Muerte en el llano.
El descubrimiento de Tasslehoff.
El sol se elevó en el cielo. Los caballeros permanecieron en las almenas de la torre, oteando el llano hasta que les dolieron los ojos. Sólo veían una oleada de negras figuras arremolinadas en el campo, dispuestas a enfrentarse con la culebra de llameante plata que avanzaba rauda a su encuentro.
Se entabló la contienda. Los caballeros se esforzaron en presenciarla, pero un brumoso velo ceniciento cubría la tierra. Se impregnó el aire de intensos olores, como los que desprendía el hierro al fundirse. La niebla se espesó, ensombreciendo incluso el sol.
Nada se divisaba desde aquella torre que parecía flotar en un mar de niebla. Era tan densa que hasta amortiguaba los sonidos. Aunque al principio se oía el entrechocar de las armas y los gritos de los moribundos, al poco rato se disipó el tumulto y todo pareció sumirse en el silencio.
Así transcurrió la jornada. Laurana, que recorría inquieta los muros de su sombría alcoba, encendió velas cuyas llamas oscilaron en el viciado aire. La acompañaba el kender. Al asomarse a su alta ventana la princesa atisbó a Sturm y Flint apostados en las almenas, bajo el fantasmal resplandor de las antorchas.
Un criado le sirvió el mendrugo de pan y carne desecada que constituía su ración diaria. Se percató entonces de que, pese a la penumbra reinante, era sólo media tarde.
De pronto llamó su atención un desusado movimiento en las almenas. Vio a un hombre, ataviado con un peto de cuero cubierto de fango, que se acercaba a Sturm. Convencida de que se trataba de un mensajero, se apresuró a abrochar las hebillas de su armadura.
—¿Vienes? —preguntó a Tas, pensando que el kender había guardado un inquietante silencio—. Ha llegado un mensajero de Palanthas.
—Supongo que sí —respondió él sin el menor interés.
Laurana frunció el ceño, temerosa de que su amigo se estuviera debilitando con tantas privaciones. Pero Tas meneó la cabeza al comprender su preocupación.
—Estoy bien —susurró—. Es sólo que el ambiente me deprime.
Laurana olvidó al kender para bajar la escalera a toda velocidad.
—¿Hay noticias? —indagó al llegar junto a Sturm, que se asomaba por la muralla en un vano intento de vislumbrar el campo de batalla—. He visto a un mensajero.
—¡Ah, sí! —dijo el caballero con una leve sonrisa—. Y buenas. El camino de Palanthas vuelve a ser practicable, la nieve se ha fundido lo suficiente para jalonarlo. He ordenado a un heraldo que esté alerta para llevar una misiva a la ciudad, si somos derrotados.
Se interrumpió y, tras respirar hondo, añadió: —Quiero que estés preparada para regresar con él a Palanthas.
Laurana esperaba esta reacción y había preparado una respuesta. Pero ahora que se le ofrecía la oportunidad de pronunciar su discurso, no logró articular palabra. El corrompido aire le había resecado los labios, sentía la lengua torpe e hinchada. No, no era ése el motivo, sino que estaba asustada.
«Admítelo —se amonestó—, deseas refugiarte en Palanthas. Ansías salir de este lóbrego lugar donde la muerte parece acecharte en las sombras».
Apretando el puño, golpeó nerviosa la piedra a fin de conferirse coraje.
—Me quedaré aquí, Sturm —balbuceó. Hizo una pausa y, ya más segura de su voz, prosiguió—: Sé bien lo que vas a decir, pero antes debes escucharme. Necesitarás la ayuda de todos los guerreros diestros que puedas conseguir. Conoces mi valía.
Sturm asintió. Sus palabras eran ciertas, pocos de sus soldados manejaban el arco con mayor precisión. También era diestra en el arte de la espada y, además, había tomado parte en la guerra, algo que no podía decirse de los jóvenes caballeros que tenía a su mando. Por eso había inclinado la cabeza. Sin embargo, estaba resuelto a alejarla de la Torre.
—Soy la única que sabe utilizar la Dragonlance.
—Te olvidas de Flint —la interrumpió Sturm.
Laurana clavó en el enano una penetrante mirada. Atrapado entre dos personas que quería y admiraba, el hombrecillo se ruborizó y aclaró su garganta antes de hablar.
—Es verdad que he aprendido a usarla, pero debo reconocer que mi pequeña estatura me plantea ciertos problemas —titubeó.
—En cualquier caso, no hemos visto indicios de dragones —se apresuró a declarar Sturm al detectar la expresión de triunfo de la elfa—. Según nuestros informes se encuentran en el sur, luchando para hacerse con el control de Thelgaard.
—Pero eres consciente de que no tardarán en presentarse, ¿verdad? —replicó Laurana.
—Quizá —admitió el caballero a regañadientes.
—No sabes mentir, Sturm, así que no lo intentes. Me quedo. Es lo que habría hecho Tanis.
—¡Maldita sea! —la espetó el caballero, ruborizándose—. Vive tu propia vida. Tú no eres Tanis, ni yo tampoco. ¡El no está aquí! Tenemos que afrontar ese hecho —dio media vuelta de forma abrupta y repitió—: El no está aquí.
Flint suspiró, a la vez que contemplaba pesaroso a la muchacha. Nadie reparó en Tasslehoff, que estaba acurrucado en un rincón.
—Sé que nunca podré ocupar el puesto de Tanis en tu estima, Sturm —reconoció Laurana rodeando al caballero con su brazo—, ni tampoco lo pretendo. Pero puedes estar seguro de que haré cuanto esté en mi mano para ayudarte. A eso me refería. No necesitas darme un trato distinto del que dispensas a tus hombres.
—Lamento mi brusquedad —se disculpó él—, eres una excelente amiga. —La atrajo hacia sí y le explicó—: Si quiero que te vayas de la torre es porque me horroriza la idea de que te ocurra algún percance. Tanis nunca me lo perdonaría.
—Te equivocas —repuso la princesa—. Lo comprendería. Me dijo en una ocasión que llega un momento en el que debes arriesgar tu vida por una causa más noble que tu propia existencia. ¿No lo entiendes, Sturm? Si huyera del peligro en pos de mi seguridad, abandonando a mis compañeros, Tanis afirmaría que había obrado con prudencia. Pero en el fondo me despreciaría, porque no es así como él actúa. Además —concluyó sonriente—, aunque no existiera el semielfo nada en el mundo podría impulsarme a dejaros en una situación tan apurada.
Sturm la miró a los ojos, constatando que ningún argumento lograría disuadirla. La estrechó contra su costado, mientras apoyaba el otro brazo en el hombro de Flint para acercarlo también a su cuerpo.
De pronto Tasslehoff prorrumpió en sollozos, se levantó y se lanzó sobre ellos azotado por violentas convulsiones. Todos lo observaron atónitos.
—¿Qué ocurre, Tas? —inquirió Laurana alarmada.
—¡Ha sido culpa mía! He roto uno. ¿Acaso estoy condenado a deambular por la faz de Krynn destruyendo esos objetos?
Al ver a Tas en aquel estado de demencia, tan poco habitual en él, Sturm lo zarandeó y dijo con firmeza:
—Cálmate. ¿De qué hablas?
—Anoche encontré otro —acertó a contestar el kender con, voz entrecortada—. En las entrañas de la Torre, en una inmensa cámara vacía.
—¿Otro qué, botarate? —intervino Flint exasperado.
—¡Otro Orbe de los Dragones! —gimió Tas.
El manto de la noche se asentó sobre la torre como una niebla más densa aún que la que respiraran durante el día. Los caballeros encendieron las antorchas, pero sus llamas no hicieron sino poblar la penumbra de fantasmas. Mantuvieron la guardia desde las almenas, ansiosos por ver u oír algo.
Tras varias horas de oscuridad y silencio llegaron hasta ellos, no los gritos victoriosos de sus compañeros ni los estridentes clamores del enemigo sino un tintineo de arneses, y el suave relinchar de algunos caballos que se acercaban a la fortaleza.
Apiñándose en las almenas, los caballeros estiraron las manos que sostenían las antorchas en un intento de traspasar la bruma. Las pisadas se detuvieron al pie de la torre.
—¿Quién cabalga hasta la torre de los Sumos Sacerdotes? —inquirió Sturm, apostado encima de la verja.
Una tea refulgió en la entrada. Laurana, que escudriñaba ansiosa la penumbra, sintió que le flaqueaban las rodillas y se apoyó en el muro de piedra para no desfallecer. Los caballeros emitieron gritos de horror.
El jinete que blandía la llameante antorcha vestía la inconfundible armadura de los oficiales de los ejércitos de los dragones. Era rubio y sus facciones, aunque atractivas, reflejaban crueldad. Sujetaba las riendas de otro caballo en cuya grupa yacían atravesados dos cuerpos, uno decapitado y ambos sangrantes, víctimas de horribles mutilaciones.
—He venido para devolveros a vuestros oficiales —dijo el hombre con voz siniestra—. Uno está muerto, como veis. El otro creo que aún vive, o por lo menos no había exhalado el último aliento cuando inicié el camino hacia aquí. Espero que aún le resten fuerzas para relataros lo ocurrido hoy en el campo de batalla. De todos modos, no sé si se puede llamar «batalla» a nuestro enfrentamiento.
Bañado por el resplandor de su tea, el individuo desmontó. Comenzó a desatar los cuerpos, utilizando una mano para desligar las cuerdas que los mantenían afianzados a la silla. Antes de concluir esta operación, alzó la cabeza y dijo:
—Podríais matarme ahora, soy una diana perfecta a pesar de la niebla. Pero no lo haréis. Sois Caballeros de Solamnia —el sarcasmo ribeteaba su voz—, valoráis el honor tanto como la vida. No atacaríais a un hombre desarmado que os restituye los cuerpos de vuestros jefes.
El oficial dio un tirón de las ligaduras, y el cadáver decapitado se deslizó hasta el suelo. Tras arrastrar el otro cuerpo fuera de la montura arrojó la antorcha a la nieve y, cuando ésta se hubo extinguido con un leve siseo, se dejó engullir por las tinieblas.
—En el campo de batalla encontraréis los resultados de vuestro arraigado sentido del honor —les anunció. Se oyó el crujido de sus botas de cuero, y resonó la armadura mientras montaba de nuevo a su caballo—. Os doy hasta mañana para rendiros. Cuando despunte el día, arriad el estandarte. El Señor del Dragón será generoso con vosotros.
De pronto alguien tensó un arco, y una flecha surcó sibilante el aire para clavarse en la carne del oficial. El individuo profirió una exclamación de sorpresa. Los caballeros, no menos sobresaltados que el herido, dieron media vuelta y contemplaron a la solitaria figura que se erguía junto al muro.
—Yo no soy un caballero —declaró Laurana, bajando el arco—. Soy Laurana, hija de la casa real de Qualinesti. Nosotros los elfos tenemos nuestro propio código del honor y, como sin duda sabes, puedo verte en la oscuridad. No te he matado porque no he querido hacerlo. Me basta con comprobar que durante mucho tiempo no podrás valerte de tu brazo. Lo cierto es que nunca más blandirás una espada.
—Esta es la respuesta que debes llevar a tu Señor del Dragón —coreó Sturm con tono áspero—. Sucumbiremos a la peor de las muertes antes que arriar nuestra bandera.
—Acabáis de decidir vuestro destino —les amenazó el oficial, apretados los dientes a causa del dolor. El resonar de los cascos de su caballo se perdió en la noche.
—Entrad los cuerpos —ordenó Sturm.
Con suma cautela, los caballeros abrieron las puertas. Salió una avanzadilla de guardias para cubrir a los encargados de alzar los cuerpos y transportarlos al interior. Los centinelas se retiraron entonces a la fortaleza y atrancaron los accesos.
Sturm se arrodilló en la nieve junto al cuerpo del caballero decapitado. Asiendo su mano, desprendió de su frío anular una sortija. La armadura del cadáver presentaba numerosas abolladuras y manchas de sangre. Tras depositar de nuevo la inerte mano en el suelo, susurró con voz anodina:
—El comandante Alfred.
—Señor —informó uno de los jóvenes oficiales—, el otro caballero es Derek. El repulsivo ser que lo ha traído estaba en lo cierto: sigue con vida.
Sturm se levantó y se dirigió al lugar donde Derek yacía sobre el empedrado. El rostro del dignatario estaba ceniciento, sus ojos centelleaban febriles. La sangre sellaba sus labios en una gruesa capa, tan viscosa como la piel. Uno de los caballeros que lo sostenía llevó un cuenco de agua a sus labios, mas Derek no pudo beber.
Desazonado ante tan dantesco espectáculo Sturm vio que Derek se apretaba la mano contra el vientre, por donde fluían las últimas gotas de su savia pero no con la suficiente rapidez para poner fin a su agonía. Esbozando una fantasmal sonrisa, el maltrecho oficial aferró el brazo de Sturm con su ensangrentada mano.
—¡Victoria! —acertó a exclamar—. Se dieron a la fuga al divisarnos, pero los perseguimos. ¡Ha sido un combate glorioso! ¡Me nombrarán Gran Maestre! —se ahogó su voz, y un hilo de sangre afluyó a las comisuras de sus labios en el momento en que se abandonaba en los brazos del joven caballero, quien miró a Sturm esperanzado.
—Quizá sea cierto, señor, y el enemigo ha empleado esta argucia para desorientamos —aventuró. Sin embargo, enmudeció al contemplar el desencajado rostro de Sturm—. Claro, que no se puede dar crédito a las palabras de un loco —apostilló, posando de nuevo sus ojos en Derek.
—Lo único que importa ahora es que se muere, y lo hace como un bravo caballero —susurró Sturm.
—¡Victoria! —repitió Derek, y sus ojos se fijaron vidriosos en la bruma.
—No, no debes romperlo —recomendó Laurana.
—Pero Fizban dijo… —intentó protestar Tas.
—Lo recuerdo bien —le atajó, impaciente, la muchacha—. No alberga el Bien, ni tampoco el Mal. No es nada pero lo es todo. ¡Muy propio de Fizban!
La elfa y el kender se hallaban frente al Orbe de los Dragones. Descansaba el objeto sobre su pedestal en el centro de la estancia circular, cubierta de polvo su superficie salvo donde la había limpiado Tas. La sala estaba oscura y sumida en un misterioso silencio, tan sobrenatural que los dos amigos no osaban levantar la voz.
Laurana contemplaba el Orbe, fruncido el ceño en actitud meditabunda. Tas observaba a la joven inquieto, temeroso de adivinar sus pensamientos.
—¡Estas esferas tienen que funcionar, Tas! —exclamó la princesa—. Fueron creadas por poderosos magos que, al igual que Raistlin, no toleraban el fracaso. Si supiera cómo utilizarlas.
—Yo sé hacerlo —confesó Tas en un susurro.
—¿Cómo? ¿Es eso verdad? No entiendo por qué…
—Ignoraba que lo sabía, por así decirlo —balbuceó el kender—. De pronto me di cuenta. Gnosh, el gnomo, me reveló que había descubierto en el interior del Orbe unas letras que se arremolinaban en la niebla. No pudo leerlas porque las palabras que formaban estaban escritas en una lengua extraña.
—El idioma de la magia.
—Sí, así lo afirmó él.
—¡Pero este hecho no nos proporciona ninguna ayuda! —protestó Laurana—. Ni tú ni yo podemos interpretar sus signos. Si Raistlin…
—No necesitamos a Raistlin —le atajó Tasslehoff—. No soy capaz de hablar esa lengua, pero sí de leerla. Tengo unos anteojos mágicos de «visión verdadera», según los definió el hechicero. Me permiten traducir cualquier símbolo, incluidos los que utilizan los maestros arcanos. Lo sé porque Raistlin me amenazó con convertirme en grillo y devorarme si me sorprendía leyendo sus pergaminos.
—¿Crees que podrás leer las palabras que se perfilan en el Orbe?
—Nada pierdo con probarlo —se ofreció el kender pero, Laurana, Sturm nos aseguró que no nos acechaba ningún dragón. ¿Por qué arriesgamos a utilizar el Orbe? Fizban declaró que sólo osan hacerlo los magos más poderosos.
—Escúchame, Tasslehoff Burrfoot —le susurró la elfa arrodillándose junto a él y clavando en su rostro una penetrante mirada—. Si nos ataca un solo reptil en estos parajes, todo habrá terminado. Y si nos han dado un plazo para rendirnos en lugar de arrasarnos es porque necesitan ganar tiempo hasta que lleguen los dragones. ¡No podemos desperdiciar semejante ocasión!
Un camino oscuro y una liviana senda. Tasslehoff recordó las predicciones de Fizban y bajó la cabeza: … puede que algunos de los que amamos pierdan la vida… pero tú tienes el coraje necesario para recorrer el camino oscuro…
Despacio, el kender embutió la mano en el bolsillo de su lanuda zamarra, extrajo los anteojos y acopló a sus puntiagudas orejas la montura de alambre