El Perechon.
Recuerdos de antaño.
Los compañeros, «como las otras heces de la humanidad» —eran palabras de Raistlin—, fueron a la deriva sobre las mareas del conflicto y arribaron a Flotsam. Esta sombría población se erguía a orillas del mar Sangriento de Istar como una nave naufragada y arrojada contra las rocas. Habitada por la escoria de todas las razas de Krynn, Flotsam estaba, por añadidura, infestada de draconianos, goblins y mercenarios de toda índole que los Señores de los Dragones atraían mediante la promesa de cuantiosas soldadas y botines de guerra.
Esperaban encontrar en su puerto una nave que los llevara por la parte septentrional de Ansalon hasta Sancrist o hasta cualquier otro lugar, aunque suponían que la travesía resultaría muy peligrosa.
Su punto de destino había sido en los últimos días objeto de numerosas discusiones, sobre todo desde que Raistlin se recobrara de su enfermedad. Los compañeros habían espiado con ansiedad sus manejos del Orbe de los Dragones, sin prestar demasiada atención a su estado de salud. ¿Qué había ocurrido cuando utilizó la esfera? ¿Qué perjuicio podía causarles?
—No debéis sentir miedo —les recomendó el mago en su sibilante voz—. No soy necio y débil como el rey elfo. Yo he controlado al Orbe, no a la inversa.
—¿Cuáles son sus propiedades? ¿Para qué podemos servirnos de él? —preguntó Tanis, alarmado ante la gélida expresión que se dibujaba en el rostro metálico de Raistlin.
—He tenido que aplicar toda mi fuerza para dominarlo —explicó el hechicero con los ojos alzados hacia el techo pero necesito estudiarlo más a fondo antes de aprender a utilizar sus poderes.
—¿Estudiarlo? —repitió el semielfo—. ¿Estudiar el Orbe?
—No exactamente —aclaró Raistlin, después de lanzarle una fugaz mirada y posar de nuevo su vista en las alturas—. Lo que debo estudiar son los libros escritos por los antiguos sabios que crearon este objeto. Tenemos que ir a Palanthas, a la biblioteca donde reside un tal Astinus.
Tanis guardó unos segundos de silencio. Oía el matraqueo de los pulmones del hechicero en la lucha que libraban para respirar.
«¿Por qué se aferrará así a la vida?», pensó el semielfo sin acertar a comprenderlo.
Aquella mañana había nevado, pero los espesos copos se habían convertido en una fina lluvia. Tanis escuchaba su tamborileo sobre la madera del carromato. Quizá era a causa del encapotado día pero, al observar a Raistlin, Tanis sintió un escalofrío que recorrió su cuerpo hasta congelarle el corazón.
—¿A eso te referías al hablar de antiguos hechizos? —indagó por fin.
—Naturalmente. ¿A qué sino? —Raistlin hizo una pausa para toser, y añadió—: ¿Cuándo hablé yo de tales encantamientos?
—Cuando te encontramos por vez primera —le recordó el semielfo, examinándolo con suma atención. Advirtió un hondo frunce en su ceño y captó la tensión que dimanaba de su quebrada voz.
—¿Qué dije entonces?
—Apenas nada. Hiciste una vaga alusión a unos viejos hechizos cuyo secreto pronto poseerías.
—¿Eso fue todo?
Tanis no respondió de inmediato, y los ojos como relojes de arena del mago le traspasaron con una inquietante frialdad que le produjo un estremecimiento. Viendo que asentía. Raistlin desvió el rostro.
—Voy a dormir un rato —declaró—. Palanthas, no lo olvides.
Tanis se vio obligado a admitir que deseaba viajar a Sancrist por motivos egoístas. Esperaba contra toda lógica que Laurana, Sturm y los otros se hubieran dirigido a esa ciudad. Además, era allí donde había prometido llevar el Orbe pero ahora tenía que sopesar la insistencia de Raistlin en visitar la biblioteca de Astinus a fin de descubrir los enigmas que encerraba.
Se hallaba sumida su mente en tales disquisiciones cuando llegaron a Flotsam. Al fin, decidió que lo mejor sería comprar pasajes en una nave que zarpase con rumbo norte y desembarcar según las posibilidades que se presentaran.
Pero al llegar a este puerto tuvieron una gran desilusión. Había más draconianos en la ciudad que los que habían visto en todo su viaje desde Balifor septentrional. Las calles eran un hervidero de patrullas armadas, que demostraban un especial interés por los extraños. Como los compañeros habían tenido la feliz idea de vender su carromato antes de atravesar las puertas pudieron mezclarse con el gentío, si bien cinco minutos después de entrar en la urbe vieron cómo unos draconianos arrestaban a un hombre por «hacer preguntas».
Les alarmó tan triste espectáculo, de modo que se albergaron en la primera posada que encontraron: una casucha destartalada de la periferia.
—¿Cómo nos las vamos a arreglar para ir hasta el puerto, y sobre todo para adquirir pasajes? —inquirió Caramon en cuanto se hubieron instalado en sus poco acogedoras alcobas ¿Qué sucede aquí?
—El posadero dice que hay un Señor del Dragón en la ciudad. Al parecer las tropas buscan a unos espías o algo parecido —aclaró Tanis con desasosiego.
—Quizá intentan rastrearnos a nosotros —apuntó el guerrero, intercambiando miradas con los otros.
—¡Eso es ridículo! —se apresuró a rebatirle Tanis—. Somos víctimas de una obsesión. Nadie puede saber que estamos en Flotsam, ni sospechar qué ocultamos.
—Me pregunto si… —esbozó Riverwind, a la vez que miraba receloso a Raistlin.
El mago cruzó sus ojos con los del bárbaro, pero no se dignó contestar.
—Beberé agua caliente —indicó a Caramon.
—Sólo se me ocurre una solución —propuso Tanis mientras el guerrero obedecía las instrucciones de su hermano—. Caramon y yo saldremos esta noche y atacaremos a dos oficiales del ejército de los dragones para robarles los uniformes. No pienso en los draconianos —añadió al ver la mueca de disgusto del hombretón—, sino en los mercenarios de raza humana. Así podremos movernos por Flotsam con entera libertad.
Tras un corto conciliábulo, todos reconocieron que era el único plan que podía funcionar. Los compañeros cenaron sin apetito, prefiriendo hacerlo en sus habitaciones antes que arriesgarse a bajar al comedor.
—¿No me necesitarás durante mi ausencia? —preguntó Caramon a Raistlin cuando se quedaron solos en la alcoba que compartían.
—Puedo cuidar de mí mismo —fue la lacónica respuesta.
El mago se incorporó para estudiar un libro de hechizos, mas un acceso de tos lo obligó a abandonarlo entre violentas convulsiones.
Al ver que su gemelo estiraba la mano, Raistlin la rechazó.
—¡Vete! —le espetó—. ¡Déjame tranquilo!
Caramon vaciló unos instantes.
—Como quieras —dijo al fin con un suspiro y, tras abandonar la estancia, cerró la puerta suavemente.
Raistlin permaneció unos segundos inmóvil, casi sin resuello. Una vez se hubo normalizado su respiración cruzó despacio la alcoba y, aún tembloroso, levantó uno de los muchos saquillos que Caramon había depositado en la mesilla de noche. Lo abrió y extrajo el Orbe.
Tanis y Caramon, aquél con la capucha echada sobre su rostro, recorrieron las calles de Flotsam al acecho de dos guardianes cuyos uniformes pudieran ajustarse a sus cuerpos. En el caso de Tanis no iba a ser difícil, pero hallar un soldado del tamaño del descomunal guerrero era ya otra cuestión.
Ambos sabían que debían darse prisa. Más de una vez los draconianos se volvieron a mirarlos con expresión de sospecha, y dos de ellos, incluso, los detuvieron para averiguar qué hacían por aquellos lugares. En el tosco dialecto de los mercenarios, Caramon les explicó que querían alistarse en los ejércitos de los dragones y su relato pareció convencerlos. Pero resultaba evidente que no tardaría en atraparles una patrulla.
—¿Qué debe ocurrir? —susurró preocupado el semielfo.
—Quizá la guerra se ha puesto al rojo vivo —aventuró Caramon—. Mira a esos individuos que entran en la taberna.
—Sí, uno de ellos es tan fornido como tú —asintió Tanis, comprendiendo por qué había cambiado de tema—. Escóndete en esa calleja. Esperaremos hasta que salgan y entonces… —en lugar de concluir la frase, estranguló el aire con las manos.
El guerrero captó la señal, y ambos se deslizaron por el adoquinado para refugiarse en un mugriento pasadizo desde donde podían vigilar la puerta del establecimiento.
Era casi medianoche. Las lunas no aparecerían en el firmamento pues, aunque había cesado de llover, densos nubarrones ensombrecían el ambiente. Acurrucados en el callejón, pronto empezaron a tiritar a pesar de sus capas. Las ratas sorteaban sus pies, causándoles una gran repugnancia. Un goblin ebrio se adentró por error en sus dominios y fue a caer de bruces sobre un montón de desperdicios. No volvió a levantarse. El hedor que despedía era nauseabundo, pero los compañeros no se atrevieron a abandonar un puesto de observación tan ventajoso.
Pasado un rato oyeron un tumulto esperanzador, formado por carcajadas sin control y voces humanas que hablaban en común. En efecto, los dos soldados que aguardaban salieron del bar y avanzaron vacilantes hacia ellos.
Una alta farola se alzaba en la acera, iluminando la noche. Los mercenarios se perfilaron bajo sus haces y dieron así a Tanis la oportunidad de estudiarlos. Ambos eran oficiales de los ejércitos de los dragones. Imaginó que acababan de ascenderlos, quizá era eso lo que celebraban. Desde luego sus armaduras refulgían como si fueran nuevas, además de estar relativamente limpias. Al semielfo le satisfizo comprobar la calidad de su acero, cubierto de escamas azules que imitaban a las de los dignatarios de las huestes enemigas.
—¿Preparado? —preguntó Caramon. Tanis asintió.
—¡Elfo abyecto! —exclamó el guerrero desenvainando su espada, con aquella profunda voz que tan bien asumía—. ¡Te he descubierto, espía, y ahora mismo te llevaré a presencia del Señor del Dragón!
—¡Nunca me atraparás vivo! —se rebeló Tanis con su arma también enarbolada.
Al oír la refriega, los oficiales se detuvieron bamboleantes para asomarse a la lóbrega calleja.
Vieron muy interesados cómo Caramon y Tanis se tanteaban mutuamente, evolucionando hasta colocarse en posición de combate. Cuando el guerrero estaba de espaldas a los soldados y Tanis frente a ellos, el semielfo hizo un brusco movimiento y lanzó por los aires la espada de su supuesto rival.
—¡Rápido, ayudadme a arrestarlo! —vociferó el hombretón—. ¡Se ofrece una buena recompensa por él, vivo o muerto!
Los oficiales no titubearon. Tras desenfundar sus armas con dificultad a causa de su embriaguez, se encaminaron hacia Tanis. Sus rostros se hallaban retorcidos en una expresión de cruel complacencia.
—¡Adelante, agujeread a esa escoria! —los apremió Caramon. Aguardó hasta que hubieron pasado junto a él y, en el instante en que alzaron el brazo de la espada, rodeó con sus potentes manos las gargantas de ambos. El guerrero se apresuró a entrechocar sus cabezas, soltándolos para que los inertes cuerpos cayeran al suelo.
—¡No hay tiempo que perder! —gruñó Tanis. Arrastró a uno por los pies hacia la penumbra, mientras Caramon le seguía con el otro. Sin tomarse un segundo de descanso comenzaron a desabrochar las correas de sus armaduras.
—¡Puah! ¡Este debía tener sangre troll! —protestó el guerrero, agitando la mano para ahuyentar los asfixiantes efluvios.
—¡Deja de quejarte! —le espetó Tanis, concentrado en estudiar el complejo sistema de trabas y cinchas del atavío—. Tú al menos estás acostumbrado a embutirte en estas mallas. Por favor, échame una mano.
—Enseguida. —Sonriente, Caramon ajustó las piezas en torno al talle de Tanis—. Un elfo con armadura. ¿Dónde iremos a parar?
—Son tiempos difíciles —respondió su compañero—. ¿Cuándo nos entrevistaremos con la capitana de navío de la que te habló William?
—Dijo que la encontraremos a bordo a primera hora de la mañana.
—Me llamo Maquesta Nar-thon —se presentó la mujer, con la dura expresión de quien tiene muchos asuntos que atender—. Adivino que no sois oficiales de los ejércitos de los dragones, a menos que hayan decidido aceptar elfos en sus filas.
Tanis se sonrojó, a la vez que se desprendía del yelmo.
—¿Resulta muy obvio?
—Quizá no para otros —respondió ella encogiéndose de hombros—. La barba te camufla… ¡pero claro, eres un semielfo! Y el casco oculta tus orejas aunque, como no te proveas de una máscara, tus bonitos ojos almendrados acabarán por delatarte. De todos modos no darás ocasión a que muchos draconianos te contemplen de cerca, ¿me equivoco?
Maquesta se apoyó en el respaldo de su silla, colocó los pies sobre la mesa y estudió el rostro de Tanis. Al oír la risa burlona de Caramon, aquél sintió arder su piel.
Estaban a bordo del Perechon, sentados en la cabina de su capitana. Maquesta Nar-thon pertenecía a la raza de tez oscura que vivía en Ergoth del Norte. Su pueblo estaba constituido por navegantes desde tiempo inmemorial y, según el rumor popular, conocía el lenguaje de las aves marinas y los delfines. Al mirarla, Tanis no pudo por menos que pensar en Theros Ironfield. Su piel era de un negro reluciente, su cabello crespo permanecía sujeto merced a una cinta dorada que le ceñía la frente. En los ojos de aquella mujer, también de tono azabache, brillaba un fulgor acerado similar al de la daga que pendía de su cinto.
—Hemos venido para hablar de negocios, capitana Maque… —a Tanis se le trabó la lengua al intentar pronunciar tan extraño nombre.
—Por supuesto —respondió ella—. Puedes llamarme Maq, será más fácil para ambos. Me alegro de que traigáis una carta de William, de lo contrario no os habría recibido. Sólo os escucho porque él asegura que sois honrados y vuestro dinero auténtico. Y bien, ¿dónde queréis ir?
Tanis y Caramon intercambiaron una fugaz mirada. Estaban en una encrucijada y, además, el semielfo temía revelar a nadie sus dos posibles puntos de destino. Palanthas era la capital de Solamnia, Sancrist un conocido puerto frecuentado por los caballeros.
—¡Por los dioses! —se encolerizó Maq al verlos titubear. Bajando los pies de la mesa, les lanzó una furibunda mirada y añadió—: ¡Decidid de una vez si vais a confiar o no en mí!
—¿Podemos hacerlo? —la interrogó Tanis.
—¿Cuánto dinero tenéis? —insistió la capitana con las cejas enarcadas.
—El suficiente —fue la concisa respuesta—. Digamos que deseamos dirigimos al norte. Si después de bordear el cabo Nordmaar nuestras relaciones son buenas, seguiremos navegando juntos. En el caso de que para entonces haya surgido algún problema, te pagaremos y nos dejarás en un puerto seguro.
—Kalaman —declaró Maq, arrellanándose divertida en su asiento—. Es, según tú mismo afirmas, un puerto seguro. Al menos uno de los más tranquilos en estos tiempos que corren. Me pagaréis ahora la mitad del pasaje y el resto cuando lleguemos. Cualquier trayecto posterior deberá negociarse en su momento.
—Nos depositarás en Kalaman sanos y salvos —puntualizó Tanis.
—No puedo comprometerme —protestó la capitana—. No es ésta una época idónea para viajar por mar.
Se levantó en lánguida actitud y se desperezó como un gato. Caramon, que también se había incorporado, la contempló con admiración.
—Cerremos el trato —añadió Maquesta—. Seguidme, os mostraré la nave.
Los condujo a cubierta. El velero se le antojó a Tanis bien aparejado, aunque él nada sabía de tales cuestiones. La voz y las maneras de la mujer fueron frías cuando iniciaron su conversación, pero a medida que les enseñaba los detalles de su barco adquirieron un calor imprevisto. El semielfo advirtió que adoptaba la misma expresión, que sus frases se revestían del mismo ardor que había detectado en Tika cuando hablaba de Caramon. El Perechon era, sin lugar a dudas, el único amor de Maq.
Reinaba a bordo una gran tranquilidad. La tripulación estaba en tierra junto con el primer oficial, según les explicó Maquesta. La única persona que Tanis vio en la cubierta, aparte de ellos mismos, fue un hombre que remendaba en solitario una vela. Cuando pasaron por su lado alzó los ojos, y el semielfo comprobó que casi se le salieron de las órbitas al toparse con las armaduras de escamas de dragón.
—Nocesta, Berem —la capitana trató de apaciguarlo señalando a Tanis y Caramon—. Nocesta. Clientes, dinero.
El hombre asintió y reanudó su tarea.
—¿Quién es? —indagó el semielfo en voz baja mientras volvían al camarote para zanjar las negociaciones.
—¿Quién, Berem? —preguntó Maq a su vez—. El piloto. Sé muy poco de él. Se presentó aquí hace unos meses pidiendo trabajo. Lo admití como grumete, pero poco después mi timonel murió en un altercado con… dejémoslo, poco importa. El caso es que lo sustituyó por su propia iniciativa y resultó ser espléndido en el manejo de la rueda, mejor incluso que el anterior. Sin embargo, es una criatura extraña. Creo que es mudo. Nunca habla, y rehúsa desembarcar siempre que puede. Me escribió su nombre en el cuaderno de bitácora de otro modo ni siquiera conocería ese detalle. ¿Por qué? —inquirió al comprobar que Tanis lo examinaba con suma atención.
Berem era alto y corpulento. A primera vista parecía un hombre de mediana edad, de acuerdo con las pautas de su raza. Tenía el cabello cano y el rostro bien rasurado, de tez curtida y ajada por los prolongados efectos de la brisa marina. Sin embargo, sus ojos eran transparentes y brillantes como los de un joven, al igual que las tersas manos con que sostenía la aguja. Quizá corría por sus venas sangre elfa, pero Tanis no halló en él ningún rasgo que lo confirmara.
—Le he visto antes, estoy seguro —comentó el semielfo—. Y tú, Caramon, ¿lo recuerdas?
—¡Oh, vamos! —protestó el guerrero—. Nos hemos tropezado con millares de personas en sólo un mes. Probablemente formaba parte de la audiencia en una de nuestras puestas en escena.
—No —replicó Tanis—. En cuanto mis ojos se han posado en ese hombre he pensado en Pax Tharkas y en Sturm…
—Tengo mucho que hacer —le interrumpió Maq—. ¿Venís, o preferís contemplar cómo cose la vela?
Comenzó a descender la escala y Caramon la siguió con paso torpe, envuelto en el tintineo de su espada y la armadura. Aunque a regañadientes, Tanis se introdujo también por la escotilla no sin antes lanzar al desconocido una última mirada. El humano clavó a su vez en el semielfo sus extraños y penetrantes ojos.
—De acuerdo, vuelve a la posada junto a los otros. Yo compraré las provisiones para tenerlo todo a punto cuando zarpemos. Maquesta ha dicho que tardaremos unos cuatro días.
—¡Ojalá fuera menos! —exclamó Caramon.
—También a mí me gustaría —respondió Tanis con cierto desasosiego—. Hay demasiados draconianos por aquí. Pero hemos de aguardar hasta que la marea sea favorable. Regresa al albergue y ordena a todos que no salgan. ¡Por cierto! Recuerda a tu hermano que haga acopio de esa pócima de hierbas que bebe, porque pasaremos largo tiempo en el mar. Me reuniré con vosotros dentro de unas horas, en cuanto haya comprado todo lo necesario.
Tanis se adentró en las abarrotadas calles de Flotsam, sin que nadie reparase en él gracias a su armadura. Deseaba ardientemente quitársela pues era pesada, le daba calor y le producía una molesta comezón. Además, le costaba un gran esfuerzo acordarse de responder a los saludos de los draconianos y de los goblins. Se le ocurrió, al ver el respeto que infundía su uniforme, que el humano al que había robado tal atavío debía ostentar un rango importante. Tal pensamiento no era reconfortante. En cualquier momento alguien podía reconocerlo.
Pero sabía que nada podía hacer sin la protección que le brindaba. Había más draconianos que la víspera en las calles, la tensión se palpaba en toda la ciudad. La mayoría de los habitantes permanecían confinados en sus casas y, a excepción de las tabernas, los comercios estaban cerrados. Tras pasar junto a varios establecimientos con las puertas, atrancadas, al semielfo comenzó a preocuparle la idea de que quizá no lograría abastecerse para su larga singladura, en el océano.
Meditaba sobre este problema, contemplando una oscura vitrina, cuando de pronto una mano lo agarró por la bota y lo arrojó al suelo.
La inesperada caída le dejó sin resuello. Se había golpeado la testa contra el empedrado y, por unos instantes, el dolor lo atenazó de un modo irresistible. Su instinto lo impulsó a propinar un puntapié a quienquiera que le tuviese así aprisionado, pero debía poseer unas manos muy fuertes. Notó que lo arrastraban hacia una lóbrega calleja.
Tras menear la cabeza en un intento de despejarla, Tanis se giró para ver a su aprehensor. ¡Era un elfo! Con su ropa harapienta, desfigurados sus rasgos por el pesar y la ira, su oponente se irguió ante él blandiendo una lanza.
—¡Lacayo de los dragones! —le espetó su atacante en lengua común—. Tus despreciables esbirros asesinaron a mi familia, a mi mujer y a mis hijos. Los aniquilaron mientras yacían indefensos en sus lechos, sin escuchar sus súplicas de misericordia. ¡Tú pagarás su crimen! —concluyó—, a la vez que levantaba su arma.
—¡Sahk! ¡Lt mo dracosali! —gritó Tanis en elfo, realizando un denodado esfuerzo para liberarse del yelmo. Pero el elfo, enloquecido tras tanto sufrimiento, ni siquiera escuchó sus palabras. Cuando se disponía a hundir la lanza en el cuerpo de su víctima, sus ojos se desorbitaron, ribeteados de pánico. El arma se deslizó por sus dedos al mismo tiempo que una espada se ensartaba en su espalda. Agonizante, el elfo se desplomó pesadamente entre desgarrados gritos.
Tanis alzó asombrado los ojos para ver quién le había salvado la vida. Un Señor del Dragón se erguía sobre el cadáver de la desdichada criatura.
—Te oí gritar y comprendí que uno de mis oficiales corría peligro. Supuse que me necesitarías —explicó el dignatario, estirando su enguantada mano con el fin de ayudar a incorporarse al aún débil Tanis.
En un mar de confusiones, mareado por el pertinaz dolor y tan sólo consciente de que no debía delatarse, el semielfo aceptó la mano que le tendía el Señor del Dragón hasta que logró ponerse en pie. Ladeado el rostro y bendiciendo su suerte porque la escena se desarrollaba en un sombrío callejón, el semielfo farfulló con la voz más ronca posible unas palabras de agradecimiento. Fue entonces cuando vislumbró los ojos del oficial tras la máscara, y vio que se abrían de par en par.
—¿Tanis?
Un escalofrío le recorrió la espina dorsal, causándole un dolor más punzante que el que le habría infligido la lanza elfa. No acertó a hablar, sólo pudo contemplar inmóvil cómo el Señor del Dragón se apresuraba a quitarse la máscara de color azul y oro.
—¡Tanis, eres tú! —exclamó el comandante con voz claramente femenina, aferrando sus brazos.
El semielfo reparó en aquellos ojos pardos, en la encantadora pero ambigua sonrisa de su oponente.
—Kitiara…