Un viaje inesperado.
—Y ahora que mi tarea ha terminado, ya puedo marcharme —dijo Laurana.
—Sí —dijo Elistan lentamente—, y sé por qué te vas… —Laurana enrojeció y bajó la mirada—. Pero ¿adónde irás?
—A Silvanesti. Ése es el último lugar en el que lo vi.
—Pero, fue sólo un sueño.
—No, aquello fue más que un sueño. Fue real. El estaba allí y estaba vivo. Debo encontrarle.
—Creo, querida, que entonces deberías quedarte aquí —sugirió Elistan—. Has dicho que en el sueño encontraba uno de los Orbes de los Dragones. Si es así, vendrá a Sancrist.
Laurana no respondió. Sintiéndose desdichada e indecisa, miró al exterior desde una de las ventanas del castillo del comandante Gunthar, donde ella, Elistan, Flint y Tasslehoff residían como invitados.
Debía haberse marchado con los elfos. Antes de que dejase la explanada de la Piedra Blanca, su padre le había pedido que regresara con ellos a Ergoth del Sur. Pero Laurana le había respondido que no. Aunque no se lo había dicho, sabía que nunca en su vida volvería a vivir entre los suyos.
Su padre no insistió y Laurana vio, en su mirada, que el Orador había adivinado sus pensamientos pese a que ella no los hubiera expresado en voz alta. Los elfos envejecen por años, no por días, como los humanos y a Laurana le pareció que su padre envejecía por instantes. Sintió como si estuviera contemplándolo a través de los ojos de relojes arena de Raistlin; la sensación era terrorífica. Además, las nuevas que ella traía sólo aumentaron la amarga infelicidad del Orador.
Gilthanas no había regresado y Laurana no podía decirle a su padre dónde estaba su amado hijo, ya que el viaje que él y Silvara habían emprendido era arriesgado y sumamente peligroso. Lo único que Laurana podía decirle era que su hijo no estaba muerto.
—¿Tú sabes dónde está? —preguntó el Orador tras hacer una pausa.
—Lo sé, o mejor dicho… sé hacia dónde se dirige.
—¿Y no puedes hablar de ello ni siquiera conmigo…?
Laurana sacudió la cabeza.
—No, Orador, no puedo. Perdóname, pero cuando se tomó la decisión de llevar a cabo ese peligroso plan, acordamos que ninguno de los que lo conocíamos hablaríamos de ello con nadie. Con nadie —repitió.
—O sea que no confías en mí…
Laurana suspiró, volviendo la mirada hacia la destruida Piedra Blanca.
—Padre… casi les declaras la guerra a los únicos que pueden ayudarnos…
Su padre no le respondió, pero por su fría despedida y por la forma de apoyarse en el brazo de Porthios, le demostró claramente a Laurana que ahora sólo le quedaba un hijo.
Theros estaba dispuesto a partir con los elfos. Después de su espectacular presentación de la nueva Dragonlance, el Consejo de la Piedra Blanca había votado unánimemente construir más lanzas, así como la unión de todas las razas para luchar contra los ejércitos de los Dragones.
—Por el momento —había anunciado Theros—, sólo tenemos las pocas lanzas que yo mismo pude forjar durante este mes, y varias lanzas antiguas que los dragones plateados escondieron cuando sus congéneres desaparecieron de la tierra. Pero necesitaremos más… muchas más. ¡Necesito hombres que me ayuden!
Los elfos accedieron a que sus hombres ayudaran a Theros a forjar las dragonlances, pero en cuanto a colaborar en la lucha…
—¡Ése es un asunto que debemos discutir! —dijo el Orador.
—No lo discutáis demasiado tiempo, —le respondió irritado Flint Fireforge— o puede que os encontréis hablando de ello con uno de los Señores de los Dragones.
—Los elfos tienen sus propias opiniones y no necesitan el consejo de los enanos —respondió el Orador fríamente—. Además, ¡ni siquiera sabemos si esas lanzas funcionan! La leyenda dice que debían ser forjadas por el Brazo de Plata, eso seguro. Pero también dice que para forjarlas era necesario el Mazo de Kharas. ¿Dónde está ahora el Mazo?
—Era imposible traer el Mazo a tiempo para forjarlas, además corríamos el riesgo de que cayera en manos de los draconianos. En la Antigüedad se requería el Mazo de Kharas porque la destreza del hombre no era suficiente por sí misma para forjar las lanzas. La mía lo es —añadió Theros orgullosamente—. Ya viste lo que le hizo la lanza a aquella roca.
—Ya veremos lo que les hace a los dragones —dijo el Orador, y el Segundo Consejo de la Piedra Blanca llegó a su fin. Al final Gunthar propuso que las lanzas que Theros había traído, fueran enviadas a los caballeros de Palanthas.
Estos pensamientos son los que ocupaban la mente de Laurana mientras contemplaba el desolado paisaje de invierno. Según había dicho el comandante Gunthar, no tardaría en nevar en el valle.
«No puedo quedarme aquí. Me volveré loca», pensó Laurana pegando la mejilla al frío cristal.
—He estudiado los mapas de Gunthar —murmuró, hablando consigo misma—, y he visto la situación de los ejércitos de los dragones. Tanis nunca llegará a Sancrist. Y si realmente tiene el Orbe, puede que no sepa el peligro que corre. Debo prevenirlo.
—Querida, no estás hablando juiciosamente —le dijo Elistan con dulzura—. Si Tanis no puede llegar a Sancrist sin correr un gran riesgo, ¿cómo vas a llegar tú hasta él? Utiliza la lógica, Laurana…
—¡No quiero utilizar la lógica! ¡Estoy harta de ser juiciosa! Estoy cansada de esta guerra. Yo ya he hecho lo que he podido… más de lo que he podido. ¡Sólo quiero encontrar a Tanis!
Al ver la expresión compasiva de Elistan, Laurana suspiró.
—Lo siento, querido amigo. Sé que lo que has dicho es verdad, pero ¡no puedo quedarme aquí sin hacer nada!
Aunque Laurana no lo mencionó, tenía otra preocupación. Esa mujer humana, Kitiara. ¿Dónde estaba? ¿Estaban Tanis y ella juntos tal como había visto en el sueño? De pronto Laurana se dio cuenta de que la imagen que recordaba de Tanis rodeando con el brazo a Kitiara, era todavía más inquietante que la imagen que había visto de su propia muerte.
En ese momento el comandante Gunthar entró en la habitación.
—¡Oh! Lo siento. Espero no molestar… —dijo al ver a Elistan y a Laurana.
—No, por favor, pasad —dijo Laurana rápidamente.
—Gracias —dijo Gunthar entrando y cerrando la puerta cuidadosamente. Antes de hacerlo miró hacia el corredor para asegurarse de que nadie rondaba por allí. Se reunió con ellos en la ventana—. La verdad es que quería hablar con vos y con Elistan. Envié a Wills en vuestra búsqueda. Sin embargo, es mejor así. Nadie sabrá que estamos hablando.
«Más intrigas», pensó Laurana fatigada. Desde su llegada al castillo de Gunthar, no había oído hablar más que de las maniobras políticas que estaban destrozando la Orden de los Caballeros.
Gunthar le había relatado el juicio de Sturm, lo cual la había enfurecido intensamente, por lo que Laurana se había presentado ante el Consejo de Caballeros para hablar en defensa de su amigo. Aunque era la primera vez que una mujer testificaba ante el Consejo, los caballeros quedaron impresionados por el elocuente discurso que aquella bella y vehemente elfa había hecho en defensa de Sturm. El hecho de que Laurana fuera miembro de la casa real elfa, y el que hubiera traído las dragonlances, también decía mucho en su favor.
Hasta a los seguidores de Derek —aquellos que se habían quedado les había resultado difícil no considerar su testimonio. Pero los caballeros no habían podido llegar a ninguna decisión. El hombre designado para ocupar el lugar del comandante Alfred era un fiel seguidor de Derek, y el comandante Michael había vacilado hasta tal grado, que Gunthar se había visto obligado a exponer el caso a una votación abierta. Los caballeros habían pedido un período de reflexión y la reunión fue pospuesta. La habían reanudado aquella tarde. Por lo que parecía, Gunthar acababa de llegar de dicha reunión.
Laurana supuso, por la expresión del rostro de Gunthar, que todo había discurrido favorablemente. Pero si así era, ¿por qué ese aire de misterio?
—¿Han perdonado a Sturm? —preguntó la elfa.
Gunthar hizo una mueca y se frotó las manos.
—No lo han perdonado, querida. Eso hubiera significado que lo consideraban culpable. No. ¡Ha sido completamente vindicado! Intenté que así fuera. El perdón no nos hubiera convenido en absoluto. Su investidura está asegurada. Ahora su título de comandante es oficial. ¡Y Derek se ha metido en graves problemas!
—Me alegro por Sturm —dijo Laurana con frialdad, intercambiando una mirada de preocupación con Elistan. A pesar de que el comandante Gunthar le gustaba, Laurana había sido criada en una casa real y sabía que el juicio de Sturm estaba siendo politizado.
Gunthar captó el frío matiz de su voz, y en su rostro se dibujó una expresión grave.
—Princesa Laurana, sé lo que estáis pensando… que estoy utilizando a Sturm como si se tratara de una marioneta. Seamos francos, princesa. Los caballeros están divididos en dos bandos, el de Derek y el mío propio. Y ambos sabemos lo que le ocurre a un árbol partido en dos pedazos: ambas partes se marchitan y mueren. Esa contienda entre nosotros debe terminar o sus consecuencias serán trágicas. Ahora, princesa, y también vos, Elistan, ya que he llegado a confiar en el buen juicio de ambos, dejo esto en vuestras manos. Me habéis conocido a mí y habéis conocido a Derek Crown ¿A quién elegiríais para dirigir a los caballeros?
—A vos, por supuesto, comandante Gunthar —dijo Elistan con sinceridad.
Laurana asintió con la cabeza.
—Estoy de acuerdo. Esa disputa es nefasta para la Orden de los Caballeros. Lo vi con mis propios ojos en la reunión del Consejo. Y, por lo que he oído de los informes llegados de Palanthas, también está dañando nuestra causa. No obstante, mi principal preocupación debe ser para mi amigo.
—Os comprendo perfectamente y me alegro de oíroslo decir —dijo Gunthar satisfecho— porque eso hace que me resulte más fácil pediros el gran favor que estoy a punto de solicitaros. Desearía que fuerais a Palanthas.
—¿Qué…? ¿Por qué? ¡No lo comprendo!
—Claro que no. Dejadme que os lo explique. Por favor, sentaos. Vos también, Elistan. Os serviré un poco de vino…
—Para mí no —dijo Laurana sentándose junto a la ventana.
—Muy bien —el rostro de Gunthar se tornó serio. El caballero posó su mano sobre la de Laurana—. Vos y yo conocemos la política, princesa. Por tanto voy a exponer todas las piezas de mi juego ante vos. Aparentemente viajaríais a Palanthas para enseñar a los caballeros a manejar las dragonlances. Es una razón justificada. Aparte de Theros, vos y el enano sois los únicos que conocen su manejo. Y, afrontémoslo, el enano por su estatura no podría utilizarlas.
Laurana lo escuchaba atentamente y Gunthar prosiguió.
—Llevaríais las lanzas a Palanthas. Pero, lo que es más importante, llevaríais con vos la Escritura de Vindicación del Consejo que restituirá el honor de Sturm. Eso supondrá un golpe de muerte para la ambición de Derek. En el momento en que Sturm se ponga su antigua cota de mallas, todos sabrán que cuento con el total apoyo del Consejo. No me extrañaría que Derek fuese a juicio cuando regrese.
—Pero ¿por qué yo? —preguntó Laurana bruscamente—. Podría enseñarle a alguien… al comandante Michael, por ejemplo, a utilizar una dragonlance. El podría llevarlas a Palanthas. El podría llevarle la Escritura a Sturm
—Princesa… —el comandante Gunthar apretó su mano, acercándose más a ella y hablando en voz muy baja ¡seguís sin comprenderlo! ¡No puedo confiar en el comandante Michael! ¡No puedo encomendar este asunto a ninguno de los caballeros! Para entendernos, Derek ha sido derribado de su montura, pero aún no ha perdido el torneo. ¡Necesito alguien en quien pueda confiar absolutamente! Alguien que conozca a Derek y sepa cómo es en realidad, y alguien que desee de corazón lo mejor para Sturm.
—Yo deseo de corazón lo mejor para Sturm —dijo Laurana con frialdad—. Y situó eso por encima de los intereses de la Orden de los Caballeros.
—Ah, pero recordad, princesa Laurana, el único interés de Sturm es su investidura. ¿Qué creéis que le ocurriría a Sturm si la Orden llegara a desintegrarse? ¿Qué creéis que le ocurriría si Derek se hiciera con el control?
Como era de esperar, Laurana accedió a ir a Palanthas. A medida que el día de su partida se acercaba, comenzó a soñar casi cada noche que Tanis llegaba a la isla pocas horas después de que ella partiera. En más de una ocasión estuvo a punto de negarse a ir, pero entonces pensaba en tener que explicarle a Tanis que se había negado a ir a Palanthas para prevenir a Sturm del peligro que corría. Eso hizo que no cambiara de opinión. Esto, y el afecto que sentía por Sturm.
Durante aquellas solitarias noches, en las que su corazón y sus brazos anhelaban a Tanis, era cuando se le repetía la visión del semielfo abrazando a esa mujer humana de oscura y rizada cabellera, de relucientes ojos castaños y de seductora sonrisa. Era entonces cuando su alma se agitaba. Sus amigos podían proporcionarle poco consuelo. Uno de ellos, Elistan, se vio obligado a prepararse para partir tras la llegada de un mensajero de los elfos solicitando la presencia del clérigo y rogando que fuera acompañado por un emisario de los caballeros. Hubo poco tiempo para despedidas. Un día después de la llegada del mensajero, Elistan y el hijo del comandante Alfred —un serio y solemne caballero llamado Douglas—, lo tenían todo listo para partir hacia Ergoth del Sur. Laurana nunca se había sentido tan sola como cuando se despidió de su amigo.
Otra persona se despidió también del clérigo, aunque bajo diferentes circunstancias.
Elistan estaba paseando por la costa de Sancrist, esperando el barco que debería llevarle de vuelta a Ergoth del Sur. El joven caballero, Douglas, caminaba a su lado. Los dos estaban enzarzados en una conversación en la que el clérigo le explicaba al absorto y atento compañero las sendas de los antiguos dioses.
De pronto alzó la mirada y divisó al anciano mago que había conocido en la reunión del Consejo. Durante días había intentado hablar con él, pero Fizban siempre lo evitaba. Por tanto le sorprendió mucho verle ahora caminando por la costa en dirección a ellos. Andaba con la cabeza baja, murmurando para sí. Por un instante pensó que pasaría por su lado sin siquiera verles, pero, de pronto, el viejo hechicero alzó la cabeza.
—¡Ah, hola! ¿No nos han presentado antes? —preguntó parpadeando.
Elistan se quedó sin habla durante un momento. El rostro del clérigo se tornó de una palidez mortecina. Finalmente pudo responder:
—Por supuesto, señor. Y a pesar de que nuestra amistad es muy reciente, siento cómo si os conociera desde hace mucho, mucho tiempo.
—¿De veras? —El anciano frunció el ceño con suspicacia—. No estarás aludiendo a mi edad ¿no?
—No, desde luego que no. —Elistan sonrió.
El rostro del anciano recuperó su expresión habitual.
—Bien, que tengas buen viaje. Adiós.
Apoyándose en su viejo y torcido bastón, el anciano siguió su camino. De pronto se detuvo y se volvió.
—¡Ah!, por cierto, mi nombre es Fizban.
—Lo recordaré —dijo Elistan saludando con la cabeza—. Fizban.
Contento, el viejo mago asintió y continuó su camino por la orilla, mientras Elistan, repentinamente silencioso y pensativo, reanudó su paseo con un suspiro.
Aunque ya quedaban lejos en el transcurso de los acontecimientos, valía la pena remontarse hasta los confusos y excitantes momentos que siguieron a la rotura del Orbe de los, Dragones y a la aparición de la nueva Dragonlance, para observar los sentimientos de un personaje al que todos habían olvidado: el gnomo Gnosh y su Misión en la Vida, que yacía esparcida sobre la hierba, rota en mil pedazos. El único que le hizo caso fue Fizban. El viejo mago se había levantado del suelo y se había dirigido hacia el abatido gnomo, quien contemplaba con aire afligido los fragmentos del Orbe.
—Bueno, bueno, muchacho —dijo Fizban—, ¡aquí no se acaba todo!
—¿No? —preguntó Gnosh, consternado.
—¡No, desde luego que no! Tienes que mirar las cosas desde la perspectiva correcta. ¡Ahora tienes la oportunidad de estudiar ese objeto a partir de cada una de sus partes!
Los ojos de Gnosh se iluminaron.
—Tienes razón, y, de hecho, podría ser una pista.
—Sí, sí —se apresuró a interrumpirle Fizban, pero Gnosh se abalanzó hacia adelante hablando cada vez más deprisa.
—Podríamos etiquetar los trozos, y despuesdibujarundiagramadedondeseencontrabacadapedazoenelmomentonqueloencontramoslocual…
—Claro, claro —murmuró Fizban.
—Apartaos a un lado, apartaos a un lado —había gritado Gnosh con aire de preocupación mientras alejaba a la gente—. Mirad donde pisáis. Ahora vamos a estudiar el Orbe partiendo de sus pedazos, y en pocas semanas podré presentar un informe…
Gnosh y Fizban acordonaron el área y se pusieron a trabajar. Durante los dos días siguientes, Fizban permaneció en la zona de la Piedra Blanca partida, dibujando supuestos diagramas, marcando la situación exacta de cada fragmento antes de recogerlo. Uno de los dibujos de Fizban acabó accidentalmente en la bolsa del kender. Más adelante, Tas descubrió que en realidad se trataba de un juego conocido como «cruces y ceros», que el mago había estado jugando contra sí mismo y, aparentemente, había perdido.
Mientras tanto Gnosh gateaba felizmente sobre la hierba, pegando trozos de pergamino numerados sobre pedazos de cristal todavía más pequeños que aquéllos. Finalmente él y Fizban recogieron en una cesta 2687 fragmentos y se los llevaron al monte Noimporta.
A Tas se le planteó la opción de quedarse con Fizban o ir a Palanthas con Laurana y Flint. La elección era fácil. El kender sabía que dos personas tan inocentes como la elfa y el enano no conseguirían sobrevivir sin él. No obstante, le resultó duro tener que dejar a su viejo amigo. Dos días antes de que su barco se hiciera a la mar, realizó su última visita a los gnomos y a Fizban.
Tras un estimulante paseo en catapulta, el kender encontró a Gnosh en la sala de Observación. Los pedazos rotos del Orbe de los Dragones —etiquetados y numerados—, estaban esparcidos sobre dos mesas.
—Absolutamente fascinante por que hemos analizado el cristal es de un extraño material quenosepareceaninguno delosquehayamosvistojamasgrandescubrimientoestesiglo…
—¿O sea que has realizado tu Misión en la Vida? —Lo interrumpió Tas—. El alma de tu padre…
—Descansandoconfortablemente. —Gnosh sonrió y luego volvió a su trabajo—. Estoy tancontentodequehayasvenidoy sialgunavez teencuentrasporaqui cercavenavisitarnosdenuevo…
—Lo haré —dijo Tas sonriendo.
Tas encontró a Fizban dos niveles más abajo. Fue otro paseo fascinante; el kender gritó simplemente el nombre del nivel al que se dirigía y luego saltó en el vacío. Las redes ondearon y revolotearon, sonaron timbres, gongs y silbidos. Consiguieron agarrar a Tas en el primer nivel, justo cuando el área comenzaba a ser inundada por las esponjas.
Fizban se encontraba en Desarrollo de Armas, rodeado de un montón de gnomos que lo observaban con admiración.
—¡Ah, muchacho! —Dijo mirando vagamente a Tasslehoff—. Has llegado justo a tiempo para presenciar las pruebas de nuestra nueva arma. Va a revolucionar el arte militar. Convertirá a la Dragonlance en algo obsoleto.
—¿De veras? —preguntó Tas excitado.
—¡Es un hecho! A ver, ahora ponte aquí… —dijo haciéndole una señal a un gnomo, quien se apresuró a hacer lo que el anciano había dicho, situándose en medio de la desordenada habitación.
Fizban agarró algo que al atónito kender le pareció similar a una ballesta. En efecto, lo era, pero en lugar de una flecha, una inmensa red pendía del extremo de un garfio. Fizban, gruñendo y murmurando, ordenó a los gnomos que se situaran tras él y despejaran la habitación.
—Ahora tú eres el enemigo —le dijo Fizban al gnomo que se había situado en el centro. El gnomo asumió inmediatamente una expresión fiera y hostil. Los otros gnomos asintieron satisfechos.
Fizban apuntó y disparó. La red salió despedida en el aire, se enganchó con el garfio que había en el extremo de la ballesta, retrocedió como una vela abatida y cayó sobre el mago.
—¡Maldito garfio! —murmuró Fizban.
Entre Tas y los gnomos consiguieron librarle de la red.
—Me temo que esto es una despedida —dijo Tas extendiendo su pequeña mano.
—¿Una despedida? ¿Es que voy a algún lugar? ¡Nadie me lo ha dicho! Además no he empacado…
—Yo me voy a algún lugar —dijo Tas pacientemente con Laurana. Vamos a llevar las lanzas a… oh, se supone que no debo decírselo a nadie— añadió avergonzado.
—No te preocupes. Punto en boca —dijo Fizban en un sonoro susurro que se oyó claramente en toda la habitación—. Te encantará Palanthas. Es una ciudad preciosa. Dale recuerdos a Sturm. ¡Ah! Tasslehoff… —el viejo mago le miró con astucia ¡hiciste lo correcto, muchacho!
—¿Lo hice? —dijo Tas animado—. Me alegro. Me preguntaba… sobre aquello que dijiste… el camino oscuro. ¿Fue éste…?
El rostro de Fizban se ensombreció mientras agarraba a Tasslehoff firmemente por el hombro.
—Me temo que sí. Pero tienes el coraje para caminar por él.
—Eso espero. Bueno, adiós. Regresaré tan pronto como termine la guerra.
—Oh, probablemente ya no estaré aquí —dijo Fizban sacudiendo la cabeza tan violentamente que su sombrero se cayó—. Tan pronto como la nueva arma esté perfeccionada, partiré en dirección a… ¿Dónde se suponía que debía ir? Me parece que no lo recuerdo. Pero no te preocupes, nos encontraremos de nuevo. ¡Esta vez, por lo menos, no me dejas enterrado bajo un montón de plumas de gallina! —exclamó agachándose a recoger el sombrero.
Tas lo recogió antes y se lo tendió.
—Adiós —dijo el kender con voz entrecortada.
—¡Adiós, adiós! —Fizban lo despidió alegremente con la mano. Un segundo después, lanzándoles a los gnomos una mirada, volvió a acercarse a Tas—. Hum… me parece que he olvidado algo. ¿Cuál era mi nombre?