nuevo la amoratada mano sobre la armadura, distinguió un brillante destello en la nieve. Recogió el objeto que lo despedía, tan ensangrentado que al principio no lo identificó. Al limpiarlo minuciosamente, se reveló a sus ojos una joya. La elfa no sabía a qué atenerse, estaba perpleja.

Pero antes de que acertara a preguntarse de dónde procedía, una oscura sombra se cernió sobre ella. Oyó el crujido de unas enormes alas, el pálpito de un cuerpo gigantesco. Asustada, se puso en pie y dio media vuelta.

Un dragón azul se disponía a aterrizar a su espalda. La quebrantada piedra cedió bajo sus garras y, al sentirse desprovista de apoyo, la criatura batió las alas. En la silla del ancho lomo un Señor del Dragón estudiaba a Laurana, con ojos impenetrables tras la horrenda máscara.

La elfa dio un paso atrás, presa del pánico. La dragonlance se deslizó por su mano inerte y también la joya, que cayó en la nieve. Quiso escapar, pero no tenía dónde ir. Se desplomó sobre el suelo, al lado de Sturm, sacudida por violentos temblores.

En su acceso de parálisis, no lograba apartar el sueño de su mente. La muerte le había sobrevenido estando junto a Sturm. Llenó su visión un manto de escamas azules cuando la criatura irguió el cuello a escasa distancia.

¡La lanza! Gateó por la humedecida nieve hasta que sus dedos se cerraron en torno al mango de madera. Hizo ademán de incorporarse, resuelta a hundir el arma en la garganta del dragón.

Un bota negra se posó firme sobre la lanza, aplastando casi la mano de Laurana. La muchacha estudió la bruñida caña, decorada con una áurea filigrana que centelleaba al sol. Examinó la figura que pisaba la sangre de Sturm y respiró hondo, antes de amenazarle:

—Si osas tocar este cuerpo, morirás. Ni siquiera tu dragón podrá salvarte. Este caballero fue mi amigo, y no consentiré que su asesino lo mutile.

—No tengo intención de mutilar a nadie —declaró el dignatario enemigo. Con exagerada lentitud, el individuo se inclinó hacia adelante y cerró los párpados de Sturm para dar reposo a aquellos ojos que miraban al sol sin verlo.

El Señor del Dragón se situó frente a ella, que permanecía arrodillada en la nieve, y retiró la bota de la dragonlance.

—También fue mi amigo. Lo reconocí en el momento en que me disponía a matarle.

—No te creo —replicó Laurana, observando al mandatario con inequívocas muestras de cansancio—. No es posible.

Despacio, el Señor del Dragón se desprendió de la córnea máscara.

—Supongo que has oído hablar de mí, Lauralanthalasa. Así te llamas, ¿verdad?

Laurana asintió en silencio, a la vez que se ponía en pie.

—Yo soy… —quiso presentarse, con una sonrisa encantadora pero ambigua.

—Kitiara.

—¿Cómo lo sabes?

—Te me apareciste en un sueño —explicó la elfa.

—¡Ah, sí, el sueño! —Kitiara pasó una mano enguantada por su oscuro y ensortijado cabello—. Tanis me lo mencionó en una ocasión. Imagino que todos lo compartisteis. Al menos, él piensa que sus amigos lo conocen —bajó la mirada hacia el yaciente Sturm—. Resulta extraña la forma en que la muerte de este caballero ha confirmado el vaticinio. Tanis me comentó que también en su caso se ha realizado, al menos la parte en que yo le salvaba la vida.

Laurana comenzó a temblar una vez más. Su semblante blanquecino por el agotamiento, se tornó casi translúcido al dejar de regarlo la sangre.

—¿Has visto a Tanis?

—Hace dos días. Lo dejé en Flotsam para ocuparse de todo durante mi ausencia.

Las frías palabras de la señora del Dragón traspasaron el alma de la elfa como hiciera su lanza con la carne de Sturm. La muchacha sintió que la piedra se deslizaba bajo sus pies, dejándola en el vacío. Se mezclaron el cielo y la tierra, el dolor la partió en dos. «Miente», pensó para aliviar su desasosiego. Pero sabía con punzante certeza que, aunque Kitiara no reparaba en contar embustes si lo convenía, ahora decía la verdad.

Laurana se bamboleó y estuvo a punto de desmayarse. Sólo la determinación de no revelar su flaqueza delante de aquella humana la mantuvo erguida. Kitiara no advirtió su titubeo. Agachándose, asió el arma que la elfa había soltado y la estudió con vivo interés.

—De modo que ésta es la famosa dragonlance —afirmó más que preguntó.

Laurana se recompuso y contestó, esforzándose por conferir firmeza a su voz:

—Sí. Si quieres ver de lo que es capaz, puedes entrar en la fortaleza y examinar los despojos de tus dragones.

La humana dirigió una fugaz mirada hacia el patio, una mirada más desdeñosa que inquieta.

—No son las dragonlance las que han atraído a mis reptiles a la trampa —declaró, escudriñando a su oponente con sus ojos pardos—, ni tampoco las que han dispersado a mi ejército a los cuatro vientos.

Al oírle mencionar a las tropas, Laurana volvió una vez más la vista hacia el llano.

—Sí —prosiguió la Señora del Dragón al constatar que la elfa empezaba a comprender—. Hoy me has derrotado. Saborea tu victoria, porque no ha de perdurar.

La comandante manipuló diestramente la lanza en su mano y apuntó al corazón de Laurana, que permaneció frente a ella inmóvil con su delicado rostro vacío de emociones.

Kitiara sonrió. Un hábil sesgo le bastó para voltear la mortífera arma y clavarla en la nieve.

—Gracias por obsequiármela —dijo—. Nos han informado sobre estos artefactos y ahora podré averiguar si son tan invencibles como proclamáis.

La humana hizo una leve reverencia a la princesa. Se ajustó de nuevo la máscara, empuñó la lanza y se dispuso a partir. Antes de alejarse, no obstante, miró con respeto el cadáver de Sturm.

—Encárgate de que se le dispensen los honores que merece —ordenó—. Tardaré por lo menos tres días en reagrupar mis tropas, te concedo ese tiempo para organizar la ceremonia fúnebre.

—Sabemos cómo enterrar a nuestros muertos —la espetó Laurana altiva—. No necesitamos tus consejos.

El recuerdo de la muerte de Sturm y la visión de su cadáver, restituyeron a la elfa a la realidad como el agua fría que se vierte sobre la faz de un durmiente. Colocándose en actitud protectora entre los despojos de su amigo y la Señora del Dragón, desafió a los ojos pardos que refulgían detrás de la máscara.

—¿Qué vas a explicarle a Tanis? —la interrogó.

—Nada —se limitó a contestar Kit—. Nada en absoluto.

Mientras regresaba junto a su reptil, Laurana contempló su grácil andar, la negra capa que ondeaba, movida por la tibia brisa del norte. El sol se reflejaba en el trofeo que le había arrebatado, y le asaltó la idea de impedir que se lo llevase. Había un ejército de caballeros en la fortaleza, no tenía más que llamarlos.

Pero su agotamiento de cuerpo y de mente no la dejó actuar. Ya hacía un esfuerzo sobrehumano para no desmoronarse, sólo el orgullo la mantenía en pie.

«Quédate con la dragonlance —accedió sin palabras—. Te prestará un gran servicio».

Kitiara se detuvo junto al gigantesco dragón. Los caballeros se habían reunido en el patio, donde varios hombres depositaban ahora la cabeza de uno de los reptiles que cayeron en la trampa. Skie meneó su propia testa al ver la de su compañero, y un salvaje gruñido resonó en su pecho. Atraídos por su eco, los soldados se volvieron hacia el parapeto y distinguieron al reptil, a la dignataria hostil y a Laurana. Algunos de ellos aprestaron sus armas, pero la princesa elfa levantó la mano para indicarles que no debían atacar. Fue el último gesto que sus fuerzas le permitieron hacer.

La Señora del Dragón dedicó a los caballeros una despreciativa mirada y, posando su mano en el cuello de Skie, lo acarició en un intento de apaciguarlo. Se tomó unos minutos, quería demostrarles que no le inspiraban ningún temor.

Aunque a regañadientes, los soldados depusieron las armas. Con una desagradable risa Kitiara se encaramó a su montura.

—Adiós, Lauralanthalasa —se despidió.

Empuñando la dragonlance, la comandante ordenó a Skie que alzara el vuelo. El descomunal reptil desplegó las alas y se lanzó al aire sin esfuerzo para, guiado por su hábil jinete, trazar un círculo sobre Laurana.

La muchacha elfa observó los llameantes ojos del dragón. Descubrió la herida de su hocico, aún ensangrentada, y los colmillos que surcaban su boca abierta en una siniestra mueca. A su grupa, sentada entre las gigantescas alas, se hallaba Kitiara. El sol iluminaba la refulgente armadura de escamas y también la máscara, que despedía innegables fulgores. Los dorados rayos conferían una especial majestad a la dragonlance al reflejarse en su punta.

De pronto el arma cayó de la enguantada mano de la Señora del Dragón para, tras hacer en el aire aparatosas piruetas que realzaron aún más su destellante contorno, aterrizar con estruendo a los pies de Laurana.

—¡Consérvala! —vociferó Kitiara—. ¡Vas a necesitarla!

El dragón azul batió las alas, alcanzó las corrientes de aire y surcó el cielo hasta desvanecerse en lontananza